En las cálidas noches del verano no lograba conciliar el sueño. Durante el día me dominaba una inusitada lasitud y me sentía constantemente cansado. No obstante, si me retiraba a mi aposento no podía dormir. Tiempo atrás habría mandado venir a una concubina o en tiempos aún más lejanos, a Lais o a otro muchacho; pero ahora no me sentía inclinado hacia lo que habían sido placeres y deleites, ahora me parecía que no me proporcionarían ni alivio ni satisfacción.
Ya había alcanzado la gloria ante los hombres y encontrado favor a los ojos del Señor; me sentía cansado y aburrido de todo, hasta de mi propia posición.
Algunas veces recordaba las noches de mi juventud; cuando apacentaba los rebaños de ovejas en las colinas de Belén. Lo que echaba de menos ahora era lo que había sentido tan ávidamente entonces: el entusiasmo de mi cuerpo y la actitud alerta de mi loca imaginación. Miraba los tejados de Jerusalén y me preguntaba por qué dormía el pueblo mientras su rey no podía conciliar el sueño.
Una noche me sentí particularmente inquieto. Había tenido por la mañana una conversación enconada con Ajitofel, que vino a decirme que sus agentes le habían informado de una reunión entre mi hijo mayor Amnón y ciertos reyes filisteos.
—¿Quién te ha dado autoridad para ponerle espías a mi hijo?
—Mi rey y señor —contestó—, actúo en bien de la seguridad de Israel.
Pero no le creí, sospechando que él, personalmente, deseaba enemistarme con Amnón, quien nunca le había gustado.
Yo repliqué:
—Amnón es un muchacho de temperamento difícil e inseguro, pero me ama y me es leal. No quiero oír una palabra más acerca de este asunto y te ordeno que retires los espías que le has puesto.
—Muy bien, mi rey y señor —contestó, pero noté en su voz un deje de ironía y no quedé muy seguro de que obedeciera mis órdenes.
No obstante, no me atrevía a despedirlo, porque sabía que se había valido de su posición para ganarse muchos amigos y subordinados; de hecho yo mismo me sentía rodeado por personas que debían su lealtad a Ajitofel y no al rey David. Y sabía que había sido particularmente activo en tratar de reclutar su clientela entre los jóvenes de la corte. Yo temía que estuviera poniéndolos en contra de Amnón. Sin embargo, me sentía impotente para actuar contra Ajitofel, como lo era para hacerlo contra Joab.
Cuando le dije que se retirara, empecé a preguntarme si la noticia que me acababa de traer acerca de los tratos de Amnón con los filisteos seria cierta. Yo amaba a Amnón, mi primogénito, el hijo de Ajinoam, en los días en que yo no era todavía rey, sino un fugitivo de la envidia de Saúl. Tal vez el hecho de que su infancia hubiera sido tan inestable y peligrosa, le había hecho crecer sin esa confianza que yo había poseído siempre y que era tan manifiesta en su hermano más joven y más hermoso, Absalón, el hijo de Maaca. Sabía que Amnón estaba celoso de Absalón y temía que creyera, en contra de toda razón y evidencia, que yo prefería a su hermano más joven. Así que, aunque le había dado a Amnón todas las muestras de mi amor y benevolencia, era posible que no las creyera porque no podía creer ni en sí mismo.
Por eso no podía rechazar totalmente los informes de los espías de Ajitofel, pero los encontraba intolerables y me molestaba el conocimiento de que Ajitofel alardeaba. Me sentía perplejo e inquieto y los presentimientos me oprimían el alma.
En este estado de descontento, me levanté de mi lecho y salí a la terraza a la que se abría mi aposento. El aire era tibio y la luna se alzaba sobre la ciudad, pero yo no parecía ser capaz de sentir la gloria del Señor. Me apoyé en la baranda y pensé que no me había encontrado nunca tan solo, porque, en las noches de mi juventud, en las colinas que rodean Belén, siempre me había sentido consciente del futuro glorioso que me aguardaba. Y ahora era todo polvo, cenizas y desaliento.
