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Hasta Asael, asombrado, se enfurecía al ver que no me declaraba ahora el ungido rey de Israel. No le satisfizo mi explicación de que había aprendido algo del arte de gobernar: no tomar una decisión hasta que esta no sea esencial y haya llegado el momento oportuno. Meneó la cabeza con un gesto de incredulidad cuando le dije que esperaría hasta que se me llamara.

Me contestó que Joab estaba furioso. Tampoco él podía comprenderlo. Asael vaciló y, después, hablando precipitadamente, me confesó que su hermano mayor se estaba preguntando si yo no habría perdido el valor.

—Tiempo y paciencia —dije—. Tiempo y paciencia.

Yo había enviado discretas felicitaciones a Aquis por su victoria. Después, en secreto y sin comunicarle mis intenciones, me retiré a Hebrón, la capital de Judá. Tenéis que recordar que en aquellos días el reino de Israel estaba escindido, por decirlo de alguna manera, en dos mitades a causa de la continua ocupación de Jerusalén por los jebuseos. Así que yo me establecí en Hebrón y fui aceptado como rey por los hombres de Judá; pero Abner, que seguía siendo leal a la casa de Saúl, no en vano era primo del difunto rey, aunque seguía siendo amigo mío, estableció a Isbaal, último hijo superviviente de Saúl, como rey y sucesor de Saúl. Lo hizo así, aunque sabía que Isbaal era una pobre criatura, de inteligencia limitada y lento en sus reflejos, que no era soldado sino más bien un cobarde a quien Saúl, por mantener su propia dignidad, había tenido alejado del ejército. Abner, en su obstinada (pero digna de elogio) devoción a la memoria de Saúl, nombró rey a Isbaal y yo lo honré por su lealtad. Joab, celoso de la nobleza y reputación de Abner, manifestó que tenía la intención, llegado el momento, de destronar a Isbaal y proclamarse a sí mismo rey.

—Está bien —dije yo—, tú sabes, primo, cómo confío en tu discernimiento, pero me parece que debemos esperar a ver qué pasa. Confía en la voluntad del Señor. Abner pertenece también a la casa de Saúl, a quien el Señor privó del reino por boca de Samuel, según se me prometió a mí. Pero yo no lo buscaré de manera cruenta. El hacerlo así sería un grave pecado. No tengo el menor deseo de derramar la sangre de nuestros hermanos israelitas. Como le he dicho a tu hermano, el tiempo y la paciencia resolverán las cosas en favor nuestro.

Así que les envié un mensaje afectuoso a Abner y a Isbaal y les propuse colaborar en la lucha común contra los filisteos. No mencioné el asunto de la realeza, sino que me dirigí a ellos solamente como si los tres fuéramos iguales.

Abner replicó de manera semejante y propuso una fecha y un lugar para celebrar una reunión. El lugar sugerido fue Bibeón, situado al este de Gabaón y al noroeste de Jerusalén, a corta distancia de estos dos puntos, dentro del territorio bajo el control de Isbaal, por ineficaz que este control fuera.

Accedí y cometí uno de los mayores errores de mi vida. Reconociendo el peligro de ir yo mismo en persona a un lugar como Bibeón con una pequeña escolta, aunque confiaba en Abner, le pedí a Joab que se pusiera al frente de nuestra delegación.

—Isbaal no estará allí —le dije—, pero su delegación irá encabezada por Abner, el segundo hombre del reino. No es por lo tanto adecuado que vaya yo. Es más correcto que tú, como segundo en Judá, hables con él, como entre iguales. Porque tú, Joab, eres para mí lo que Abner es para Isbaal.

Dije esto para halagar a Joab y demostrarle mi confianza en él y mi elevada estima de su capacidad; y decidí no revelarle que temía una traición. No tenía la menor sospecha de Abner, pero recordando el desprecio que Jonatán sentía por su hermano Isbaal y que había oído a Micol hablar despectivamente de él, temía que se aprovechara, sin conocimiento de Abner, de esta oportunidad para planear mi asesinato y deshacerse de esa manera del ungido del Señor. Así podría mostrarle a su pueblo que la maldición que Samuel había querido que cayera sobre la casa de Saúl, carecía de fundamento.

Tenía razón, según supe más tarde por Abner, en creer que mis sospechas estaban justificadas y que se me había preparado una emboscada, aunque Abner era inocente y no sabía nada de ella. Sin embargo, me reprocho el no haberme arriesgado y el haberme dejado guiar por la prudencia.

