He sufrido mucho, por eso me pregunto si existe desdicha mayor que la de un joven consciente de sus poderes a quien se le prohíbe ejercitarlos, un joven a quien se le concede una visión de su tierra prometida y encuentra después una cortina corrida que le oculta el futuro. Durante dos años languidecí en mi hogar, como un simple pastor, un cabrerizo. En la soledad de la noche clamaba al Señor: «¿Hasta cuándo seguirás olvidándote de mí, Señor? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro y me negarás tu protección? Piénsalo y escúchame, Señor, mi Dios: ilumina mis ojos, no sea que me vea obligado a dormir el sueño de la muerte».
El encanto del lenguaje poético no me sirvió para contener mi desdicha o aliviar mi desesperación. ¿Qué puede hacer un poeta, me decía a mí mismo, sino componer canciones? Pero mi corazón me contestaba que yo era más que un poeta.
En aquellos meses de nostalgia me asaltaban con frecuencia las tentaciones. Había jovencitas en el pueblo y en la casa de mi padre que hubieran estado dispuestas a satisfacer mis necesidades. Me entregué una vez a una muchacha morena, una esclava quenita; pero después de un breve embeleso y un desahogo momentáneo, se apoderó de mí la vergüenza. Resulta extraño recordar ahora ese sentimiento, pero mi juventud fue por naturaleza casta, virtuosa, plena de aspiraciones. La muchacha sollozó también, tal vez de gozo. Ni siquiera recuerdo ahora su nombre.
Mis hermanos permanecían en el ejército. Las guerras continuaban, ora a un lado ora a otro, pero la mayor parte del tiempo nosotros sólo sabíamos de su existencia por los rumores que nos llegaban. En cierta ocasión un grupo de asaltantes filisteos llegó a Belén, en plena fuga, sin apenas detenerse a saquear. Yo observé el rastro de polvo que dejaban al marcharse, acurrucado tras un olivo en la colina del pueblo, después de haber llevado mi rebaño a una cueva donde podía permanecer oculto.
Mis hermanos —Eliab, Abinadab y Sama— vinieron a casa dos veces con ocasión de una tregua en la lucha. Se vanagloriaban de sus hazañas, aunque Sama me confesó que en realidad ninguno había conseguido gloria de la que mereciera la pena hablar. Me contó cómo Joab se había ido ganando el favor y la estimación de Saúl, hasta el punto de que se le podía ahora considerar como el cuarto hombre más importante del reino, después del propio Saúl, de Jonatán y de Abner. Cuando mencionó el nombre de Jonatán, yo me alegré de estar en la penumbra para que no pudiera verme el rostro. Yo deseaba y al mismo tiempo temía oír su nombre. Procuraba que mis hermanos lo pronunciaran y entonces me apartaba de su vista. Pero eran las imágenes de Micol las que llenaban mis noches de inquietud y de excitación.
Era Eliab, sobre todo, el que no escatimaba su admiración por Joab. Según él, la fama de Jonatán no se debía a sus propias hazañas, sino al consejo y al talento de organizador que poseía Joab.
—Reconozcámoslo —decía—, Jonatán deslumbra y Joab proporciona la solidez.
Tenía el rostro colorado por efecto del vino y daba puñetazos en la mesa al hablar. Era un hombre gordo, satisfecho de sí mismo y con un semblante arrebatado. Era en Eliab en quien yo estaba pensando cuando escribí aquel verso que se cita a menudo: «Dice el necio en su corazón: no hay Dios».
Opinaba también que Joab valía por dos Abner.
«Si Abner no fuera primo de Saúl…», Era un estribillo que repetía constantemente. Yo sabía que esto era también una estupidez. Nunca negué el talento y los dones de Joab —sé que me habían sido necesarios— pero, como demostraré después, era inferior a Abner en todo lo que cuenta a los ojos de Dios. Abner era un perfecto caballero (utilizo aquí una palabra que yo mismo he inventado como una forma de alentar el tipo de virtud que admiro), mientras que Joab, si se ha de ser franco, era, es y lo será siempre, una mierda.
