ONCE

Cuando se acercó a la puerta de la habitación 112 el corazón le latía con tanta fuerza que parecía que iba a salirle por la boca y a rebotar pasillo abajo.

Había subido a su habitación a coger sus libretas y el folleto con la encuesta –es curioso cómo las cosas que no te interesan pueden volverse invisibles, podía haber jurado que no había ningún documento sobre su mesilla, y sin embargo, allí estaba–, y ahora estaba haciendo todo lo posible por parecer un encuestador convincente.

Aspiró profundamente, trató de calmar los nervios –sólo pensar que Gloria podía estar al otro lado de esa puerta le provocaba taquicardia– y acercó los nudillos a la puerta. Tras una última y profunda inspiración, golpeó tres veces seguidas sin pararse a pensarlo más. Su respiración se aceleró de nuevo sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

Y no pasó nada.

Esperó unos segundos más, y golpeó de nuevo con los nudillos, en esta ocasión con más fuerza. Obtuvo la misma respuesta: nada.

–Mierda, mierda, mierda –susurró–. Éstos no han esperado a que den las doce para irse. Bueno, nadie dijo que fuera a ser fácil.

Apartó la idea de que ésa hubiera sido la habitación de Gloria y que ella se encontrase ahora camino del aeropuerto o volando hacia un destino desconocido.

Con un rotulador rojo, tachó en su plano la habitación 112. En ese pasillo no había ninguna más que fuese a quedar libre a las doce, así que lo recorrió a toda prisa hasta llegar a la siguiente de la lista, la 136. Volvió a inspirar para calmarse dentro de lo posible, y de nuevo sonaron los tres golpes. En esta ocasión, unos segundos después de los golpes se oyeron pasos en el interior y la puerta de la habitación se abrió. Un hombre de unos cincuenta y tantos, con el cabello rizado y cano apareció al otro lado del dintel. Su piel tenía el color rojo característico del turista que quiere tomar todo el sol del año comprimido en un par de semanas.

–Ehhh… hola –dijo Jaime.

–Siento… no habla español –contestó el Turista Rojo.

–Bien –repuso Jaime–, pues la llevamos clara. ¿Puedo…? –Con la mano dibujó un claro gesto de entrar en la habitación. El Turista Rojo lo pensó un instante (quizá tratando de entender el gesto, o puede que pensando qué demonios quería ese tipo que aparecía justo cuando más liados estaban) y finalmente se echó a un lado, dejando el paso libre. Jaime lo agradeció con una sonrisa. Una vez dentro, echó un rápido vistazo a su alrededor. El cuarto de baño tenía la puerta abierta y la luz apagada, por lo que supuso que no había nadie, pero en la habitación principal se oía el típico ruido de alguien haciendo las maletas: abrir y cerrar de cajones, ruido de llaves, papeles, etc. Se giró hacia el hombre que le había abierto la puerta y le enseñó el folleto. El acento en las cuatro palabras que había pronunciado era inequívocamente alemán, y afortunadamente el folleto tenía el apartado correspondiente al idioma.

Ja –dijo el hombre

–¿Cuántas personas…? –preguntó Jaime mientras señalaba al turista y luego gesticulaba exageradamente en dirección a la habitación. El hombre lo miraba con el ceño fruncido, tratando de averiguar qué quería decirle. De pronto su cara se iluminó.

Dijo algo en su idioma, que Jaime ni remotamente comprendió y añadió:

–Mía… esposa. –Y señaló hacia la habitación. En ese momento una mujer de unos cuarenta y largos se asomó y dedicó una tímida sonrisa a Jaime. Preguntó algo a su esposo, a lo que éste le contestó.

Ella volvió a mirar a Jaime, asintió y le sonrió de nuevo. Jaime se volvió hacia el turista y con gestos le preguntó si sólo estaban ellos dos.

Ja, zwei. Dos –respondió el turista. Jaime apuntó el dato (para disimular) en su libreta, hizo un breve gesto de agradecimiento, y salió de la habitación antes de dar tiempo a que preguntaran algo a lo que no pudiera responder. En el pasillo, tachó la habitación 136.

El resto del tiempo hasta las doce lo pasó saltando de una habitación a otra, siempre con la misma suerte. Se encontró con puertas cerradas, con turistas extranjeros que no tenían ni idea de lo que les estaba diciendo y con turistas españoles que lo ralentizaban aún más en su búsqueda. Él intentaba por todos los medios, una vez que había comprobado que Gloria no se encontraba en esa habitación, salir huyendo lo antes posible sin resultar sospechoso; pero había veces que era imposible acabar con la conversación, sobre todo con los turistas de cierta edad, que tenían tendencia a contar sus batallitas a las primeras de cambio. De ese modo, cuando faltaban sólo cinco minutos para la hora en que las camareras de piso tenían orden de comenzar a arreglar las habitaciones, Jaime no había conseguido pasar de la segunda planta.

