23

He visto todo lo que se lleva a cabo en el mundo, y todo es vanidad y tribulación de espíritu. Después del nacimiento de Salomón entré en el ocaso de mi vida. Lo había logrado todo, pero el fruto había sido muy amargo. Los reyes de todas las tierras que tenían fronteras con Israel me honraban y reconocían mi virtud y mi valor, mi poder y mi sabiduría; pero con todo, sus palabras me importaban menos que las alabanzas que las muchachas reunidas en torno al pozo en los días de mi juventud tributaban a mis canciones.

Me dije a mí mismo que para todo hay su momento, y un momento para todos los propósitos e intenciones que existen bajo la bóveda celeste.

Pensé que cuando era joven, en esos momentos gloriosos de la mañana de la vida, yo trataba de moldear el mundo, ahora el mundo me trataba de moldear a mí y las sombras adquirían proporciones gigantescas en las arenas de la vida.

En este estado de perplejidad encontraba poco placer en las mujeres, poco gozo en la búsqueda de la sabiduría; ninguno en la bebida ni en la danza. Betsabé ya no me deleitaba, pero tampoco buscaba otros placeres para sustituirla. Conversaba a menudo con Natán, porque él conocía mi corazón, pero no podía devolverle su alegría.

Colgué en mi casa las trompetas de la guerra, y dejé para otros las batallas y la persecución de la gloria. Había días en que me deseaba la muerte y noches en que temía su llegada. La música que componía era melancólica y mis canciones estaban llenas de amargura.

Un hombre sabio, cuando se hace viejo, busca el placer en sus hijos, pero los míos no me ocasionaron más que problemas.

Me sentía paternal y protector con Amnón, mi primogénito, concebido y sacado adelante en medio del peligro. Era mi heredero, el que debía gobernar el imperio de Israel. Ajitofel había tratado de enemistarme con él, pero en vano. Yo lo amaba por su misma fragilidad.

No era fácil hablar con Amnón. Tenía un carácter sombrío y reservado. No podía ni confiar en sí mismo ni inspirar confianza en los demás. Al ir creciendo, buscaba la compañía de jóvenes rebeldes, unos años mayores que él, a quienes agradaba conocer al hijo del rey, descarriarlo, enseñarle a beber mucho y a despreciar a las mujeres. Amnón adoptó modales toscos, propios de la soldadesca, y yo vi en esto un profundo deseo de ser distinto de como era. En Amnón yo veía cierto parecido con Saúl, aunque no había ningún lazo de sangre. Curiosamente la única mujer con la que se encontraba a gusto era con Micol, que residía ahora en una casa a corta distancia de Jerusalén. Se me contó que allí pasaba Amnón muchas horas charlando con ella. Iba a verla siempre que tenía un problema. Tal vez ella veía en él un reflejo de ese descontento que siempre la había afligido a ella, esa incapacidad de olvidar o de perder conciencia del aspecto que en cada momento presentaba. Como Micol, Amnón no sabía abstraerse de sí mismo en sus actuaciones: era como si observara desde fuera todo lo que hacía. Y cuando hacía algo lo desdeñaba y lo encontraba carente de valor.

Yo pensé que Amnón se odiaba a sí mismo. ¿Era culpa mía el que fuera así?

¡Qué distintos eran los hijos de Maaca, mi indómita joven árabe del desierto del norte! Absalón, mi hijo, era el joven más hermoso de Israel. Mi hija Tamar, la joven más bella. Eran como reflejos el uno del otro, porque los dos parecían poseer los encantos de ambos sexos. Verlos moverse era como contemplar un himno a la vida.

Yo sabía que Amnón tenía celos de Absalón. Me acusó de preferir a su hermano más pequeño. ¿Qué podía decir yo? No podía decirle la verdad: que adoraba a Absalón por sus perfecciones y amaba a Amnón por sus imperfecciones. Así que lo distraía con alguna respuesta tan vaga que parecía poco sincera. Pero le aseguraba constantemente que era mi heredero y que reinaría después de mí.

¿Le dejé marchar creyendo que a él lo amaba por deber, y a Absalón por inclinación?

