4

Joab me dejó en una antesala del palacio. Yo me alegre de verme liberado de su presencia y creo que a él le ocurrió otro tanto. Su manera despótica de comportarse se había suavizado durante el viaje, pero ahora que habíamos llegado, tuve la impresión, lo digo sin tapujos, de que se avergonzaba de mí. Era un hombre riguroso y convencional y, aunque hubiera sugerido, como él mismo dijo, que yo era la persona idónea para ayudar a curar al rey, también podía pensar que un cantor y un arpista como yo no era la persona de quien la familia pudiera enorgullecerse. No lo sé. Conozco a Joab de toda la vida, pero nunca he sabido leer sus pensamientos. Hubo siempre en él algo que yo no me atrevía a descifrar. Él piensa lo mismo de mí y, aunque pocos hombres me han servido mejor, ninguno lo ha hecho tan a disgusto. La vida nos ha uncido al mismo yugo como a un par de bueyes en las faenas del campo, pero esto es lo máximo que se puede decir de los dos.

Yo esperé y esperé. Estaba nervioso porque todo me resultaba extraño y al mismo tiempo todo tenía un gran interés para mí. Estaba vislumbrando por primera vez un mundo para el que yo tenía que estar bien preparado, y me causó una fuerte impresión el que, en todas las idas y venidas, nadie hizo el menor caso de aquel muchacho que estaba sentado en un rincón con un arpa a sus pies.

Una criada me trajo bollos y vino. Me miraba como si quisiera hablar conmigo, pero yo era incapaz de participar en las bromas corrientes de una conversación. No pude probar bocado ni beber. Sentía un hueco dentro de mí y esperaba que alguien lo llenase, pero ninguna cosa material podría hacerlo.

Por fin se presentó un joven fornido y me dijo que Abner deseaba verme. Yo sabía, naturalmente, quién era Abner: su fama se había extendido por todo Israel. El joven me habló como si yo fuera un criado. Cogí el arpa y lo seguí.

Me encontré con un hombre de fuerte complexión, de espaldas a mí. El joven fornido dijo unas palabras y se fue. Yo esperé. Sentía que gruesas gotas de sudor me bajaban por los muslos. Hacía mucho calor. El aroma de las flores me enervaba. Le pedí al Señor que me diera fuerzas.

Abner se dio la vuelta y se acercó a mí. Me puso la mano bajo la barbilla y me la levantó para que yo me viera obligado a mirarle a los ojos. Me sujetó con firmeza y miró fijamente mi rostro como si estuviera tratando de extraer de mí la mismísima esencia de mi espíritu. No era esto lo que yo esperaba.

—El Señor sabe, sólo el Señor sabe, si servirás o no. ¿Comprendes lo que te quiero decir? ¿Te ha explicado Joab lo que se te pide? —preguntó.

Hice un gesto señalando mi arpa, pero no pude articular palabra.

—No. Supongo que habrá preferido que lo haga yo. Esa es su manera de comportarse. Está bien. —Me soltó la barbilla—. Muy bien, joven David, lo que he de decirte es que el rey ha perdido el juicio. En una palabra, y júrame que no se lo dirás a nadie, si quieres ver salir el sol mañana por la mañana, el rey está loco. Se ha sumido en un profundo silencio, y terrores a los que no se atreve o a los que no puede dar nombre, agitan su cuerpo hora tras hora. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

—He experimentado gran temor cuando por las noches, en las montañas y en la más absoluta soledad, sentía la desnudez del espíritu —contesté yo.

—¡Uf! —dijo—. No sé lo que eso significa. ¿Tienes miedo ahora?

—Sí, tengo miedo, pero confío en el Señor.

—Tampoco sé mucho de eso, pero tenemos que intentar lo que nos proponemos. Tal vez sea violento, te lo advierto, pero sus médicos parecen creer que la música puede apaciguarle. Esa es la razón por la que estás tú aquí.

Se sirvió de una jarra de vino y bebió un trago.

