Contemplé la salida del sol desde una cueva horadada en las desnudas rocas y escudriñé la llanura para ver si me venían persiguiendo. Dirigí mis súplicas al Señor, pidiéndole que se acordara de mi fidelidad y de cómo no había servido nunca a otro dios, de cómo mi fe no había decaído jamás en los días de mi prosperidad y de cómo confiaba todavía en él en los días de mi tribulación. Me adormilé.
Cuando me desperté, el sol besaba los muros de la cueva. Me pasé la mano por los muslos, apreté el uno contra el otro y pensé con nostalgia en Micol. La deseaba intensamente pero pronto pasó, y encontré alivio en mi soledad. El sol ascendía hasta su cenit abrasando la tierra parda y dorando los roquedos. Paseé mi mirada por la amplia y desnuda llanura y vi un halcón suspendido sobre mi cabeza, pero no percibí ningún ruido que rompiera el silencio del mediodía. Se apoderó de mí una perturbadora sensación de paz, que desprendía el mundo rebosante de la luz esencial de la gloria del Señor.
Apoyé la espalda contra la cálida roca y esperé. El halcón descendió en picado, y se elevó de nuevo con las garras vacías al fallar su intento de atrapar su presa. Observé sus movimientos en el silencio ininterrumpido de un día sin viento, me llevé a los labios el odre de cuero hecho con piel de cabra y bebí vino aguado. Después me quedé dormido otra vez.
Al caer la tarde descendí colina abajo, resbalando con mis pies desnudos por el pedregal. Durante el día procuré que descansara mi mente; siempre he creído que el mucho pensar no siempre determina la mejor manera de actuar. Me moví con cautela a lo largo de las estribaciones de los montes, hasta que, a la vuelta de un valle. Me detuve y esperé a que cayera el sol y se apagaran las antorchas. A mis pies, según creía, se hallaba Nob, un poblado de sacerdotes gobernado por Helí, el maestro de Samuel. Yo lo conocía como la persona que se había puesto de parte de Samuel; pero no obstante no me atreví a confesar que yo era yerno del rey, no fuera que Ajimelec o alguno de los otros sacerdotes se aprovecharan de la oportunidad de capturarme para congraciarse con Saúl. Por añadidura, sospeché que ese temor podía disuadirles de ayudar a un hombre a quien había condenado el rey.
El propio Ajimelec se adelantó para verme y cuando supo de quién se trataba, manifestó cierta alarma. Yo le dije que estaba llevando a cabo una misión secreta para Saúl y que era absolutamente necesario que nadie se enterara de mi visita. Me miró con expresión desconfiada y yo veía que se preguntaba, extrañado, por qué había llegado solo y sin anunciar mi visita. Le dije que había acordado encontrarme con mis hombres en un lugar secreto cerca de allí y que venía en busca de provisiones.
—No tenemos pan, solamente el pan sagrado —contestó Ajimelec.
—Dame cinco hogazas del pan sagrado de la semana pasada —dije yo.
—¿Sois tú y tus soldados puros o impuros? Porque, como bien sabes, ese pan sólo se puede dar a los que se han privado de la presencia de mujer.
—Ciertamente —contesté yo—, llevamos sin conocer mujer tres días.
Entonces Ajimelec, aunque todavía nervioso, ordenó que se trajera el pan y esto lo hizo un hombre a quien yo conocía, llamado Doeg, un edomita de muy mala pinta, bizco de un ojo, que había servido anteriormente en la casa de Saúl.
Metí el pan en mi zurrón y me despedí. Ajimelec estaba deseando que me fuera y yo no tenía ningún deseo de retardar mi marcha.
—El rey te estará agradecido por la ayuda que me has prestado. —Y dicho esto desaparecí amparado por las sombras de la noche.
Por fin me confesé a mí mismo el destino de mi viaje. He pensado a menudo en las malas pasadas que nos juega la mente y en el hecho de que yo no estuviera dispuesto ni siquiera a mencionarme a mí mismo el refugio adonde me encaminaba, hasta que conseguí alimento para mantenerme unos días. ¿Temía, quizás, el que de una manera u otra me entregara a los sacerdotes y que estos, a su vez, me traicionaran al rey? No lo sé, pero supongo que fue algo así lo que me contuvo.
