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La pequeña ciudad de Queila —un poblado israelita a una distancia de aproximadamente una hora de marcha desde nuestras cuevas— había sido sitiada por un destacamento filisteo. Yo decidí que debíamos liberarla y hacer de ella nuestra base de operaciones. Era evidente que si iba a estar al frente de algo más que de una tropa de bandidos, tenía que hacer valer mi reputación como jefe capaz de tener éxito donde Saúl estaba fracasando, y de proteger a nuestros compatriotas del terror de los filisteos. Además yo no podía olvidar que yo era el ungido, el sucesor de Saúl. El rey se había vuelto contra mí por esa única razón, recompensando mi lealtad con la persecución. Me había hecho huir al desierto, pero yo haría del desierto mi punto de partida más que mi destino.

—Podríamos establecer nuestro propio principado, un estado fronterizo, independiente de Saúl y protegido de los filisteos —les dije a mis oficiales.

Mi decisión no fue bien recibida. Esto me sorprendió. Si mis seguidores no estaban dispuestos a una aventura como esta, ¿por qué se habían unido a mí? ¿Fue simplemente para portarse como bandidos y chacales?

He de decir en su favor que Joab, nunca escaso de inteligencia, aunque a veces sí de juicio, comprendió la fuerza de mi argumento, y a donde quiera que se dirigiera Joab, los otros, que reconocían su imperturbabilidad pero temían mi audacia, aunque la admiraran, estaban dispuestos a seguirle. Me irritaba que Joab y yo estuviéramos tan íntima y necesariamente relacionados; pero reconocía el valor del vínculo que nos unía.

Atacamos el campamento de los filisteos de madrugada. Yo había observado en muchas ocasiones que los sitiadores de una ciudad se encuentran en una situación precaria y vulnerable, a no ser que su general tenga tanto la inteligencia como los recursos para protegerse contra una fuerza que venga en ayuda de los sitiados. A este general filisteo, cuyo nombre he olvidado, le faltaba por lo menos la inteligencia. Sus fuerzas se encontraban concentradas contra las murallas de Queila y parecía no habérsele ocurrido proteger su retaguardia. Antes de la salida del sol dispersamos su ejército. Ofrecieron poca resistencia y nosotros no perdimos ni un solo hombre. Nos abrieron las puertas de Queila y nos recibieron como a héroes y liberadores. La gratitud de las gentes de la ciudad fue tal que toleró hasta el saqueo que mis hombres hicieron de sus bodegas. Yo hice venir a mi presencia a los principales de la ciudad y les informé de que de ahora en adelante estarían bajo mi protección; de que yo les perdonaba su lealtad a Saúl, que los había abandonado y entregado a los lobos filisteos, y de que ahora debían considerarme a mí como a su señor. Les invité a que entregaran donativos para satisfacer las necesidades de mis soldados, y no se negaron a hacerlo.

Valoré mi pequeño triunfo por otra razón: para recordar a los filisteos que yo era el hombre a quien había que tener en cuenta. Ya se sabía, por supuesto, que era poco probable que yo estuviera pronto en situación de enfrentarme a un ejército filisteo en condiciones de igualdad, pero eso no me preocupaba. Veía, aunque lo ocultaba a mis propios oficiales, que llegaría la hora en que tal vez necesitara entablar relaciones amistosas con los filisteos, si las intenciones de Saúl hacia mí no cambiaban de rumbo y no era mal asunto el que, mediante esta aventurilla aislada, demostrara ser yo alguien de quien precaverse.

Mientras tanto envié un mensaje a Saúl. En él declaraba que fueron las desgracias de Israel el motor que había impulsado mis actos y que mantendría la plaza de Queila para proteger la frontera. Había tal vez una insolencia implícita en esta declaración que no podía por menos de enfurecer al rey. Pensé que el efecto moral, de mi manifestación de confianza no me haría ningún daño entre aquellos del ejército de Saúl que se daban cuenta de que su poder se iba debilitando y que estaban también consternados por mi destierro y la mala estrella de Jonatán.

Poco duró mi alegría. Queila era un lugar pequeño. No fue fácil alojar a mis hombres que, después del tiempo pasado en el desierto, no eran, he de confesarlo, huéspedes agradables para la gente del pueblo, a cuya gratitud inicial siguieron las protestas y las quejas. La relación entre los habitantes y mis soldados se fue deteriorando. El alcalde de Queila, que encontró que mi presencia disminuía su autoridad, puso muchos obstáculos en mi camino. Para enseñarle a que se comportara mejor y para impresionar a la gente con mi severidad, le dejé sin empleo y le condené a arresto domiciliario. Joab quería que se le azotara, tanto más cuanto que había oído decir que el alcalde había dicho que éramos hombres viciosos y dejados de la mano de Dios: David manteniendo relaciones abominables con Lais, y Joab con Eljanán, hijo de Dodo de Belén. Yo comprendía la ira de Joab, pero pensando que si yo flagelaba al alcalde encolerizaría a la gente de la ciudad, me negué a hacerlo. Me contenté con llevarme a la cama a su mujer, cerciorándome de que él supiera que lo había hecho.

