6

Por supuesto, Saúl no me entregó a Micol en matrimonio. Tal vez la historia de que se la había prometido al hombre que matara a Goliat no tenía fundamento, por lo que había que tomarla como uno de esos rumores que van y vienen libremente por los campamentos. (Los soldados son tan adictos al cotilleo como las mujeres de pueblo). Pero yo no creo que este fuera el caso. Lo más probable es que Saúl, en un momento de ansiedad hiciera tal ofrecimiento, aunque ahora le resultaba más conveniente olvidar e incluso podía haberlo olvidado realmente. Su contacto con la realidad se iba debilitando, algo que cualquiera que lo amara o admirara no podía dejar de observar con tristeza.

No había nadie a quien yo pudiera confesar mi amor por Micol, y aunque me sentí recompensado por mi victoria sobre Goliat por el favor que me demostraba el rey, habría sido una impertinencia por mi parte el aspirar a la mano de su hija. Así que me vi obligado a dejar que los acontecimientos siguieran su curso, confiando en que el Señor los organizara de forma que mi paciencia se viera recompensada.

Yo cuidaba mucho de no parecer jactancioso o arrogante. Sabía que mi posición era precaria. Había muchos que estaban dispuestos a atribuir mi triunfo a la buena suerte y otros muchos celosos de que un hombre tan joven hubiera logrado una distinción semejante. Con gran sorpresa por mi parte, Joab no parecía contarse entre ellos. Yo lo había aventajado, pero él trataba de ganarse mi favor y ya no me mostraba nada de esa estudiada indiferencia, semejante al desprecio, con que me había tratado hasta entonces. Pero yo no era tan ingenuo como para dejarme engañar; por otra parte, me sentía alentado, ya que tenía a Joab por ambicioso y su actitud hacia mí era un claro indicio de que pensaba que mi suerte iba en aumento. La verdad es que Joab había sido siempre un hombre a quien le importaba más la realidad del poder que su apariencia. Sabía que le faltaba el magnetismo necesario en un hombre para ocupar el puesto supremo del reino; sabía también que nunca podría desafiar la supremacía de la tribu de Benjamín mientras viviera Saúl (porque el rey, en su estado de profunda melancolía, se resistía a confiar en nadie que no perteneciera a su tribu o a sus parientes más cercanos). Además Joab odiaba a Jonatán, tenía celos de Abner, y por añadidura sabía que no gozaba del favor de ninguno de los dos. Así que su adhesión a mi persona era más una cuestión de interés que de afecto.

¡Qué distinto de Jonatán! El día que vencí a Goliat, cuando yo estaba en mi tienda admirando la bellísima armadura que no había llegado a ponerme, vino a verme Jonatán, recién llegado del campo de batalla, donde había acrecentado su gloria. Me abrazó. Su rostro resplandecía de placer. Todavía tenía los muslos manchados de fango y sangre seca, y despedía un olor a sudor de la batalla en el calor de su cuerpo. No hablamos durante mucho rato, pero seguimos abrazados, luchando con el ardor de dos jóvenes que buscan alivio y desahogo después de los terrores y peligros del campo de batalla. Los actos de aquel día nos llevaron al limite de la moralidad, de la responsabilidad, y hasta de la voluntad, de tal modo que saciamos nuestras necesidades cada uno en el cuerpo del otro, como una afirmación de la vida que se nos podía haber arrebatado, como el viento arrebata de los árboles las hojas secas del otoño. Fue como si, al temblar juntos con nuestras jóvenes piernas ardientemente entrelazadas, encontráramos en la íntima oscuridad de la tienda de piel de cabra el equivalente de la fortaleza que habíamos agotado en el fragor de la batalla. Al llegar al final, separamos un poco los brazos y buscamos el alma del otro en sus ojos. No nos sentimos ni culpables ni avergonzados, aunque el acto en sí esté condenado como abominación, porqué lo que acabábamos de hacer nos pareció a ambos no sólo natural sino necesario.