—El rey es un gran hombre. No olvides esto aunque a veces te parezca un caparazón vacío.

La habitación era como una caverna, la única lámpara de aceite que la iluminaba irradiaba una luz mortecina que dejaba la mayor parte de la cámara en sombras. Se percibía el fuerte olor del sahumerio de hierbas aromáticas. (Después me enteré de que los médicos del rey creían que esto podía aliviar sus dolores de cabeza). Durante un instante me pareció que estaba solo. Después me di cuenta de que había un bulto acurrucado en el suelo, con la espalda contra la pared, cerca de la mesa donde estaba la lámpara. Levantó la cabeza y conforme mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, se encontraron con los ojos del rey, inexpresivos, perdidos, como si miraran sin ver, inmóviles como si estuvieran penetrando mi alma. Los ojos del rey continuaron fijos en mí; yo, entre tanto, me agaché y empecé a afinar mi arpa. Mantuve mi propia mirada apartada, pero no pude deshacerme de la conciencia de esa mirada, sombría y melancólica.

Abner me había advertido que no mediaría palabra alguna, así que me puse a rasguear las cuerdas del arpa y empecé a cantar.

Estaba acostumbrado a cantar solo bajo el cielo estrellado, y también para mí mismo, como una afirmación de la belleza de la creación; pero a menudo cantaba también en el pueblo, por las noches, cuando las criadas se agrupaban a mi alrededor y cantaban suavemente haciendo coro clavando sus ojos en mí extasiadas hasta tal punto que me hacían modular el tono, pasando del ardor a la melancolía, lo que arrancaba lágrimas de sus ojos y profundos suspiros de sus pechos. En ocasiones así sabía que yo era el señor, no sólo de la música sino de todo el que la oía. Pero ahora, al empezar a cantarle a Saúl, tenía la garganta seca y la voz destemplada, y en la primera balada me equivoqué en tres notas. Pero él ni se inmutó. Canté canciones sobre Abraham y el origen de nuestra raza, sobre José y su grandeza en Egipto, sobre Moisés y el paso del mar Rojo, sobre los años de la travesía del desierto, sobre Josué y el toque de las trompetas que hicieron caer las murallas de Jericó. Pero Saúl ni se inmutó.

Mi voz se iba fortaleciendo y mi corazón latía con más fuerza, vislumbrando ante mí el fantasma de mi fracaso. Veía que esta gran oportunidad que se me había otorgado se desvanecía de manera vergonzosa. Resonaban en mis oídos las mofas de mis hermanos y me veía regresando a la casa de mi padre cubierto de ignominia. Tenía deseos de llorar, de esconderme como un animal herido. Maldecía en mi corazón esa masa de carne que era, o que había sido, Saúl, que no estaba dispuesto a vibrar con mi música, pues allí estaba inmóvil como una roca de las montañas.

Canté canciones de amor sobre doncellas junto al pozo al atardecer, con el deseo reflejado en sus ojos, mirando a los pastores llegados allí. Canté la tierna picardía de sus insinuaciones a la luz fría de la luna que se alzaba en el firmamento, ante la indiferencia de los asnos que descansaban bajo los olivos. Pero Saúl ni se inmutó.

Humedecí mis labios y, en el colmo de mi osadía, canté a la belleza del propio Saúl, al vigor de los años de su gloriosa juventud. Canté a su valor guerrero y a su magnanimidad en la victoria.

Las grandes ambiciones, sus hechos memorables,

el mayor de todos, el ardor del deleite que desciende sobre el más grande de los hombres;

el esplendor de la mañana, los días que embelesan,

la gloria y la belleza que emana el rey Saúl.

