Trajeron la noticia de que Saúl venía contra nosotros al frente de un gran ejército. Algunos decían que el número de soldados llegaba a cinco mil, otros a diez mil. No teníamos manera de saber cuál era la cifra correcta; de una cosa no cabía duda: las fuerzas del rey superaban con creces a las nuestras y no podíamos enfrentarnos a ellas en una batalla a campo abierto. De cualquier forma, yo no deseaba meter a Israel en una guerra civil, por ser esta, a todas luces, una lucha fratricida. Yo estaba conforme, a pesar de la impaciencia de Joab, con dejar pasar el tiempo.
Se acercaba el fin del verano. Estaba recogida ya la cosecha y pudimos sacarles suficientes provisiones a los reacios campesinos. De sobras sabía yo que no era probable que Saúl continuara la campaña hasta el invierno, porque aunque sus fuerzas fueran solamente tan numerosas como el cálculo más bajo, no habría manera de aprovisionarlas en el desierto cuando llegaran las lluvias del otoño y la estación de los fríos. Además yo tenía razones para pensar que Saúl ya no era capaz de mantener una campaña larga. Cuantos me informaban secreta e intermitentemente de cómo iban las cosas en el campamento del rey, me aseguraban que Saúl estaba experimentando un notable deterioro mental y físico. Algunos contaban que se acostaba borracho todas las noches; si lo hacía, le compadezco, porque creo que bebía para ahuyentar a los demonios que lo atormentaban. No faltaba quien decía que había caído en el hábito de consultar a pitonisas y nigromantes, viles desdichados que fingían conocer el futuro, un conocimiento que no puede poseer hombre ni mujer; porque el futuro sólo lo conoce Dios, que nos oculta sus secretos por sus propias e inescrutables razones. Por lo menos eso dicen los sacerdotes y yo, por mi parte, creo que Dios deja en libertad la voluntad del hombre y sólo interviene para controlar la forma más definitiva de nuestro destino. Yo reflexionaba a menudo sobre todo esto durante aquellos años de vida en el desierto y, desde entonces, no he encontrado razón para cambiar de opinión. El conocimiento que el hombre tiene de sí mismo y de sus circunstancias no va más lejos que la luz de una vela en un salón.
Mi estrategia en respuesta a la persecución de Saúl fue retirarme antes y asentarme en el desierto de Zif y en las altas montañas donde mis hombres, acostumbrados ya a la vida dura, tendrían ventaja en cualquier escaramuza a que se nos forzara a entrar. Pero yo tenía confianza en que pudiéramos evitar una batalla formal y en que el ejército de Saúl se agotaría pronto tras la inútil persecución de un enemigo que parecía tan volátil como una sombra. Mi estrategia tuvo éxito. En más de una ocasión estuvimos a corta distancia de Saúl y, sin embargo, no advirtió nuestra presencia. Algunos de nuestros hombres se impacientaban por entrar en batalla, pero la mayoría disfrutaba del juego que yo había ingeniado.
Una noche, en un momento en que la luna no había aparecido sobre el cielo, sabiendo que Saúl estaba acampado a una media hora de camino de nuestro refugio, pero sin saber lo cerca que se hallaba de su ansiada presa, ocurrió que mientras yo hacía la ronda de nuestros puestos de vanguardia, se apoderó de mí un impulso repentino de recordarle al rey la clase de hombre que yo era. Se lo dije a Abisaí, hermano de Joab, capitán de la patrulla de vigilancia nocturna, y le señalé las hogueras del campamento del rey que despedían reflejos centelleantes a lo largo del valle. Abisaí era un hombre sin imaginación, pero de absoluta fidelidad y confianza, siempre dispuesto a seguirme y a confiar en mí como los perros pastores que yo solía amaestrar en mi adolescencia.
Así que, con una breve advertencia a nuestro destacamento de avanzada, descendimos la colina en la oscuridad de la noche, completamente a ciegas, sólo guiados por esa conciencia de la situación que se había convertido en una segunda naturaleza debido a nuestra experiencia de la vida de fugitivos. Saúl, confiado en exceso, o simplemente por razón de sus facultades disminuidas, mantenía una guardia escasa que nosotros pudimos burlar y atravesamos sin dificultad el cordón exterior de su campamento. Saqué después la conclusión de que la razón fue un exceso de confianza, porque Abner estaba con el rey, y como estratega experimentado y hábil que era, se habría asegurado indudablemente de que la guardia fuera suficiente y adecuada, a no ser que hubiera sido víctima de una información equivocada. Sin embargo, al escribir estas líneas, surge la duda; porque la verdad era que para entonces, como supe después, el comportamiento de Saúl se había vuelto tan imprevisible que ni siquiera Abner se atrevía a discutir con él, ni a corregir subrepticiamente, como solía hacer antes, un error del rey. Saúl había llegado al triste estado en que daba rienda suelta a su cólera cuando alguien no estaba totalmente de acuerdo con él. La verdad es que para entonces ya no era capaz de ser ni rey ni general del ejército; pero como él era las dos cosas, Israel salía perdiendo.
