Fue Joab quien me trajo la noticia de los rumores que corrían por la corte sobre mí.
Cuando empezó a abordar el asunto, yo temblaba, creyendo que sus informes se referían a mi relación con Jonatán, «una abominación» a los ojos de los sacerdotes, aunque hablar así de esas cosas, en el caso de muchos de ellos, era pura hipocresía. Pero no, era más bien la atracción que sentía por Micol lo que se había convertido en el chismorreo de la corte; un sentimiento que se condenaba tanto por atrevimiento, como por presunción por mi parte.
—Alguien —sentenció Joab— se lo contará al rey y, entonces…
Noté miedo en sus ojos; se estaba preguntando, evidentemente, si él podría separarse de mi destino o, por el contrario, estaba ya demasiado identificado conmigo.
—¿Qué razón tiene el rey Saúl para oponerse? —repliqué yo—. Es un rey, de acuerdo, pero antes de serlo, sus orígenes eran tan humildes como los míos, de hecho aún más humildes, porque Isaí es un hombre más rico en rebaños de lo que Quis lo fue jamás, que se lamentaba de que se le perdieran unas miserables asnas.
Hablaba yo atropelladamente, pero lo hice así para provocar a Joab y forzarlo a que manifestara su opinión. Pero Joab era astuto y cambió de tema.
—Hay también rumores relativos a la visita que hizo Samuel a casa de tu padre —dijo Joab.
—¿Y tú los crees?
—Yo estoy aquí —contestó—, y he hablado con tus hermanos.
—En ese caso, no tengo nada que temer. Sabes lo que hizo Samuel, sabes que me llamó «el elegido del Señor» y que me ungió con óleo sagrado. ¿Puede ir uno contra los designios del Señor? ¿Qué tiene que temer el elegido del Señor, de Saúl, a quien ha rechazado el Dios de los Ejércitos?
Hablé así para que Joab se sintiera más ligado a mí, pero no percibí en él la confianza que yo esperaba. Es verdad que había momentos en que yo me consideraba inviolable, un ser colocado aparte para cumplir los designios del Señor; pero en otras ocasiones me parecía que yo no era otra cosa más que el instrumento del rencor de un anciano.
Poco tiempo después, según habíamos acordado, Jonatán habló con su padre del asunto de mi matrimonio. Es indudable que escogió con cuidado la ocasión. Saúl estaba en uno de sus raros momentos de buen humor y euforia. En todo caso consiguió de su padre una promesa, pero Saúl puso una condición: me daría a Micol en matrimonio si yo le traía los prepucios de cien filisteos. Naturalmente cumplí esta condición. Joab masculló entre dientes que Saúl pensaba que yo perdería la vida en el empeño; pero yo no lo creí así. Después de todo había adquirido una considerable reputación como matador de filisteos y regresé con casi el doble de los prepucios requeridos. Logré nuestro matrimonio, y así satisfacer mi primera ambición.
Micol se me aparece todavía en sueños o en el duermevela que es todo lo que ahora consigo conciliar; pero se me resiste escribir de ella. Porque hay una cierta vergüenza en nuestra relación. Porque ella me deseaba, como la deseaba yo; sin embargo en los momentos en que consumábamos nuestro amor, yo experimentaba su alejamiento, su ausencia, como no la he experimentado jamás con ninguna otra mujer. Era como si parte de su ser permaneciera ajena, observándonos a los dos, ocupada en evaluar nuestro acto sexual. Hasta en los momentos culminantes de nuestra pasión, cuando rodeaba mi cuerpo con sus piernas y nos mecíamos en un ardor común, yo notaba esta distancia, esta resistencia a entregárseme del todo. Y sin embargo me reiteraba su amor mientras yacíamos, húmedos, los dos juntos, y a menudo derramaba lágrimas que, según me aseguraba con suaves murmullos, eran de puro gozo. Su piel era suave como pétalos de rosa y sus besos dulces como la miel. Yo experimenté deleites infinitos, pero nunca vi totalmente satisfechos mis deseos.