Al oír estas palabras, levantó la cabeza, alargó la mano —fuerte, renegrida, velluda— y la acercó hasta tocar mi mejilla. Sus dedos temblaron como los de una mujer en los primeros momentos del despertar de una pasión, pero eran fríos como el metal en una helada mañana. Yo no me aparté. Me esforcé en clavar mi mirada en sus ojos y los encontré perdidos. Apartó él la mano de mi rostro y yo seguí cantando. Pero había ahora una diferencia: el mal estaba saliendo de Saúl. Canté suavemente una canción de cuna como se le puede cantar a un niño y los párpados cubrieron sus ojos mortecinos, y se durmió. Yo sabía que era el sueño de un hombre agotado que durante mucho tiempo no se había atrevido a entregarse a la placidez del sueño, por miedo a que los demonios lo atacaran. Continué cantando suavemente, con dulzura, hasta que callé; se hizo el silencio y no se oía más que la respiración del rey.

Pasado un rato, se corrió la cortina y Abner me hizo una seña.

—El rey está dormido —dije yo

—Hace muchos días que no duerme. ¿Cómo se despertará?

—¿Quién puede saberlo?

—¿Han salido de él los demonios?

—Tal vez estén también dormidos —dije.

—Has cumplido muy bien tu misión. Tienes aspecto de estar muy cansado.

Dio unas palmadas y apareció una esclava con una bandeja con vino y pastelitos de almendra.

Hasta la fecha no conozco la causa del problema de Saúl, tampoco sé por qué mi música le apaciguó y pareció curarle. Algunos de los cortesanos del rey decían que su estado era consecuencia del mandoble recibido por la espada de un filisteo unos meses antes; esto, según ellos, hizo que el hueso oprimiera su cerebro. Tal vez sea verdad; pero si lo era, es difícil imaginarse que la música pudiera tener en él un efecto beneficioso. No obstante, es demasiado suponer que la mejoría de su enfermedad se notara sólo cuando yo tocaba y cantaba para él. En lo que a mí respecta, siempre creí que el hecho de que Samuel rechazara a Saúl trastornó su mente, dando origen a extraños temores. Tal vez Saúl no se consideró nunca digno de su papel real y por eso buscó refugio a su exagerada sensación de incompetencia en sus ataques de locura. Tal explicación —aun siendo la clase de explicación de la que se mofaría un hombre de sentido común como Joab— es creíble para mí. Sé por experiencia propia cómo la mente está expuesta a terrores que la razón descarta, pero que no es capaz de apaciguar.

Volví a tocar y a cantar para el rey al día siguiente y lo vi de nuevo pasar de ser una mera masa de carne, sumida en profundos espasmos a los que no podía dar nombre, a ser un hombre que cerraba los ojos y se sumía en un sueño reparador. Así continuamos durante seis días; la gente se preguntaba la razón del cambio que se estaba operando en Saúl, pero se mantenían apartados y todavía temerosos. Solamente Abner creía que realmente se estaba produciendo la curación. Día tras día me daba ánimos, porque cada vez que estaba a punto de entrar en la cámara de Saúl, el miedo se apoderaba de mí, ya que me parecía que Saúl seguía siendo un caso incierto. Por añadidura tenía miedo de que los demonios salieran de su cuerpo y entraran en el mío. Naturalmente esos temores eran ridículos, como los de un niño, o como el temor a la noche, cuando el caminante se siente forzado a mirar hacia atrás, aunque sabe bien, y se lo repite a sí mismo, que no puede haber nadie allí. Sin embargo, se apodera de él ese mismo temor que él desprecia. Durante los primeros minutos, todos los días yo encontraba difícil pulsar las cuerdas de mi arpa.

El séptimo día, al atardecer, canté un salmo al Señor que había compuesto yo mismo, después de mi llegada a Gueba:

El Señor es mi pastor; nada me falta.

Me pone en verdes pastos y me lleva a frescas aguas.

Recrea mi alma y me guía por las rectas sendas, por amor de su nombre.

Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno,

porque tú estás conmigo; tu clava y tu cayado son mi consuelo.

Tú pones ante mí una mesa, enfrente de mis enemigos.

Has derramado el óleo sobre mi cabeza, y mi cáliz rebosa.

Sólo bondad y benevolencia me acompañan todos los días de mi vida

y moraré en la casa del Señor por muy largos años.