«El arte de deslumbrar de Jonatán…» era una muestra del estúpido lenguaje militar en que Eliab se complacía. Le hacía sentirse como un hombre de mundo, una persona que pertenece al seno del gobierno. ¡Pobre Eliab! A pesar de lo poco que me gustaba entonces, siento ahora compasión por él. Hay algo digno de compasión en un hombre que constantemente sobrevalora su capacidad y su importancia. Siempre estaba convencido de que tenía razón pero, en realidad, pocas veces la tenía.
Le pedí con insistencia a Sama que persuadiera a mi padre de que yo era ya lo suficientemente maduro para dejar los rebaños y ocupar el lugar que me correspondía en el ejército. Cuando me informó de que mi padre había respondido que tenía que consultarlo con Eliab, se desvanecieron mis esperanzas. Además, según mi padre, mi madre quería que yo me quedara en casa.
Era difícil, hasta con la información de primera mano que me proporcionaban mis hermanos, comprender el curso que iba siguiendo la guerra. En verdad y tal como lo veo ahora, fue en su mayor parte una sucesión de confusas escaramuzas en la incierta frontera entre los hijos de Israel y las tribus de los filisteos: asaltos a los graneros y a las eras, quema de cosechas, dispersión de rebaños y algún que otro ataque a ciudades mal defendidas. Saúl y Jonatán lograron algunos éxitos, los suficientes como para incitar a los reyes filisteos a unirse entre sí y, cuando yo tenía dieciocho años, enviaron un gran ejército contra Israel, como si estuvieran decididos a sojuzgarlos y a terminar con Saúl. Se corrió el rumor de que el peligro nunca había sido mayor.
Parecía que la campaña había llegado a un punto decisivo, pero los generales de ambos ejércitos tenían miedo de iniciar ellos el primer movimiento de sus tropas. Tuvimos noticias de que mis hermanos estaban apostados en el valle de Elah, a punto de agotárseles las provisiones y con los filisteos alineados en las colinas de enfrente. Le rogaron a mi padre que les mandara lo que pudiera y yo le supliqué que me dejara hacerme cargo de la expedición. Se resistió a hacerlo, pero yo insistí y lo conseguí, sobre todo porque no había ninguna otra persona en quien confiar y él era demasiado viejo para hacerlo por sí mismo. Pero me ordenó que volviera tan pronto como hubiera entregado las provisiones, para comunicarle cómo estaban mis hermanos. No creo que se me deba censurar por tomar en secreto la decisión de no hacer lo que se me estaba pidiendo.
Viajamos durante toda la noche y llegamos a un lugar desde donde se veía el campamento cuando la bruma del amanecer empezaba a levantarse del fondo del valle. Yo, al no saber nada de la guerra, estaba asombrado de ver a los soldados agachados sobre las ollas, engrasándose el cuerpo, poniéndose las armaduras, llevando cubos a las líneas de combate. No tenía la menor idea de lo que era la vida militar y no se me había ocurrido que los soldados tienen que llevar a cabo todas las tareas cotidianas de la vida diaria, incluso en plena campaña. El olor de las letrinas era nauseabundo, dicho sea de paso, y no seria exagerado decir que mi primera experiencia de la vida de campamento me enseñó la importancia de ocuparse de los suministros y de no descuidar la higiene. Muchos ejércitos han sucumbido víctimas de la fiebre porque las letrinas fueron excavadas en lugar inadecuado.
Sólo la guardia de noche estaba en estado de alerta. Al abrirme camino a través del campamento, preguntándome si lograría encontrar a mis hermanos en medio de tanta confusión de hombres y de armas, comenzaron a sonar las trompetas. Yo aligeré el paso, deseoso de ver alguna acción o movimiento del ejército, pero no sé quién me dijo que no era más que el toque para el cambio de guardia nocturna y la sustitución por un nuevo destacamento.