Conocíamos, por supuesto, el trazado y distribución del campamento del rey, así que Abisaí y yo, una vez dentro de sus confines, nos pudimos mover con la confianza y la libertad de los hombres que se ocupan de sus propios menesteres; una conducta así generalmente no inspira sospechas y además la noche era demasiado oscura para que nadie nos viera el rostro y nos reconociera. Sería una exageración sugerir que una vez dentro estábamos fuera de peligro, porque hay que pensar también en un golpe de mala suerte. No obstante, hicimos todo lo posible para eliminar el riesgo de que alguien nos parara y nos hiciera preguntas, gracias a la desenvoltura con que nos encaminamos hacia la tienda del rey.
Este fue un momento peligroso, porque pensamos que la tienda estaría vigilada y protegida por centinelas. Pero una gran calma milagrosa reinaba en los alrededores: era como si la totalidad del ejército real hubiera sido sorprendida en un sueño inducido por la droga. No había centinelas. Entramos en la tienda sin que nadie nos estorbara y de pronto nos encontramos de pie contemplando el cuerpo dormido del rey, que yacía en su camastro, con una lámpara de aceite sobre un taburete junto a él, debido a que Saúl experimentaba ahora todos los terrores de la oscuridad y, como si fuera un niño, no quería quedarse sin luz por si se despertaba antes del amanecer.
Tenía la lanza a su lado hincada sobre la tierra, para que su mano pudiera agarrarla en el mismo momento de despertarse. Pero su sueño era profundo. Estaba echado boca arriba, emitiendo sonoros ronquidos, y rodeado por un penetrante olor a vino. Abisaí puso la mano en la lanza.
—David —susurró—, el Señor ha puesto al enemigo en tus manos. —Sacó la lanza de la tierra y me la alargó—. Mátalo con su propia lanza. Escapémonos después y creerán que lo mató uno de sus hombres. Nadie sospecha que estamos aquí. Podemos escaparnos con la misma facilidad con la que hemos entrado. Pensarán que alguien, cansado de su locura y habiendo perdido la confianza en él, ha puesto fin a su vida. Y una de dos, o nombran rey a Jonatán, tu amigo, y a ti te devuelve la dignidad y el puesto que te corresponden, o la gente se acuerda de Samuel y acude a ti como al ungido del Señor.
Es posible que no dijera todas estas palabras. Tal vez eran solamente los pensamientos que yo leí en sus ojos, o tal vez yo atribuí al pobre e impasible Abisaí, que carecía de imaginación, los pensamientos que cruzaban por mi mente.
Permitidme que sea franco como no lo he sido nunca en las muchas veces que he relatado la historia de esta hazaña, temo que aburriendo a mis hijos con este relato, incluso a mi amado hijo Absalón y ciertamente al frío y remilgado Salomón, al cual la idea de arrastrarse cuesta abajo por una empinada colina y entrar en el campamento del enemigo le debía parecer increíble. Yo simulé siempre que rechacé en el acto la sugerencia de Abisaí. (Al contar la historia, he puesto en boca de Abisaí las palabras que le atribuyo aquí ahora, haciéndolas algunas veces más convincentes y dándoles un tono de más vigor). Siempre me he retratado como un ser magnánimo, a quien la idea de matar a Saúl le repugnaba por completo.
Pero la verdad es que no fue así. Las historias son pocas veces como nos gusta contarlas. Yo cogí la lanza de manos de Abisaí y la sopesé en mi mano. Me pregunté, por absurdo que pueda parecer, si no sería esta la misma lanza que Saúl me arrojó mientras yo cantaba para intentar, inútilmente, curarle de su locura. Puse la punta en su garganta y perforé la piel hasta que brotó de ella una sola gota de sangre, que fue aumentando de volumen como una cereza que va madurando. Saúl no se despertó de su ebrio estupor; sus ronquidos siguieron resonando. Yo eché hacia atrás la lanza y la sostuve en lo alto con ambas manos, por encima de su estómago que rítmicamente subía y bajaba. Hubo un momento —todavía siento su emoción— en que estuve a punto de asestarle el golpe final.