Por fin fue Jonatán el que habló, pero no me atrevo a dejar escritas sus palabras, porque el hacerlo les daría un significado completamente distinto del que tienen en mi corazón. Las palabras de amor son sólo para amantes y, escriba lo que escriba un poeta, las palabras que le dirige a su amada son generalmente banalidades. Mi considerable experiencia me demuestra que cuando se trata de mujeres las banalidades son preferibles y cualquier intento de ir más allá lleva a la irracionalidad o a la incomprensión.

No existe nada como la igualdad en el amor. Hay siempre un amante que besa y otro que ofrece la mejilla o los labios; esto es así sea cual sea la forma que adopte el acto de unión amorosa. El equilibrio puede cambiar. El adorado se puede convertir en adorador, y entonces —excepto, tal vez, durante el breve intervalo del éxtasis— el adorador pasa a ocupar el lugar del adorado. Nuestra situación no era de ninguna manera igual, porque Jonatán era el hijo del rey y yo sólo un joven inexperto. Sin embargo, era él quien insistía y yo quien consentía, de forma que en los momentos álgidos de la pasión, la desigualdad que había prevalecido fuera de la tienda se inclinaba dentro en la otra dirección. La virtud altruista que había impelido a Jonatán a privarse durante dos años de lo que con todas sus fuerzas deseaba, sirvió, además, para profundizar y aumentar su pasión, pasión que yo, privado de gozo por mi propia castidad y excluido del amor por el que estaba sediento, satisfacía ahora ávidamente, colmando un apetito que no podía controlar.

Y Jonatán me demostraba una gran ternura. Eso era un don inapreciable. Le preocupaba mi reputación, y hacía lo indecible para asegurarse de que nuestra relación permaneciera en secreto, alejada de las inquisitivas miradas del campamento, o, lo que era peor, inmune a las conjeturas. Aunque nunca dudaba en subirme de categoría en presencia de otros hombres, en el consejo del reino y en el ejército, se abstenía de demostraciones públicas de afecto y se cuidaba de enaltecer mi inteligencia y no mi persona. Se adiestró a sí mismo en el arte de prescindir del placer de mirarme de tal manera que pudiera despertar las sospechas de otros, incluso las de aquellos que estaban mejor dispuestos hacia mí. Y se privó de ese especial placer con el que el amante secreto revela a veces, fácil e infaliblemente, su pasión: introducir con demasiada frecuencia en la conversación el nombre del ser amado. Esto era lo más digno de admiración y una prueba segura para mí de la profundidad y virtud de su amor, ya que era por naturaleza franco y abierto, y no dado a la reticencia o duplicidad.

No puedo dejar de atribuirme cierto mérito por el éxito obtenido con la ocultación de la naturaleza de nuestro amor. No se habría podido mantener en secreto si yo hubiera sido sólo un muchacho guapo, sin ninguna seriedad en otros aspectos. (Pero, claro está, Jonatán no habría amado a un joven así). Una combinación de mis propios logros y capacidad, y el respeto que esto me granjeó, garantizó el que yo estuviera pronto desempeñando un papel destacado en la organización del ejército. Es preciso tener en cuenta que Israel era entonces un Estado joven, libre del peso de la púrpura que grava las entidades políticas con largos siglos de historia. Dado que nuestra organización era rudimentaria y en cierto modo experimental, las oportunidades se las daban a los jóvenes con ideas innovadoras, oportunidades que no habrían tenido en otras circunstancias. (Observo, dicho sea de paso, que el joven Salomón, más viejo, que no más sabio que lo que le corresponde por sus años, tiende a admirar la formalidad en las estructuras y maneras de hacer pactos, tendencia que ciertamente restringiría el desarrollo de talentos como el mío en un reino que estuviera gobernado por él. Eso sería la perdición de Israel, pero nada de lo que yo diga tendrá la menor influencia en este joven que no ve el momento en que yo desaparezca de la escena pública).