No lo sé, sólo sé que estaba ciego, inmerso en mis propios pensamientos y en mi creciente ansiedad.

Un día Jonadab vino a mi presencia, con su sonrisa insidiosa y moviendo los cuartos traseros como una perra en celo. Confiaba en él porque tenía pocos en quien confiar.

—Mi rey y señor —me dijo—, Amnón está enfermo. ¿Quieres venir a visitarle?

Así lo hice y lo encontré acostado en su cama, muy pálido y débil, como si no hubiera comido y tuviera fiebre. Cuando habló lo hizo en voz baja, de manera que tuve que inclinarme sobre él. Me cogió la mano y me la apretó.

—Te mandaré a Betsabé —le dije— porque ella sabe más que yo de enfermedades.

—No molestes a la reina —susurró—, pero pídele a mi hermana Tamar que venga. No tengo apetito y sin embargo siento un fuerte deseo de comer los pastelillos de almendra que ella hace.

Una petición extraña, pero Amnón estaba tan pálido, tan débil y tan triste que no pude negárselo. Y no había por qué negárselo.

Nunca llegué a saber lo que pasó después, porque se me han contado distintas versiones de los hechos.

Me di cuenta muy pronto de que el palacio parecía haberse vuelto más pequeño y que en todas partes reinaba un silencio sepulcral. Se respiraba una atmósfera asfixiante, como si hubiera ocurrido alguna desgracia y nadie se atreviera a contársela al rey. Sin embargo la paz reinaba en Israel. Hice venir a Jonadab para preguntárselo, pero no quiso mirarme de frente e insistía en que él no sabía nada.

—¿Ha muerto Amnón? —pregunté—. ¿Ha muerto mi hijo?

—No, mi rey y señor. Amnón está vivo.

—Es evidente que me estás ocultando algo terrible —dije entonces—. Dime qué es y no temas mi cólera porqué sé que tú eres inocente de cualquier delito.

—¡Oh, mi rey y señor! ¡Ojalá lo fuera!

Se postró en el suelo, me cogió de las rodillas y prorrumpió en sollozos.

—Jonadab —dije—, eres el hijo de mi hermana, cercano a mí por los lazos de la sangre y amado por los servicios que me has prestado. No tienes motivo para temer mi cólera.

—Mi rey y señor, ¡sé misericordioso! Amnón, tu hijo, está enfermo pero su enfermedad es mental, no corporal. Está enfermo de amor por su hermana Tamar.

En aquel momento y sin ceremonia alguna, la puerta se abrió de par en par y Absalón entró sin que nadie lo anunciara. Vaciló al ver a Jonadab con los brazos en torno a mis rodillas. Alcé al muchacho y me volví hacia Absalón. El color había desaparecido de sus mejillas aunque sus ojos brillaban como estrellas.

—Padre —exclamó, pero dejadme que calle, no soy capaz de escribir las palabras que me dijo.

Sus palabras eran puras maldiciones, estaba enloquecido de dolor y de cólera.

Me dijo que Tamar había ido, como yo le pedí que lo hiciera, a visitar a Amnón, y que este había hecho salir a los que le atendían y, una vez solo con la joven, le declaró su amor —Absalón parecía estar escupiendo las palabras—, mejor podríamos llamarlo deseo, deseo pervertido.

—Y ¿qué dijo ella?

—Ella dijo…, ella dijo…, ella dijo que le compadecía.

Yo no quería oír más. Pero Absalón me forzó a escucharle. Me contó cómo Amnón había agarrado a Tamar, rasgado sus vestiduras y, tirándola sobre la cama, la violó.

—Y este despreciable que está ahora contigo —exclamó Absalón—, este era su chulo, su alcahuete.

Jonadab negó a medias, entre gemidos. Yo le hice callar con la mirada.

Después del terrible acto, según Absalón, Amnón le dio la espalda a Tamar, como asqueado, como si él fuera la víctima, y le ordenó que saliera. El propio Absalón la encontró echándose polvo sobre la cabeza en mitad de la calle, y dando rienda suelta, con espantosos alaridos, a su desesperación. Él se la había llevado a casa y había venido directamente a verme a mí.