¿Qué me paró? ¿Qué me hizo realmente detenerme? Ojalá pudiera decir que fue el temor del Señor, que nos dio el mandamiento «No matarás». Ojalá lo pudiera decir, lo prometo. Muy bien pudo haber sido la prudencia. Porque en el fondo de mi corazón yo sabía que Saúl estaba ahora empecinado en una línea de conducta y en una manera de vivir que no podía por menos que llevarle al desastre, pues la única realidad que reconocía se hallaba en su mente. Después pensé que desistí por razón de mi propia dignidad de ungido del Señor. Si el rey de Israel iba a caer víctima de un asesino, ¿qué esperanza tenía su sucesor? Pero no creo que fuera tampoco por esto. Más bien creo que perdoné a Saúl porque en aquel momento se me vino a la mente la escena de cuando se dirigió hacia mí, la primera vez que lo curé de su locura, cuando alargó la mano y me tocó con ella la mejilla, y yo sentí el calor de sus dedos y la firmeza de su mano, mientras decía: «Me había ido y me has recuperado».
Así que le dije a Abisaí:
—No. —Me miró como si no me comprendiera, e insistí—: No puedo hacerlo.
—Entonces dame a mí la lanza —dijo— y yo terminaré con este asesino de sacerdotes.
—No, Abisaí —repetí—. Apaga esa lámpara de aceite y yo cogeré la lanza de Saúl. Te aseguro que, aunque no me entiendas ahora, dejándolo con vida habremos obtenido una victoria más rotunda y una fama más notoria que si lo hubiéramos matado.
Sin duda fue cruel, conociendo como yo conocía el terror que tenía Saúl a la oscuridad, apagar y retirar la lámpara, pero no veía la razón para escapar con las manos totalmente vacías y además estaba tan profundamente dormido que no consideré probable que se despertara antes del amanecer.
Por la mañana, al tocar el sol las colinas con sus rosados dedos, me asomé a un saliente en el espolón de una colina desde donde se divisaba el campamento del rey. Lais estaba conmigo e hizo sonar con fuerza un cuerno para llamar la atención de los que estaban en el valle. Entonces hice bocina con mis manos y, en el claro silencio del aire de la montaña, llamé a voces a Abner. Pasó un rato, Lais sopló de nuevo por el cuerno, emitiendo una nota burlona y desafiante. Vi entonces que Abner avanzaba hasta llegar al borde del campamento. Levanté la voz y haciendo uso del lenguaje altamente retórico que se considera adecuado para el intercambio verbal entre dos grandes personajes, grité:
—¿No eres tú un hombre valiente, Abner, y un fiel y digno protector del rey Saúl? Pues ve a la tienda del rey y busca la lanza que estaba clavada en tierra junto a su lecho y la lámpara que lo velaba durante la noche. Ve a buscarlas y pregunta adónde han ido a parar…
Entonces me aparté, haciéndole señas a Lais para que se apartara también, no fuera que alguien arrojara una flecha, porque, aunque yo pensaba que estábamos fuera del alcance de cualquiera que no fuera el arquero más hábil, siempre es prudente tomar precauciones. Pero aun así podía darme cuenta de que se había producido una gran agitación y conmoción en el campamento, y no pude por menos de reírme al ver a los soldados corriendo de un lado para otro víctimas del pánico y de la incertidumbre.
Al fin el campamento se quedó en silencio y pude ver que los soldados se retiraban como avergonzados, y que una voz se elevaba hasta las colinas donde nosotros estábamos, una voz temblorosa e insegura, que reconocí como la voz de Saúl.
—¿Eres tú, David? —exclamó—. ¿Eres tú, hijo mío, David?
Di un paso adelante para situarme en la línea de visión del rey, porque estaba seguro de que Saúl estaba avergonzado y de que, por el momento, no corría peligro en dejarme ver; y le dirigí estas palabras:
—Sí, soy yo, David, que habla a Saúl, mi señor y maestro, y fíjate bien, aquí tengo en mis manos la lanza que cogí anoche de la tienda donde dormías. Tócate el cuello, mi rey y señor, y notarás el lugar donde te pinché con la punta de la lanza cuando yacías dormido, a mi merced. Si yo hubiera querido hacerte algún daño bien que hubiera podido, sólo la fuerza de mi voluntad y la misericordia del Señor me lo impidieron. ¿No te demuestra esto que no soy tu enemigo? Entonces, ¿por qué me persigues como a un animal salvaje en las colinas?
