7

¡Qué hermosas son las mañanas cuando el Señor pone de manifiesto la belleza de su creación! Un amanecer de esos, con el rocío reluciendo en las colinas y todavía una luna en menguante, que el sol del amanecer coloreaba de rosa y oro, regresaba yo de un ejercicio de entrenamiento nocturno —porque estaba decidido a que mis tropas fueran tan temibles y seguras en la oscuridad como a la luz del día—, rebosante de salud y felicidad, de esa felicidad que proporcionan los simulacros de guerra. El día era radiante y los senderos que yo iba atravesando eran como promesas de abundancia, los pastos llenos de rebaños de ovejas y las pequeñas colinas, a uno y otro lado, parecían disfrutar de ese encanto.

Me bañé en una charca rodeada de sauces y, al salir, mi criado tenía preparada ropa limpia para mí.

—Señor —dijo—, señor, se acerca un grupo de mujeres.

Me vestí precipitadamente y salí del bosquecillo. Al hacerlo me encontré con Micol acompañada de sus damas de compañía.

Sentí que me ruborizaba como si fuera un joven imberbe y no el hombre que yo era.

—Veo que has descubierto mi charca secreta —dijo.

Y alargó la mano para tocar mi cabello mojado.

—No sabía que lo fuera.

—Te has convertido en un gran hombre. Ya no eres aquel humilde músico a quien se empleó para distraer a mi padre.

Sus palabras me redujeron, precisamente, a esa humilde condición y me hicieron enmudecer.

—¿Por qué me has esquivado desde que adquiriste la fama de gran hombre de que ahora disfrutas? ¿Es que mi hermano requiere tu continua presencia?

—Mi señor Jonatán ha sido muy bueno conmigo.

—Naturalmente —contestó ella—. Y siendo el gran guerrero que eres no tienes tiempo para ninguna otra cosa más que para la guerra. O al menos eso es lo que cuentan.

Mis ojos la devoraban. A ella no parecía importarle este examen, sino que, por el contrario, me alentaba con su actitud a que lo intensificara. A una señal suya, las damas que la acompañaban se retiraron, y nos quedamos solos en el bosquecillo. Con una de sus manos se cubrió los senos que asomaban por el escote de su túnica y después, con una sonrisa, bajó los brazos.

—Si he procurado no encontrarme contigo —dije yo— es porque no puedo mirarte sin desearte.

Con estas palabras sucumbí a su poder. Si no hubiera sido la hija de Saúl… pero ¿habría sentido lo que sentía si no lo hubiera sido? Micol extendió hacia mí aquellas manos delgadas y blancas que nunca habían tenido que realizar ningún trabajo.

—Aquí estoy.

—Saúl me mataría si lo supiera.

Ella se rio.

—Claro que te mataría. Aquí estoy.

Su risa me envalentonó.

—Quiero que seas mi amante —dije—, pero quiero también que seas mi esposa.

—¡Oh, David! —replicó ella—. Estoy tan aburrida… habla con mi padre…

—¿Y si lo hago? ¿Si me atrevo a hacerlo?

—¿Atreverte a hacerlo? ¿No eres tú el muchacho que mató un león y un oso, y un gigante filisteo? ¿Y no te atreves a decir una sola palabra?

Estaba en la cama con Jonatán cuando le dije que quería casarme con su hermana.

—No es necesario que me lo digas —me contestó, y me besó. Me aseguró que me ayudaría, pero después me dijo algo que yo ya sabía y temía oírle decir: que Saúl se pondría furioso por ser tan complejos sus sentimientos hacia mí.

—Un día me dice que tenga cuidado contigo, que tu ambición no tiene límites y que terminarás destruyéndome. Después habla de ti con afecto, como si fueras tú y no yo, su hijo favorito.

—Sí —contesté yo—, quiere matarme, pero llorará desconsolado sobre mi cadáver.

—David —dijo Jonatán—, conmigo no tienes que fingir. Los sacerdotes murmuran. Sé todo lo que ocurrió en aquella visita de Samuel a la casa de tu padre.

—¿Lo sabe Saúl?

—David, David… ¿tú crees que, si lo supiera, estarías tú aquí para hacer esa pregunta? Hay cosas que la gente no se atreve a contarle al rey.

—Pero tú sí lo sabes, y yo estoy aquí.

Sonrió y me pasó suavemente un dedo por el contorno de la mandíbula.

—Digamos que no puedo evitarlo —contestó—. O, dicho de otro modo, que Samuel no me causó nunca una gran impresión. Para mí, lo escrito, escrito queda. No soy capaz de negarte nada. Hablaré yo mismo con mi padre.

—Micol —dije yo— sabe lo nuestro.

—Mi hermana es muy inteligente.

—Yo preferiría —añadí— no estar enamorado de ella.

—Eso prueba, evidentemente, que lo estás —contestó.