De nuevo, cuando terminé de cantar y las notas del arpa se apagaron, Saúl extendió el brazo y me tocó con la mano la mejilla, pero esta vez sus dedos estaban ardiendo y su mano era firme.

—He estado fuera —dijo— y tú me has vuelto a traer aquí.

Así que lo dejé, con mi corazón rebosante de gozo, porque sabía que había conseguido algo que ni en sueños me pude imaginar que pudiera lograr. Le dije a Abner que, en mi opinión, el rey había vuelto a ser el que fue siempre.

Abner me dio las gracias y me alabó, no sin antes manifestar por primera vez cierta falta de seguridad. Esto me preocupó: no era lo que yo esperaba encontrar en él. En cuanto a mí, me di cuenta de que mi euforia se iba desvaneciendo. Es una sensación que desde entonces he aprendido a considerar normal, después de un gran agotamiento del espíritu. Es una cosa que hay que pasar: es como la tristeza que sigue al acto sexual. Todo era distinto; hasta la sensación de triunfo te iba abandonando, como el líquido que rezuma el sudor de una alcarraza, y te das cuenta de que el mundo continúa, tiene que continuar, a su tenor habitual. Esta sensación no era nueva para mí, ni siquiera entonces, pero en la antesala del palacio la experimenté con más intensidad que nunca.

Abner se despidió de mí murmurando una excusa; creo que se alegró de marcharse, pues parecía sentirse repentinamente violento por mi presencia. Yo me eché en un diván, conteniendo a duras penas las lágrimas. Las tinieblas velaron mis ojos, como si la noche se me estuviera echando encima. Un momento antes me había sentido capaz de cualquier cosa; ahora me parecía que le había entregado toda mi vitalidad a Saúl. Tal vez mis temores estuvieran justificados y los malignos espíritus de la desesperación que se habían apoderado de él, de los que yo le había librado, estuvieran ahora invadiendo mi alma. Le rogué al Señor que no permitiera que me sucediera esto, y entonces me quedé dormido.

O tal vez no, tal vez mi memoria se niega a aclararme la confusión de mi mente. Era casi de noche y me sentía aún sumido en profunda melancolía, tratando de aceptar mi inutilidad, cuando entró una esclava con una lámpara seguida de dos muchachas.

Me puse apresuradamente de pie, ellas me miraron, susurraron unas palabras entre sí y se echaron a reír.

—Lo siento —dije—. Tal vez no debiera estar aquí. No lo sé. Mi señor Abner me comunicó que esperara pero de eso hace ya mucho tiempo.

—Es muy guapo.

Eso lo dijo la más baja de las dos, una muchacha morena y rechoncha, como tantas jóvenes de nuestro pueblo

—¿Por qué me miras con tanta insistencia? —preguntó la otra.

—Lo siento —susurré. Después tragué saliva—. Es porque no he visto jamás una mujer tan bonita.

La muchacha de corta estatura soltó otra risita picarona.

—¡Qué impertinencia! —dijo.

Pero una vez que se me escaparon esas palabras, la verdad es que no podía apartar mis ojos de la otra. Era alta, esbelta como una gacela. Sus ojos, como lagos oscuros bajo párpados color violeta. Las cejas bien perfiladas se elevaban sobre ellos formando un arco perfecto y le daban a su aspecto un aire de desdén inefable, que completaba la roja curva de sus labios. Vestía ricas sedas blancas, con una banda a juego con el color de sus labios. Sus dedos eran blancos y bien cuidados. Yo era consciente de que, comparado con el de ella, mi aspecto era sudoroso, tímido y burdo. Quería esconder mis manos y esperaba que ella no se diera cuenta del sudor que perlaba mi frente, del que resbalaba por mis muslos. Pero al mismo tiempo experimentaba una excitación hasta entonces desconocida y la sola idea de que se marchara sin causarle una impresión agradable me aterraba.

—Lamento ser impertinente —dije—, pero no hay quien pueda mirarte y permanecer indiferente ante tu belleza.

