17

En un glorioso amanecer del verano, cuajado de rocío, traje a Jerusalén el Arca de la Alianza.

Los primeros rayos del sol doraban los castaños, envueltos en la bruma matinal, cuando trasladamos el Arca desde la casa del levita Abinadab, donde había permanecido durante tres meses. Mientras tanto, yo preparaba su entrada en mi ciudad, que es también la ciudad del Señor. Los sacerdotes pusieron el Arca, con la debida reverencia, en un carro nuevo, después de sacarla de la casa. Yo festejaba al Señor de los Ejércitos con toda clase de instrumentos y me postré en el suelo ante el Arca.

Se ofrecieron holocaustos, conforme a la Ley, e iban junto a mí siete coros de cantores que desfilando delante del Arca cantaban alabanzas al Señor, conforme íbamos subiendo la colina hacia Jerusalén. Cuando la procesión empezó a moverse, apareció el sol entre las nubes, que se fueron disipando poco a poco, y se oyó un grito proclamando la complacencia del Señor.

Yo iba andando, solo, detrás del último coro de cantores, tocando con la lira una música que yo mismo había compuesto. Así avanzamos hasta Jerusalén y la multitud iba aumentando conforme nos acercábamos a la ciudad. Se apretujaban para ver el Arca, y arrojaban flores a su paso. Una niña salió de entre la multitud y me colocó una guirnalda de flores alrededor del cuello.

En la plaza o espacio abierto delante de mi palacio yo había hecho erigir un tabernáculo para recibir el Arca, y al acercarnos a él, canté:

Del Señor es la tierra y cuanto la llena,

el orbe de la tierra y cuantos lo habitan;

pues él es quien lo fundó sobre los mares

y sobre las olas lo estableció.

Un coro de jóvenes, con sus voces tiernas, que estaban de pie delante del tabernáculo ataviados con túnicas de lino finísimo, contestaron:

¿Quién subirá al monte del Señor?

¿Quién se establecerá en su lugar Santo?

Se hizo el silencio, como yo había ordenado, para que se comprendiera en toda su profundidad la importancia de la pregunta, y los sacerdotes, con sus miradas fijas en mí, replicaron:

El de limpias manos y puro corazón,

el que no lleva su alma al fraude

y no jura con mentira.

Ese alcanzará la bendición del Señor

y la justicia de Dios, su salvador.

Entonces, todos los grupos de cantores cantaron al unísono:

Esta es la raza de los que le buscan,

de los que buscan el rostro del Dios de Jacob.

Sonaron las trompetas y repicaron los címbalos, y toda la multitud de Israel allí reunida abrió su corazón para dar la bienvenida al Arca que regresaba a Jerusalén:

Alzad, ¡oh puertas!, vuestras frentes,

alzaos más, ¡oh antiguas entradas!,

que va a entrar el Rey de la gloria.

Pero de nuevo, el coro de jóvenes en medio del silencio de todos los instrumentos musicales, entonó la pregunta…

¿Quién es este Rey de la gloria?

Y yo mismo contesté:

Es Dios, el fuerte, el poderoso,

el Señor poderoso en la batalla.

Todos los coros repitieron los últimos versos del canto:

Alzad, ¡oh puertas!, vuestras frentes,

alzaos más, ¡oh antiguas entradas!

Que va a entrar el Rey de la gloria.

¿Quién es este Rey de la gloria?

Es el Rey de los Ejércitos, poderoso en la batalla,

él es el Rey de la gloria.

Puse mi lira a un lado y avanzando hacia el centro del espacio abierto, delante del tabernáculo, subí a un pedestal y le dirigí la palabra al pueblo. Hablé en voz más bien baja, pero todos oyeron mis palabras y sus ecos se perdieron en las colinas circundantes:

«Cuando nuestros antepasados estaban en el desierto, después de escapar de la tiranía de Egipto, el Señor hizo una alianza con Moisés y con todos los hijos de Israel de que este país sería nuestro para todas las generaciones que nos sucedieran. Y el Arca, la morada del Señor, selló esa alianza.