—Lo lamento, pero no lo entiendo —dije yo.
—Bueno —me contestó con expresión afable un soldado de mediana edad—, no es sorprendente que estés confuso si eres nuevo en el campamento. En verdad que estamos en una situación extraña. ¿Ves el arroyo allá abajo? Eso es lo que nos tiene inmovilizados a todos. En ambos bandos tenemos miedo de ser los primeros en cruzarlo, porque quienes lo crucen se ponen en una posición desventajosa. Así que nos quedamos sentados y nos fulminamos con la mirada a través del río, como gatos salvajes que no se atreven a moverse ni el uno ni el otro. Tal vez tengamos que ver cuál de los dos bandos se muere antes de hambre. ¿Qué sacos son esos que tienes ahí, muchacho?, ¿son vituallas que tienen derrengados a esos pobres burros?
—Sí —contesté yo—, pero tengo que entregárselas a mis hermanos. Pero si tienes hambre, te daré un par de hogazas, si me dices dónde puedo encontrar a mis hermanos, los hijos de Isaí.
—¿Los hijos de Isaí? —Se rascó la cabeza—. Pues la verdad es que no lo sé con certeza. Pero no me vendría mal un poco de pan.
En aquel preciso momento se oyó un toque de trompetas del otro lado del valle, y una sonora ovación resonó entre las filas de los filisteos. Se destacaron dos hombres a la luz del sol, el primero con un gran escudo delante de su cuerpo, el segundo, aun en la distancia, parecía ser un hombre gigantesco. Avanzó hasta la cima de la colina y se llevó a la boca un inmenso cuerno.
—El muy desgraciado —dijo mi nuevo amigo—. Todas las puñeteras mañanas a la misma puñetera hora.
—Y ¿qué es eso? ¿Quién es él?
—Escucha y te enterarás enseguida.
Había caído el silencio sobre nuestro campamento como una losa, como si estuviéramos avergonzados. De eso me di cuenta inmediatamente, aunque no sabría decir cómo. El filisteo prorrumpió en un bramido que helaba la sangre, aumentado por la resonancia del cuerno. Yo no podía captar todas las palabras, pero el sentido estaba claro. Desafiaba al ejército de Israel a que sacara a un campeón para luchar con él y que esa lucha decidiera el desenlace de la guerra.
Avanzó un poco más hacia nosotros, manteniendo la mirada fija y dando la impresión de que no se daba cuenta de cómo su escudero se movía al unísono para protegerle de cualquier proyectil que se pudiera lanzar contra él. Dio un paso más y se puso a menos de cincuenta metros del arroyo y en línea recta a no más de esa distancia, entre los dos ejércitos.
Yo lo miré fijamente. Llevaba un casco de bronce en la cabeza y una cota de malla de bronce también. Armaduras del mismo metal le protegían las piernas; llevaba una lanza con la punta de hierro y una espada corta y ancha sujeta al cinto. Era ciertamente un gigante. Yo nunca había visto un hombre tan grande. Mi hermano Eliab era el más alto que yo conocía, más alto incluso que el rey, y este filisteo le sacaba más de una cabeza y además era muy corpulento. Levantó otra vez la cabeza y bramó, pero esta vez sí pude entender sus palabras.
—¿Es que todos los hombres de Israel son unos cobardes? ¿Es que tienen en su pecho corazones de mujer? ¿Cómo es posible que no haya ninguno que se atreva a aceptar mi desafío?
Soltó una carcajada y prorrumpió en obscenidades y amenazas de cómo despellejaría el cuerpo de quien se atreviera a enfrentarse a él.
El oírle hablar como lo estaba haciendo despertó mi interés, porque me pareció que estas amenazas tenían la intención de disuadir a un contrincante más que de espolearlo, y que por lo tanto el gigantesco filisteo tal vez no fuera el héroe que pretendía ser.
