OCHO

Cuando Raulito le vio dirigirse al ascensor se le cambió la cara.

–¿Otra vez aquí, tío? Vas a conseguir que me echen. –Miró de reojo hacia el mostrador de recepción y, al darse cuenta que Ju-lío no les quitaba ojo de encima, empezó a sudar sin poder evitarlo–. Vamos fuera a hablar, voy a ver si me puedo inventar una excusa sobre la marcha…

–Espera, que esto no es lo que… –comenzó a explicar Jaime, pero antes de que pudiera añadir nada más, Raulito lo agarró por el brazo y trató de llevarlo hacia la entrada del hotel.

–¿Sucede algo? –preguntó Ju-lío.

Raulito dio un respingo. Nunca había visto a nadie moverse tan rápido como a Ju-lío cuando avistaba problemas en el horizonte de «su» hotel. Si se hubiese podido calcular la velocidad con la que se había movido desde el mostrador de la recepción hasta el ascensor, seguro que habría quedado pulverizado algún récord olímpico.

El hecho de que Raulito estuviese implicado hizo que su agilidad se incrementara de forma directamente proporcional a las ganas que tenía de pillarlo en un descuido y poder despedirle.

–No, el chico estaba a punto de acompañarme a mi habitación –contestó Jaime antes de que Raulito metiese la pata–. Es sólo que le ha llamado la atención el hecho de que no llevase maletas. Le estaba comentando que es una manía, siempre compro la ropa al llegar a destino y así evito cargar con el equipaje y de paso renuevo el vestuario –explicó sin estar demasiado convencido de lo que estaba contando, así que decidió callar antes de meter la pata de forma irreparable.

–Si tiene alguna queja, no dude en comentármela –dijo Ju-lío, mirando a Raulito.

Si la situación hubiese ocurrido en una película de ciencia ficción, sin duda hubieran surgido unos rayos de los ojos del recepcionista que hubieran reducido al botones a un montón de cenizas humeantes.

En la vida real, evidentemente, nada de esto ocurrió, pero Jaime juraría que la temperatura en un radio de varios metros a su alrededor había bajado dos o tres grados. Como para suavizar la tensión del instante, la puerta del ascensor se abrió con un melodioso sonido.

–Joder macho, ese tío te la tiene jurada –comentó Jaime nada más entrar, casi sin esperar a que se cerrara la puerta.

–No me lo recuerdes, que tengo esa mirada clavada entre las cejas. Bueno, ¿y de qué va esto, si puede saberse? –Miró la tarjeta de la llave que Jaime llevaba en la mano derecha y pulsó el botón que los llevaría hasta la sexta planta–. ¿Cómo se te ha ocurrido alojarte aquí?

–Pues…

–Pero ¿tú tienes idea de lo que cuesta una habitación aquí? Además, ¿cómo se te ocurre no avisarme?

–Ya, ya, no sé…, no podía hacer otra cosa. Ha sido una corazonada, de esas que nunca me fallan. De pronto me ha parecido que era lo correcto, que había que hacerlo. Y no me recuerdes la pasta, porque estoy en números rojos y no sé lo que voy a hacer cuando me pula lo que me queda en el banco.

–Pues a mí no me mires, que mi novia no me deja meter a nadie en casa. ¿Qué plan tienes? ¿Vas a buscar a tu rubia desde dentro…? Tío, tú estás muy mal.

El ascensor llegó a la planta número seis y se abrió con su musical sonido. Raulito salió, seguido por Jaime. El hotel, pese a haber sido restaurado hacía poco tiempo, conservaba el ambiente que tan famoso lo había hecho durante el boom turístico de los años setenta.

Jaime se sintió incómodo por el color burdeos del papel de las paredes del pasillo. Si hubiese podido recordar la pesadilla que acababa de tener, esa incomodidad habría sido sustituida por puro pánico, porque era idéntico al de la habitación de su sueño, incluyendo las filigranas de color dorado que semejaban barrotes de oro. Si en alguna parte del pasillo hubiese visto el retrato de una chica colgado en la pared habría salido huyendo sin poder evitarlo.

La habitación, gracias a Dios, no tenía nada que ver con el resto de la decoración del hotel. Funcional, con el mobiliario justo, y con las paredes en tonos crema, creaba un efecto relajante después del agobio del pasillo. Jaime se dejó caer en la cama con un suspiro de alivio.

