Cuando al fin reunió fuerzas para salir del portal, el dolor de su estómago se había convertido casi en un recuerdo, y Gloria ocupaba de nuevo cada resquicio de su atención.
Cruzó la calle (que parecía una sartén lista para freír un par de huevos; si hubiera tenido a mano un termómetro hubiera visto que superaba con creces los 42 grados) y se dirigió al vestíbulo del hotel, que seguía tan abarrotado como era de esperar en un mes de agosto en la costa, pero en lugar de ir al mostrador de la recepción, como haría cualquier huésped del hotel, giró hacia la izquierda y fue directamente al ascensor, donde un botones uniformado esperaba con aire distraído a que los clientes requirieran sus servicios.
–Hola Raulito –dijo Jaime en voz baja, con una pícara media sonrisa.
–¡Jimmy! –contestó el botones, arrancado súbitamente de su ensimismamiento y visiblemente nervioso–. ¿Estás loco? –El botones agarró a Jaime de un brazo y, sin dejar de mirar a izquierda y derecha alternativamente, lo arrastró a una esquina poco visible del vestíbulo–. ¡Como me pillen me la cortan, tío! Quedamos en que nunca te pasarías por aquí a dar por saco. Yo te paso la información, me sueltas la mosca, y si te he visto no me acuerdo.
–Eh, no te estreses, grandullón –bromeó Jaime, refiriéndose a la altura del muchacho, que, con dieciocho años, al contrario que gran parte de su generación, superaba por los pelos el metro sesenta de estatura–. Sólo necesito información sobre una huésped del hotel que no tiene nada que ver con el famoseo.
–¿Eh?… No sé qué te traes entre manos, pero ya sabes la tarifa. –Hizo una leve pausa, que aprovechó para mirar por encima del hombro de Jaime si alguien los estaba observando, prestando especial atención a recepción–. Cincuenta euros, aunque no sea nadie especial.
–¡Qué cara tienes! –respondió Jaime–. La tarifa no baja, pero puede subir cuando a ti te parece. ¿O te tengo que recordar los cien que me sacaste con…?
–Lo tomas o lo dejas, tío. Me estoy jugando el puesto –cortó Raulito, como lo había llamado Jaime.
–Bueno, tío, a lo que vamos. Necesito información acerca de esta rubia –zanjó Jaime, sabiendo que era inútil regatear con el chico, y enseñándole en el visor de la cámara la foto de Gloria (ése sería su nombre, al menos hasta que supiera el verdadero).
Ahora era Jaime el que vigilaba que nadie los observara mientras sostenía la cámara.
–Joder, macho… la cosa está muy negra –dijo Raulito.
–¿Por qué? No me irás a decir que es más difícil sacar información acerca de ella que de un famoso…
–No, de eso nada. Te digo que la cosa está muy negra… que no se ve nada, vamos…
Jaime miró el visor de la cámara, que estaba completamente en negro, como si la batería se hubiera agotado.
–Pero ¿qué demonios pasa aquí? –murmuró Jaime entre dientes, mientras pulsaba nerviosamente el botón para pasar las imágenes. En el centro del visor apareció un mensaje que advertía de que no existía ninguna foto en la memoria.
–Pues pasa que no tienes ninguna foto de tu rubia misteriosa. La habrás borrado sin darte cuenta, listo.
–No seas imbécil, tío –escupió Jaime con tanta rabia que se sorprendió a sí mismo. Se dio cuenta de que estaba a punto de pagarlo con quien menos culpa tenía, así que se retuvo un poco–. Acabo de mirarlas ahora mismo… se han borrado por la puta cara. ¡Mierda de informática!
–¿A ti nunca se te ha velado un carrete? –replicó Raulito con sorna, sin darse cuenta de que empezaba a meterse en arenas movedizas.
Jaime notó que su rabia inicial se estaba convirtiendo en furia, un calor le subía desde el estómago hacia el pecho, y tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para evitar que ese calor se convirtiera en un incendio imposible de detener. Cuando volvió a hablar lo hizo con calma, respirando hondo y desviando el rumbo de la conversación hacia donde a él le interesaba.
–Da igual tío, necesito que le saques a Julio lo que puedas. La rubia estaba hablando con él hace cosa de cinco minutos, más o menos. Seguro que se acuerda de ella, porque es de las que no se olvidan: pelo rizado, largo hasta la cintura, cuerpo de escándalo… Y llevaba de la mano a un niño, de unos cinco o seis años de edad, que se parecía muchísimo a ella.
