Estaba seguro de que Absalón me amaba, a pesar de que, cuando no estaba conmigo, daba oídos a las palabras de mis enemigos. Algunos de ellos eran hombres que me debían mucho, como de hecho me debía mucho Israel. El principal era Ajitofel, y los motivos que tuviera siguen intrigándome. Habíamos trabajado juntos, siempre le había tributado toda clase de honores, admiraba su sutil inteligencia y le había asignado cargos de importancia, ¿qué más quería? No obstante había algo en él que se revelaba contra mi grandeza. El cáncer del resentimiento devoraba su alma. Acostumbrado toda su vida a pensar de modo mas inteligente que los demás y habituado a vanagloriarse de su inteligencia para compensar su falta total de pericia bélica, había disimulado toda su vida el desprecio que sentía por los soldados, aunque en realidad los envidiaba. Joab y él se profesaban una mutua y perpetua enemistad, lo cual no me desagradaba; pero Ajitofel se encontraba a gusto con esta enemistad, porque jamás dudó de su superioridad sobre Joab. Esto era estúpido, porque en ciertos aspectos Joab era su superior; he observado siempre que las personas muy inteligentes caen a menudo en la estupidez. Por ejemplo, sólo hombres inteligentes niegan a Dios, aunque los estúpidos pueden olvidarlo.
Y Ajitofel se sentía despreciado por mí.
Betsabé había sugerido también que, aunque era su abuelo, su razón para oponerse a nuestro matrimonio no era sólo, como yo supuse, porque no había sido él quien lo había sugerido o planeado, ni tampoco porque sintiera afecto alguno por Urías, aunque era patrón del jeteo; sino, vergonzosamente, porque sentía hacia ella una pasión incestuosa.
—No se atreve a confesarlo —decía Betsabé—, pero he visto cómo me devora con sus ojos. Cómo me desnuda con la vista y se recrea en mi desnudez.
No obstante, aunque conocía los sentimientos de Ajitofel, no me inquieté cuando me llegó el rumor de que estaba constantemente en compañía de Absalón. Confiaba en el amor de mi hijo y sabía que podía aprender mucho de una persona tan experta en el arte de gobernar como Ajitofel. Incluso cuando Joab me abordó y me dijo que se estaba planeando un levantamiento contra mí, no me alarmé. Pensé que Joab estaba celoso.
Viendo las cosas ahora retrospectivamente, pienso que un paño de terciopelo negro debía de estar cubriéndome los ojos, teniendo en cuenta lo intensa que era la oscuridad en que me movía. O mejor dicho, en la que quería moverme.
Hay momentos en que hasta me pregunto si yo no desearía que ocurriera lo que ocurrió.
Una fresca mañana de los primeros días del verano me estaba bañando cuando Jonadab irrumpió en mi aposento y gritó:
—El ruido de las trompetas retumba por todo Israel. Absalón ha sido proclamado rey en Hebrón.
Fue como si la luz del Todopoderoso se hubiera extinguido.
Jonadab, temiendo que mi silencio indicara que no le había entendido, dijo otra vez:
—Absalón ha sido proclamado rey en Hebrón y todo Judá está en estado de rebelión.
—Pero Judá me pertenece —contesté.
Judá es de Absalón, los corazones de todos los jóvenes soldados están con él.
Entonces no repliqué, pero llamé a mis esclavos. Me vistieron y mientras lo hacían y me perfumaban la barba, todo lo cual se hizo con la lenta parsimonia cortesana, traté de poner orden en mis pensamientos.
Primero me pareció que esto era el final, que el Señor me había abandonado definitivamente.
Después veía en todo la mano de Ajitofel; estaba actuando en nombre de Absalón.
—Manda a alguien que vaya a Absalón para preguntarle en qué términos está dispuesto a aceptar mi rendición. ¿Me perdonará la vida? —le dije a Jonadab.
Jonadab ni se movió. Su cuerpo parecía haberse puesto rígido. Era como si me estuviera diciendo: «No he oído tus palabras, rey y señor».
Y yo pensé en lo contenta que estaría Betsabé.
—¿Qué fuerzas nos quedan? —pregunté.
—Esa reacción me gusta más —replicó Jonadab—. No lo sé. Voy a enterarme.
—No importa. Es nuestro final. O mejor dicho, es mi final. La comedia ha terminado.
—Mi rey y señor, no sabes lo que estás diciendo.
—No, tienes razón. No lo sé.
Le ordené que convocara un consejo.
—Así sabré al menos quiénes de mis generales y ministros no me han abandonado aún.
En el curso de estas memorias no he contado más que la verdad. Ojalá le hubiera encomendado a otro la misión de escribirlas o, en todo caso, ojalá las hubiera terminado de escribir antes, porque afrontar la verdad de aquella triste mañana es terrible.
Durante toda mi vida el peligro me estimuló y aceleró mi espíritu y mi inteligencia. Pero ahora me sentía postrado por una parálisis de la voluntad.
