— IV —

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ERVIDOS LOS POSTRES —LOS PREDILECTOS ERAN NUECES Y ALMENDRAS BAÑADAS DE MIEL DE los panales de la heredad—, ocurriósele al hidalgo de Serosca preguntar por don Lorenzo, que no acudía a las tertulias familiares. Y contó gravemente con los dedos los días que pasaran sin verse.

—¡La única ausencia en diez y ocho años lo menos!

—¡En veintidós! —enmendole suavemente la esposa.

—De seguro que a don Lorenzo le sucede algo grave…

Y ella le reconvino con dulzura.

—¡Y lo temes y no fuiste a saberlo!

—No, no; si no es sólo ahora; es siempre. Don Lorenzo apenas habla. Ya no le queda sonrisa… ¿No lo notaste? Pues Agustín sí; Agustín me lo dijo cuando vino en las pasadas vacaciones.

El distraído caballero decía verdad: llegaba el amigo; sentábase en una sillita baja de coser; cogía una prenda bordada por las manos de la señora, y quedábase contemplándola y aspirándola como una flor. Era menester instarle con ahínco para que abriese el piano; y se estaba mucho tiempo pasándose la diestra por la frente, hundiéndose los dedos en su lacia y abundosa cabellera de plata.

Había de despertarle don Arcadio de aquel embelesamiento.

—¡Qué tiene usted! Es decir: ¿qué tienen ustedes? ¡Si parecen hermanos! ¡Lo mismo, lo mismo son de mustios!

Y doña Rosa y don Lorenzo sonreían y hablaban un poquito súbitos, alocados por la sofocación…

—Y Agustín viene, y se escapará de la Raza, lo perderemos como a su padre. Más que nunca necesitamos ahora de don Lorenzo.

Y acabose la taza de tomillo y salió en su busca.

Sus pisadas menuditas resonaban limpiamente en la quietud de la siesta.

Pasó la calle de la Lonja, del Tinte, de Floridablanca, la plazuela de las Monjas… Delante, iba un mocito enjuto y ágil, con traza de amanuense humilde, que se deslizaba por las baldosas como si patinase por un lago cuajado; de trecho en trecho daba retozos. Junto al portal de una tienda se hacinaban costales de trigo, que infundían en el aire un olor de molino y de granja feraz; y aquel oficialillo puso las manos en el saco de la cumbre, y los pasó todos de un brinco descomunal; viéronse sus piernas campaneando sobre el cielo.

—¡Pero este diablo es una cabra! —se dijo admirado el buen caballero.

Y se detuvo en un cantón para buscar el nombre de otra calleja. Ésa debía de ser donde vivía don Lorenzo, llamada Costanilla de la Cochura; y halló ser la de Atalajes. Y siguió.

Costanilla de la Cochura —pensaba—; quizá fuese el lugar más antiguo y, por tanto, el más legítimo de Serosca; allí, aún no había llegado la edificación invasora con sus cancelas vanas, las fachadas rojas o verdes con adornos apelmazados de dulceros. Esas casas de crudos afeites y colores parecían las rameras de la arquitectura de Serosca. En la calle de don Lorenzo todas las casas eran de piedras desnudas, castas y morenas, con sus anchos balconajes de piso de tablas y ventanas angostas. Algunos de estos casones estaban empotrados o fundados en los históricos adarves… ¡Costanilla de la Cochura, sitio amadísimo y venerable!… ¿Calle de la Santa Faz? ¡Pero la de la Santa Faz… con dos casas modernas! ¡María Santísima! ¡Y cómo ansiaba entrarse por la noble Costanilla!… ¿Pero dónde estaba la Costanilla de la Cochura? ¡Señor, no lo sabía, no lo recordaba! ¿Estaba loco o ciego?

Apareció el joven saltarín, y como viese al caballero asomarse a las esquinas, retroceder y vacilar, ofreciósele como vecino de la calle de la Santa Faz.

—¿Es usted de Serosca o de los otros? —le dijo don Arcadio, sin reprimir el agravio que contra sí mismo sentía.

—De Serosca soy; y mis padres también; los otros, los otros no sé quién serán los otros; mi abuelo era de la mar…

—De la mar; ya me lo dijo usted; ahora lo recuerdo; ya me lo dijo usted una mañana. ¿Y usted conoce a don Lorenzo el músico?

—Claro que le conozco, que vive en la Costanilla de la Cochura… —y el descendiente de advenedizos tendía el brazo hacia el camino que dejara atrás don Arcadio.

—Ando buscándola, que Dios sabe el tiempo que no pasé por ella.

—Pues venga que se la muestre.

¡Y el caballero de Serosca tuvo que seguirle!

*

*    *

A punto de subir el peldaño de la casa de su amigo, se detuvo don Arcadio mirando el azulejo del número: un 27 gastado, descolorido, entre dos pomas amarillentas como de greca de manises de refectorio… 27 ¡allí era!