«Joder, qué mal», se dijo a sí mismo mientas subía por la escalera que conectaba la segunda con la tercera planta. Acababa de tachar la última habitación de la segunda, y se desesperó al hojear las listas de habitaciones pendientes. De un vistazo, calculó que le debían de quedar unas cuarenta habitaciones antes de llegar a la última planta. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que era imposible. Cuando llegó al pasillo principal de la tercera planta, se colocó justo en el centro, al lado de la puerta del ascensor, y miró de izquierda a derecha. A su derecha, veía un largo pasillo iluminado por la luz que entraba de las ventanas exteriores. A su izquierda, el pasillo se adentraba en la zona del hotel que no tenía vistas al exterior, así que las ventanas habían sido sustituidas por grandes espejos a intervalos regulares para dar sensación de amplitud, y la luz provenía de grandes lámparas tipo araña.

Miró nuevamente el reloj. La aguja más larga rozaba la línea de los cinco minutos, la pequeña estaba situada justamente encima de las doce.

–Mierda…, y más mierda –dijo en voz alta sin ser consciente de ello. Volvió a mirar de lado a lado–. ¿Quién dijo que tenía que ser bonito? –agregó, y se dirigió a la zona del pasillo bañada por la luz artificial.

Caminó a lo largo del pasillo, consciente de que, probablemente, todos los huéspedes que tenían previsto abandonar sus habitaciones lo habrían hecho ya. Sin embargo, aunque el reloj se encaminaba ya hacia las doce y diez, decidió intentarlo una última vez con una habitación elegida al azar, probablemente la última del pasillo. Le echó una ojeada al listado de las habitaciones y descubrió que la que estaba más cercana al fin del pasillo era la 349.

Cada planta estaba formada por cincuenta habitaciones, veinticinco por pasillo, con lo que tendría que llegar al final para comprobar si sus huéspedes la habían abandonado ya o aún seguían en ella. Tenía al menos una docena de habitaciones más cerca, pero por alguna extraña razón decidió ir hasta el final del pasillo, a esa habitación, la más lúgubre.

Aligeró el paso sin conseguir quitarse de encima la desagradable sensación de estar metiéndose en la boca del lobo. Cuando por fin vio el número 349 resaltando en negro sobre la placa dorada de la puerta, dejó escapar un suspiro.

–Bueno, acabemos con esto –susurró, y se dispuso a golpear con los nudillos en el blanco inmaculado de la puerta, cuando de repente, alguien tropezó con él.

–Disculpe, señor –le dijo en voz baja la camarera del piso que, sin querer, había trastabillado en el suelo enmoquetado y había golpeado ligeramente su espalda. La chica siguió su camino hacia la tranquilizadora luz de la zona de ascensores.

«Huyendo de las tinieblas», fue la expresión que se le pasó por la cabeza a Jaime.

La había podido ver durante un fugaz instante, pero había sido suficiente para apreciar su exótica belleza.

No cabía duda de que era sudamericana, por su acento y por la tonalidad deliciosamente tostada de su piel, y probablemente brasileña por la cadencia musical de su voz al pedirle disculpas.

En ese momento entendió por qué Raulito hizo tanto hincapié en lo esculturales que eran algunas de las camareras de piso. Probablemente se refería a aquella chica.

–Un momento…, pero ¿de dónde…? –dijo en voz alta.

La belleza de la chica había conseguido que pasara por alto un detalle muy importante.

La habitación 349 era la última del pasillo (de hecho Jaime podía tocar la pared del fondo simplemente extendiendo un poco su brazo izquierdo) y la 350, la última, quedaba a su espalda, en la otra pared del pasillo, pero la distribución estaba hecha de manera que las puertas de las habitaciones no quedaban enfrentadas, sino situadas de forma alterna. De ese modo, cada puerta tenía enfrente un gran espejo.

Dicho de otro modo, la habitación 350 quedaba a su espalda, un par de metros más alejada del final del pasillo, en dirección a la zona de ascensores.

Así que a su espalda sólo debía haber un espejo… y por lo tanto… ¿de dónde demonios había salido la chica que acababa de tropezar con él?

Giró sobre sus talones y miró a su espalda esperando ver su imagen reflejada en el espejo, pero lo que vio le heló la sangre.

El pasillo describía un ángulo de noventa grados y continuaba unos metros hacia dentro, con lo que era totalmente invisible desde la zona de ascensores.

Al final de ese nuevo tramo de pasillo, totalmente oscuro, vio brillar la placa con el número 352. Rogó a Dios que ésa no fuera la habitación de Gloria.