Entonces me fijé en una figura que se movía sobre una de las azoteas de las casas que se dominan desde el palacio. Era una mujer. Sin darse cuenta de mi presencia, se desnudó y empezó a frotarse el cuerpo con una esponja, que mojaba en una palangana dejando que el agua fresca cayera sobre sus carnes. Durante un momento la observé con instintiva e involuntaria curiosidad, y después, al inclinarse otra vez sobre la palangana, la luna la iluminó con su reflejo y yo contuve el aliento; nunca, sabía bien que nunca, había visto movimientos más gráciles ni formas más perfectas. El cabello le cayó sobre el pecho y ella echó hacia atrás la cabeza dejando que su larga cabellera reposara sobre su espalda, y se lavó los senos con la esponja; después, echándose otra vez hacia delante, se pasó la esponja mojada por entre las piernas. Y, súbitamente, experimenté un creciente deseo de ese cuerpo, que fue como si pudiera saborear la húmeda suavidad de su carne.
Sin darse cuenta de que la estaba observando —ahora con una urgencia que parecía imposible que no percibiera a través de los tejados y azoteas— se quedó de pie un instante, desnuda, con los brazos extendidos a la luna embelesada; después, poniéndose alrededor del cuerpo su liviana túnica, descendió a la oscuridad de su casa.
Por un instante que me pareció muy largo, observé el lugar de donde había salido, como si la fuerza de mi deseo pudiera volverla a ese lugar. Me afiancé en mi decisión. Le di las gracias al Señor por haberme permitido la contemplación de una visión así, volví a mi aposento y toqué una campanilla. Vino un esclavo. Le mandé que despertara a mi sobrino Jonadab, a quien había nombrado mi chambelán.
Jonadab vino enseguida, frotándose los ojos porque acababan de despertarle de un profundo sueño, y sin embargo los minutos que esperé me parecieron horas. Le describí lo que había visto y le pregunté acto seguido quién era la mujer.
Jonadab se rio. Era un muchacho delgado, de cara alargada y temperamento alegre, aficionado al cotilleo (razón por la que lo seleccioné para este puesto) y a la intriga.
—Es extraordinario, mi rey y señor —dijo—, que tengas que preguntar eso, porque su nombre es Betsabé y es la mujer más hermosa de todo Jerusalén.
—Pero ¿quién es y por qué la han mantenido apartada de mí?
—Señor, es muy joven, es la nieta de Ajitofel y no lleva mucho tiempo en la ciudad. Es más, hace poco tiempo que se ha convertido en una belleza. Seis meses atrás era una muchacha regordeta y atractiva, pero nada más. La conocí de niña y he de decir que nunca creí…
—Tráemela.
—Por supuesto, mi rey y señor, lo único es que… —hizo una pausa y sonrió de una manera en la que leí cierta picardía y tal vez algo de vacilación— hay algo que debes saber. No es virgen, sino una mujer casada.
—¿Una mujer casada? ¿Y Ajitofel es su abuelo?
—Así es. Pero… —Jonadab volvió a sonreír y esta vez sólo había picardía en su sonrisa— su marido no está en Jerusalén. Es un tal Urías, un jeteo, oficial de la guardia personal, en estos momentos al servicio del rey en el sitio de Raba. ¿Quiere mi tío que se la traiga? ¿Quiere el rey que se la traiga?
—Jonadab —contesté yo—, tengo que hacerla mía. Es tan sencillo y tan terrible como eso. Sean las que sean las consecuencias.
Sonrió.
—Lo comprendo perfectamente —replicó—, pero no es una mujer a la que se pueda dar abiertamente una orden así, aunque sea algo que yo comprenda perfectamente. Por lo tanto, le diré que el rey ha recibido noticias relativas a su esposo por mediación de un mensajero del ejército, noticias que quiere comunicarle a ella en persona.
—¿Ama a su marido?
—Se casó con él por orden de su abuelo. Urías ha sido durante mucho tiempo uno de sus agentes.
—¿Y crees que vendrá en respuesta a un mensaje así?
—¿Quién puede negarse a una petición del rey?
