Se quedó firme delante de mí. Era un hombre de tez morena, tosco, su sonrisa más bien parecía una mueca. Movía su pesado cuerpo con dificultad. Le pregunté sobre el asedio de Raba y el espíritu de las tropas. Insinué que Ajitofel me había dicho que él era un hombre en quien podía confiar en lo tocante a informes de cualquier malquerencia o a dudas sobre la manera en que Joab estaba llevando a cabo el asedio de la ciudad. Traté de averiguar su opinión acerca de por qué estaba durando tanto tiempo. Le di a entender que yo estaba preocupado, que Joab me mandaba informes que me intranquilizaban, pero que, por otra parte, no tenía verdadero motivo para dudar. Dije, casi sin tapujos, que el poder del rey era limitado, que tenía que guiarme de la información de aquellos en quienes, por necesidad, había puesto mi confianza, pero que tal vez encontraran alguna razón para engañarme. Ese era el motivo por el que lo había hecho venir a mi presencia, porque Ajitofel me aseguraba que era un hombre en quien podía tener la confianza más absoluta. Además, añadí, sabía que Ajitofel había demostrado su confianza en él, entregándole a su nieta en matrimonio, una joven, según había oído decir, de asombrosa belleza y virtud, digna de un gran guerrero. Tal vez fui muy lejos al darle a entender que, por recomendación de Ajitofel, había pensado en él, en Urías, para un ascenso, incluso hasta la posición más alta; Joab, después de todo, se hacía viejo y sus poderes estaban declinando.
Me contestó de esa manera campechana y bravucona, propia del soldado que no ha llegado aún muy lejos en su carrera, esa manera que me ha inspirado siempre desprecio, y con esa peculiar seguridad en sí mismo nacida de una total falta de consideración hacia los demás. Mientras él hablaba, yo veía que lo que Betsabé decía de él era cierto: el hombre era hosco, un matón pagado de sí mismo y sin chispa de imaginación. Sin duda alguna, sería celoso.
Al mismo tiempo era evidente —porque quiero hacerle justicia, tanto más porque me inspiró un sentimiento de repugnancia hacia su persona— que daba prueba de un cierto conocimiento de los asuntos militares. Sus comentarios sobre la forma en que se estaba llevando a cabo el asedio no carecían de sentido común. Aunque la simpatía que le manifesté provocó respuestas irreflexivas —habló con desprecio de cómo Joab estaba dirigiendo los asuntos—, yo reconocí cierta sagacidad en sus juicios. No podía negar que era probablemente un eficiente oficial de regimiento, aunque su brutalidad innata, manifestada en su forma de hablar y en la manera en que cambiaba la postura de su cuerpo, pesado y macizo como el de un buey, sugería que podía inspirar temor, más que respeto, en los soldados que estaban a sus órdenes. Cuando para impresionarme me contó cómo había sofocado un incipiente motín, mi admiración de su eficiencia (asumiendo que me estaba contando la verdad) quedó menguada por el asco que me produjo su evidente regodeo al detallarme los castigos que había infligido.
No obstante, lo alabé, incluso lo halagué, porque era mi intención hacerle creer que disfrutaba de mi favor; además nada le da a un hombre una opinión tan buena de un superior como el que este le alabe.
—Veo que eres un soldado de gran aptitud —dije—, el tipo de hombre que a mí me gusta, y uno con cuyo sentido común y perspicacia puedo contar.
A continuación le interrogué detenidamente y pormenorizadamente sobre las fortificaciones de Raba, y al hacerlo procuré recordarle, sin que él se diera cuenta de que lo estaba haciendo, que yo era un general de gran experiencia y renombre, a quien él tenía la suerte de estar dirigiéndose como a un igual. Finalmente dije:
—Te estoy profundamente agradecido, Urías. No te puedes imaginar lo difícil que es para mí, desde aquí, alejado del campo de batalla, obtener una visión clara y coherente de cómo van las cosas en el frente. Tú has llenado de manera admirable las lagunas inevitablemente dejadas por los otros informes que he recibido, y has sugerido medidas en las que voy a pensar con detenimiento, medidas que deben (estoy convencido), al menos muchas de ellas, ponerse en práctica. Ajitofel, con cuyo sabio consejo he contado desde hace mucho tiempo, como estoy seguro tú bien sabes, me habló elogiosamente de ti. Esperaba, por consiguiente, estar impresionado, sabiendo que él no es hombre dado a la exageración. Pero estoy más impresionado de lo que creía iba a estar. Por ello te agradezco el tiempo que me has dedicado, tu clara descripción del estado de la cuestión, a la cual has dedicado, evidentemente, inteligentes consideraciones. Pero eres un hombre joven lleno de sanos deseos, y te he privado, por más tiempo del razonable, de los deleites que esperan a un soldado cuando está de permiso. Estarás deseando ver a tu mujer y, si es tan hermosa como se cuenta, comprensiblemente impaciente. Así que te dejo ahora libre para que te entregues a sus amorosos brazos, y no tengo la menor duda de que demostrarás tanta nobleza en el lecho como en el campo de batalla. Para mostrarte mi reconocimiento por tu conducta, y para compensar a tu dama cuyo nombre, me avergüenza decirlo, no recuerdo (esos son, amigo mío, los estragos de la edad, o por mejor decir, el castigo de hacerse viejo), haré que se te envíe desde mis cocinas a tu hogar un plato de manjares exóticos y exquisitos si me das tu dirección. Te mandaré también vino de la mejor cosecha, esperando de esta manera apaciguar a tu esposa, para que así me disculpe por el tiempo desmesurado que te he mantenido alejado de ella. Puedes, pues, ahora despedirte, con mi gratitud y mi entrañable deseo de que disfrutes de una noche de amor, tú que eres joven, como bien te lo mereces.