En una de las campañas contra los filisteos había atravesado un valle, no lejos del valle de Ela, y me sorprendió la extraña formación del terreno. En ese valle, a través del cual corría un arroyo, aun en verano, había una colina empinada y rocosa, una aislada fortaleza situada no lejos de la cordillera central de las montañas de Judá. Cerca de la cima había unas cuantas cuevas muy profundas, y me pareció, incluso entonces, que el Señor había obrado ese lugar para que me sirviera como bastión seguro. Se le conocía por el nombre de Odulam, y hacia allí, caminando por las noches, dirigí mis pasos.
Odulam poseía no sólo ventajas naturales. Estaba situado más allá del territorio que Saúl controlaba y vigilaba y, sin embargo, no estaba dentro del territorio de los filisteos. En suma, se encontraba situado en una región agreste y fronteriza, una región de bandidos, ya que sus únicos habitantes, aparte de unos cuantos pastores, eran hombres rebeldes que vivían al margen de la ley, que no reconocían la autoridad de ningún señor y que vivían de las redadas que hacían contra sus más pacíficos, pero distantes vecinos. Pensé que allí encontraría un refugio; pensé también que podría tal vez formar con estos hombres mi propia banda de guerreros.
Pero primero necesitaba reunir junto a mí a aquellos en quienes podía confiar. El mero hecho de intentarlo era peligroso; pero no había futuro a no ser que lo hiciera. Pasé unos días en un estado de gran perplejidad, pensando cómo podía ingeniármelas. No me atrevía a ir yo mismo, porque sabía que la casa de mi padre estaría vigilada por los agentes de Saúl. Un día, al volver a mi refugio después de una cacería, me topé con un pastor lavando su manada en el arroyo. Lo observé desde detrás de una roca. Había dos muchachos con él. Yo bajé la colina y lo saludé. Él, inmediatamente, adoptó una expresión de inquietud. Un perro del pastor empezó a ladrar. Yo le felicité por el cauteloso comportamiento de su perro y por el estado de su rebaño.
—¿Y a ti qué te importa eso? —replicó.
—Nada, amigo, pero estoy acostumbrado a ver ovejas.
Tenía los ojos fijos en la espada corta que colgaba de mi cinturón. Yo saqué dinero de mi zurrón y se lo mostré haciendo tintinear las monedas.
—Estoy buscando un hombre —dije—, un hombre que me lleve un mensaje. Tal vez tu hijo mayor estaría dispuesto a hacerlo.
El muchacho frunció el ceño. Yo volví a hacer sonar las monedas.
—Haré que merezca la pena —dije.
El hijo más joven tiró de la manga de su padre y le susurró algo al oído. El hombre me miró fijamente.
—Yo puedo ganar más —dijo.
El muchacho meneó la cabeza, como si quisiera negar que no fuera eso lo que le había susurrado a su padre. Dejé descansar mi mano sobre la empuñadura de mi espada.
—Tal vez, pero tal vez no. Hay una gran distancia de aquí al palacio del rey, pero es el primer paso lo que encontrarás más peligroso.
—Sí —dijo el pastor—, te reconozco y sé que eres un hombre noble. Mi hijo irá, si el precio es adecuado.
Le eché en la mano unas monedas.
—Otro tanto cuando vuelva. Tiene que ir a Belén, buscar la casa de Isaí, mi padre, y preguntar por mi hermano Sama. Tiene que decirle a Sama dónde me puede encontrar y que venga a donde estoy con todos los hombres que pueda reclutar. —Miré fijamente al muchacho—. Si me engañas, que Dios se apiade de tu alma, porque las vidas de tu padre y de tu hermano dependen de ti. —Llamé al muchacho más joven—: Tú te vienes conmigo. Lo tomaré como rehén del buen comportamiento de su hermano. Tráete uno de los corderos de tu padre.