Estaba claro que con la victoria de Ela, propiciada gracias a la derrota que infligí a Goliat, se consiguió un gran alivio temporal para Israel. Los filisteos habían sido expulsados de Sefela, región de bajas colinas, pero Saúl no se aventuró a perseguirlos hasta la llanura y continuar allí la campaña. Así que se retiraron cómodamente a sus ciudades de Gat, Ascalón y Zimlag, dispuestos a reanudar la guerra cuando les conviniera. Israel no estaría seguro mientras los filisteos no fueran sometidos.

Era esa una tarea que parecía estar por encima de nuestras fuerzas y ante la cual la mayoría de la gente, incluido Saúl, se echaba atrás. Hay que excusar las dudas del rey. Había pasado tantos años en una guerra intermitente, ofensiva y defensiva, con los filisteos, que dejó de creer —si es que lo creyó alguna vez— en la posibilidad de una victoria final. Para él la guerra con los filisteos era parte de su vida, algo tan natural como las estaciones del año. La vida sin ella era tan inconcebible como la naturaleza sin las estaciones. Esto explica que la mente humana a veces se estanque en una idea fija.

Había buenas razones para esta forma de pensar, por enfermiza que a mí me pudiera parecer. Yo estaba dispuesto a aceptarlas. Una de las razones caía por su propio peso: los filisteos eran mejores luchadores que los israelitas, más valientes y más vigorosos físicamente. Fue curioso que, cuando mencioné este hecho que para mí era indiscutible, hubo un alboroto de protesta procedente de aquellos que irónicamente creían que la guerra con los filisteos no podía tener un desenlace feliz; en cambio yo, que sí lo creía, estaba dispuesto a aceptar esta desagradable realidad. El tumulto que se armó en la cámara del consejo fue sofocado oportunamente por Jonatán, que comentó con una sonrisa:

—No es sorprendente que David piense como piensa, porque Goliat era, sin ninguna duda, físicamente superior a él y, sin embargo, sufrió una aplastante derrota. Me imagino que David nos quiere decir que nosotros somos superiores en un aspecto de gran importancia…

—¿Y cuál es ese aspecto? —preguntó Saúl, frunciendo el ceño.

—La inteligencia, padre.

Me agradó ver cómo Ajitofel, probablemente el miembro civil más inteligente del consejo, sonreía.

No tuve más remedio que adelantarme a confirmar que Jonatán se me había anticipado. Y que en mi opinión éramos superiores en inteligencia. Hice aquí una pausa para dejar que se manifestara un cierto grado de satisfacción por nuestra superior inteligencia. La pausa fue afortunada porque, gracias a ella, no añadí que de nada servía disfrutar de una inteligencia superior si no la poníamos en práctica, aplicándola a la situación que nos concernía. Durante toda mi vida he necesitado tener cuidado de no dar la impresión de ser más inteligente que las personas con las que estaba en contacto y tal vez una de las cosas más útiles que Jonatán hizo jamás por mí fue persuadirme de que tratara de disfrazar mi superioridad intelectual con frases vagas y corteses. Por cierto, una de las razones por las que nosotros los israelitas no somos simpáticos a nuestros vecinos y hasta desconfían de nosotros es porque somos muchos los que no ocultamos el hecho de que los consideramos inferiores a nosotros, tanto intelectual como moralmente.