Hubo un largo silencio. Saúl estaba sentado en una roca y se cubría el rostro con las manos, como si estuviera luchando con los demonios que pugnaban por mantenerlo bajo su poder. Y el ejército permaneció inmóvil observando, mientras que yo me daba cuenta de que mis propios hombres estaban escondidos entre las rocas por encima de mi cabeza y me parecía oír su respiración contenida mientras esperaban la respuesta del rey.
Al fin el rey se puso de pie, y tambaleándose apoyado en Abner avanzó hasta los confines del campamento, al alcance de las flechas de mis arqueros.
—Perdóname, David, hijo mío —exclamó—. Vuelve a mí y te juro que no te tocaré un pelo de la ropa y que podrás llevar a feliz término tu destino.
A continuación volvió a sollozar y tanto se tambaleaba, que se habría caído, si no hubiera sido porque Abner lo sujetaba.
Yo creo que en aquel momento era sincero y que el amor que sintió una vez por mí había surgido de nuevo en su corazón; yo deseaba poder confiar en él, pero sabía muy bien que era la emoción del momento lo que le hacía hablar así. Llamé a Abner y le dije que mandara a un hombre joven, uno de sus oficiales, para recuperar la lanza del rey y «la lámpara de aceite —dije— que anima al rey contra los terrores de la noche mientras los centinelas duermen».
Podía imaginarme a Abner ruborizándose de vergüenza, aunque por supuesto a esa distancia no lo podía ver. Sin embargo, le conocía lo suficientemente bien como para comprender lo que sentía y algo dentro de mí lamentaba la humillación a la que lo había sometido.
Abner inclinó la cabeza y se llevó al rey. Poco después salió del campo un oficial que subió la colina hacia donde yo estaba. Lo reconocí: era Adonías, un amigo de Jonatán y, entonces, sabiendo que no tenía nada que temer me dirigí hacia él y lo abracé. Mandé a Lais que subiera la colina y nos trajera vino. Adonías se sentó a mi lado en una roca desde donde se divisaba el campamento del rey. Le pregunté por Jonatán y si seguía todavía en malas relaciones con el rey.
—Saúl no volverá a confiar jamás en él —fue su contestación— y eso es por ti, David.
Lais trajo el vino y yo le rogué que se marchara.
—Dile a Jonatán que recuerdo las promesas que nos hicimos el uno al otro.
Adonías replicó:
—Debía de estar celoso de ti, David. Nadie ha logrado ocupar en su corazón el lugar que ocupabas tú. Tiene amantes, por supuesto, pero ninguno puede ocupar tu lugar.
—Yo no era más que un muchacho —dije—. Ahora soy un hombre. Jonatán lo comprende.
—Sí —contestó—, Jonatán comprende demasiado para poder ser feliz y encontrarse a gusto.
Yo le pasé a Adonías la bota y lo observé mientras bebía. Era un hermoso joven, de ojos tristes.
—En lo que me acabas de decir hay un mensaje evidente para mí. Si el rey no puede o no quiere confiar en Jonatán, ¿cómo voy a dar crédito a lo que me acaba de decir hace un momento?
—Yo estaría dispuesto a dar la vida por Jonatán —dijo Adonías—. Tal vez tenga que hacerlo. El rey es como un viento que nunca sopla en la misma dirección más de dos días seguidos. Cuando estaba enfermo, David, y tú lo curaste, era distinto. Yo era entonces demasiado joven para estar en el campamento, pero oí hablar de esto y el propio Jonatán me ha contado lo que hiciste. Me habló de cómo tu música u otra cosa que había en ti arrojó los demonios de su alma. Ahora se han apoderado firmemente de él. Son demonios astutos y permiten que la persona por ellos poseída dé la impresión de cordura. Algunas veces, algunos días. Pero en el fondo, Saúl está más loco que una cabra. No confía en nadie, ni siquiera en los hombres de su propia tribu de Benjamín, ni siquiera en Abner, que lo ama. Se han apoderado de Saúl terrores cuya naturaleza no puede comprender y hasta Abner lo observa horrorizado. ¿Sabes por qué conseguiste entrar tan fácilmente en la tienda del rey anoche? Porque esas voces que oye le han aconsejado que no se fíe ni de sus propios guardias, así que les mandó marcharse. El asesinato de los sacerdotes de Nob ha hecho presa en su alma. Le he oído decir que está tan bañado en sangre que…, pero quiero olvidar lo que iba a decir. Algo terrible, enloquecedor. Hay días en que solamente habla del viejo Samuel y de la maldición que le echó el sacerdote y hay veces en que dice: «Porque soy un hombre maldito, ya nada se me puede prohibir», y acto seguido cambia la frase y asegura que, precisamente por obra de esa maldición, no es capaz de hacer nada. Cualquier cosa, nada, todo tiene el mismo sentido para él. Te digo, David, que si tú hubieras matado al rey cuando yacía dormido en su camastro, a tu merced, y a continuación hubieras entrado sin disimulo alguno en el campamento y hubieras anunciado lo que habías hecho, hasta Abner se habría sentido aliviado al saber que el tormento de Saúl y el temor que a todos inspira se habían terminado.