¿Me habría comportado de la misma manera si Lais, así se llamaba el muchacho, no hubiera sido tan hermoso? Probablemente no, porque era imprudente retenerlo como rehén, pero me apercibí en cuanto lo vi de que tenía unos bellos ojos oscuros, unos labios carnosos y unas piernas fuertes y rectas que asomaban por debajo de su corta túnica. Llevaba ya siete días solo, echaba de menos a Micol y había odiado siempre la práctica de Onán. Aquella noche, después de la cena, lo tomé en mis brazos. Se me entregó con un deseo igual al mío.
—He soñado contigo, David, mi señor, desde que oí contar por primera vez cómo mataste al gigante Goliat. —Y nuestras lenguas se enredaban la una con la otra y al mismo tiempo nuestros cuerpos forcejeaban entre sí—. Cuando mi hermano vuelva yo me quedaré contigo. —Se rio entre dientes—. Mi hermano lo hace con las ovejas.
—La mayoría de los pastores jóvenes lo hacen —murmuré yo pero a mí nunca me interesó…
Le eché hacia atrás el pelo húmedo de sudor y lo besé. Se volvió reír.
—Yo prefiero hacer de oveja que de carnero —dijo; y se dio la vuelta en mis brazos, apretando sus nalgas contra mi cuerpo.
—Más adelante —le dije—. Pero no pasará mucho tiempo antes de que prefieras hacer el papel de carnero, Lais. Ahora eres solamente un muchacho. Cuando vengan mis amigos, te nombraré mi escudero.
Tres días más tarde, al atardecer, llegó Sama con media docena de hombres. Le di al hermano de Lais lo que le había prometido y le advertí de lo que le podía ocurrir si revelaba dónde estábamos. Tenía un aspecto hosco y empecé a dudar de si había sido prudente enviarle a buscar a mis hombres. No creo que su hermano Lais hubiera puesto la menor objeción y me di cuenta de que algunos de mis nuevos compañeros pensaban que era una insensatez por mi parte creer que guardaría el secreto. Pero yo siempre he preferido no derramar sangre a no ser por verdadera necesidad. El Señor ama a los misericordiosos.
Sama me dijo que había dejado mensajes e instrucciones para otros amigos y que pronto esperaba recibir refuerzos. Yo confiaba en que lo haría, porque sabía que nuestra posición seguiría siendo peligrosa hasta que yo reuniera un número suficiente de hombres que me permitiera hacer algo más que permanecer escondidos en las cuevas, por muy agradable que, en otros aspectos, Lais estuviera haciendo allí mi estancia.
Pronto empezaron a llegar los hombres prometidos. Los hijos de mi hermanastra Sarvia —Joab, Asael y Abisaí— estaban entre los primeros hombres que se unieron a mí. Recibí a Joab con sentimientos encontrados. Por una parte, nunca me sentí tranquilo con él. Me prestara los servicios que me prestara, nunca logré superar el sentimiento de repulsión que me inspiraba. Bien sé que era prueba de mi buena reputación que un hombre tan capaz y tan ambicioso hubiera estado dispuesto a abandonar el servicio de Saúl para unirse a mí. Pero había algo en él que denotaba inquietud y la generaba. Criticaba implacablemente a Saúl y a toda su familia y hasta llegó a decir que ojalá los hubiera matado a todos ellos antes de llegar a mi presencia.
Era típico de Joab el no esperar para contarme que Saúl había entregado a Micol a otro hombre en calidad de esposa, el sugerirme que ella lo aceptó y no de mala gana, y el que experimentara un placer malsano en ser él el portador de tales noticias. Característico era también el que, después de haberlo hecho, mirara de soslayo a Lais y dijera:
—Pero veo que las noticias no van a causarte el dolor que yo suponía te causarían.
Sus hermanos tenían un carácter muy distinto. Abisaí era imperturbable y totalmente digno de confianza; Asael, ligero, animoso, apuesto y alegre.