Saúl volvió de nuevo a caer en un estado de abatimiento que primero fue de permanente inquietud, después de profunda melancolía, y por fin de largos ratos de mutismo, miradas de temor y de arrebatos de ira que acababan en una desesperación agravada por la violencia. Abner me pidió que volviera a cantar para él, que repitiera la magia que tan buenos resultados había tenido en el pasado.
Yo vacilé.
Reflexioné que, cuando vine a presencia de Saúl por primera vez, yo era un muchacho desconocido, dotado de una hermosa voz. No sabía nada de mí y bien podía pasar por un espíritu enviado por el Señor para servirle. Esa experiencia no se podía repetir ahora. Ningún hombre se puede bañar en la misma agua del río dos veces, porque la corriente cambia, y el agua de la primera vez ha desembocado ya en el mar. Ahora Saúl me conocía bien, sus sentimientos hacia mí eran complejos y confusos. Si un día rebosaba palabras de amor, al día siguiente clavaba en mí una mirada de odio.
Pero lo consulté con Jonatán y con Micol y aunque ella al principio no prestó atención, Jonatán me pidió que lo intentara. Micol dijo entonces:
—¿Es que no hay otros bardos en Israel para que tú te veas forzado a rebajarte?
Yo sentí su desprecio, pero, al sentirlo, vi también que era la voluntad del Señor que yo me humillara y cantara para Saúl.
El rey estaba acurrucado en un rincón de la habitación oscura, con un aspecto más terrible aún que el de la primera ocasión, porque ahora lo conocía y podía imaginarme mejor la naturaleza de la posesión demoníaca que lo afligía. Me lanzó una mirada en la que, a la leve luz de la estancia, pude leer su odio y su furor; se estaba pellizcando los dedos, hasta dejar la piel descarnada y sangrienta.
Canté primero con voz muy suave una canción de cuna, como la que cantan las madres para calmar a sus hijos. A continuación canté una vieja balada que ya había deleitado a Saúl en otra ocasión, en un banquete. Hablaba melódicamente de la gloria de su valor en el glorioso amanecer de Israel. Canté sus alabanzas y él no se inmutó. Después, recordando lo que hice la primera vez, prorrumpí en elogios del Señor, mi pastor. Los párpados del rey se movieron levemente y, cuando llegué al verso que habla del viaje del alma por el oscuro valle de la muerte, se levantó tambaleándose. Hubo un instante en que se quedó de pie, balanceándose, como si empezara a comprender y, en aquel momento, creí que estaba consiguiendo lo que había conseguido en otras ocasiones, pero dando bandazos se dirigió a un rincón de la habitación donde había unas cuantas lanzas alineadas contra la pared —más tarde me enteré de que se había resistido a todos los intentos de quitarlas de allí— y, cogiendo una de ellas, echó el brazo hacia atrás. Yo di un salto a un lado en el momento en que la lanza golpeaba la pared detrás de mí y se quedó allí colgada y trémula, mientras yo aprovechaba para escabullirme tras las cortinas, buscando refugio.
—Así que fracasaste —dijo Micol.
—Fracasé. Sabía que era yo y quiso matarme. Sí, fracasé.
Nos apretamos uno contra el otro en nuestra desdicha y fue como si el conocimiento de mi fracaso hubiera roto el dique de su reserva, porque ahora sí se me entregó sin reservas y nuestro temor y nuestra desesperación se trocaron en una felicidad que no habíamos conocido hasta aquel momento.
Nuestro gozo era más intenso porque yo intuía que no podía durar. Tal vez Micol se lo imaginaba también, aunque no lo manifestó. Su actitud fue siempre guardar silencio. Sólo cuando se encolerizaba decía lo que pensaba. Porque desconfiaba de la mala suerte, pensaba que la felicidad es algo que se debe mantener oculto, no sea que alguien o algo se la arrebatara. O al menos eso es lo que creo ahora; entonces su reticencia me desconcertaba e inquietaba. Tenía el don de hacerme creer siempre que la había defraudado. Incluso aquella noche, después de que Saúl intentara matarme, cuando Micol se dio la vuelta en el lecho para dormirse, con mi mano descansando en su pecho, era como si se estuviera escurriendo para alejarse de mí, cuando hacía sólo un momento había tenido la ilusión de poseerla por completo.
