DIEZ

El parque de Málaga discurría de forma paralela a la zona portuaria, en unos terrenos que muchos años atrás se habían robado al mar. La arboleda presentaba las más dispares especies botánicas, que conformaban un variopinto tapiz vegetal que había encontrado un perfecto acomodo en pleno sur de Europa.

Jaime corrió bajo las sombras de las palmeras y los cipreses en dirección a la zona de juegos. El parque infantil estaba presidido por una pequeña estatua de bronce de un burrito en la que, tradicionalmente, todos los niños de Málaga, más tarde o más temprano, acababan subiéndose para ser fotografiados. El lomo del burrito podía dar buena fe de ello, ya que se veía totalmente pulido y brillante en comparación con el resto de la estatua. Y allí justamente, subido sobre el burrito, era donde estaba Raulito esperando, jugando en su móvil a un juego que probablemente se habría bajado de Internet.

–Hombre, que acalorado te veo –dijo, al ver llegar a Jaime. No se había dado cuenta hasta ese momento de que había corrido como si la vida le fuera en ello.

–¿Y bien? –respondió Jaime, con la respiración entrecortada y evitando jadear. Tuvo que hacer una pausa para coger aire y dejar que su corazón volviera a un ritmo medianamente razonable–. ¿Qué era eso tan importante que tenías que decirme?

–¿Quién es el amo, chaval? –dijo Raulito con gesto chulesco. Acto seguido, extrajo unos folios grapados de una carpeta que había dejado sobre el burrito y que había pasado desapercibida para Jaime hasta ese momento. Y se los pasó.

–¿Y esto…? –preguntó Jaime, al tiempo que hojeaba el documento. Tenía escritos una serie de números, organizados en tablas. Parecía una especie de lista de tareas.

–Eso, amigo, es la lista de habitaciones que hay que preparar para recibir nuevos huéspedes en el día de hoy. Y un par de hojas por detrás tienes la de ayer, recopiladas directamente de una de las camareras de piso, gran amiga mía…, pero que no se entere mi novia, ya sabes.

–¡Joder, tío, gracias! No sé qué decir…

–Decir, nada. Lo que tienes es que hacer. Ahí tienes trabajito para entretenerte. Para hoy a las doce de la mañana hay previstas sesenta salidas, así que ya te puedes ir organizando para que te dé tiempo a visitar todas esas habitaciones, porque una de ellas puede ser la de tu amorcito. –Guiñó un ojo y puso morritos.

Jaime estaba tan contento que ni siquiera le pasó por la cabeza enfadarse.

–En la lista está el número de cada habitación, junto al nombre y apellidos de la chica que tiene que hacer la limpieza. Eso a ti te da igual, claro, pero eso es porque no las conoces, porque hay cada bombón que no te puedes hacer idea. Por ejemplo, ésta, Isabel, que tiene unas…

–Tíoooo –lo cortó Jaime a tiempo de evitar que hiciera una representación exageradamente fiel del tamaño de los pechos de la limpiadora con ambas manos–. Que estamos en la zona infantil…

–Vale, don «estirao». Pero que sepas que estos enanos nos dan treinta vueltas a ti y a mí juntos, que ahora nacen sabiendo. Con eso de los ordenadores e Internet, no veas cómo…

–Oye, ¿has comido lengua? Vaya unas ganas de hablar que tienes, macho… –le volvió a interrumpir Jaime, pensando a todo esto en la forma de entrar en una habitación ocupada sin parecer, como mínimo, sospechoso.

Y, de repente, vio la luz.

–¡Tengo una idea, tío! –exclamó, cortando en seco la protesta que iba a salir de los labios de Raulito–. ¿Vosotros hacéis controles de calidad? Ya sabes, las encuestas típicas estas en las que te preguntan cómo lo has pasado y si volverías a repetir alojamiento en el hotel en otra ocasión…

–Sí, claro, las tienen los huéspedes en una de las mesitas, pero casi nadie las contesta. Algunos se la llevan de recuerdo, y otros, los más, no le hacen ni puñetero caso.

–Vale, apúntame en el lote, porque entonces en mi habitación debe haber una, y yo no me he dado ni cuenta.

–Efectivamente –contestó Raulito, asintiendo con la cabeza mientras hacía un claro gesto de «¿Lo ves? Lo que yo te decía».

–Pues me voy corriendo ahora mismo. –Y Jaime salió disparado.

–¡Eh! Pero ¿qué te pasa? –gritó Raulito antes de que Jaime se perdiera de vista

–¡Que no quiero llegar tarde a mi primer día de trabajo! –respondió este último sin dejar de correr, también a voz en grito.

Un instante después, desaparecía de la vista.

–Este tío no está bien del coco –masculló Raúl mientras sacaba del bolsillo de su pantalón el móvil y se enfrascaba de nuevo en el último juego que se había descargado de Internet. Se dio cuenta de que seguía encaramado en el burrito cuando el padre de un niño de unos cinco años le preguntó si podía dejar el sitio a su hijo para hacerle una foto, a lo que Raúl accedió encantado.