No estuve presente en el último acto de la tragedia de Saúl. Lo que sé de ella, lo sé por una mezcla de rumores, habladurías y especulaciones que constituyen lo que los hombres llaman historia y no pocas veces leyenda.
Parece ser que en aquellos últimos días se apoderó de Saúl una nueva y extraña perturbación de su espíritu. No sufría ya de la perturbación mental que lo había tenido como aislado dentro de una nube oscura; ahora más bien parecía como si se moviera, con pesados y vacilantes pasos, a través de una neblina húmeda y pegajosa, sin ver nada, sin oír nada, sin comprender nada, pero, no obstante, moviéndose.
En esta extraña lucha interior, y apenas le llegó la noticia de que los filisteos se habían congregado para ir contra él, decidió consultar con una pitonisa que, según se decía, tenía el poder, mediante el uso de artes nigrománticas, de hacer que los muertos se aparecieran a los vivos y hablaran con ellos. En su dorada juventud, Saúl había promulgado leyes para desterrar del reino a todo aquel que afirmara ser nigromante. Los llamó charlatanes y mentirosos, seres despreciables que inducían a los hombres a comportarse mal mediante sus artimañas y el conocimiento que afirmaban poseer de lo que está prohibido saber. Su intento fue en vano, como suelen serlo los intentos de esta naturaleza. El deseo de ciertos hombres de ir más lejos, de creer que su poder puede traspasar las realidades de las rocas y los pastos, los terrenos arados, el viento, la lluvia y el cambio de las estaciones, no es fácil de reprimir. En los mejores hombres este deseo adopta la forma de comunión con el Todopoderoso en lugares apartados y desiertos; en otros, incapaces de aceptar la humillación del alma que exige el Señor, se manifiesta de una manera que promete certezas más inmediatas, aunque estas resulten ser, por fuerza, vanas ilusiones y engaños. Sólo el cultivo de la virtud, mediante la comunión con el Todopoderoso, puede salvar al que va en busca del conocimiento, de las sombras de la decepción. Y, sin embargo, hasta cuando escribo esto sé bien que no es la verdad absoluta y total, que es más bien, como he llegado a aprender, el anhelo de probar el agua de la amargura. Al hombre le ocurre como al árbol: cuanto más trata de elevarse hasta alcanzar la clara luz de la verdad, con tanta más profundidad tiene que hincar en la tierra sus raíces, hasta llegar a la oscuridad, al abismo, al mal. El necio ha dicho en su corazón: «no hay Dios»; pero el que trata de conocer a Dios debe primero conocer de qué maldades es él mismo capaz, qué horrores se esconden dentro de él.
Así, el pobre Saúl, un desdichado pingajo de hombre y de rey, ayunó un día y una noche y emprendió su viaje a Endor para consultar a esta pitonisa que alardeaba de su habilidad para conjurar a los espíritus de los muertos para que los interrogaran los vivos. Lo hizo así, me imagino, en un estado de desprecio y odio de sí mismo.
Ella descubrió con facilidad lo que ocultaba su disfraz.
—¿No es el rey quien me pide que haga venir al espíritu de Samuel? —preguntó—. ¿Y no es este el mismo rey que proclamó que artes como las que yo practico eran artes perversas, y que estaría dispuesto a que me apedrearan o me expulsaran de Israel?
Y Saúl yacía en tierra, frente a ella, y lamía el polvo.
Entonces ella se rio al verlo en una actitud tan abyecta, y accedió a hacer lo que él le pedía, porque no hay nada que infunda más inspiración a estos nigromantes que el reconocimiento de su poder por parte de aquellos que, en su sano juicio, lo habrían condenado.
No sé por qué medios la pitonisa de Endor conjuró la aparición del difunto Samuel. Los que acompañaban a Saúl aseguraron luego que la figura de Samuel apareció ante él en una nube de neblina rojiza.