»En los días oscuros de Israel, en la época de Helí, sumo sacerdote, los filisteos declararon contra Israel una guerra cruel, y pusieron sus manos impías sobre el Arca de la Alianza, y se la llevaron a sus propias ciudades, para que Israel temiera que el Señor le había dado la espalda a su pueblo. Y cuando nos arrebataron el Arca, cayó la oscuridad sobre la tierra, una oscuridad tan densa como la de una noche de invierno. Pero aun así, los hijos de Israel siguieron confiando en el Señor de los Ejércitos, y el Señor continuó velando por nosotros. El gran rey Saúl luchó contra los filisteos y, a su servicio y por la gracia del Señor de los Ejércitos, un simple pastorcillo mató al gigante Goliat, campeón de los filisteos.

»Pero no nos entregaron el Arca.

»Samuel había ungido con óleo a ese pastorcillo para indicar que él era el elegido del Señor, y cuando Saúl, poderoso en la batalla, fue vilmente asesinado, ese pastor le sucedió como rey. En muchas batallas, con la ayuda de mis nobles soldados y la bendición y el fuerte brazo del Señor de los Ejércitos, derroté a los filisteos y los expulsé de Israel, hasta las mismas puertas de Gat. Y les obligué a que se sometieran a mí, a la voluntad de Israel y al Señor de los Ejércitos. De esta manera nos entregaron el Arca de la Alianza, que hoy devolvemos a la gloria del Señor, en esta ciudad de Jerusalén, que de hoy en adelante será un lugar sagrado».

Después de decir estas palabras, dejé caer de mi cuerpo mis vestiduras reales y me quedé de pie delante de mi pueblo, sin más ropa que un efod de lino amarillento, como si fuera el más humilde de los sacerdotes del Señor. Entonces di una señal y los músicos empezaron a tocar y yo a bailar.

No puedo recordar aquella danza: no sería capaz de repetirla. Creo que mis primeros pasos fueron lentos, hasta parece ser que inseguros, como si me estuviera dando cuenta de mi temeridad al desnudar mi alma ante los ojos del Señor.

«Qué es el hombre —cantábamos al ritmo de la danza—, para que tú pongas en él tus ojos», y conforme los pasos de la danza formulaban esta importante pregunta, yo inclinaba mi cuerpo primero hacia atrás, después hacia delante, de manera que mi cabello tocaba el polvo de la tierra. Parecía, creo recordar, que yo había salido fuera de mí mismo y presenciaba los movimientos de este cuerpo mío que se había convertido en el siervo de la danza del Señor.

La música aceleró su ritmo y la danza se hizo aún más desenfrenada como si hablara de la grandeza y la gracia de la creación del Señor, de sus dádivas a Israel y de la gran generosidad que él nos había mostrado. Hice una pausa, aprovechando el cambio de ritmo, y apreté los brazos alrededor del cuerpo, como si estuviera encogiéndome ante la majestad y el terror del Señor; después la danza se volvió a apoderar violentamente del danzante, mientras hablaba del Señor, poderoso en las batallas, cuyo siervo en la destrucción de los enemigos de Israel era el propio danzante.

El pueblo congregado permaneció silencioso e inmóvil durante todo este tiempo, como las estrellas de un cielo de invierno. Silencioso e inmóvil sí, pero absorto, como el amante que contempla la belleza de su amado.

La música cesó al terminar la danza y caer el danzante sobre la tierra en humilde actitud ante el Arca; y yaciendo allí, al notar el cálido polvo de la tierra sobre mi cuerpo desnudo, levanté la cabeza y, sin acompañamiento, canté aquel salmo que había compuesto para Saúl en su locura: «El Señor es mi pastor, nada me falta…».