Lo hago así por lo que sucedió después.

Se me informó que la reunión empezó amistosamente, recordando Abner y Joab pasadas batallas contra los filisteos, batallas en las que ambos se habían cubierto de gloria. Entonces Abner (aparentemente) sugirió que algunos de los hombres más jóvenes por cada lado, entretuvieran a sus superiores escenificando una parodia de combate; Joab accedió, haciendo la observación —eso me cuentan— de que de ese modo verían que los jóvenes tenían mucho que aprender.

Fue Lais quien, entre sollozos y gimoteos, me proporcionó el informe más fidedigno de lo que ocurrió a continuación, al ser él uno de los jóvenes a quien Joab dio órdenes de desnudarse para tomar parte en este pasatiempo bélico.

Estábamos peleándonos —dijo— cuando de repente me di cuenta de que uno de los soldados de Abner había desenvainado una daga y estaba a punto de asestar un golpe mortal a su oponente, que no era otro sino Eljanan. Di un grito para avisarle, pero fue demasiado tarde. El cuchillo se deslizó entre las costillas de Eljanan, que dio un grito y se desplomó sobre el cuerpo de su agresor. Fue horrible, David. En un momento todo era un juego y al siguiente, un verdadero caos. Porque, naturalmente, cuando Joab se dio cuenta de lo que pasaba, gritó que nos habían traicionado y desenvainó su propia espada. Entonces todos los que habían estado charlando y bebiendo como viejos compañeros, arremetieron unos contra otros. No puedo censurar a Joab porque sabemos que amaba a Eljanan, pero no obstante creo que si hubiera actuado de manera distinta, el propio Abner hubiera ordenado matar al asesino…

Conforme hablaba, recordaba yo aquella noche en el desierto cuando Azreel mató a Nehemía, sargento de Jonatán, en una pelea y yo, actuando al mismo tiempo como juez y verdugo, evité una degollina mediante…

—Continúa —dije a Lais— pero sé breve.

—No pudo ser deliberado —dijo el muchacho—, porque ni Abner ni ninguno de sus hombres estaban preparados para una batalla, mientras que Joab nos había advertido que no perdiéramos de vista nuestras armas, por si acaso éramos víctimas de un complot o una traición. Así que los hicimos huir enseguida, incluso a Abner, que a duras penas tuvo tiempo para coger una lanza al dirigirse apresuradamente hacia las colinas. Y Asael corrió detrás de él… y no regresó… Atardecía ya cuando encontramos su cuerpo, con una sola herida de lanza.

—Espiamos a Abner y sus soldados cuando empezó a salir la luna; estaban a salvo de nuestra persecución en lo alto de un monte. Y Abner llamó a Joab desde la cumbre.

—¿Hasta cuándo ha de estar la espada devorando a la espada? ¿Hasta cuándo seguirán los israelitas matando a sus hermanos israelitas?

Lais sollozaba.

—Yo amaba a Asael —dijo en voz baja y entre suspiros— y me lo han arrebatado. Lo enterramos en la tumba familiar en Belén y aquí estamos ahora, David. Tal vez Abner no tuvo más remedio que hacerlo, pero Joab no se lo perdonará jamás.

Joab me dijo a mí, a solas:

—Ahora yo también he de tener paciencia.

Yo predicaba paciencia y la tenía. Reconocía la necesidad de la paciencia; pero ya estaba cansado de tal virtud. «¿Cuánto tiempo, Señor —oraba yo—, cuánto tiempo tiene que transcurrir hasta que tu siervo pueda entrar en el reino que se le ha prometido?»

Yo también era diplomático. El arte de la diplomacia puede ser fascinante, pero el describirlo es pesado, el escuchar un relato de maniobras diplomáticas, inaguantable. Aunque mientras estuve en Hebrón me esforcé por gobernar bien, por ser admirado y, lo que es más importante, respetado por mis súbditos, era consciente del paso de los años y de que iba envejeciendo sin tener la oportunidad de realizar mis aspiraciones. La impaciencia de Joab me irritaba. Desde que Abner mató a Asael, Joab estaba cada vez más remiso y se podía confiar menos en él. Yo temía la aparición de un espíritu siniestro que se apoderara de él y lo destruyera como el espíritu maligno que destruyó al pobre Saúl.

Yo tenía poco consuelo. Recibía de vez en cuando cartas del sabio Ajitofel, consejero de Saúl y ahora de su hijo, cartas que se me entregaban secretamente y en las que me aseguraba que el gobierno del desdichado Isbaal les parecía cada vez menos aceptable a los hijos de Israel; pero que, no obstante, Abner seguía siendo obstinadamente leal a él y no había señal de rebelión. Ajitofel me aconsejaba también tener paciencia.