–Vaaale, vale tronco, haré lo que pueda, pero esto va con plus de peligrosidad. Ese tío me la tiene jurada, y está loco por pillarme en un chungo para mandarme a la cola del paro…
Raulito se despidió con un leve gesto de Jaime y se encaminó a la recepción con paso firme, mientras se ajustaba la cintura del pantalón. Era el momento ideal, porque por primera vez en lo que iba de tarde no había ningún cliente esperando a ser atendido. Julio (Ju-lío, como él lo llamaba, porque la liaba por cualquier cosa) estaba allí, cumpliendo perfectamente con su papel de recepcionista, leyendo atentamente algo que con toda probabilidad podría ser la factura de un mini-bar que algún huésped le había dejado colgada, a juzgar por el gesto que adornaba su cara.
Julio era un hombre de mediana edad, o sea, una situada en algún punto imposible de adivinar entre los cincuenta y los sesenta años, y era el típico quiero-y-no-puedo. El «quiero» era ser director del hotel y el «no puedo» el puesto de recepcionista que el destino le tenía asignado. Esta circunstancia lo dotaba de una mala leche excepcional, y de sus chivatazos habían nacido los últimos despidos de personal del hotel: en una ocasión fue una cocinera que se llevaba a casa las sobras; en otra, un empleado de mantenimiento y una limpiadora que ponían todo su celo –nunca mejor dicho– en comprobar la calidad de los muelles de las camas de toda habitación que se les ponía por delante, y así podríamos citar un largo etcétera. A Raúl –Raulito para los amigos– se la tenía jurada desde hacía tiempo, así que éste se andaba con pies de plomo.
–¿Qué tal, don Julio? ¿Algún problema? –atacó Raulito, pensando en los cincuenta euros.
–Sí, tú. Hasta ahora, todo iba bien –replicó, sin levantar la vista de la factura.
–La rubia que acaba de pasar por aquí me dijo que le subiera un gin-tonic del bar, pero no recuerdo su número de habitación…
–¿Qué rubia, tarado? ¿Sabes cuántos clientes tenemos hospedados en el hotel? Supongo que no serás tan estúpido como para pensar que me acuerdo de todos…
El tipo siguió sin levantar la vista del papel, pero sus mejillas se enrojecieron de rabia, en respuesta a la intolerable intromisión de aquel insecto que, si por él fuera, haría ya meses que habría dejado de pertenecer a la plantilla.
–Acabo de subirla hace cosa de cinco minutos… ya sabe, una rubia despampanante, con el pelo rizado hasta la cintura, y un chiquitajo de unos cinco años cogido de la mano –citó, en parte de memoria y en parte tomando fragmentos de la imagen que él mismo se había formado a partir de la descripción que Jaime le había hecho. Ni que decir tiene que en su imagen la rubia iba completamente desnuda.
–Desaparece de mi vista, tarado. –Ése era su insulto favorito, con bastante ventaja sobre «imbécil»–. No atiendo a nadie directamente desde hace más de un cuarto de hora, y fue a una pareja de ingleses, que lo único que tenían de rubia eran un par de litros de cerveza en el estómago cada uno…
»Raúl González tenías que ser precisamente, hombre… mira que tengo ganas de perderte de vista –para más inri, el apellido de Raúl era González, y Julio era del Barcelona hasta la médula–. Anda, desaparece de mi vista antes de que te haga la prueba de alcoholemia.
Julio bajó la vista de nuevo hacia la factura, y eso fue un indicador claro de que cualquier intento por parte de Raúl de seguir con la conversación le podía llevar a una situación de difícil salida, así que optó por darse la vuelta y diluirse entre la multitud en dirección hacia su puesto en la puerta del ascensor.
Jaime había seguido la escena desde lejos, y aunque no se había enterado de la misa la mitad, sabía que no había ido demasiado bien.
–Bueno, ¿qué? –le preguntó, casi sin darle apenas tiempo a llegar.
–¿Tú estás seguro de que has visto a esa rubia? –le soltó Raulito–. Aquí pasa algo raro. Ju-lío no haría nada que hiciera quedar mal al hotel. Si hubiera hablado con tu famosa rubia, me habría dado el número de habitación para que le subiera el gin-tonic.
–¿Puede haberla olvidado? A veces, en el trabajo hacemos las cosas de forma automática sin poner atención… –comenzó a decir Jaime, pero la idea le pareció absurda conforme la iba diciendo. Nadie en su sano juicio olvidaría haber cruzado siquiera un simple saludo con Gloria… y habían estado conversando un rato, al menos el tiempo que duró el episodio de Jaime con aquel gorila.
–Pues será eso, o quizá Ju-lío esté encubriendo a tu rubia misteriosa… ¿Estás seguro de que no es una actriz o algo por el estilo? Igual le ha soltado una pasta al hotel para que la alojen de incógnito…
Jaime estaba seguro de que no era así. Si algo tiene claro un paparazzo en su cabeza es la lista de famosos-más-buscados con sus respectivas fotografías, y Gloria no estaba en ella.