Cuando se abrieron las puertas del ascensor en la planta tercera, Raulito ya estaba correctamente uniformado. Jaime lo estaba esperando sentado en una de las butacas en el recibidor de la planta, en la zona más iluminada.
–Vamos a ver, ¿qué es esa tontería de que hay una habitación 352? Te dije claramente que sólo hay cincuenta habitaciones por planta. Si es una broma para hacer que llegase al trabajo casi una hora antes de mi turno, que sepas que no ha tenido ninguna gracia. A Ju-lío casi le da un síncope cuando me ha visto llegar tan pronto.
–Escúchame primero, y luego te lo demuestro –le dijo Jaime, y le contó el incidente con la camarera de piso.
–Es Isabel, seguro –contestó Raulito cuando Jaime acabó su historia–. ¿Le viste las… –empezó a preguntar, repitiendo el gesto del parque a propósito del tamaño de los pechos de la chica, pero Jaime lo cortó en seco, agarrándolo del brazo. A grandes zancadas, cruzó el pasillo tirando de su amigo. Si algún cliente hubiese visto la escena, no hubiese dudado en dirigirse a recepción para preguntar qué demonios estaba ocurriendo: un cliente con aspecto de estar bastante nervioso llevando a rastras a uno de los botones, que difícilmente lograba mantener el equilibrio.
–Vale, vale –protestó Raulito mientras se colocaba correctamente el uniforme. Habían atravesado el largo pasillo en menos de un minuto.
–¿Y bien? –preguntó Jaime señalando la puerta de la habitación 352, tras la esquina oculta, en la protectora (e intranquilizadora) oscuridad del fondo del recodo.
Raulito se dio la vuelta y miró en la dirección que Jaime le indicaba. Durante unos instantes miró en aquella dirección sin hacer ni decir nada.
Estaba intentando recobrar el habla.
–Joder –fue lo único que se le ocurrió decir cuando pudo hacerlo. Y no sólo porque esa puerta no debería estar ahí. Durante un instante, unas milésimas de segundo, hubiera podido jurar que la puerta no estaba. Que había visto el espejo, y su imagen reflejada en él. Y eso le daba mucho miedo. Casi tanto como aquella puerta misteriosa que estaba donde no debía haber nada.
–¿Vamos adentro? –preguntó Jaime.
–Y una mierda –respondió Raulito sin cortarse lo más mínimo.