Por la mañana me levanté con un indefinible temor. A cada momento me parecía que iba a venir un guardia para detenerme. Cuando me atreví a salir, noté un temor en los ojos de los hombres que pasaban a mi lado. Se había extendido el rumor del atentado del rey, no sabían, cuando me miraban, si saludarme como al capitán que temían los filisteos o si apartar los ojos de un desdichado a quien el rey había condenado.
Jonatán era el único que no había cambiado.
Y no había cambiado porque no lo comprendía.
—Amado muchacho, mi pobre padre no está en su sano juicio. No hay nada más que eso. Cuando se recupere…
—Si se recupera…
—Hasta que no se recupere no puede dar ninguna orden sin hablar antes con Abner o conmigo y ambos te amamos. Cuando se mejore, se arrepentirá de su acto, que en su sano juicio condenará, como lo condeno yo.
Ojalá hubiera podido yo compartir su seguridad. En cambio, discutí con él. Le dije que la locura de Saúl era ahora distinta, mucho más profunda y enraizada en su ser. Le dije que el furor y el resentimiento que me tenía Saúl habían corroído su naturaleza, que nunca volvería a amarme; que me veía ahora como un instrumento de la venganza de Samuel.
—No quiero exiliarme —dije—. No quiero abandonar a Micol. Tampoco quiero ser un proscrito. Pero…
Dejamos ese «pero» flotando en el aire. Jonatán se comprometió a resolver la situación. Yo no lo creía posible y me despedí.
—Pase lo que pase —dijo Jonatán—, nada puede separarnos a ti y a mí. Yo siempre me interesaré por ti y los tuyos y tú por mí y los míos.
—Pase lo que pase —repliqué yo; y nos abrazamos.
Sin embargo reaccioné tarde. No lograba aceptar lo que sabía se me estaba avecinando: que se me iba a arrebatar todo aquello por lo que había luchado. Tenía miedo de volver a la soledad que había experimentado de niño. Le rogué a Micol que se preparara para acompañarme. Su respuesta fue que su amor por mí era grande, pero que no se imaginaba a sí misma como una fugitiva en el desierto.
—Está bien —dije—. Me quedaré aquí y moriré. El pensamiento de perderte es peor que el de perder la vida.
—Pura retórica —contestó—. Porque si pierdes la vida, me perderás por supuesto a mí.
Saúl, en un momento de franca mejoría, echó de menos mi presencia en la mesa real. Jonatán le dijo que había ido a Belén para la celebración de un sacrificio familiar. Saúl guardó silencio un rato, según me dijeron, y siguió haciendo bolitas con la miga del pan entre sus dedos heridos. Entonces, sin mediar palabra, empezó a maldecir a Jonatán llamándole estúpido, bastardo y traidor.
—David te ha hechizado —gritó—. Has puesto el deseo por tu catamito por encima de la lealtad a tu padre.
Jonatán enmudeció. Hasta Abner vaciló en intervenir dado el estado de cólera del rey.
—Ese joven debe morir —sentenció Saúl.
—No ha hecho nada para merecer la muerte —declaró enérgicamente Jonatán.
O por lo menos eso es lo que se cuenta: no lo sé. Me gustaría creer que Jonatán habló en mi defensa, pero Saúl era terrible cuando se dejaba llevar por la ira y es posible que ni siquiera Jonatán se atreviera a contradecirle.
Saúl mandó guardias a Belén para arrestarme. Yo me despedí de Micol y huí entre las sombras de la noche. Sollocé cuando nos despedimos, pero ella me urgió a que me apresurara.