— II —
ODAS LAS NOCHES IBA DON LORENZO A LA NOBLE CASA DE DON ARCADIO. ALLÍ DESCOGÍA DEL DORADO huso de sus memorias de artista, las amenas jornadas, las espirituales andanzas. Y bajo la sutileza de una ironía, en el silencio de una pausa, aleteaba dentro del pecho de la señora la inquieta paloma de la emoción. Y doña Rosa, inclinando los turbados ojos, tomaba de nuevo la costura.
El esposo leía una vieja revista agronómica. El músico emprendía un lento paseo sobre las flores ajadas de la alfombra. Parábase, de pronto, delante del piano, y alzaba la mirada al perfil en cobre de Mozart, que le regalaron en Viena y que él ofreció a la dama. A poco, ella volvía a dejar en el cestillo la malla o el lenzuelo, y don Arcadio se anotaba alguna curiosa fórmula insecticida.
Era que el artista estaba tocando.
En verano, venía Agustín, y recogido en su aposento del piso alto, devoraba libros de ingeniería. En presencia de las doncellas más principales y hermosas del pueblo, parecía distraído o porfiaba exaltadamente con don Lorenzo de las óperas oídas en el Real, juzgándolas sólo como alumno de ingeniero. Las señoritas hijodalgas se aburrían y fueron casándose con hijos de caballeros de limpia casta serosquense y de otros, entreverados de familias de la Marina. Don Arcadio solía entrar enfurecido al cuarto de Agustín para aconsejarle y reprenderle; pero el hijo le recibía entre libros y rollos de planos, y el padre no osaba acercarse a las murallas de la ciencia, y se marchaba engulléndose su santo enojo.
Acabó Agustín los estudios; quedose en Madrid un año; después una empresa poderosa llevoselo a Barcelona; pronto tuvieron los padres noticia de haber roto con aquella casa y de estar enamorado de una tiple cubana. Le escribió don Arcadio con tronador estilo, recordándole que se debía a la raza; el hijo insistió en pedirle su bendición, porque no podía dejar de casarse con su novia, que por él había renunciado a sus ideales de artista apenas llegada a lo dulce y hermoso de la vida.
Don Lorenzo encareció el sacrificio de esta mujer; el padre renegó de hijo tan descastado. Doña Rosa lloraba.
Y, al cabo, Agustín se casó.
Y una noche el artista, al entrar en la sala, halló a la señora con los ojos enrojecidos por el llanto, y al marido con las manos crispadas sobre los riñones, tropezando en los muebles, derribando los taburetes o escañuelos de las butacas por la violencia de su paso.
—¡Ay, don Lorenzo, qué disgusto tan grande tiene este hombre, y yo qué pena! —gimió doña Rosa desmayadamente.
Don Lorenzo sonrió, y dijo con dulzura:
—En eso de sentirse enojado debe de haber algo de complacencia; será como una picadura que nuestra misma mano irrita con el placer de calmarse el prurito. Yo, claro, lo desconozco porque nunca tuve el gusto de enojarme; yo podré haberme sentido morir de angustia, pero no me recuerdo incomodado o disgustado. En cambio, su esposo ha merecido ese privilegio. La pena de usted, ya es distinto.
—Le advierto que no entiendo nada de lo que usted va hablando —le respondió su amigo, sin mirarle.
—No importa, don Arcadio. Yo digo que la mitad de los que se exaltan por un agravio, dejarían de enojarse si les quitásemos ese deleite furioso de decir lo que dicen, que torna a encenderles, y así van dándose la vuelta como una pescadilla frita mordiéndose la cola.
—¡Reventaríamos, don Lorenzo, si no hablásemos!
—Eso usted lo imagina; pruebe a no comentar en alta voz su despecho, a no dañar con amenazas y maldiciones a los que le rodean, y acaso se harte de estar enfadado. Parece que el malhumor o mal genio obligue al grito del pensamiento para que todos se enteren y padezcan, y que las alegrías se las guarde uno para su regodeo.
—¡Don Lorenzo! —prorrumpió el amigo todo encrespado de paternales iras—. ¡Usted no sabe que llega mañana mi hijo y que trae a su mujer, a la criolla, o lo que sea!
—¿Y eso le enfada y le atormenta?
—¡Es que quiere Rosa que salgamos a esperarles!
—Ustedes y yo, si me dejan lugar en la galera. Viene Agustín, y viene con otra hija muy necesaria en esta casa, demasiado grande y callada. Doña Rosa tendrá compañía, nosotros también; después, a prepararnos para esperar al nieto, que por fuerza ha de ser músico… ¡Y que murmure la catedrática y su sabio marido!
—¡Ah! ¿Usted cree que don César…?
Y don Arcadio consultó su reloj.
Ya dieron las once; había que prevenir muchos menesteres. ¿Se habría recogido el criado?
—¿Usted cree que don César confiaba en que mi hijo se prendase de su mediana? ¿Qué se figura don César? Sabio es y de antigua familia de Serosca, pero casarse Agustín con Anita… ¡No, no! ¡Prefiero la cubana!
Y avisó que preparasen la galera para ir a Murta muy temprano.
Un sol de alegría doraba el melancólico rosal del corazón de la esposa.