Sin embargo, este incidente me hizo reflexionar. Era natural, por supuesto, que mientras viviésemos fuera de la ley seiscientos hombres sin una sola mujer, algunos de nosotros se hicieran culpables de lo que los sacerdotes consideran como una ofensa a Dios; los hombres, especialmente los soldados, tienen que desahogarse y, si están privados de mujeres, se desahogan con quien tengan a su alcance. Yo nunca creí, además, que mi relación con Lais fuera pecaminosa. No obstante, no me engañé al suponer que los rumores de nuestra relación perjudicarían mi reputación, por muy natural que la encontraran mis hombres. Mis sentimientos hacia el muchacho eran tiernos y afectuosos, pero también carnales; hasta cuando lo tenía en mis brazos, bajo el cielo nocturno, pensaba con nostalgia en Micol, porque el hombre que ha disfrutado del amor de las mujeres no puede nunca hallar verdadera satisfacción en un muchacho. El acto en sí puede estar lleno de placer, pero es en sí mismo vano y trivial, porque existe solamente en y para sí mismo. La mujer del alcalde era una mujer gorda, más vieja que yo, inexperta en el arte del amor y pasiva como carne muerta en el momento de responder a mis abrazos. Aun así, me daba lo que mi pobre y hermoso Lais nunca me pudo dar.

Llegó el rumor de que Saúl venía a atacar Queila, y estaba claro que su llegada sería bien recibida por los habitantes del pueblo, cuyo resentimiento por nuestra presencia y nuestras exigencias les estaba haciendo ya olvidar cómo yo los había liberado del azote de los filisteos. Joab era partidario de retener la pequeña ciudad y desafiar a Saúl, pero era dudoso que pudiéramos hacerlo a no ser que los hombres de Queila estuvieran de nuestra parte. Yo no creía que lo estuvieran. Para convencer a Joab, hice que Abiatar, como sacerdote, interpretara los auspicios, para poder así oír la palabra del Señor. A mi pregunta de si los hombres de Queila estarían de mi parte o me entregarían a Saúl, la contestación no dio lugar a dudas. Así que nos preparamos para marchar, no sin antes prender fuego a los tejados de las casas para enseñar mejores modales a sus desagradecidos habitantes.

Nos retiramos al sur de Hebrón, fuera del alcance de Saúl, donde nos manteníamos gracias a los tributos impuestos a los campesinos a cambio de proteger sus terrenos de los merodeadores.

El terrateniente principal del distrito era un hombre llamado Nabal, que tenía muchos rebaños de ovejas y de cabras. En la época del esquileo de las ovejas, montamos guardia junto al Carmelo para proteger a los hombres mientras realizaban su tarea. Cuando esta terminó, envié un destacamento de mis hombres a Nabal. Puse a Asael a la cabeza de la delegación, por ser el que mejor hablaba y el más agradable de todos mis hombres. Le di instrucciones para que hablara con Nabal de una manera cortés y diplomática. Le diría cómo los habíamos protegido mientras esquilaban las ovejas, asegurándonos de que llevaran a cabo su tarea sin problema alguno. Nabal mismo se daría cuenta de que no había perdido una sola oveja ni un copo de lana. Por lo tanto este cuidado debería ser recompensado.

—No debe haber necesidad alguna de amenazarle —advertí a Asael—, pero no sería mala idea el que le hicieras saber cuántos somos, le recordaras lo que hemos conseguido y el tipo de hombre que soy yo.

Pero Nabal montó en cólera.

—¿Quién es ese David? —exclamó—. ¿Un fugitivo de su rey? Según lo que he oído, no mucho mejor que un bandido. Que sepa que yo, Nabal, no he pagado nunca dinero para que me protejan bandidos y no voy a empezar a hacerlo ahora.

Asael regresó con este insolente mensaje. Como es natural, esto precipitó mi reacción. No tenía otra alternativa si quería conservar el respeto de mis soldados, y esa misma noche nos pusimos en marcha hacia el territorio de Nabal.

