Jaime miró la habitación durante unos instantes, desorientado. Tenía unas medidas más que aceptables para lo que se puede esperar de una habitación de hotel. Incluso se podría decir que era grande. Muy grande. Contó las baldosas y, a ojo de buen cubero, calculó que podría estar rondando los ochenta metros cuadrados. Ahí es nada.
Estaba muy ordenada, como si no hubiera ningún huésped alojado. Pero Jaime sabía que era la habitación de Gloria.
Paseó la vista por las paredes, y le llamó la atención el empapelado, que la hacía aparecer lúgubre; era de un color burdeos, con intrincadas filigranas en oro viejo retorciéndose sobre sí mismas. Esas filigranas doradas le recordaban los barrotes de una cárcel, y la idea hizo que un relámpago de hielo le recorriera la espalda. Fue hacia la cama y se sentó. Una finísima capa de polvo saltó al aire y quedó en suspensión, como minúsculas partículas en una escena submarina.
Las miró, fascinado.
¿Cómo iba a ser aquélla la habitación de Gloria si estaba claro que allí no dormía nadie desde hacía años?
Se obligó a apartar la vista de aquella nube de polvillo que parecía moverse con vida propia. Miró de nuevo hacia la pared y la sensación de claustrofobia le hizo ahogarse. Tardó unos segundos en descubrir lo que su subconsciente había captado en seguida: los retratos.
Había retratos de chicas. Incontables. De distintas épocas. En color, en blanco y negro, en sepia. Pero todas tenían algo en común: eran bellísimas. Y además, sufrían. Lo podía ver en sus ojos. Y tenían miedo. Mucho miedo. Lo exudaban por cada poro de su piel. Cuando vio el retrato de Gloria colgado en la pared, todas gritaron al unísono.
Las chicas de los retratos gritaron.
Todas y cada una de ellas lo hicieron. Se arañaban la cara, se arrancaban el pelo a tirones, como en pequeñas pantallas de plasma que emitieran incontables películas de terror.
Jaime no lo pudo soportar más y despertó.