—Todos los días sin excepción —dijo el soldado— se planta ahí hasta que el sol se levanta en lo alto, mofándose de nosotros y profiriendo juramentos, hasta que literalmente terminas asqueado de oírlo.
—¿Y no ha habido nadie que haya aceptado su desafío? —pregunté yo.
—Échale una buena ojeada, chaval —dijo otro soldado—. Mira sus brazos y sus piernas, mira sus armas, ¡ni que estuviéramos locos!
—Dicen —añadió un tercero— que el rey ha prometido su hija en matrimonio al hombre que mate a ese maldito Goliat, pero yo me digo que un hombre muerto no podrá ser nunca un marido, por mucho que le prometan.
—Eso son tonterías —dijo mi primer amigo—. El rey no ha hecho semejante promesa, y por la siguiente razón: porque sabe que no hay un solo hombre en el ejército que pueda vencer a ese Goliat y sabe también el efecto que tendría en el ejército mandar un campeón y verlo despedazado.
—Sí, sí —dijo el segundo soldado—. Y ¿qué efecto tiene el no mandar a ninguno? ¿Se os ha ocurrido pensar en eso?
—Pero es una vergüenza —dije yo— dejar que ese bruto nos insulte como lo está haciendo.
—Vergonzoso sí que lo es —dijo el tercer soldado—. Pero, en lo que a mí concierne, chaval, prefiero sentirme avergonzado que muerto. Es cosa tuya si piensas de otra manera. ¡Adelante y enfréntate con él si así lo deseas!
Y se rio. Era lo absurdo de la situación lo que le hizo reír.
—Está bien —repliqué yo—, lo haré. Si no hay nadie dispuesto a defender el honor de Israel, lo haré yo.
—Este muchacho está loco.
—No, no lo estoy —añadí yo. Me subí a una roca para dirigirme a la multitud, ahora muy numerosa—. A ese hombre lo llamáis Goliat, ¿no es así? Ha puesto toda su confianza en su fuerza y en el terror que cree inspirar. Pero yo no tengo miedo, a mí no me aterra, porque confío en el Señor de los Ejércitos que sacó a Israel de Egipto y salvó a nuestros antepasados de las manos del faraón, como me salvará a mí de las del filisteo.
Yo no pensaba lo que decía, porque, la verdad sea dicha, hablaba como si las palabras no me pertenecieran, como si me las hubiera dado el Señor, así que hablé tranquilamente, con absoluta seguridad, y mis palabras y mi actitud acallaron las risas, de tal manera que los soldados se rindieron a mí y se disiparon las dudas. Mi actitud estaba, como habría dicho si hubiera sido capaz de reflexionar, en marcado contraste con la fanfarronería agresiva del filisteo; y esto impresionó también a los que me estaban escuchando.
En aquel momento alguien pronunció mi nombre, me volví y vi a mi hermano Eliab. No creo que hubiera oído mis palabras, pero advertí que estaba furioso de ver cómo me dirigía a los soldados y dijo con malos modos:
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué has dejado tu rebaño de ovejas en la colina? Has venido aquí a ver la batalla, ¿no es eso? Te conozco bien, majadero, siempre andas metiéndote donde no te llaman.
—¿Y qué es lo que he hecho yo ahora? —repliqué—. ¿Es que no hay una buena razón para hacer lo que estoy a punto de hacer?
Señalé con un gesto al filisteo, apostado al otro lado del valle, y, con gran indignación de Eliab, los hombres me vitorearon y gritaron: «¡Llevemos al muchacho a presencia del rey!».
Tuve que esperar, naturalmente, a la entrada de la tienda de Saúl mientras le comunicaban la noticia de que se había presentado un voluntario. Yo no tenía la menor duda de que se aceptaría mi ofrecimiento. Y esto, ahora que lo pienso, me parece sorprendente, porque si yo hubiera estado en el lugar de Saúl, ciertamente habría halagado a un campeón tan joven, pero habría rehusado cortésmente su ofrecimiento de entregarse a una muerte tan cierta. Sin embargo la posibilidad de ese rechazo no se me pasó por la imaginación. Lo único que me inquietaba era encontrarme con Jonatán, no porque no tuviera deseos de verlo, sino porque sabía que intervendría para intentar convencerme y que, si no lo conseguía, trataría de convencer a su padre de que no me permitiera enfrentarme a Goliat. Pregunté a los guardias dónde se encontraba ahora y me tranquilizó saber que estaba al mando del ala derecha del ejército y ocupado a la sazón en entrenar a las tropas.