—Y cuando la traigas a mi aposento, ¿qué pensará?
—De nuevo, ¿quién puede resistirse al rey? —me dedicó una sonrisa de complacida burla—. ¿Qué mujer querría hacerlo?
Ordenar lo que debes prohibir. Hacer lo que sabes que no debes hacer, ¿hay un deleite más apremiante, más urgente? Me enjuagué la boca con aceite de menta para purificarme el aliento. Sólo el ladrido de los perros en los jardines de la ciudad rompía el silencio de la noche. La calma del palacio me envolvía. Me apreté contra el fresco y puro mármol de una columna; todos mis miembros y órganos danzaban al compás de una música interna. Y esperé.
Entró en mi aposento con el paso liviano de la madrugada. Su túnica dejaba ver unos senos abultados y tenía la mirada húmeda y los labios entreabiertos.
—Rosa de Serón y lirio de los valles —dije yo. Cayó de rodillas ante mí y me cogió las manos.
—¿Mi rey y señor, me dice Jonadab que tienes noticias de mi marido Urías?
Puse mi mano en el dulce bosque de su cabello y lo enredé entre mis dedos. Miré a Jonadab por encima de su cabeza y le hice una señal para que se marchara. Se retiró, sonriendo, y yo erguí a Betsabé y le alcé la barbilla para que pudiera mirarme a los ojos.
—Hueles a la flor del almendro —dije—. No, no tengo noticias de tu esposo.
—Oh, mi rey y señor, entonces yo no debo estar aquí —suspiró, bajando los ojos, pero extendiendo los labios hacia mí.
Yo la acerqué hacia mí y le besé los labios y fue como si estuviera saboreando pétalos de rosa y su sabor me llenó de deleite. Su lengua buscaba la mía, danzando dentro de mi boca. Metí las manos debajo de su etérea túnica, la rasgué y la dejé caer sobre el suelo de mármol. Besé sus cálidos pechos y recorrí su cuerpo con mis manos, su carne se me entregó, y ella se apretó contra mí.
—Amo al rey —murmuró— desde que lo vi por primera vez, siendo yo una niña y sin pechos todavía.
Se apoyó en mis brazos, lo que yo aproveché para levantarla y llevarla a mi lecho.
—¡Oh, paloma mía!, entra en los lugares secretos… aliméntate de lirios… hasta que rompa el alba…, hasta que las aguas…, las flores aparezcan en la tierra… Se siente el arrollo de la tórtola… ¡oh, paloma, paloma mía!
Luego la penetré y nos hicimos una sola carne, tres veces, no, cuatro. Ella pronunciaba entre suspiros entrecortadas palabras de amor, y se quedó dormida en mis brazos, con sus profundos ojos, color azul oscuro, dulcemente entornados por el placer del deseo satisfecho y los mechones de cabello, negros como el azabache, extendidos sobre mi cuerpo. Probé el vino de su cuerpo y mi mano reposó en su suave hendidura, el secreto lugar de deleite entre sus muslos; ella exhaló un leve gemido entre sueños y su mano, que se resistía a dormir, cogió con fuerza la mía. Saqué mi brazo de debajo de su cuerpo, me incliné sobre ella y besé la suavidad de pluma de su vientre. Ella no se movió, pero suspiró suavemente en dulce entrega:
Tú me trajiste la flor del almendro, y el soplo de una brisa lejana de dulzura sensual como si viniera del mar en tu cuerpo.
¡Oh el deleite de esa carne tuya de limpios miembros! Más allá del amor, hay un fantasma de esa necesidad que alienta a través del alma, tan sereno y tranquilo, pero el viento del desierto lo lleva más allá del ocaso. ¡Qué pequeño es el mundo, qué ligero, en tus manos! ¡Cómo se extienden las arenas del desierto más allá de nosotros!
Hacia la madrugada empezó a moverse y no había en ella ni ansiedad ni vergüenza como yo temía. Acercó mi cuerpo al suyo y, conforme iba aumentando la luz, se resistía a marcharse.
—Ponme como un sello sobre tu corazón —murmuró— porque mi amor es fuerte como la muerte…