Saúl, tumbado aún sobre la desnuda tierra de la choza, se desahogó revelando la desesperación que le atormentaba el alma. Exclamó que el Señor lo había abandonado en su aflicción y que era el más desdichado de los hombres. Los filisteos habían mandado un gran ejército contra él y cuando buscó el consejo del Señor, oyó tan sólo el viento en el desierto. Por eso había invocado a Samuel para pedirle que intercediera ante el Señor en su favor, porque sólo así se podría salvar Israel.
He resumido lo que se me contó como un balbuceo incoherente, pero creo que este es el meollo de la triste y dolorosa oración de Saúl. No sé tampoco por qué medios la pitonisa de Endor configuró la forma que acababa de conjurar en respuesta a la petición de Saúl; supongo que, como muchos de su ralea, tenía la habilidad de proyectar su voz de manera que las palabras que pronunciaba no parecieran salir de ella, sino de otro lugar y de los labios de otro ser o de la apariencia de un ser.
Las palabras que transmitió a Samuel fueron duras. En esto, al menos, fue honrada, porque contestó como estoy seguro que contestaría el propio Samuel, aquel hombre adusto, amargo, de prodigiosa e implacable memoria. Saúl —empezaba el mensaje— había sido abandonado por su desobediencia a la palabra del Señor, cuya voluntad había desafiado al perdonar a los amalecitas; por lo tanto, el Señor había rechazado a Saúl y a toda su casa y cuando Saúl tuviera que ir a la guerra, tendría que hacerlo sin esperanza; porque se decía que Saúl estaba sentenciado y perecería en las montañas de Gelboé.
Entonces la visión desapareció y el rey prorrumpió en sollozos. La pitonisa le dio pan, vino y la carne de una ternera cebada; me gustaría creer que hizo esto por lástima de Saúl, pero lo más probable es que deseara prolongar su triunfo y regodearse ante la visión de un gran rey convertido en un ser desvalido y balbuceante. De cualquier modo, Saúl comió, bebió y se despidió, dándole las gracias a la pitonisa de una manera que recordaba su pasada majestad; pero su rostro, dicen algunos, estaba falto de expresión, como el muro rocoso que se levanta verticalmente de las arenas del desierto. Y fue en ese estado de ánimo como se dirigió a su última batalla.
Cuando me trajeron a Siceleg la noticia de su derrota y de la muerte de Jonatán y de los otros hijos del rey, sentí un gran pesar y se me hizo pedazos el corazón. Saúl había caído sobre su propia espada para evitar, primero, que lo cogieran cautivo los filisteos y, después, que hicieran de él objeto de mofa. Me trajo la noticia un joven que vino a toda prisa desde el campo de batalla; traía consigo la corona y el brazalete de Saúl. Me dijo algo que yo descubrí luego que no era cierto: que él mismo había matado al herido Saúl a petición de este. Sonrió al postrarse ante mí, saludándome como a rey y volvió a sonreír como si esperara una generosa recompensa. Yo lo miré, asqueado.
—Tú te vanaglorias —le dije— de haber matado al ungido del Señor. Contempla detenidamente la luz del día, joven, porque no la vas a volver a ver.
Di órdenes de que lo alejaran de mi presencia y le sacaran los ojos, porque, dije: «Condénese a la oscuridad a aquel que ha condenado a Saúl a una noche eterna. Pero dejadle que viva para que llegue a conocer el dolor de la humillación, y tenga que mendigar su pan de aquellos que conozcan su mezquindad. De esta manera, aquel que se enorgullece de ser cruel sufrirá el dolor de tener que aceptar la misericordia; mientras viva será un recordatorio perpetuo para todos los hombres de que el Señor es justo».
Gritaba desesperadamente mientras cumplían mis órdenes. Al oírlo me estremecí y revoqué mi primera orden, decretando que lo mantuvieran cerca de mí. Me dije a mí mismo que de esa manera tendría junto a mí un ejemplo y una advertencia de las simas insondables en que pueden caer los hombres. Permaneció en mi casa siete años, sufriendo el desprecio de los que habitaban en ella, más tarde se lo entregué a los sacerdotes con las instrucciones de que le metieran en una celda, lo alimentaran con pan y agua, y así le dieran la oportunidad de hacer las paces con el Todopoderoso. Tal vez viva aún allí, no lo sé.