—Yo no sabía que esa era la intención de Amnón —dijo Jonadab—. Creedme, señor, no lo sabía.

—Está deshonrada —exclamó Absalón, y su voz era como el aullido de un lobo en el desierto. Aunque tenía en su rostro la palidez de la muerte, el sudor le corría por la frente—. Conozco la Ley.

—La Ley. Esto no es cuestión de Ley.

—¡La Ley! —La voz de Absalón era ahora más tranquila y hablaba con gran autoridad—. Si uno toma a su hermana, hija de su padre, viendo él la desnudez de ella y ella la desnudez de él, es una ignominia; y los dos serán borrados de su pueblo; él ha descubierto la desnudez de su hermana y recibirá el castigo de su iniquidad. Y Amnón, mi hermano, ha hecho algo peor que esto, porque se ha apoderado de Tamar a la fuerza, sin su consentimiento, y la ha violado.

En aquel momento comprendí, repentinamente, la agonía de Saúl, porque me parecía que el Señor me había abandonado.

Amnón era mi hijo, mi primogénito, sangre de mi sangre y carne de mi carne. Si él era culpable yo no me podía considerar inocente. El espíritu de Urías seguía llamando a mi puerta.

—A mí solamente me pidió consejo acerca de cómo podría manifestarle su amor. Nunca me imaginé… —dijo Jonadab.

Pobre Amnón, pensé, pero no me atreví a decirlo en voz alta, llevado por la desesperación que me producía tal extremo. Y volví a pensar en Saúl.

Dije lo que un ser humano puede decir en tales circunstancias, para consolar y calmar a Absalón.

Y a continuación añadí que lo primero que había que hacer era asegurarse de que Tamar estaba protegida. Había sido violada y rechazada, una vergüenza doble y por bien de ella, debía ser ocultada.

—¿Ocultada? ¿Por su bien?

—Absalón, hijo mío, amado mío, ¿es que quieres que se vuelva loca? Hablas dominado por la cólera; por tu bien justificada cólera, acerca de la Ley. ¿No crees que yo conozco la Ley tan bien como tú? ¿Estás dispuesto a exponer a esa desdichada muchacha, a su rigor, a su severidad? ¿La vas a obligar a que confiese públicamente su vergüenza? ¡Jamás!

Así que traté de hacerle ver la situación y lo que le dije era cierto, indiscutible; y él lo comprendió. Le hice jurar que no diría nada «de momento».

—Tenemos enemigos —le dije—, hasta en Israel, que sacarán gran partido de esta iniquidad.

Alabé su ardor. Le felicité por el amor que sentía por su hermana, pues era lo que prendía fuego a esta hoguera. Pero insistí en que se debía guardar silencio. Añadí que se lo iba a consultar a Betsabé, que era sabia en estos asuntos. Atravesó mi mente el pensamiento de que tal vez Amnón debería casarse con Tamar. Estaba seguro de que esto podía negociarse —era sólo su hermanastra—, pero no lo comenté con Absalón. Le pedí que me trajera a Tamar cuando estuviera mejor y dispuesta a verme; le pedí que, mientras tanto, la protegiera y le ofreciera todas las comodidades que estuvieran en su mano. Lo abracé, lo besé y lo estreché contra mí. Sentí que me empapaba así de su juventud y de su vigor.

—La ha destruido —dijo—. Ha arrancado la rosa de Israel y se le han desprendido los pétalos.

—Absalón, hijo mío, mi hijo más amado, vete en paz, y que el Señor esté contigo en este día tan terrible.

Cuando salió, le ordené especialmente a Jonadab que le pusiera enseguida guardia a Amnón.

—Quítale sus armas —le dije—, no sea que en su desesperación se quite la vida.

—Y ¿he de arrestarle?

—No —dije—, ponle la guardia con astucia. Es para su protección y nada más. Pero ve también tú y dile que es mi deseo que permanezca en su casa hasta que yo vaya a verlo. Es este un asunto que requiere sutil organización, si no queremos que nos destruya a todos, que destruya la casa de David.