—¡Ah, conque es eso! —contestó ella—. Todos los jóvenes de la corte hacen los mismos comentarios, si se atreven, y se comportan de la misma manera. Me aburre que me alaben tanto mis cualidades físicas. Simplemente hemos venido a darte las gracias.

—Y a verte —dijo la otra. Volvió a reírse—. Queríamos ver a quien ha conseguido lo que ninguno de los médicos ha logrado. Somos las hijas del rey. Yo soy Merob y esta es Micol.

En mi juventud tenía propensión a soñar despierto y pensé que Micol había venido traída por los alados serafines de los cielos, en calidad de recompensa por haber curado a Saúl. Yo sabía que ese pensamiento era absurdo, pero con todo y con eso me sentía dominado por él y no lograba rechazarlo. Así que, con los ojos fijos en Micol, le contesté a su hermana:

—No he conseguido nada. A lo sumo, soy solamente un instrumento del Señor.

—Eso es una tontería —dijo Merob.

—Y una presunción —añadió Micol—. Tenía la esperanza de que no fueras como esos jóvenes aburridos y ahora veo que, como siempre, mis esperanzas se han desvanecido.

—¡Ah, pues yo no creo que quiera decir eso! —dijo Merob.

—Por supuesto que no. Es una manera más de vanagloriarse. ¡Qué pesadez!

—No —dije, y empecé a ruborizarme al darme cuenta de que la estaba contradiciendo—. No —insistí—, no es lo que creéis. Es simplemente que no sé lo que he hecho o, mejor dicho, cómo lo he hecho. Toqué el arpa y canté, y el rey está curado. Eso es todo. No podéis esperar que yo me crea que esto tiene algo que ver conmigo, precisamente conmigo. Yo soy solamente un pastor y no comprendo estas cosas.

—Un pastor, ¡qué curioso!… —dijo Micol.

—Pues es verdad que huele a cabras —añadió su hermana—. En cierta medida es desagradable, Micol.

—Bueno —dije yo—. Siento que así sea, pero, como veis, no puedo comprender por qué se ha curado el rey. Es un milagro y esa es la razón por la que digo que soy sólo un instrumento del Señor. No estoy vanagloriándome ni mucho menos cuando lo digo. Todo lo contrario.

Viendo ahora las cosas con la perspectiva que da el tiempo, pienso: ¡qué admiración me merece la espontaneidad de mi astucia! Deseaba con toda mi alma impresionar a Micol y sabía intuitivamente que seria inútil fingir ser una persona distinta de la que era. Había demasiada inteligencia en su mirada para que yo creyera poder engañarla. Así que exageré mi diferencia con todo aquello con lo que ella estaba familiarizada. Yo no podía competir con los perfumados y presumidos efebos del palacio ni con los grandes guerreros del ejército. Así que me presenté como un sencillo pastor, como un hijo tosco de la naturaleza. Y en cierto sentido todo esto era cierto. Y cierto era también que, como un artista, yo no tenía la menor idea —como no la tienen nunca los verdaderos artistas— de cómo había logrado mis mejores efectos.

De manera que hablé así y sonreí. Me observé a mí mismo al hacerlo porque sabía que la sonrisa que le dirigí a Micol era una de mis sonrisas especiales, la que había usado toda mi vida para cautivar a mi madre y a las damas de su casa.

—¡Qué modesto! Tócanos algo y podré juzgar si estás diciendo la verdad —dijo ella, y aunque percibí la ironía en su voz, sabía que la había impresionado, tal vez porque ella reconoció que yo era también capaz de hacer uso de la ironía, a pesar de parecer ingenuo y primitivo.

Yo vacilé. Micol se retiró a la penumbra del aposento y se reclinó en un diván, en actitud expectante. Pero aun así, ni me moví. Habría sido fácil complacerla y yo sabía que podía extraer de las cuerdas de mi arpa música que la embelesaría; pero, si lo hacía, me consideraría como un músico dócil. Y esto era precisamente lo que yo no quería. Por otra parte, no sabía de qué modo impresionarla, y no quería tampoco comportarme como un niño contrariado.