Teniendo en cuenta esto y tras sorprender un gesto en el rostro de Jonatán que interpreté correctamente como un aviso, inicié un análisis de la diferencia en el terreno militar entre los filisteos y nosotros. La gran ventaja que nos llevan estriba en cómo han desarrollado el carro de guerra, combinando la movilidad con un formidable poder de destrucción. En una batalla campal, esto era demasiado para nuestra infantería convencional armada con jabalinas, lanzas y espadas cortas, porque los arqueros que ellos transportan en los carros pueden hacer mucho daño mientras todavía quedan fuera del alcance de nuestras jabalinas y, cuando nuestras líneas se han debilitado, la arremetida de los propios carros resulta frecuentemente irresistible. Encontrábamos difícil competir; porque Israel no era un país que criara caballos; ahora bien, si pudiéramos apoderarnos de una franja de la llanura costera y ocuparla, las cosas serían de distinta manera en este aspecto. Mientras tanto, estoy dando mi opinión, deberíamos tratar de dar más empuje a unas fuerzas dotadas de mayor movilidad incluso que los carros, me estoy refiriendo a los honderos y a los arqueros, ligeramente armados. Podríamos derrotar a los filisteos en combates irregulares e incluso en batallas campales, si escogiéramos cuidadosamente nuestro terreno. Y al llegar a este punto, rendí homenaje a la astucia de Saúl al seleccionar el valle de Ela, terreno en que los filisteos encontraron escasas posibilidades de maniobrar con sus carros. Además, añadí que, si íbamos a librar batalla en la llanura, no solamente teníamos que mejorar nuestra movilidad, sino entrenar a nuestros lanceros, mejor protegidos ahora por los honderos y los arqueros, a resistir el ataque de los carros de guerra. Mencioné que tenía también algunas ideas acerca de cómo hacerlo, pero que tal vez había dicho bastante por el momento.

A mis palabras siguió una discusión general en la que los tradicionalistas atacaron mis sugerencias. Jonatán intervino solamente para preguntar la razón de algunas de sus suposiciones, pero se abstuvo, según habíamos acordado, de apoyar abiertamente mis sugerencias. Abner se mantuvo en silencio un buen rato. El propio Saúl parecía distraído, desmenuzando con los dedos la miga del pan hasta que tomó un color gris y luego dio unas palmadas para llamar a un esclavo, y le mandó traer vino. Bebió dos vasos muy deprisa y permaneció sentado, con otro vaso lleno en la mano derecha, mientras los dedos de la izquierda continuaban haciendo bolitas con miga de pan. Imposible dilucidar si era porque la discusión le aburría, porque le molestaba mi crítica implícita de la forma en que dirigía los asuntos bélicos —a pesar de que lo había colmado de elogios—, o porque estaba meditando las alternativas que yo había sugerido, o si simplemente estaba abstraído y se había retirado a ese su mundo privado en el que su mente parecía ahora habitar con tanta frecuencia.

Entonces Ajitofel levantó la mano, y Abner, que sin decir una palabra se había hecho cargo de la reunión al renunciar Saúl inconscientemente a la tarea que le correspondía, le pidió que tomara la palabra. No recuerdo exactamente lo que dijo, pero su actitud sí la recuerdo con claridad: con tono suave, insinuante y sibilino sugirió que era inexcusable que se levantara a hablar, pero, puesto que estaba cometiendo una incorrección, no podía por menos de expresar su profundo agradecimiento por el hecho de que estuviéramos dispuestos a escucharle. De esta manera, con sentidas disculpas por su imprudencia, continuó la reunión, como generalmente hacía.

Ajitofel era un ser extraño. Como no era sacerdote ni soldado su posición era comprometida, pues no podía alegar haber llevado a cabo ningún hecho notable. Sin embargo, cuando se decidían los asuntos allí estaba Ajitofel tomando la última decisión. Tal vez algún día haya un término que defina adecuadamente a una persona como Ajitofel; estoy seguro de que representa un tipo de hombre del futuro. Si la sociedad que yo he tratado de crear con mi esfuerzo se llega a consolidar, y si quiero hacer justicia a Salomón, debo decir que él es el único de mis hijos que comprende que he estado tratando de formar una nación a partir de un pueblo compuesto de tribus, y de crear algo sin precedentes, algo de lo que yo mismo no tengo más que una idea incipiente de lo que me propongo, algo que por supuesto encuentro imposible precisar, porque no existen palabras para definir lo que todavía no tiene nombre en nuestra lengua; si, como digo —pero me pierdo en los lapsus de la senectud—, tal sociedad llega a materializarse, probablemente habrá muchos Ajitofeles. Tal vez la interpretación de la ley no será ya un asunto reservado a los sacerdotes, sino a una categoría completa de Ajitofeles. Yo siento admiración por él, a pesar de todo.