Al fin se me hizo entrar a presencia de Saúl. No dio señales de reconocerme, pero frunció el ceño y por un momento el gesto me recordó sus negros humores de desesperación y locura. Tenía las mejillas hundidas, los ojos enrojecidos y grandes ojeras por la falta de sueño y por haber derramado muchas lágrimas.
—Así que quieres pelear con Goliat y no eres más que un muchacho. Es… —hizo una pausa, como si estuviera a punto de utilizar la palabra «locura» y no quisiera pronunciarla, y la sustituyó por «imprudencia».
—No, mi rey y señor —dije yo—, no es una imprudencia, porque tengo puesta mi confianza en el Señor, el Dios de Israel. Cuando yo no era más que un niño, mi rey y señor, apacentando los rebaños de mi padre, apareció una vez un león y otra vez un oso, y me arrebataron un cordero. Aunque yo era sólo un mozalbete, agarré al león y lo maté; así pude quitarle el cordero de la boca; en otra ocasión me sucedió lo mismo con un oso. Fui capaz de hacer estas dos cosas porque el Señor estaba a mi lado. Él me defenderá también cuando me enfrente a ese filisteo incircunciso que ha tenido el atrevimiento de mofarse del ejército de Israel y del rey, mi señor.
Sin más dilación me postré a los pies de Saúl, le cogí la mano y se la besé; con ello mostraba mi lealtad y mi confianza y le hacía saber que lo único que le pedía era su bendición.
El rey siguió vacilando y le temblaba la mano, como si estuviera a punto de retirarla, pero yo se la agarré con fuerza y esperé.
—Muy bien —dijo serenamente—. Es una imprudencia, pero…
—Mi rey y señor —repliqué—, el Dios de los Ejércitos protege a los simples de corazón que depositan su confianza en Él y humilla al poderoso que confía sólo en su propia fuerza.
Saúl hizo venir a su escudero y le ordenó que me proporcionara armas y una rica armadura. Se sentó a la mesa y bebió algo de vino. (Dicho sea de paso, hay quienes dicen que Saúl bebía con exceso y que el deterioro de su carácter y capacidad mental, tan evidente en sus últimos años, se debía a la adicción a la bebida; pero yo no creo que esto fuera totalmente cierto). Traté de imaginarme lo que estaría pensando, si sentía no ser ya capaz de aceptar él mismo en persona el desafío de Goliat o si le había prohibido a Jonatán (como me enteré después) medir sus fuerzas con las del filisteo. Me pregunté si sería verdad que había prometido su hija en matrimonio a quien venciera a Goliat y si cumpliría la promesa. Pero en realidad más bien estaría reflexionando en las consecuencias de mi desafío, porque me dijo que esperara en una tienda colindante, y le oí llamar a Abner.
Acerqué la oreja a una de las junturas de las pieles con las que estaba hecha la tienda, para poder escuchar su conversación.
Abner empezó preguntando si era verdad que un joven estaba a punto de aceptar el desafío de Goliat y hablaba como si le sorprendiera que Saúl hubiera accedido.