Mis últimas palabras tenían un doble sentido, pero yo creí que él no se daría cuenta de esto. Ignorante como era, no había razón para que se lo imaginara. Se retiró y, al darse la vuelta después de andar veinte pasos hacia atrás y alejarse de mi presencia, empezó a dar largas y ruidosas zancadas, de esa manera engreída, ufana y ruda que he detestado siempre, pues veo en ella una arrogancia física que refleja la brutalidad de un alma.
No obstante yo estaba bastante satisfecho de nuestra conversación. Por una parte, la antipatía que Urías había provocado en mí me liberaba de cualquier sentimiento de culpabilidad al pensar que le había puesto los cuernos. Ciertamente me había inspirado tal repugnancia que si no me hubiera acostado muchas veces con su mujer, habría deseado hacerlo ahora. Por otra parte, acababa de hacer lo que me había propuesto. No creo que hubiera podido ponerlo más claro sin ordenárselo expresamente. Aun ahora retrocedo ante la palabra que lo expresa, lo mismo que entonces retrocedía al pensar en Urías, comportándose con Betsabé, mi adorada y deliciosa Betsabé, como la bestia con dos cabezas, y se me revuelve el estómago y las entrañas.
Bueno, me dije a mí mismo, podré vengarme cuando haya hecho lo que tengo que hacer.
Ya en aquel momento ese pensamiento me excitaba, porque veía que, aunque estaba deseando humillarlo y reducirlo a un montón de escoria, postrado ante mí e implorando mi perdón, no podía hacerlo sin abandonar a Betsabé, lo cual era inconcebible.
Aquella noche no pude dormir y poco después del alba llamé a Jonadab, mi chambelán. Llegó frotándose los ojos.
—Ve inmediatamente a su casa y haz venir a mi presencia a Urías el jeteo. He de hablar con él antes de que regrese al frente.
—No será necesario ordenarle que venga —contestó Jonadab— porque me tropecé con él cuando me abría camino a través del cuarto de guardia. No se despertó, aunque le di un puntapié en la cabeza. Dudo que esté listo para ponerse en viaje temprano. Tendrá una resaca increíble.
—¿Me estás diciendo que no se acostó con su mujer anoche?
Pensé que él no la hizo suya, que tal vez Betsabé lo rechazó, incapaz de superar la repugnancia que le producía el pensamiento de sus inminentes abrazos. Y a continuación pensé que si había sido así, ella había sido el instrumento de su propia destrucción.
Jonadab, por supuesto, estaba enterado de mi relación con Betsabé. Pero no sabía que estaba encinta. Por lo tanto cuando me contó que Urías yacía borracho en el cuarto de guardia, creyó que me traía noticias que yo deseaba oír. Y, como pensaba que era así, tal vez estuviera mintiendo. Pero yo no me atrevía a mandarle que fuera a preguntárselo a Betsabé.
—Cuando te dejó —dijo Jonadab—, tal vez fuera su intención ir a ver a su mujer, pero se encontró con viejos camaradas entre los oficiales de la guardia. Empezaron a beber y Urías a vanagloriarse de sus hazañas en Raba. A una cosa le siguió otra y, cuando yo me retiré, Urías había perdido la conciencia. Así que el necio yace en el suelo totalmente ebrio. Eso es todo.
Sonrió con una regocijada malicia, confiado en que me estaba dando noticias agradables. Con esta intención en su mente, es posible que él mismo tentase a Urías a que bebiera más. Durante unos instantes pensé en confiarme a él; pero el hecho de que el secreto no era mío sino de mi amada, no me lo permitió. En cambio le dije que se marchara y me quedé perplejo un rato, sin ver a nadie más que al muchacho que limpiaba mi aposento. Pero antes de que Jonadab se fuera, le encomendé cancelar todos mis compromisos para aquella mañana.
—Ibas a darle audiencia a Ajitofel —me dijo.