Y conocí el miedo. Me preguntaba qué tipo de muerte había planeado Ajitofel para mí.
Recordé cómo el Señor se había vuelto contra mí y contra mi casa por ser culpable de la muerte de Urías.
—¡Oh, Señor —grité—, no permitas que la cabeza canosa de tu siervo descienda a la tumba abrumada por la aflicción!
Entré en la cámara del consejo apoyado en el hombro de Jonadab y vi temor en todos los rostros, excepto en el de Joab. Empecé diciendo:
—Toda mi vida he servido a Israel y al Señor Dios de los Ejércitos, que me ha abandonado en mi vejez.
Luego me hundí en un sillón e hice un gesto a Joab invitándole a que hablara. Pero yo apenas podía seguir sus palabras. Me rozaban como una ráfaga de viento. Sólo veía el rostro de Absalón, con sus ojos brillantes y su expresión afectuosa. Un repentino temblor me recorrió el cuerpo. Otros hablaron y yo seguía sin poder escuchar ni intervenir ni retirarme. Opiniones diversas se batían unas contra otras, como espadas que pasaban sobre mi inclinada cabeza y yo percibía el olor del miedo. Entonces Joab dio un golpe sobre la mesa con la palma de la mano.
—Ya está bien —gritó—. Hay que aplastar la rebelión con la fuerza. Y hay que hacerlo en el acto, antes de que se extienda. Por lo tanto yo reuniré a mi guardia y marcharé en dirección sur contra Hebrón. No tengo la menor duda de que reuniremos más tropas y refuerzos por el camino, dispersaremos a los rebeldes y dejaremos sus cuerpos para pasto de buitres.
Yo levanté la cabeza.
—No —dije—. No —volví a decir—. Huyamos. Abandonemos Jerusalén.
—David —replicó Joab, y noté impaciencia en su voz—, tú conoces la fortificación, las defensas de la ciudad. Yo dejaré suficiente guarnición y así, si se repele mi ataque, recurriré a la ciudad, que puede soportar un asedio más largo, me imagino, que el que los rebeldes son capaces de mantener.
—No —dije otra vez, pero esta vez con decisión, porque las palabras de Joab habían surtido efecto finalmente: me habían hecho recuperar la presencia de ánimo que nunca me abandonaba—. Jerusalén es una trampa. Joab, tú debes acordarte de Queila y de lo encantado que estaba Saúl cuando creyó que nos podríamos defender allí.
Fue como si las nubes se hubieran desvanecido y desvelaran la clara silueta de las montañas. Yo no podía confiar en que Joab derrotara a las fuerzas de Absalón si marchaba contra ellas y, si fracasaba, estábamos perdidos. No podía confiar en la lealtad del populacho de Jerusalén ni con que estuvieran dispuestos a soportar las privaciones de un asedio. Temía que la rebelión se extendiera a las tribus del norte, entre las cuales había muchas que en su día aceptaron mi reinado de mala gana. Me parecía, por consiguiente, que debía fortalecer su lealtad y no había manera más segura de hacerlo que unirme a ellos con mi ejército.
Así que les dije: «Huiremos y le dejaremos Jerusalén a Absalón», aunque yo sabía que se interpretarían mal mis palabras, y que muchos creerían que yo era víctima del miedo cuando en realidad el miedo nos acechaba a todos como un centinela.
Le mandé un mensaje a Betsabé a Silo, instándole a que reclutara tropas y las mantuviera a mi disposición. Y apostillaba: «Juzgaste con más sabiduría que yo».
Sentí una gran amargura al escribir estas palabras, pero era necesario escribirlas.
Le di órdenes a Joab para que estuviera preparado para salir de la ciudad por el lado norte.
Al llegar a este punto disolví la reunión del consejo, pidiendo que sólo Cusaí se quedara conmigo.
—Querido amigo, tengo una misión difícil y peligrosa para ti.
—Estoy a tus órdenes.
—Quiero que te quedes en la ciudad —le dije—. Cuando el joven Absalón entre en ella, tú te diriges a él y le honras como a rey. Me vas a prometer que lo servirás con la misma fidelidad que me has servido a mí y que harás uso de tu sabiduría y perspicacia para desbaratar los consejos de Ajitofel. De esta manera tendré un amigo entre los enemigos y pensaremos en la manera en que me puedas informar de lo que se pretende.
Sabía que esto era demasiado para ponerlo sobre los hombros de Cusaí, porque temía, como él mismo debió temer, que Ajitofel sospechara de sus objeciones y persuadiera a Absalón de que era un espía. Sin embargo, accedió sin vacilación. Fue uno de los tributos más nobles que se me otorgaron jamás.
Organizamos la manera de comunicarnos por medio de Sadoc y Abiatar, escribas a quienes también ordené que se quedaran en la ciudad.
—El Arca de la Alianza del Señor —les dije— debe permanecer en Jerusalén, la ciudad que he dedicado al Señor.