En aquella época de la que estoy escribiendo ahora, tenía sobrada razón para sentirme agradecido a él. Era partidario de Jonatán, porque veía que la estrella de Saúl se estaba desvaneciendo y la ambición lo llevó a enrolarse en el círculo de mi amigo. Quizá fuera su confidente en las materias más íntimas. Yo sospecho esto por la manera calculadora con que me miraba. Lo cierto es que miraba a todo el mundo igual, pero había algo tierno y vigilante en su actitud hacia mí. El resultado final del discurso a que me acabo de referir fue que yo gané la partida. Se me encomendó la preparación del nuevo ejército de Israel, la organización del material bélico que se precisaba y las tácticas que debía seguir en la batalla.

Los meses siguientes estuvieron llenos de gozo y placer. Yo trabajaba muchas horas, pero no me importaba. Me encontraba rebosante del entusiasmo que da la juventud y sentía la fuerza de mi poder. Hay pocos placeres más grandes en la vida que la posibilidad de poner en práctica, en su plenitud, los dones que uno posee, y hay pocos más satisfactorios que el hacerse cargo de un destacamento de soldados sin instrucción y moldearlos hasta convertirlos en una fuerza capaz de luchar.

Nombré a Joab mi lugarteniente. (Uno no debe permitir nunca que sus sentimientos personales influyan en la elección de sus subordinados. Salomón, creo yo, sabrá seleccionar bien a sus hombres porque es incapaz de sentir simpatía por nadie). Joab desempeñó su cargo a la perfección, como yo sabía que lo haría: se le podía dar una orden y estar seguro de que la llevaría a cabo satisfactoriamente. No había aprendido aún a valorar su propia capacidad. Su juicio en asuntos militares era admirable: sólo por eso le necesitaba yo.

Los resultados no tardaron en mostrarse halagüeños. Nuestras tropas, con un alto nivel de preparación física y convencidas de la habilidad que poseían —como lo están generalmente los soldados que confían en sus generales—, empezaron a infligir tal cantidad de derrotas a los filisteos, que estos se asombraron al descubrir que las fuerzas israelitas se movían ahora más deprisa que antes, y que continuamente los cogían por sorpresa.

Y había algo más: aunque yo escogía, naturalmente, lo más selecto de mis tropas de entre mi propia tribu, Judá (mi propio hermano Sama resultó ser un excelente oficial), tuve especial cuidado de incluir a tantos miembros de las doce tribus como me fue posible. Había una buena razón militar para ello: no éramos tan numerosos como para prescindir de cualquier recurso humano que se nos ofreciera. Además pensé que acreditarme entre las tribus del norte me sería útil en el futuro.

Gané gran popularidad. Nada demostró mejor la nobleza de carácter de Jonatán que su absoluta ausencia de resentimiento ante mis éxitos militares. No le ocurrió lo mismo a Saúl. Cuando oyó decir que había una canción popular que rezaba: «Saúl ha matado a miles, pero David a cientos de miles», hubo muchos que le hicieron ver que yo me estaba convirtiendo en su rival, incluso él mismo había ya concebido esa sospecha. Era una insensatez. Yo tenía solamente veinte años cuando se oía a las muchachas cantar esa canción al atardecer, cuando sacaban agua de los pozos.

Pero el pobre Saúl se estaba sumiendo gradualmente en un mundo de tinieblas.