Así empezó todo. Jonatán trataría de convencer a su padre. Yo no lo comprendía muy bien entonces, pero confiaba en que él haría todo lo que estuviera en su mano. Extraño, ¿verdad? ¿Por qué iba él a hacerlo? Si lo conseguía, me perdía a mí. De hecho, esa fue la última vez que hicimos el amor. No dejó de amarme, a veces me parecía que me amaba más que nunca, pero yo no lo comprendía y, en cierto modo, sigo sin comprenderlo. Nunca amé a nadie como lo amé a él, ni siquiera a Micol. Especialmente no a Micol. He tratado de amar al Señor de esa manera —su voluntad, no la mía—, pero no creo haberlo conseguido. Como Samuel, odio tener que decir lo que voy a decir; como Samuel, durante la mayor parte de mi vida, no he tenido la menor dificultad en convencerme a mí mismo de que mi voluntad es, por un dichoso golpe de fortuna, la voluntad del Todopoderoso. Y puede haber sido así. O, al menos, no puedo estar seguro de que no lo fuera. Los éxitos que he tenido, la manera en que me he recuperado de mis estados de ánimo más bajos, me hacen creer, en los momentos más duros, que yo soy el elegido del Señor, para manifestar su voluntad aquí en la tierra. Y que la única manera de interpretarla es seguir los dictados de mi propia voluntad.

Ahora, en las largas vigilias de la noche, tengo miedo: de morir, de no morir. Escucho la pausada respiración de Abisag, la sunamita, y quiero matarla a cuchilladas porque ella seguirá disfrutando de la vida, cuando yo la haya perdido. Y, sin embargo, deseo descansar.

El problema es que he llegado a odiar a todo el mundo. Excepto a Abisag, por extraño que parezca, que me proporciona cierto alivio. La única razón por la que quiero acuchillarla es por ser la que tengo aquí cerca de mí. En lugar de hacerlo, acaricio sus bronceadas caderas con mi mano sarmentosa y trato de convencerme de que la ternura que me demuestra emana de su corazón.

No es así. No puede ser así.

En las largas vigilias surgen los reproches como fantasmas vengadores. Jonatán no tiene nada que reprocharme porque fui tan sincero con él como puede serlo una persona de carácter reservado como lo soy yo.

Una noche, cuando volvíamos de un ataque contra los filisteos, el triunfo de la victoria hizo que nos abandonáramos el uno al otro, pero en lugar de placer dejó una vergüenza cuya razón ninguno de los dos podíamos explicar. Habíamos matado docenas de infieles y experimentado una sensación de gozo al verificar sus cadáveres. Sin embargo aquella noche Jonatán dijo, en un susurro para que sólo yo pudiera oírlo: «Pero eran hombres, sabes, hombres hechos de carne y hueso como nosotros». Afortunadamente habló en voz muy baja; Joab, por ejemplo, habría considerado sus palabras como una especie de traición. Pero yo lo comprendí y apreté su mano fría en la humedad de la noche.

Yo no me encontraba bien. Me dolía todo el cuerpo. Tenía dolor de cabeza y me había subido la fiebre, consecuencia de un agudo ataque de disentería, o algo semejante, que me había causado molestias durante la marcha y me había dejado débil y quejumbroso. Como ocurre siempre, esta enfermedad que ataca a los soldados en campaña me sumió en un estado de fatiga y abatimiento.

En aquel momento estalló una pelea entre los soldados. Nuestra patrulla —porque no era mucho más que eso— estaba formada casi a partes iguales por los hombres de Jonatán y la infantería ligera que yo había entrenado. Nunca se llegó a saber la causa de la pelea. Se oyó primero un chillido, un grito de rabia, unos sollozos. Fuimos corriendo a ver lo que pasaba, yo con mis intestinos doloridos por el esfuerzo de correr. Alguien encendió una antorcha. Entonces vimos a Nehemiah, uno de los sargentos de Jonatán, con un tajo en la garganta. Uno de mis hombres, Azreel, estaba de pie con un cuchillo ensangrentado en la mano: él era, evidentemente, el culpable, pero era tal la expresión de desconcierto en su rostro, que parecía como si el cuchillo hubiera actuado por propia iniciativa, sin deliberación personal. No hubo más remedio. Me dolía la cabeza a causa de la fiebre y apenas podía pensar. Joab, dando un paso al frente, dio la orden. Se entregó al desdichado Azreel a los soldados de Jonatán. El hermano de Nehemiah cogió el cuchillo de la mano del culpable y lo apretó contra el cuello del agresor. Yo cerré los ojos. Jonatán gritó:

—Así no. —¿Qué quería decir con eso?—. Esto no es una maldita pelea. Y no debemos permitir que se convierta en eso. Azreel debe someterse formalmente a juicio.

—Es la Ley de Moisés —gritó el hermano de Nehemiah—. Ojo por ojo, diente por diente.

—Así no —volvió a decir Jonatán—. David, tú eres su oficial en jefe…

Yo tenía la boca reseca y ganas de vomitar. Un sentimiento de horror se apoderó de mí. Me habría tirado de buen grado al suelo y gimoteado, pero todos me estaban mirando. Hablé y mi voz sonó como un junco quebrado. Le dije a Azreel que debía morir, pero a manos de su propio oficial en jefe. Cogí el cuchillo con el que había matado a Nehemiah de manos de su ofendido hermano y con mano temblorosa, bajo la pálida luz de la luna, lo arrojé contra el cuello de Azreel. La sangre salió a borbotones y salpicó sobre mi cuerpo. Azreel cayó al suelo, escupiendo sangre. Yo me arrodillé junto a él. Estaba agonizando. Puse mis brazos alrededor de su cuerpo, bajándolo aún más hacia la tierra y cubriéndole la cabeza con mi capa. Saqué otra vez el cuchillo y volví a asestarle más golpes. Lo sostuve en mis brazos mientras se desangraba sobre la arena.

Por la mañana los hombres me miraban con sombría hostilidad. Yo les ordené que cavaran una fosa para Azreel.