En la entrada había un viejo sofá y una Venus de yeso, descabezada.

Don Arcadio sonrió, diciéndose: «¡Se le ha caído verdaderamente la cara de vergüenza!». Y después, sintiendo una blanda punzada de remordimiento se añadió: «Yo nunca he venido, nunca he visitado a este hombre, y es tan bueno, que no se queja; pasa los días conmigo, y, el 10 de agosto, día de San Lorenzo, y en Navidad, come en casa; y qué tristeza tendrá cuando regrese, y se vea solo en este zaguán, con esa señora decapitada y ese estrado donde parece que haya muerto alguien, y lo tienen aquí para que se oree… ¡Nunca, nunca he venido!».

Y don Arcadio buscaba la borla de la esquilita. No había cordel en la cancela ni aldaba en el portal.

¿Este don Lorenzo sería capaz de no tener llamador? ¡María Santísima, y él que no podría vivir si en su vestíbulo no colgase el hermoso cordón de borla azul, y si en las puertas no brillasen de limpias las dos manazas de bronce con su sortija ciñendo el dedo anular y la bola de la palma hendida de los golpes! ¡Este don Lorenzo, no sabía, no sabía vivir! Y él tampoco sabía cómo llamar.

Al cabo de grandes cavilaciones, golpeó la vidriera de una reja volada y polvorienta que salía de un lado de la entrada.

Abrieron un postigo. Una mujer lisa y vieja de color de ceniza le pidió que apagase la voz, que no pisase recio.

—Pues ¿qué pasa? ¿Y don Lorenzo?

—¡Don Lorenzo se muere, se muere, madre mía!

—¿Que se muere? ¿Quién, don Lorenzo? ¿Por qué se ha de morir? ¿Se muere, y no me envía un simple recado? ¡No diga usted atrocidades!

Y miró de terrible manera a la pobre mujer.

Desde luego, no había estado nunca en aquella casa, ni supuso jamás que pudiera ser tan enteramente distinta de la suya.

Se sabe de don Arcadio que una de sus inocencias, de sus distracciones, era creer que todos viviesen como él vivía, y que todas las casas fuesen en su interior y menaje como su hogar, todas menos las de las gentes desdeñadas. De aquí que, cuando su esposa le contaba el infortunio de los que acudían a su dádiva, don Arcadio, aunque de condición liberal, quedábase muchas veces sorprendido y algo malicioso, imaginando al necesitado mullido en el sillón de grana de su escritorio. Y no comprendía esas miserias.

Los quebrantos de su misma hacienda le fueron curando de estas simplicidades.

La casa de don Lorenzo tenía un abandono irremediable. El matrimonio que le cuidaba, y la hija, una doncellita de señoril belleza, que el artista negaba por chanza que fuese hija de padres tan rudos, y decía que seguramente debieron bailarla o traérsela envuelta en ricos pañales como la «ilustre fregona»; ellos, y más que todos la gentil Loreto, no sosegaban aseando las habitaciones; pero la pereza y la indisciplina del músico, malograban la afanosa solicitud de la familia estanciera.

Los libros y las ropas se amontonaban sobre los muebles; los armarios y alacenas no podían cerrarse, henchidos de grabados, de retratos de músicos, de revistas, libros, partituras y curiosidades de sus años de nómada.

Cuadros colgaban de todas las paredes; lienzos obscuros, patinosos; y de estas tenebrosas pinturas emergía la claridad de la carne desnuda, y carne de mujer; brazos, senos, torsos y hasta muslos. ¡Muslos, muslos del todo! ¡Pero este don Lorenzo no había transparentado tan briosas y verdes aficiones!

Estaba el enfermo postrado en una vieja cama, ornamentada con un laberinto fabuloso de flora y fauna de hierro.

Le caía un torrente de luz de un ancho ventanal, por donde entraba un trozo de paisaje de sierra ya apagada; y ardían como antorchas de sol los picos de las cumbres. Eran las últimas lámparas del monte y de toda la tarde.

La cabellera y las barbas de plata crecieron invasoras, consumiendo el rostro huesudo del artista. Tenía una faz de santo, una cabeza de Cristo viejo, un Jesús desclavado, mirándose tristemente las llagas.

Don Arcadio también vio esta semejanza con el Cristo canoso y resignado. La única, la única sagrada imagen que había en el dormitorio y en toda la casa.

Y la imagen le miraba con ansiedad infinita y amarga; sus labios azules y sedientos temblaban y sonreían.

Y el amigo inclinose para mirarle, y le dijo:

—Eso que usted tiene debe de ser un catarro; ¡un catarro, sí, hombre! ¡Pero si este invierno último apenas se puso usted el abrigo!

La cabeza de Jesús se torció negando.

—Pues si no es catarro, ¿qué quiere usted que sea?

Y rodaba una rosetilla floja y gemidora del barandal de los pies.

Don Lorenzo entornó los ojos, y anhelando, balbució:

—¡Es que ya no me queda medula!