Aquella noche, en la soledad de mi aposento, recordé a Saúl tal como era en los días de su gloria y poder; recordé también, con un dolor más agudo, el amor que me profesó Jonatán. Les compuse esta elegía:
Tu gloria, Israel, ha perecido en tus montes.
¡Cómo han caído los héroes!
No lo propaléis en Gat;
no lo publiquéis por las calles de Ascalón,
que no se regocijen las hijas de los filisteos
y no salten de júbilo las hijas de los incircuncisos.
¡Montes de Gelboé!
No caiga sobre vosotros ni rocío ni lluvia
ni seáis campos de ofrendas,
porque allí fue abatido el escudo de los héroes,
el escudo de Saúl
como si no hubiera sido ungido con el óleo.
De la sangre de los muertos, de la grasa de los valientes,
el arco de Jonatán no se hartaba nunca,
la espada de Saúl no se blandía en vano.
Saúl y Jonatán, amados y queridos, inseparables en vida,
tampoco se separaron en la muerte,
más ágiles que las águilas,
más fuertes que los leones.
Hijas de Israel, llorad por Saúl,
que os vestía de lino fino
y adornaba de oro vuestros vestidos.
¡Cómo han caído los héroes en medio del combate!
¡Cómo fue traspasado Jonatán en las alturas!
Angustiado estoy por ti, ¡oh, Jonatán, hermano mío!
Me eras carísimo
y tu amor era para mí dulcísimo,
más que el amor de las mujeres.
¡Cómo han caído los héroes!
¡Cómo se han deteriorado las armas del combate!
Después de componer esta elegía, sentí una gran fatiga, pero sentí también que mi dolor se había mitigado, porque sabía que los había honrado y que mis palabras les habían otorgado toda la inmortalidad que tenía el poder de otorgarles. Como mi mente estaba llena del recuerdo del amor que Jonatán había sentido por mí y del mío por él, y como no deseaba la compañía de mujeres, pero me daba miedo la idea de la soledad, mandé buscar a Lais.
Le canté mi lamento y prorrumpió en sollozos.
Cuando se tranquilizó, dijo:
—Pero David, Saúl trató de matarte y tú cantas su memoria con hermosas palabras.
—Sí —contesté—, ¿crees que por eso soy un hipócrita, Lais?
—Si creyera eso, no hubiera sollozado.
—Pero ¿no lo comprendes?
Hizo un gesto negativo con la cabeza
—Ni yo mismo lo comprendo —repliqué—. He compuesto la elegía que tenía que componer. Eso es lo único que sé. Hay veces, Lais, en que creo que cada uno de nosotros somos dos personas, como lo era Saúl. La escisión, la dicotomía de su naturaleza, era en él algo evidente e inconfundible. Pero lo es en todos nosotros. Incluso cuando di órdenes de que le sacaran los ojos a ese desgraciado, estaba calculando la ventaja que podría sacarle a la muerte de Saúl y de Jonatán y al desastre que ha caído sobre Israel. Estaba considerando además el efecto que esto podía tener en Aquis. Pero, cuando me retiré a mi aposento, experimenté sólo angustia y dolor, por eso decidí hacer lo que he hecho. Amé una vez a Saúl. Después lo temí. Mas adelante tuve lástima de él. Pero nunca me dejé llevar por la ignominia de odiarlo, como él me odiaba a mí. Sin embargo, creo que él también luchó contra este odio. Lais, la naturaleza del hombre es compleja. Tuve que componer esta elegía por mi propio bien, con el objeto de salvarme de la corrupción mediante la glorificación de Saúl.
—Y de Jonatán —añadió Lais.
—Jonatán —dije, y cogí a Lais en mis brazos.