Cuando llegué al último verso: «… y moraré en la casa del Señor todos los días de mi vida» un temblor de reconocimiento cruzó por toda la congregación y nos sentimos todos unidos, como un solo cuerpo, como una sola alma, unidos en sobrecogimiento y asombro ante la majestad y bondad del Todopoderoso.

En aquel momento me sentí desposado con mi pueblo y mantuve aquel silencio durante más tiempo que el que necesita un hombre para colocar una flecha en un arco y dispararla hacia el centro de su blanco. Lo mantuve aún un poco más, hasta que se sosegó el temblor de mis piernas y se calmaron las palpitaciones de mi corazón. Entonces me postré ante el Arca y apreté mi cuerpo contra la tierra, mientras los sacerdotes cantaban sus himnos de acción de gracias al Todopoderoso. Cuando me levanté, me enjugué el sudor de la frente con el antebrazo.

Había hecho todo lo que había deseado hacer, y sabía que mi triunfo era absoluto. Pero sabía también que era necesario hacer que la congregación se reportara del paroxismo de júbilo a que yo mismo los había llevado, porque una inmensa multitud en tal estado es peligrosa. Me pareció una buena idea llevar al pueblo al terreno de la realidad, de manera que a la intensidad de las ceremonias sucediera un estado de alborozo, propiciado por un beneficio personal. Con este fin había dado instrucciones para que se preparara una fiesta pública y yo mismo me ocupé de la distribución de pan, carne, bizcocho de pasas y vino a cada una de las personas que estaban presentes. Entonces, cuando todos estaban ocupados en estos agasajados, yo me retiré a mi palacio.

El sol había cubierto la mitad de su carrera y yo estaba todavía descansando, pero el griterío y el jolgorio procedentes de la ciudad que se extendía a mis pies me despertaron. Recuerdo haber sentido una profunda paz, una felicidad procedente de mi convencimiento de que aquel día me había superado a mí mismo, de que, para gloria del Todopoderoso, había creado, con las pasadas ceremonias, una perfecta obra de arte.

Mandé buscar a una de mis concubinas —no recuerdo cuál— y yací a su lado como una sola carne. Después la dejé marchar y me quedé dormido.

Cuando me desperté, estaba atardeciendo y un criado entró en mi aposento con una lámpara, para informarme de que Micol quería hablar conmigo. Antes de tener tiempo para acceder a tal petición, alguien apartó bruscamente la cortina y Micol apareció ante mí. Se quedó de pie a mi lado y, en la penumbra, la belleza angulosa de su rostro parecía más suave. Sentí que la deseaba como no la había deseado hacía meses. Alargué los brazos y ella me escupió en el rostro.

—¡Payaso, bufón! —dijo—. ¿Qué te he hecho yo para que me hagas sentir tan humillada?

Yo pensé: «Está enfadada porque he hecho venir a esa concubina a mi lecho en lugar de a ella, en el día de mi triunfo. Pero ¿cómo no es capaz de darse cuenta de que nunca podría tratarla como a un objeto a quien se manda venir para satisfacer mis necesidades? ¿Es que no sabe que mi amor por ella es distinto, de una naturaleza distinta?». Esto era lo que yo le quería decir, pero antes de que pudiera empezar a hablar, quitó la ropa de la cama para mostrar mi desnudez.

—Me has deshonrado —dijo, y su voz era tan fría como las noches del desierto—, me has humillado delante de todo el pueblo. ¡Que tú, un rey, se ponga a bailar desnudo delante de las muchachas de la ciudad, sí, hasta delante de las mismas putas! ¿Cómo es posible? ¿Es que no tienes dignidad? ¿Te imaginas a mi padre Saúl exhibiéndose ante el pueblo y arrastrando su cabeza por el polvo como un necio o un loco?

Pensé: «No me comprende. No me ha comprendido nunca. No tiene la menor idea de lo que le debemos al Todopoderoso. Y yo me equivoqué. La deseé creyendo que era una criatura distinta de todas las demás, una criatura sublime, cuya belleza física reflejaba la belleza de su alma. Y me engañé a mi mismo, me equivoqué».