Para aliviar mi tedio, que temía me pudiera llevar a alguna acción precipitada, me llevé a mi lecho en Hebrón a varias mujeres, tomándolas por esposas. Ahora, en mi senectud, cuando ya no soy capaz de hacer el amor, me causa dolor el recordarlas; de hecho, mi mala memoria no puede recordar los nombres de algunas de ellas. Pero hubo una que me deleitó de una manera especial, cuya imagen todavía se me aparece en sueños. La razón de esto me desconcierta, porque de aquel matrimonio salió la mezcla más intensa de amor, temor, odio, dolor, culpabilidad y enojo.

Su nombre era Maaca, hija de Tolmai, rey de Guesur, un miserable principado al noroeste del mar de Galilea. Era una muchacha árabe, de ojos de color verde aceituna, piel leonada y unas piernas que podían aventajar en agilidad a las de una corza. Su temperamento era fogoso como el de un sabueso de caza sin domesticar; me dio dos hijos: Absalón, el más querido de todos mis hijos, y Tamar, la más hermosa de mis hijas.

Tendré más que contar de ellos —demasiado para que sea agradable— si el Señor hace que me vea obligado a hacerlo.

Finalmente estalló en la parte norte del reino la disensión que yo esperaba hacía tiempo. Isbaal, víctima de su locura, tuvo una pelea con Abner, aparentemente porque Abner se había acostado con una muchacha que fue una vez concubina de Saúl y a la que él ahora deseaba. Pero la verdadera causa calaba más hondo. A pesar de su incapacidad, a Isbaal le halagaba el tener el título de rey y había llegado a creer en sus derechos a la realeza. En consecuencia, le molestaba cada vez más el poder que ejercía Abner, por supuesto debido a la fuerza de su carácter y a su experiencia. Al propio Abner le sentaban mal las reprimendas que se le hacían en público; su desprecio por el rey, a quien había elevado a ese puesto sólo por su respeto al recuerdo de Saúl, se fue intensificando. Se acordaba del afecto y respeto que había sentido siempre por mí, así que finalmente me mandó embajadores para sugerirme la reunificación de los dos reinos: él mismo quitaría de en medio a Isbaal y yo sería reconocido como el legítimo rey de todo Israel.

Por un momento, vacilé. Admiraba a Abner, pero no podía por menos de sospechar que me estaba tendiendo una trampa. Así que le puse a prueba. Le dije que accedería a encontrarme con él, si al mismo tiempo, él me devolvía a Micol, de la que me habían privado la cólera y los celos de Saúl; yo quería ardientemente que volviera a ocupar a mi lado el puesto de esposa que le correspondía.

Por supuesto, era yo quien me estaba engañando a mí mismo. No era por temor a una trampa. Era más bien que deseaba que en vez de un ruego fuera la primera demostración del nuevo poder que iba a asumir: exigir que se me devolviera a Micol como condición para encontrarme con Abner. El haberla perdido —y el que Saúl inmediatamente dispusiera de ella y la hubiese dado en matrimonio— había sido el insulto más grave que jamás había recibido. Micol, aparte de sus otras perfecciones, había sido para mí la prueba de mi gran éxito y de mi aceptación como uno de los hombres más poderosos de Israel. La humillación de perderla había sido la espina que había llevado clavada todos los años que pasé en el desierto. No le hablé a nadie de ello. Era como si, al perder a Micol, hubiera perdido parte de mi virilidad; como, si al quitármela, Saúl hubiera hecho de mí un eunuco. Yo sabía que él lo sabía y que se regocijaba en lo que había logrado. Era necesario, pues, que me la devolvieran para recuperar mi total credibilidad y hombría porque sólo así podría volver el reino de Israel a su plena grandeza y prosperidad.

Sin embargo esperaba su llegada con temor, inquietud y ansiedad. Durante toda mi vida me fue fácil dominar a las mujeres. No es sólo porque soy rey por lo que, aún ahora, no tengo la menor dificultad en arrancarle una sonrisa a mi muchachita sunamita; nunca puse en duda mi habilidad en enamorar y la forma en que ella me sonríe me demuestra que aún poseo esa habilidad. Es por supuesto natural que los hombres dominen a sus mujeres, y la mayoría lo hacen; pero pocos —tal vez ninguno— lo han encontrado tan fácil como David el rey. Hasta Maaca, esa salvaje gacela árabe del desierto, solía sonrojarse si le sonreía y temblar como una potranca cuando la tocaba. Así es como debe ser.