Tenía dos razones para decidirlo así. En primer lugar, no tenía ningún deseo de echarme encima la responsabilidad de proteger el Arca; en segundo, sabía que la orden de que permaneciera en Jerusalén impresionaría a los indecisos dándoles la seguridad de que iba a volver allí.
A la caída de la tarde nuestro reducido destacamento salió de la ciudad, y al llegarme la noticia de que la vanguardia de Absalón estaba prácticamente alas puertas del sur, sentí un peso en el corazón y una gran amargura en mis pensamientos. Pero también me acometió de nuevo cierta lasitud y un desfallecimiento tal que me entró la tentación de darme la vuelta y entregarme a Absalón, pidiéndole tan sólo que respetara las vidas de mis amigos y me permitiera a mí retirarme a un lugar sagrado donde pasar el resto de mi vida al servicio del Señor. «Ya he visto bastante sangre», rezaba el estribillo en mis oídos. Me di la vuelta y vi el sol, rojo, posado en la muralla occidental de la ciudad. Miré hacia el norte y vi la inmensidad de un futuro incierto extendiéndose ante mis ojos a través de las arenas del tiempo; y estuve a punto de prorrumpir en sollozos.
Fue sólo pensar en el triunfo de Ajitofel y en la imagen de su rostro refocilándose con mi humillación, lo que me disuadió de tirar la toalla.
Pero el que Absalón hubiera sido capaz de someter su juicio y su amor por mí a las dulces palabras de Ajitofel incitándole a la sedición, me partía el corazón. Es verdad, pensé, que las palabras del anciano eran más suaves que el aceite, pero también hirientes como una espada desenvainada.
Avanzamos más allá del monte de los Olivos, conforme se echaba sobre nosotros la noche. Pero no quería que nuestra pequeña tropa descansara allí, aunque me pesaban las piernas y la agitación del día hizo que me sintiera débil hasta el punto de que me entraron ganas de llorar. En su lugar, ordené a Joab, que firme como una roca y con expresión adusta montaba su caballo, que continuáramos, aunque yo estaba ahora tan débil que necesitaba una litera.
Al llegar el amanecer descendimos a Bajurim por un sendero que lleva a un vado a través del río Jordán. Entonces se oyó un grito procedente de las rocas y vimos allí una figura, un viejo a quien reconocí como a Semeí, enemigo mío y primo de Saúl.
Se dirigió a mí, gritando:
—¿Y ese eres tú, David, enemigo de mi casa, huyendo cobardemente de tu hijo? Corre, corre, hombre sanguinario, hijo de Belial; veo que el indigno hijo de un indigno padre es el espía del Señor, que hoy te hace pagar por la sangre de la casa de Saúl que derramaste. El Señor ha puesto el reino en las manos de tu hijo, tu hijo más amado, Absalón. Tú estás apresado por tu propia maldad, ahogado en la sangre que tú mismo has derramado.
Soltó una carcajada, una carcajada horrible, como la de un hombre loco, que es lo que era.
Abisaí, que cabalgaba a mi lado, volvió el rostro hacia mí con una expresión tan sombría como la de aquella noche en que me acompañó a la tienda de Saúl y me instó a que asesinara al rey.
—¿Por qué ha de maldecir ese perro al rey y por qué el rey ha de tolerarlo? Déjame ir, te lo ruego, a esa roca y decapitarlo, y que todo Israel aprenda que no hay hombre que pueda insultar al rey impunemente.
Sentí la tentación de acceder, porque los insultos que me dirigió Semeí despertaron en mí un fuerte deseo de verlo muerto, pero estábamos ahora en la tierra de Benjamín. Semeí estaba loco, ciertamente era vil, pero era también un miembro de la tribu de Benjamín, de la familia de Saúl, y tenía muchas conexiones en esta tierra. Matarlo sería un placer y probablemente mi decisión impresionaría a algunos, también podría levantar contra mí a otros que dirían que David iba por el campo matando por doquier, como un lobo salvaje, y que ya era hora de pararlo.
—Déjale. El hombre está loco —le dije a Abisaí—. Por eso me maldice. Sus maldiciones no tienen importancia y son fáciles de soportar en un día en que mi propio hijo se ha rebelado contra mí y quiere destruirme y matarme. Déjale, déjale que maldiga, porque nada de lo que diga puede dolerme más que el dolor que he sufrido ya.
Así que continuamos nuestro camino, acompañados por sus juramentos, y llegamos a la ribera del Jordán, Bebí un poco de vino, mientras Joab organizaba a nuestros hombres para cruzar el río. Llegó el rumor de que Betsabé se aproximaba con un pequeño destacamento y miré hacia el norte por donde venía; pero con los ojos de mi mente sólo podía ver a Absalón, en toda su varonil belleza, y luché por comprender cómo se había dejado influir hasta ponerse en contra de su amado padre.