—¿Medula? ¿La medula es eso de los huesos? Entonces es una enfermedad larguísima. ¡Arriba ese ánimo! ¡Le queda mucha vida; sí, ya sé que hay que vivir sufriendo, pero eso… todos en este mundo…! ¿Que no?

—¡Mi mal está acabando! —gimió don Lorenzo.

—¿Acabando? ¿Luego usted ya estaba enfermo? ¿Y no se le ha ocurrido a usted decírmelo antes?

Y don Arcadio, enojado como una criatura, comenzó a pasear por el grande dormitorio. Desde la puertecita de un pasillo le llamaba la mano de Loreto.

—¡No le hable usted así, por Dios, que se muere! ¡Lo ha dicho el médico!

El buen hidalgo se estremeció. Había recibido entonces la emoción de la verdad oyendo entre esas palabras un aliento duro, fatigoso, de estertor.

Fue acercándose al amigo. Lo vio llorar calladamente; refulgían sus lágrimas por el lívido surco de las ojeras, y luego se escondían en las secas mejillas, bajo la blanca frondosidad de las barbas. Acongojose don Arcadio de lástima y sintió un amoroso miedo de conturbar más al postrado. Había de hablarle, de confortarle. Y le dijo, quitándose su llanto con los dedos:

—¿Usted llora, don Lorenzo, usted siempre tan frío y razonador? A mí, se lo confieso, a mí ha llegado usted a darme grima por su frialdad y sus burlas; y ahora, ahora llora usted, llora y se fatiga.

Y don Arcadio ladeó la mirada ocultando su flaqueza. ¡Lloraba él también, María Santísima!

Sobre el silencio de la alcoba, parecía deslizarse el silencio de los campos, que pasaba deshaciéndose sobre la frente de los afligidos como un humo oloroso.

Entró Loreto y acercó una copa a los labios del enfermo. Y él la rechazó; no podía tragar. Le resonaba la laringe con un ruido de vidrios rotos.

—¡Arcadio, Arcadio!

Ese nombre pronunciado solo, sin el tratamiento ceremonioso que en ellos resultaba efusivo, tenía una grandeza y una sencillez desoladoras.

Don Arcadio inclinose para mirarle y oírle.

Los ojos de don Lorenzo, velados por un telo de angustia y de misterio, le seguían con un torpe ahínco.

Y sus manos señalaron a la doncellita encomendándosela al amigo; después cayeron, crispando las ropas.

—¡Arcadio, Arcadio!… ¿No veré a Rosa?

—¿A Rosa, a Rosa?

Y don Arcadio llegó hasta sudar de pasmo, de perplejidad.

¡Qué ocurrencia! ¡A Rosa! ¡Si hubiese sido a Agustín le habría avisado para que anticipase su llegada! ¡Y todavía no le hablara nada del nieto!

—Don Lorenzo… don Lorenzo —decíale don Lorenzo como antes; lo notaba y se lo consentía a sí mismo—. Don Lorenzo, aún no lo dije, y le busqué con ese propósito. El que viene pronto es Agustín.

—¿Y Rosa? —exhalaba desde muy hondo el artista.

Oyéronse las voces del catedrático, del fabricante de sombreros, de un clérigo viejecito y travieso, que amaba la música sobre todas las cosas, y a don Lorenzo sobre todos los músicos.

Y el caballero de Serosca salió de la alcoba seguido por las pupilas veladas del moribundo.

*

*    *

Alzose doña Rosa cuando apareció don Arcadio en la sala y le dijo la enfermedad del amigo.

—¿Ha muerto? —y le miraba con delirante fijeza.

—No, no; ¡qué ha de morir!… Aún no ha muerto…

Se sentaron en las rancias butacas.

—¡Aún no ha muerto!… Pero morirá… Arcadio, ¿morirá?

No contestó el esposo.

Ella, muy blanca y muy tenue, le dijo:

—Debemos estar a su lado…

—¿Tú también?

—Yo puedo ser más necesaria que vosotros.

—¿Tú también lo quieres?

—¿Es que antes que yo lo quiso alguien?

—Lorenzo me ha pedido que fueras…

—¡Lo ha pedido!

Y la señora se redujo en sí misma; se le encendieron delicadamente las mejillas. Y aguardó que el esposo le hablase.

Había de decidirlo él. Don Arcadio se revolvía haciendo crujir la seda del respaldar. ¡Oh, no tener a su lado un don Lorenzo que le aconsejase! ¡Un don Lorenzo, qué atrocidad!

Permanecieron silenciosos sin mirarse, oyendo el cansado pulso de un venerable reloj de péndulo enorme como una rodela.

A las once retumbó la aldaba del portal.

Se estremecieron espantados los viejos esposos. Gritó don Arcadio para que abrieran, porque las criadas dormitaban en la cocina.

Después, una voz jadeante subió desde la fosca rinconada de la plazuela. Y oyeron:

—… Que don Lorenzo acaba de morir…