Pero Micol, desde nuestro primer encuentro, insistió en la igualdad entre los dos; yo como hombre y ella como mujer, pero iguales; su sonrisa sugería que consideraba la aceptación de esa igualdad como mero fingimiento. Su orgullo, como hija de rey, era algo que nunca logré doblegar, incluso en mis más apasionados momentos, ella experimentaba cierto placer en que yo no lo hubiera conseguido.

La propia Micol tuvo que haber sufrido. No puedo dudarlo, aunque sí dudé siempre que su amor por mí fuera igual al que yo sentía por ella. Su padre la había tratado como objeto del que se valía para expresar su resentimiento contra mí. Con esta actitud, que dominaba por entonces su caótico corazón, no pensó para nada en los sentimientos de su hija. Hizo caso omiso de su orgullo, que era una de sus principales emociones, combatiendo solamente su egoísmo y la admiración que sentía por su propia belleza. Sin tener en cuenta lo que ella sentía, se la entregó a otro en matrimonio, un hombre de origen humilde, que ella no conocía. Saúl había tratado a su propia hija como un hombre puede tratar a una esclava de la que se ha cansado, disponiendo de ella como le pareciera conveniente. No tengo la menor duda de que a Micol esto le hizo sufrir mucho. Como tampoco puedo dudar de que ella hubiera ocultado su resentimiento, porque hacer manifestación pública de resentimiento es una ofensa contra el propio orgullo.

Pero yo no estaba muy seguro de que a Micol no le molestara también lo que tal vez considerara como la revelación de un sentimiento en mí que no era amor por ella, sino simplemente deseo de posesión. En otras palabras —y mis palabras, como mis pensamientos, se hacen más y más confusas en las noches en vela de mi vejez—, yo temía que ella me viera a mí como veía a Saúl: el hombre poderoso que se ha apoderado de lo que quiere y se deshace de ello cuando quiere.

Por todo esto el primer paso que diera debía ser para demostrar que había pedido que volviera porque ella suponía para mí más que cualquier otra mujer. Así que le di órdenes a Maaca, a quien consideraba como la única de entre mis esposas en la que Micol podía pensar como en una rival, de que regresara por el momento a su tribu, cosa que hizo enseguida pero llevándose consigo a nuestros dos hijos, Absalón y Tamar. El que yo me privara, aunque sólo fuera momentáneamente, de la compañía de la esposa que más placer me proporcionaba en el acto de la cópula sexual y de mis dos hijos preferidos es prueba de la sinceridad de mi amor por Micol.

Joab me advirtió que estaba cometiendo una tontería al hacerla regresar.

—Esa mujer es un mal bicho y toda su familia no trae más que disgustos. Tú debes saberlo mejor que nadie, David, pero nada de lo que yo te diga te hará cambiar de opinión, ya lo sé. Estuviste siempre loco por ella como Jonatán lo estuvo por ti.

Hasta el fiel Lais manifestó algunas objeciones.

—¡Oh, David! ¿Es que no te acuerdas de cuántas veces te oí suspirar por ella?, ¿de cómo a veces me llamabas a mí por su nombre? ¿Revivir el pasado? ¿Es que se puede hacer esto? ¿Crees que es de sabios intentarlo?

Pero yo la esperé, recordando las hazañas que Saúl me obligó a llevar a cabo para conseguir su mano. Ella volvió y los años parecían no haber pasado para ella. Su belleza estaba intacta y no se arrodilló cuando se acercó a mí; había en su rostro esa media sonrisa burlona cuando dijo:

—Así que aquí estás, David, mi esposo y mi rey, si se te puede llamar así.

—Un rey a quien le falta su verdadera reina.

—Siempre supiste decir cosas bonitas, lo cual no quiere decir nada, lo mismo que tus cantos pudieron sacar al rey mi padre de su locura y apartarle de los demonios que hicieron morada en él, y, eso, por desdicha, tampoco sirvió para nada. Pero como eres un rey, si se te puede llamar así, y como yo soy tu verdadera esposa a la que has pedido que vuelva, aquí me tienes. Tómame como he sido siempre.

Lo cual quería decir, como yo bien sabía y pude volver a comprobar, que permanecía, en cierto modo, separada de mí hasta cuando estábamos más estrechamente unidos uno con otro.