No habíamos llegado muy lejos cuando los hombres que me precedían examinando el terreno me informaron de que se acercaba a nosotros una caravana.

Creyendo que tal vez Nabal lo había pensado mejor, di la orden de detenernos, pero, al mismo tiempo, ordené a Joab que preparara a los soldados para la batalla.

La caravana se acercó y una figura se separó del grupo y avanzó sola hasta donde estábamos nosotros. Era una noche de luna llena y el emisario estaba aún a cierta distancia cuando me di cuenta de que era una mujer. La dejé que se acercara, separándose un poco más de la caravana, antes de dirigirme a saludarla. Cuando lo hice, se postró de rodillas a mis pies.

Entonces levantó la cabeza y habló, preguntando primero si se estaba dirigiendo a David, el futuro rey de Israel. Dijo que era Abigail, la esposa de Nabal, y que me traía los dones que me había negado su esposo. Me rogó que perdonara el comportamiento insensato de este, que ella habría evitado si hubiera estado presente cuando mis hombres se presentaron ante él.

—Acepta lo que traigo como oferta de paz; como un ferviente deseo de que no haya una lucha sangrienta entre la poderosa casa de Nabal y mi señor David.

Yo, por supuesto, no tenía el menor deseo de derramar sangre innecesariamente y mandé a mis hombres que trajeran los asnos sobre cuyos lomos ella había cargado sus dones. Al encontrarlos satisfactorios, la mandé regresar a su casa, asegurándole que ella había impedido el derramamiento de sangre y, al granjearse mi gratitud y mi amistad, había protegido a su esposo de las consecuencias de su insensatez y de sus malos modales.

Aun así, envié una escolta de cincuenta soldados para acompañarla, a fin de asegurarme de que no iba a ser víctima de la ira de Nabal, pues tenía la certeza de que su comportamiento iba a tener consecuencias.

Abigail, con los ojos húmedos por la excitación de traicionar a su marido, se sentía temerosa de su cólera. Al regresar, lo encontró tan borracho que pensó no sería capaz de entenderla. Así que a la mañana siguiente, mientras él yacía en su lecho bajo los efectos de la borrachera del día anterior, le contó lo que había hecho. Él bramó de cólera y le pegó. Abigail gritó, y sus gritos alertaron a mis hombres. Empujaron a un lado a los guardias que estaban en la puerta de la alcoba y al encontrar en esta a Nabal, de pie sobre el cuerpo de su mujer, que yacía temblando en el suelo, hicieron callar con un golpe al insensato. No creo que fuera el golpe lo que lo mató, porque tardó varios días en morir. Fue indudablemente la voluntad del Señor que pagara el precio de su locura. Abigail me aseguró que había sufrido un ataque de apoplejía.

Cuando me enteré de la muerte de Nabal, mandé a buscar a Abigail para hacerla mi esposa. Accedió sin reparo y vino a mi presencia con algunas de sus doncellas. Una de estas era una joven menuda y sonriente, con unos ojos negros y juguetones, la madre de mi primer hijo, que nació nueve meses más tarde. Le puse por nombre Amnón.

Entregué a Lais a Asael, que hacía mucho tiempo había puesto en él sus ojos y que se casó con otra de las doncellas de Abigail.

La situación de mi pequeño ejército era todavía peligrosa. Permanecimos en la agreste región al sur de Hebrón, y vivimos de las necesarias contribuciones de los campesinos de la localidad, que por su parte se beneficiaron de la protección que les prestamos contra los bandidos de la zona. Sin embargo, siendo los campesinos desagradecidos por naturaleza, nuestra presencia no fue bien recibida y ciertamente hubo momentos en que lamenté haberles impuesto aquella carga. Pero las cosas no pudieron ser de otra manera. Éramos demasiado pocos para desafiar a Saúl en campo abierto, algo que, en cualquier caso, yo no quería hacer, debido al respeto que aún sentía por él, así como el amor desesperado que sentía por Jonatán. No obstante, me irritaba verme obligado a vivir así. Iba pasando el tiempo y yo, que había sido por breve espacio de tiempo uno de los gloriosos grandes hombres de Israel, encontraba que mi ambición había llegado a un punto muerto y que mi genio no había hallado aún algo satisfactorio en que desarrollarse. Los cantos que le dirigí al Señor en aquellos meses que viví en el desierto estaban llenos de melancolía. Por añadidura algunos de mis hombres se sentían oprimidos por la aparente futilidad de nuestra existencia. Joab refunfuñaba ante nuestra forzada inactividad, y eso me inquietaba; su descontento podía resultar contagioso y yo sabía que su lealtad no fue nunca más que transitoria.