Entonces se corrió hacia un lado la cortina y apareció un hombre joven que cruzó la habitación. Se dirigió a mí, me puso las manos en los hombros y me abrazó, sujetándome con fuerza entre sus brazos y besándome en ambas mejillas.

—Confío en que mis hermanas hayan sido simpáticas contigo —dijo—. Tenemos tal deuda de gratitud contigo que espero se hayan comportado mejor de lo que tienen por costumbre.

—Hemos sido encantadoras, Jonatán —dijo Micol—, aunque de una forma menos efusiva que la tuya. Acabo de pedirle a David que nos regale con los arpegios de su arpa.

—No es necesario —replicó él—. No es un músico profesional y además estoy seguro de que está agotado, ¿no es verdad, David?

—Estoy cansado —dije yo—, pero tocaré con gusto el arpa si es eso lo que Micol desea.

—No —replicó él—, lo que vas a hacer, es venir a cenar con nosotros.

Me echó el brazo alrededor del cuello y, apoyándose en mí, me llevó a otra estancia donde había una mesa, preparada para cenar.

No recuerdo qué comimos ni de qué hablamos, no sólo porque el vino fuera de una calidad excelente, desconocida para mí. De hecho, bebí poco, como he tenido siempre por costumbre. Pero lo que me embriagó fue el encanto y el deleite de aquella noche. Jonatán había hecho salir a los esclavos y estábamos solos los cuatro. Desbordaba entusiasmo en las horas mortecinas de la tarde. Era evidentemente una manifestación de alivio tras la desaparición del torvo peso de la locura del rey y todos se sentían como si hubieran salido de una prisión o de la misma tumba. Yo no había experimentado nunca, en compañía de nadie, la relajación que experimenté entonces. No se me había recibido nunca a un nivel de igualdad tan placentero, y hasta en la mesa de mi padre me sentía siempre víctima del deseo que mostraban mis hermanos de desairarme y domeñar mis pretensiones y la avidez que sentían mis padres por mimarme como a un niño. Pero de lo que estaba disfrutando aquí era de una forma de conversar en que se hacían concesiones mutuas, actitud que hacía que hasta la propia Micol se relajara.

Si, por una parte, me había enamorado de Micol, desde el primer momento en que la vi, ahora me sentía seducido por el encanto de una familia que me ofrecía algo totalmente desconocido. Se profesaban un afecto mutuo tan sincero y me habían invitado aquella tarde con tal insistencia a que formara parte de su estrecho círculo familiar, que tenía ganas de derramar lágrimas de alegría; pero no sólo no las derramé, sino que reí y hablé como no lo había hecho nunca. Sabía que estaba mostrando mi inteligencia y mi ingenio, envalentonado por el calor de las reconfortantes palabras de Jonatán y su sincero y espontáneo afecto.

Por supuesto, yo había oído hablar de sus hazañas. Era el favorito de la tribu de Benjamín y hasta de todo el ejército. Todo Israel se hacía lenguas de su valor, de su audacia e iniciativa en la guerra. Yo mismo me había sentido celoso de su fama al oír hablar de sus éxitos en Belén; tenía sólo cinco años más que yo y ya había logrado sonados triunfos, mientras que yo no había hecho más que apacentar las ovejas y componer música. Pero ahora su encanto disipó mis celos. El perfil aguileño de su nariz revelaba su orgullo, pero cuando sonreía, su sonrisa le subía hasta los ojos y manifestaba su auténtico deleite. Les tomaba el pelo a sus hermanas, siempre de forma afectuosa. Tenían la costumbre de hablar a veces con rimas improvisadas, y con gran placer por mi parte me hicieron adaptarme a este estilo de conversación y yo supe defender mis opiniones. Si Jonatán se hubiera propuesto hacer que destacase yo ante los ojos de Micol, no lo podría haber hecho mejor.