—Dile que no puedo. Dile que no me encuentro bien. Pero hazlo con cuidado y sin darle importancia, de modo que no se sienta ni ofendido ni curioso.
Pensé en Betsabé, feliz de que su marido no se hubiera acercado a ella, aterrada por las consecuencias de su fracaso en hacerlo. Se había armado de valor para recibirlo y yo me imaginaba cómo ahora empezaría a decaer su valor, al invadirle el temor, como el viento que viene del desierto.
Por la tarde hice venir a Urías otra vez a mi presencia. Se presentó ante mí, con el aliento fétido de los excesos de la noche anterior. Se rio como ríe un veterano bromeando con otro, simulando sentimientos semejantes, y pidió vino. Yo le di una copa, bebí otra y mirándole por encima del borde de mi vaso, le dije:
—¡Qué tipo tan curioso de hombre debes de ser cuando te interesa tan poco entregarte al placer con una dama a la que todos consideran bellísima!
Y le di unas palmadas en la espalda, sirviéndole después más vino.
—Mi rey y señor —contestó—, yo soy un simple soldado, burdo en mi manera de hablar.
Hizo una pausa y yo experimenté un momento de inquietud, porque hablaba como un hombre que acaba de descubrir la infidelidad de su esposa. Me pregunté qué rumores habría oído de sus compañeros de regimiento. Aunque había tomado todas las precauciones posibles para mantener en secreto mi relación con Betsabé, y para protegerla de la revelación de lo que los sacerdotes y el mundo llamarían su ignominia, sin embargo hay siempre en estos asuntos algo que se conoce, que se sospecha. Y yo no podía tener la certeza de que Urías no supiera nada de ello. En primer lugar, no tenía la menor duda de que Ajitofel pagaba a espías dentro de mi propia casa para que le informaran de mis idas y venidas. En mis momentos más negros, yo estaba seguro de que nos habían traicionado. Pero sonreí…
—Hasta un tosco soldado desea a las mujeres. Hasta el más noble hombre de guerra tiene que satisfacer otros deseos.
—Mi rey y señor —dijo—, el arca del Señor, Israel y Judá viven en tiendas de campaña y yo, que acabo de llegar del campo de batalla donde mi señor Joab y los siervos de mi señor acampan en la estéril llanura, ¿he de ir a mi casa, para dormir entre sábanas y gozar de una mujer? El solo pensarlo me repugna, no pienso hacerlo.
La estupidez y autocomplacencia de sus palabras me irritaron tanto que me costó mucho trabajo controlarme para no pegarle una paliza o arrestarle, y darle así una lección de sentido común y buenos modales. Porque ¿no le había instado yo, el rey, a que se ocupara de su mujer, y no me había desobedecido?
Pero sonreí una vez más y hasta le gasté una broma acerca del deber del soldado de procrear futuros guerreros.
—Pero veo —añadí— que eres un hombre de firmes principios. Cenaremos juntos esta noche y aprovecharé la oportunidad para convencerte de que un deber —el que tienes con tu rey— no excluye el otro, el que tienes con tu esposa, sino que de hecho los dos se mezclan en el deber que tienes para con Israel.
Durante todo el día ardía en deseos de hacer venir a Betsabé para saber cómo estaba, pero no me atreví. Se me ocurrió la idea de que tal vez por la tarde Urías hubiera ido a verla y le pregunté a Jonadab dónde estaba.
Jugando a los dados con tus oficiales y presumiendo del favor que disfruta contigo, mi rey y señor.
Lo atiborré de vino durante la cena y mantuve conversaciones subidas de tono, hablando de cómo me deleitaba la compañía de mujeres y contándole historias de amor, con la esperanza de que esto despertara su deseo y se fuera a ver a su esposa. Pero aunque Urías se reía y me correspondía con sus propias historias, no había en ellas ni ingenio ni belleza, sino, según me pareció, odio a las mujeres y placer en humillarlas. Todo esto me hizo sentir náuseas al pensar en este bruto echándose violentamente encima de mi amada. No mostró el menor deseo de querer estar con ella.
No obstante, cuando salió tambaleándose de mi aposento, no era posible estar seguro de que no iría entonces a buscarla, y el odio se apoderó de mi alma.
En la oscuridad de la noche seguí dándole vueltas en la mente a esos negros pensamientos y, cuando cantó el gallo y el primer resplandor del alba iluminó el firmamento, sabía que no podría estar contento mientras Urías compartiera conmigo el universo.
Me dije a mí mismo: presume de ser un soldado…, pues bien, dejémosle morir la muerte del soldado: a manos del enemigo.
Por la mañana volví a llamar a Urías y le ordené que regresara al frente de batalla. Le confié un mensaje para Joab. Lo recibió con orgullo, no sabiendo que contenía su propia sentencia de muerte.