Y pensé también que era precisamente por esto por lo que había sido un necio.

Pero aun así no le contesté, porque no se me ocurrían más que palabras durísimas y ninguna que expresara la tristeza que sentía al mirarla. Incluso, al hacerlo, me parecía que el tiempo, la desilusión y el desprecio habían deteriorado su belleza.

—¡Qué aspecto tan glorioso ofrecías! —continuó—, ¡qué espectáculo tan fascinante ver al rey, desnudo, contorsionándose sobre el polvo de la tierra!

—Micol —dije entonces—, bailé ante el Señor para honrar su santo nombre, el nombre de quien me escogió como rey de Israel cuando rechazó a tu padre Saúl. Si consideras vergonzoso o despreciable el que me humille ante el Señor, te compadezco. Permíteme que te diga que hasta las pobres muchachas de la ciudad, y también las putas, comprendieron lo que yo hice hoy. Seguían el ritmo de mi danza, al unísono conmigo, porque, por muy desdichadas que sean en sus vidas cotidianas, hoy han captado un destello de la majestad del Todopoderoso. Pero tú, encerrada en tu palacio y despreciando a la gente común, estás despreciando también al Todopoderoso si me desprecias a mí, que soy su siervo. Me destroza el corazón verte encastillada en tu orgullo, en tu egoísmo, en tu ignorancia, de tal manera que no puedes…

Extendí mis manos cuando vi su rostro helado y estupefacto.

—Palabras —replicó Micol—, nada más que palabras. Tú siempre puedes encontrar palabras para justificar tus acciones, David. Usas palabras para huir de mí, David, lo has hecho siempre. Tú saltas y te deslizas, y después desapareces y sin embargo insistes en decirle a todo el mundo que la luz lanza sus resplandores sobre ti, incluso que tú eres la luz misma.

Yo pensé: «Lo que está diciendo puede que sea verdad, pero no tiene ninguna relación con lo que, según ella, ha provocado su cólera. Ha vivido conmigo como la esposa que más amé, pero no obstante no me conoce, porque nunca ha querido conocerme. Tal vez nunca me ha amado. Tal vez sea incapaz de dar amor y esta sea la razón por la que no hemos tenido hijos».

Y después pensé que yo también había sido un necio. Había sido capaz de amarla, de decirle que la amaba y de estar seguro de que esa era la verdad, quizá porque yo también me había negado a conocerla y me había convencido a mí mismo de que era lo que yo quería que fuese y no lo que verdaderamente era. Que no sé lo que es. Tal vez sea ese ser cerrado, que niega el valor de la vida, que niega al mismo Dios, ese ser que tengo ahora delante de mí.

Este pensamiento me entristeció, pero me encolerizó también. Me levanté de mi camastro y me quedé de pie ante ella. Teníamos la misma altura y yo la miré a los ojos, esas oscuras lagunas que siempre encontré tan misteriosas, tan irresistibles. Entonces le dije:

—Sí, Micol, puede ser que el Señor ame más a las putas de la ciudad que a ti, porque ellas no lo niegan en su corazón.

—Tú, miserable —contestó—; tú, aprendiz de actor —y, dándose la vuelta, salió del aposento.

Bebí vino de la jarra y me di cuenta de que estaba temblando. A lo largo de los años habíamos tenido muchas peleas, que generalmente terminaban haciendo el amor. Pero esta no podía terminar así. Lo veía. Y pensé: «Hemos llegado realmente al final y no estoy seguro de si lo lamento o no. Somos como dos personas a las que separa un viaje y nada se puede hacer para remediarlo».

Di órdenes de que se tratara a Micol con todo honor y cortesía, pero que se la recluyera en sus propios aposentos, y que se le negara el acceso a los míos y a mi persona. Luego reflexioné que podía instalarla en una residencia de su propiedad.