—Yo pienso también que es una imprudencia —replicó el rey— y tal vez, aunque la actitud del muchacho me ha impresionado, esa sea una actitud sensata. Hasta podemos sacar provecho de esto. En primer lugar, exponemos a Goliat al ridículo. Hemos hablado varias veces, ¿no es cierto?, de cómo el derrocamiento del campeón desmoralizaría al ejército y de que, por esta razón, no podemos permitir que nadie se enfrente al filisteo. Pero este adversario es sólo un muchacho. Si muere en el empeño, no es una tragedia ni se pierde el honor. De hecho el espectáculo de un joven despedazado por ese gigantesco bruto puede provocar la indignación de nuestros soldados. Lo considerarán un héroe y un mártir, mientras que… pero no importa. Quiero que des órdenes para que los soldados estén en estado de alerta y una vez que el combate haya terminado, cuando Goliat se exhiba en actitud triunfal y los filisteos celebren la victoria, emprenderemos el ataque. Es la única manera de superar las desventajas del terreno que hasta ahora nos han impedido hacerlo. Hemos de salir de este punto muerto antes de que decaiga el entusiasmo de nuestro ejército y esta es la mejor oportunidad que se nos ha presentado hasta ahora.
—Está bien —dijo Abner—. Lo siento por el muchacho, pero estoy de acuerdo contigo.
—El muchacho habla con entusiasmo del Dios de los Ejércitos. Dejémosle que sea él mismo un sacrificio ofrecido al Señor —contestó Saúl riéndose.
No puedo censurar a Saúl por pensar como lo estaba haciendo, pero no fue ciertamente alentador oír una conversación como esta. Sin embargo, y al reflexionar sobre ello, no pude por menos de admirar la perspicacia con la que Saúl vio que se le había presentado una oportunidad para conseguir una victoria y la manera en que lo preparó todo para lograrla.
Se me hizo entrar en la tienda real, de la que había salido ya Abner. Saúl me dijo que me habían asignado una tienda y que tenía allí preparada mi armadura. Añadió que me vería antes de empezar mi combate contra el filisteo, al cual pude ver, cuando salí de la tienda real, andando de un lado para otro pavoneándose en la colina frente a nuestro campo.
—No hay tiempo que perder —dijo Saúl— si quieres enfrentarte hoy con él.
Los hombres que me ayudaron a armarme mantuvieron una actitud respetuosa, como si estuvieran asombrados del valor que yo demostraba. La armadura era magnífica. Me atavié con una túnica de color dorado, de un tejido lujoso que Saúl me había enviado, y dejé que los esclavos me pusieran la armadura y el casco de bronce incrustado de joyas. Tenía la sensación de ser un poderoso guerrero y sabía que mi aspecto era tan espléndido que mi más ferviente deseo era que, cuando volviera a presentarme ante el rey, Micol estuviera allí y pudiera verme.
Pero cuando volví a presencia de Saúl, me quité la armadura y las ricas vestiduras y me quedé de pie ante él vestido con una túnica sencilla de tejido burdo, con un cinturón de cuero ceñido a la cintura y con los pies descalzos.
Y sin más le dije:
—No he probado esta armadura ni estoy acostumbrado a estas armas. Lucharé y mataré a Goliat a mi manera y con las simples armas de las montañas.
Pedí, sin embargo, que la armadura y las ricas vestiduras se volvieran a llevar a la tienda que Saúl me había asignado, porque las consideraba como un regalo del que yo estaba a punto de demostrarme merecedor.
Entonces salí de la tienda del rey y anduve muy lentamente, como andan las personas tranquilas, con mi honda alrededor del cuello y sin mirar ni a derecha ni a izquierda, sino saboreando los murmullos, de admiración, los gritos de «buena suerte» que me llegaban de todos lados. Llegué más allá de las líneas delanteras y descendí hasta el riachuelo, sintiendo que se había hecho un profundo silencio detrás de mí. Mantuve los ojos bajos y no miré hacia donde estaba Goliat.
Al llegar al riachuelo me arrodillé y le recé al Señor. Escogí cinco guijarros que saqué del agua y los puse en mi zurrón. Con mi cayado en la mano crucé el agua, avancé hacia el filisteo y, mientras lo hacía, levanté la cabeza y le sonreí porque sabía que esto lo enfurecería.