—Yo soy el ungido del Señor —dije— y la promesa que le hice a Jonatán de no hacer daño ni a su casa ni a su familia tiene por fuerza que incluir a Saúl.
—¿Te comprendes a ti mismo, David?
—No, pero ¿hay alguien que se comprenda a sí mismo? Sólo el Señor puede leer en nuestros corazones.
Adonías meneó la cabeza. Bebió algo más de vino y me pasó la bota de pellejo de cabra, despatarrado, dejando que bañara sus piernas el sol.
—¿Sabes lo que Jonatán dice de ti? Que todos los hombres te desean, como te desean también todas las mujeres. Dice que hasta Saúl si no hubiera creído la historia de que Samuel te había ungido como elegido del Señor, que sí la conocía desde que se descubrió el testamento de Samuel después del asesinato de los sacerdotes de Nob, tendría los mismos sentimientos hacia ti que ha tenido siempre y que son una mezcla de amor, celos, temor y odio. Pero dice Jonatán que es al propio Saúl a quien Saúl teme y odia. Fue un mal día para Saúl aquel en que fue a Samuel en busca de las asnas perdidas de su padre Quis. Yo nunca me he acostado con una mujer, tú debes encontrar eso extraño.
—Sí, lo encuentro extraño.
—¿Y reprensible?
—Hay un muchacho en mi tropa, el que nos trajo el vino, que piensa como piensas tú, y sin embargo es uno de los más bravos luchadores entre mis hombres. Somos lo que somos, Adonías. Jonatán es un hombre bueno. Yo soy el elegido del Señor, sí, la historia acerca del viejo Samuel y de la ceremonia de la unción es cierta, así que si Samuel habló por boca del Señor, yo soy sin duda su elegido; sin embargo, yo no soy un hombre bueno, como lo es Jonatán. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? La naturaleza del hombre es misteriosa, intrincada, retorcida como un olivo viejo. Sólo unos cuantos hombres, como Jonatán, crecen derechos como el pino.
—Tiene un hijo cojo —dijo Adonías—, un pobre tullido llamado Mefibaal. Jonatán es muy dulce y afectuoso con él. El chiquillo no es como los otros niños, su inteligencia vaga sin rumbo fijo, pero Jonatán es muy cariñoso con él. Me gustaría que pudieras ver la forma en que lo trata y cómo se ocupa de él, la manera en que lo coge en sus brazos. Ojalá pudiera unirme a tu ejército, David, y compartir tu suerte, pero no puedo dejar a Jonatán, aunque temo que Saúl nos lleve al desastre.
—Jonatán —repliqué yo— tiene mucha suerte de tenerte con él. Y ahora debes volver al ejército o Saúl creerá que estamos conspirando contra él. Asegúrale a Jonatán que lo amo como lo he amado siempre y que mi corazón se une al suyo en las tribulaciones que ahora lo afligen.
Adonías se levantó y sin más nos abrazamos, y sus ojos tristes estaban arrasados en lágrimas.
—Espera —dije—, te olvidas de la lanza y la lámpara de Saúl.
Las cogió y dijo:
—Saúl estaría mejor y todos los demás en menos peligro si dejara aquí la lanza.
—Aun así… —contesté yo, y lo vi descender la colina en dirección a su ejército y al rey que tanto temía.
Nunca lo volví a ver. Sucumbió al lado de Jonatán en la batalla del monte Gelboé. De esta batalla hablaré con más detalle más adelante. Pero aquella conversación se quedó grabada en mi mente, así como el recuerdo de un joven bueno y descontento con su suerte, y en honor a él le di su nombre a uno de mis hijos.
Ha entrado la mañana. Abisag estira sus jóvenes y bellos miembros y bosteza. ¡Oh, qué no daría yo por ser joven otra vez, cuando le pido que se acerque a darme un beso! ¡Qué deseos de morir mientras contemplo su belleza desnuda, camino del baño!