–Necesito que me eches una mano, tío –dijo–, pero estoy fatal de pasta. Te prometo que te compenso en cuanto…

–Vale, vale, corta el rollo –contestó Raulito–. Mientras estés aquí, me echas el negocio por alto, así que me interesa que te largues cuanto antes mejor. Además… –hizo una pausa–, me ha picado la curiosidad con tu rubia. Quiero ver qué pasa cuando la encuentres.

Jaime sintió una oleada de simpatía por el chico. Era lo más parecido a un amigo que había tenido en mucho tiempo.

–Tío, gracias, de verdad. Yo…

–Venga, no te pongas moñas –le cortó Raulito–. Quita la música melosa y mete caña en plan Misión Imposible. ¿Qué quieres que haga?

–Necesito información –dijo Jaime, animado, mientras sacaba del bolsillo trasero de su pantalón la libreta que usaba para anotar horarios y trayectos de sus víctimas fotográficas.

–¿Qué tipo de información?

–De momento, ¿cuántas plantas tiene el hotel?

–Diez, más el vestíbulo de recepción y la azotea, que tiene la piscina –contestó Raulito.

–Sólo me interesan las que tienen habitaciones. Me has dicho diez…, ¿cuántas habitaciones hay por planta?

–Cincuenta.

–Joder, eso hace un total de quinientas habitaciones en las que buscar. ¿Puedes conseguirme un plano del hotel?

–Sí, y un guía que te haga la visita, no te jode. Que soy el botones, a ver si te enteras.

–Vale, vale, haré un plano por planta… Necesitaré un bloc de dibujo, tamaño A3 por lo menos. Tendré que ir eliminando habitaciones para ir acotando al máximo el número de las que tendré que …

–¿No estarás pensando en colarte en las habitaciones, verdad? Tío, eso es un delito. –Raulito empezó a levantarse de la cama mientras gesticulaba dando a entender que no quería tener nada que ver con el tema.

–Eh, eh, no te preocupes, no voy a hacer nada ilegal. –«A menos que no me quede otra salida», pensó Jaime–. En cualquier caso, sólo soy un cliente más y no tienen por qué relacionarme contigo. Lo único que quiero es ir marcando en el plano las habitaciones en las que sepamos que no está Gloria…, habitaciones ocupadas por hombres solos o mujeres solas, personas demasiado mayores o demasiado jóvenes, gente de color o asiáticos…

–Bueno, algunas de las camareras de piso me deben unos cuantos favores, y otras… –se detuvo un instante como si quisiera pensar lo que iba a decir antes de hablar– se llevan bastante bien conmigo. Tú prepara esos planos y déjame echar las redes, a ver qué pillo. Y, mientras, diviértete –cogió el mando a distancia del televisor de la repisa y se lo arrojó a la cama–, que por lo que te va a costar esto, más vale que al menos lo pases lo mejor que puedas.

Raulito se marchó de la habitación riéndose y cerró la puerta justo a tiempo de esquivar el cojín que Jaime le había lanzado.

Unos instantes después, Jaime salió en busca de una papelería y compró el bloc de dibujo más grande que encontró. Esa misma tarde, ya había estudiado la situación de las habitaciones y los laberínticos pasillos, y los había dibujado –lo cual ya era un mérito dadas sus escasas dotes artísticas– cada uno en una hoja, y cada habitación con su número y un espacio para escribir notas acerca de su huésped.

Cuando miró su reloj, habían pasado las nueve de la noche hacía rato. Ni siquiera se le pasó por la imaginación la idea de cenar en el hotel dada su precaria situación económica, así que decidió que un menú del McDonald’s no estaría mal después de todo.

Bajó con la esperanza de encontrarse con Gloria, pero tal cosa no sucedió –en la vida real las cosas no son tan fáciles– y ni siquiera vio a Raulito, que había terminado su turno. Así que se tomó las cosas con calma, le dedicó cerca de una hora a una cena de la que normalmente habría dado buena cuenta en quince minutos, y antes de las once de la noche ya estaba metido en su cama dentro del hotel más lujoso de Málaga.

Lo importante era que Gloria estaba en alguna parte de aquel mismo edificio.