–Déjame desirte la buenaventura, guapo.
Jaime sacudió la cabeza. El mundo se movía a su alrededor en un brillante mosaico de luces cegadoras. Oía conversaciones a medias, retazos de palabras que situaba en alguna parte por delante de él y que iban aumentando de volumen conforme se acercaban, para luego disminuir hasta apagarse a sus espaldas. Algunas eran comprensibles, pero otras… Creyó captar algunas frases en inglés y algo parecido al alemán. Una niña pedía insistentemente un helado de fresa a sus padres, pero estaba lejos, muy lejos…, a una vida de distancia. En ese momento, como si saliera de un trance, se vio impulsado con violencia al mundo real.
–Anda, chiquiyo, que tiene carita de emperadó.
Jaime se incorporó de un salto, bañado en sudor, y con los ojos muy abiertos. Se encontraba sentado en un banco de piedra –en el que probablemente había estado acostado– a unos metros de la puerta del hotel. Palpó con su mano el bolsillo trasero del pantalón y se sorprendió al descubrir que su billetera seguía allí. Más sorprendente aún fue que su Nikon siguiera colgada de su cuello.
–¿Está bien, guapo? Mira que mala carita tiene… Anda, déjame que diga unas cosiya pa echá el mar de ojo, que a ti arguien ta mirao malamente.
Delante de él, una vieja gitana de piel oscura como el chocolate insistía en cogerle la mano. La gitana sostenía en la otra mano una ramita de romero de un verde desvaído. Su particular acento, con las eses y las jotas tan marcadas, y la monótona musicalidad de su forma de hablar ejercían un influjo irresistible sobre Jaime. En otra ocasión le hubiera dado las gracias amablemente y habría seguido su camino sin atender la insistencia de la mujer, pero eso hubiera sido en un día normal.
Hoy no conseguía apartar la vista de las arrugas que surcaban el rostro de la vieja «Son más antiguas que el mismo universo. Han estado ahí desde el principio de los tiempos y han visto cosas que yo ni siquiera puedo llegar a imaginar», oyó hablar a su propia voz dentro de su cabeza…
–No…, no pasa nada. Supongo que me he quedado dormido y estaba teniendo una pesadilla –dijo, y su voz sonó como si tuviera una resaca de Fin de Año.
–De eso nada, chiquiyo –dijo la gitana. Hablaba con un volumen muy por encima de lo normal, casi gritaba, como si quisiera que se la oyese desde toda la manzana.
«Eso es lo que suelen hacer –pensó– para llamar la atención de los turistas». Y hasta ahí todo bien, lo malo vino cuando le habló en un susurro que le erizó todo el vello de su espalda.
–A ti te han hecho argo, niño… argo muy malo. Pero yo te voy a ayudá, ya verá que sí.
Y de pronto el espectáculo se puso en marcha de nuevo, la voz subió de decibelios y la gitana volvió a actuar para su público:
–Anda, no sea encogío y dame argo…, la voluntá na más. ¡Anda, resalao! –Y de nuevo la voz baja, susurrante, que venía de más allá de la gitana–: Yo te ayudaré cuando te haga farta, ya lo verá…
Como Jaime no reaccionó, la gitana se alejó hasta el final de la calle, y allí echó de nuevo sus redes. En un momento, un turista con pinta de escandinavo estaba con la palma de la mano hacia arriba mientras la gitana le leía las líneas y predecía su futuro, para el regocijo del grupo de amigos que lo acompañaba. Reían ante las ocurrencias de la gitana, que hablaba sin parar, e iba leyendo de uno a otro las líneas de las manos. En ese momento Jaime comprendió una cosa: se reían porque la estaban entendiendo. La gitana estaba hablando con ellos en algo que podría ser sueco o noruego. Se le heló la sangre en las venas… ¿Cuántas posibilidades había de que una gitana hablase con soltura uno de aquellos idiomas?
No quiso dar más vueltas al tema. No sabía por qué, pero la idea de que la gitana fuese algo más que una gitana lo asustaba como nunca antes lo había estado.