Al fin, y sin que me lo pidieran, les dije:

—¿Os gustaría de verdad oírme cantar?

Mandaron a buscar mi arpa y yo la afiné. Canté una canción pastoril de amores no correspondidos y nostalgia por el ser amado. La música los emocionó. Acalló nuestro júbilo y nos conmovió con el convencimiento de la indispensable tristeza de la vida y de la brevedad de la juventud y la belleza. Canté sobre lo perecedero de todos los placeres humanos, y nosotros, que habíamos estado alegres, conocimos un gozo más profundo al reflexionar en el momento inevitable en que nos sumiríamos en las tinieblas.

A la mañana siguiente Jonatán me abrazó y me alborotó el cabello mientras yo apoyaba mi rostro en su hombro.

—¡Cuánto me gustaría, David, que te pudieras quedar cerca de mí!

La brisa de sus palabras quemó los brotes jóvenes de mi espíritu.

—Escúchame, David —dijo en voz suave y susurrante—, escúchame atentamente. El rey ha ordenado que regreses a tu hogar. El recuerdo de su locura le atormenta y le aflige. Tu presencia aviva ese recuerdo. Es un insulto al vigor que ha recuperado, un vivo testimonio de aquellos días y aquellas noches en que no era ni siquiera un hombre. Dice que el mero hecho de verte le sirve de reproche. Te agradece todo lo que has hecho por él y te colmará de dádivas, pero su deseo es que salgas inmediatamente de la corte.

Caí de rodillas —no me avergüenza decirlo—, me agarré a las piernas de Jonatán y expresé con profusos sollozos mi dolor, mi desilusión y la rabia que me consumía. Clamé contra la injusticia del deseo real. Le dije a gritos que si verdaderamente me amaba, me dejara quedarme junto a él. Me agarré a sus piernas y le supliqué y, al notar cómo aumentaba su deseo, concebí esperanzas. Pero él me apartó y de nuevo me habló.

—David, amado, porque eso es lo que tu nombre significa, escúchame. No puedo oponerme a la voluntad de mi padre, por muchas razones, y una de ellas eres tú.

Yo no quería escuchar, pero su amor me obligó a hacerlo.

—Tienes dieciséis años, dieciséis años solamente y eres la presa de una primavera incierta y temblorosa. Cuando llegue la hora volverás hecho un hombre. Yo no dejaré nunca de amarte, como me seguirás amando tú, pero no de esta manera.

—Tienes miedo de los sacerdotes —le contesté.

—No, David, la razón por la que debes irte es precisamente porque te amo. Lo que ha pasado entre nosotros es bueno y no reprobable, pero si te quedaras conmigo, empezarías a considerarlo infame, a sentir vergüenza y a despreciarte a ti mismo.

Entonces cogió un paño y me secó las lágrimas. Se inclinó hacia mí y me besó una sola vez, suavemente, en los labios.

Abner me proporcionó una escolta para mi regreso a Belén. Había dos mulas cargadas de regalos del rey. Yo se los ofrecí a mis padres, pero pasó mucho tiempo sin que yo les preguntara en qué consistían.

Mis padres estaban encantados de mi éxito y del honor que este éxito me había conferido. Luché por ocultarles el dolor que me desgarraba las entrañas.

Después reflexioné sobre las palabras de Jonatán y lo extraño de mis propios sentimientos que se sentían atraídos por él y por Micol. Estuve atormentado durante algún tiempo sabiendo que los sacerdotes condenaban lo que Jonatán y yo habíamos hecho como algo abominable y contra natura.

Pero yo había respondido a Jonatán con la misma naturalidad con que una flor vuelve su corola hacia el sol.

Ahora, en mi ancianidad, me maravilla mi perplejidad y la abnegación y conocimiento de sí mismo de Jonatán. Olvidándome momentáneamente de mis debilidades, pienso con nostalgia en mi ardiente juventud y llamo después a Abisag para que me consuele.