Nuestra pequeña banda armada fue en aumento, por lo que le pedí a Joab que los entrenara. Fueran los que fueren sus defectos, nunca dejé de reconocer su pericia militar, y sabía que comprendía lo que yo deseaba de mis hombres y que los prepararía óptimamente para ese fin.
Una tarde, a la hora en que los cocineros estaban preparando la cena, el centinela me llamó para anunciarme que se acercaba alguien. El hombre que subía la colina venía en tal estado de agotamiento, que se cayó dos o tres veces y le costó mucho trabajo levantarse. Mandé a Lais y a Asael que bajaran a ayudarle y cuando le trajeron a mi presencia, los andrajos en que se había convertido su efod revelaron que era un sacerdote.
Al principio no podía hablar, pero cuando le dieron algo de sopa y un poco de vino, se reanimó lo suficiente como para darse perfecta cuenta de dónde estaba. Al verme, se postró a mis pies y, cuando le hice levantarse, dijo que era Abiatar, hijo de Ajimelec, sacerdote de Nob y «el último de la casa de Helí». La historia que me contó, con una voz entrecortada por los sollozos y los suspiros, era terrible.
Dijo que Saúl había convocado un consejo unos días después de mi huida. Estaba sentado bajo un tamarisco en Rama, con una lanza en la mano, y maldijo a sus consejeros por haber fracasado en capturarme. Les acusó de conspirar contra él y de estar aliados con Jonatán, que le había traicionado y se había aliado conmigo.
—¿Es que no hay un solo hombre —exclamó— que me sea leal y me ayude a encontrar a mi enemigo?
En aquel momento, Doeg, el edomita, se adelantó y cayó de rodillas ante el rey. Le habló de mi visita a Nob y de cómo Ajimelec me había dado provisiones.
Así que Saúl mandó buscar a Ajimelec y a los otros sacerdotes de Nob y los acusó de ayudar a su enemigo. Ajimelec declaró enérgicamente que, en lo que él sabía, yo era un siervo leal del rey y por tanto creyó que, al ayudarme a mí, estaba cumpliendo los deseos del rey. ¿Cómo iba él a saber que el marido de la hija del rey y el vencedor de Goliat se iba a convertir en enemigo de Saúl? Su defensa enfureció aún más a Saúl, tanto más, supongo, porque sus palabras eran evidentemente ciertas y por consiguiente irrebatibles. Gritando desesperadamente que no estaba dispuesto a discutir con un traidor, Saúl mandó a sus criados que le cortaran la cabeza. Nadie dio un paso, sólo Doeg, el edomita, se adelantó y desenvainando una espada le asestó un golpe a Ajimelec en el cuello. Cuando cayó al suelo, le cortó la cabeza y después se volvió a los otros sacerdotes que estaban allí de pie inmóviles y aterrados. Esta fue la señal para una matanza general. Según Abiatar, mas de ochenta sacerdotes fueron asesinados y él logró escapar fingiendo estar muerto y huyendo después a la caída de la noche.
Esta historia nos conmovió a todos profundamente.
Tomé a Abiatar en mis brazos y le dije:
—Merezco que se me haga en gran parte culpable de esta tragedia. Sabía, cuando vi a Doeg el edomita, que le hablaría a Saúl de mi visita, y aunque no podía adivinar que Saúl se vengara de una manera tan terrible de lo que tu padre había hecho inocentemente, yo he sido el causante de la muerte de toda vuestra casa. Te ruego, por tanto, que te quedes conmigo y prometo protegerte.
Sin embargo, mientras yacía en mi lecho bajo las estrellas, con Lais dormido junto a mí, no pude por menos de reflexionar en los misteriosos designios del Señor que escribe derecho en renglones torcidos, porque ninguno de los que estaban a mi servicio podía tener la menor duda de cuál sería su sino caso de caer en manos de Saúl. Por lo tanto, me parecía que la violencia y la crueldad del rey me habían hecho a mí un buen servicio, uniendo firmemente a mis hombres conmigo, en defensa de una causa común.