Ambos campamentos guardaban silencio. Goliat se golpeó el pecho y bramó:
—¿Crees que soy un perro para que vengas contra mí con un cayado en la mano?
Maldíjome el filisteo por sus dioses: Dagon con su cabeza de pez, Belzebub, el señor de las moscas y Atargatis, la diablesa.
—¡Ven aquí! —gritó—. ¡Ven y cebaré con tu carne a las aves del cielo!
—No lo haré —dije—. Tú tienes tu lanza y tu espada, pero yo he venido a ti en el nombre del Señor Dios de Israel, que me ha prometido ponerte en mis manos. Te cortaré la cabeza y la mandaré como trofeo y testimonio del poder del Señor Dios de los Ejércitos. Esta es la batalla del Señor y él ha sido quien te ha entregado a mí.
Como yo esperaba, este desafío le enfureció y avanzó hacia mí. Pero yo eché a correr y me escabullí, manteniéndome fuera de su alcance, y continué provocándole. Esto duró algún tiempo y, cuando lo creí necesario, volví a cruzar el río hacia nuestro campamento, donde no se atrevió a seguirme porque se hubiera encontrado entre las líneas delanteras de nuestro ejército. Yo eché a correr a lo largo de la orilla y crucé el río otra vez, forzándole a dar la vuelta y a salir a perseguirme. Cada vez se iba sofocando más sin dejar de jadear, pero continuó profiriendo juramentos conforme aumentaba su furia. Yo estaba poniéndole en ridículo deliberadamente, porque me di cuenta de que había dos cosas necesarias para lograr el éxito: primero, hacerle arrojar su lanza, de manera que tuviera que luchar conmigo cuerpo a cuerpo, algo que yo no tenía intención de hacer; en segundo lugar, apartarle de su escudero que, siendo un soldado experimentado, estaba demostrando su habilidad en proteger a su señor.
Dejé que se acercara procurando mantenerme al borde del arroyo. Hice una pausa, dando la impresión de que me faltaba el aliento, y él me lanzó su jabalina. La verdad es que yo estaba a la expectativa, así que di un salto, me aparté y el arma fue a hundirse en la tierra en la orilla del arroyo. Yo subí a todo correr la colina, en sentido transversal, hacia el ejército de los filisteos, como si se hubiera apoderado de mí un pánico repentino. Hice como si tropezara y me dejé caer al suelo. Me levanté tambaleándome, me toqué la rodilla, me la froté, para hacer creer que estaba herido y mirando hacia atrás por encima del hombro, anduve cojeando un buen trecho, me volví y me planté frente a él, dejando que se me abriera la boca de par en par. Hasta llegué a exhalar un sollozo desesperado, de modo que empujó a su escudero a un lado y levantando su espada con ambas manos sobre su cabeza, se lanzó contra mí, bramando de ira y de triunfo. Yo saqué rápidamente un guijarro del zurrón y lo puse en la honda, haciendo que saliera volando por los aires. Le dio debajo del casco, en pleno rostro, y cayó al suelo. Yo miré hacia arriba. Su escudero permanecía de pie, asombrado, y después se dio la vuelta y arrancó a correr hacia su campamento. Yo me precipité sobre Goliat. Estaba tendido en tierra, con la piedra incrustada en la frente. Lo toqué con el pie y el cuerpo no se movió. Cogí la espada de las rocas donde había caído y de un tajo le corté el cuello. Fue una tarea más dura de lo que yo me hubiera imaginado, pero al fin la completé. Me metí su casco debajo del brazo y agarrando la cabeza ensangrentada por el pelo, descendí por la colina. En ese mismo instante me vi casi arrastrado por nuestros propios soldados que con gritos de entusiasmo habían cruzado el arroyo y subían la colina para enfrentarse con el ejército filisteo. Yo no miré para atrás a ver el resultado, sino que continué el descenso, crucé el arroyo y subí la colina hacia la tienda de Saúl.
Me envolvía un silencio sepulcral. Miré a través del valle y presencié la huida de los filisteos.