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RADUOSE AGUSTÍN DE BACHILLER EN EL INSTITUTO ANTIGUO DE ALICANTE UNA MAÑANA DE SEPTIEMBRE, tan clara, que se transparentaba todo hasta muy lejos.

En seguida que tuvo el documento de su suficiencia sintió bullirle el ansia de decírselo a otro, que no fuera el profesor lugareño que vino acompañándole, el cual ya lo sabía, y como un penitenciario le brumó de máximas y avisos:

—Advierte lo que ya eres; y piensa en lo que has de ser. Mira que ya se te presenta el día de mañana con todos sus peligros. Ahora empiezas a sufrir; ya se acabaron para ti los holgorios de los chicos. Como hombre has de comportarte. ¡Cuánto has de llorar después si ahora yerras el camino!…

—Pero, don Francisco, ¿yo qué he hecho?

—¡Bien puedes cavilar en tu porvenir!

¡A quién le diría que ya era bachiller!

Se lo dijo a un viejo que estaba parado delante del portal y que vendía hacecicos de regalicia, esportillas de madroños, de acerolas, de almezas con sus cañutillos para disparar los huesos como por cerbatana. Pero este buen hombre, luego de escucharle, le preguntó si le mercaba algo.

Agustín quiso ir a los muelles, para ver de cerca la anchura magnífica del Mediterráneo.

Desde el faro volvió los ojos a la tierra. Muy remotas, camino de su pueblo, subían unas sierras enlazadas y desnudas. La más excelsa se parecía al Berna, pero un Berna tiernecito y azul, hecho de un jirón del cielo.

Se lo dijo al profesor. ¡Válgame qué enojo tuvo el profesor!

—¡Ay, si te oyese don César, que tanto sabe! ¿Y tú, tú eres bachiller? Pues no recuerdas que el Berna está al sur de Serosca, y esa montaña que dices la vemos al norte, la vemos… y sí que me parece el Berna; el norte de acá es el sur allí… ¡como que es el Berna!

El mar palpitaba bajo una lluvia gloriosa de sol, de gotas anchas que deslumbraban temblando encima y dentro de los hoyuelos de la aguas. Algunas veces venían las gaviotas, y descansaban sus buches en las deliciosas centellas, meciéndose y holgándose todas juntas; se zambullían y se sacudían erizadas desgranando luz. La llama blanca y cegadora de una barca de vela, las alzaba, y las aves se cernían rodeándola hermosamente haciendo una guirnalda de vuelos y de gritos; algunas hendían toda la paz de la dársena, y se alejaban hasta perderse en una pulverización brumosa.

Allá, en la lejanía, el tesoro de lumbre estaba rasgado por la escondida hoz del viento; pero después resucitaba inmenso, derretido en una planicie, en una soledad candente.

Aquella dorada lámina debía prolongarse hacia el rumbo que llevó su padre. Mamá Rosa le dijo que si viviese semejarían hermanos; le contaba que fue muy gallardo, muy impetuoso y tan desgraciado como su madre. Él se los fingía, los veía que le miraban, pero sin hablarle, siempre tristes. ¿Cómo hablarían sus padres? ¡Qué silencio en todo su pasado! Y quería el profesor que se cuidase del día de mañana sin haber vivido infantilmente el ayer. ¡Qué solos sus pobres abuelos! Mamá Rosa parecía sola aunque la rodeasen todos, y el abuelo, siempre inquieto, un niño enfadado por cualquier antojo… «¡Si vienes bachiller —le ofreció con toda la solemnidad de su figurita antigua—, recibirás mis regalos!».

Era encantador el abuelo. Llamaba tobinas a las americanas; se asombraba aun de lo más menudo. «Eso de que los antiguos se quedarían turulatos si levantasen la cabeza y viesen el telégrafo, la locomotora, y otros inventos, y que pensarían en la intervención del Enemigo, eso todavía es poco o es mucho, porque yo, que, gracias a Dios, no necesito levantar mi cabeza, me pasmo siempre que enciendo un fósforo… ¿Han imaginado ustedes cuán grande es ese don de que acuda dócilmente el fuego a nuestro capricho?».

¡Cómo se enternecía el sencillo varón leyéndole al nieto las cartas de su padre, el primer Agustín, el bisabuelo, cartas amarillas arrugaditas por la vejez, guardadas en el cofrecito de las joyas! Eran de un estilo ingenuo, patriarcal y pomposo. Cuando nombraba a su mujer, decía: «la señora madre firmará para acreditar el firme estado de su salud». Siempre se despedía de esta guisa: «y dispón de los leales afectos de un padre que ama a su Familia. —Agustín Fernández Pons de Quereda».

Don Arcadio miraba un rato los «leales afectos». Después volvía a plegar la carta reverentemente, y aspiraba conmovido el olor de la oblea marchita.

También conservaba alguna de las suyas, de una dulce sumisión: «Queridos señores padres» —se leía después de la cruz, y acababan todas: «… quedando como siempre de ustedes afectísimo y humilde hijo—. Arcadio Fernández Pons y Gumiel».

… Y el nieto, con la mirada esparcida en el mar, sonreía, porque él tuteaba a sus abuelos, no comprendiendo que se hablase de usted más que a don César, al señor Llanos y al preceptor.