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Nuestra historia la escriben los sacerdotes, por lo cual he tratado siempre de no ofenderlos. Samuel era el gran sacerdote y él es, en cierto modo, el héroe de nuestra historia, o lo será. Pero no todo era así de fácil. La elección de héroe depende de la persona que lo elige. Aquella visita de Samuel decidió el destino de mi vida. Todo lo que soy se lo debo a él y a su elección, aunque por ello varias veces estuve a punto de morir. No tiene objeto especular aquí qué habría sido de mí si el Señor no hubiera dirigido su mirada hasta posarla en mí, pero ahora, cuando tan pocas cosas tienen importancia, permitidme que os cuente cómo fue.

Empecemos por Samuel: el hijo del templo en Silo, entregado por su madre al servicio del Señor y del sacerdote Helí. Pronto se convirtió en el predilecto de Helí, entre todos los muchachos que servían en el templo, y dicen que lo reconfortaba y aliviaba, como Abisag me reconforta y alivia ahora a mí. Pero esto pueden ser habladurías debido al afán que tienen los sacerdotes de mantenerlo todo en secreto, y yo no sé si el joven Samuel fue o no fue el catamito de Helí. A nuestros sacerdotes no se les prohíben las mujeres, como a los sacerdotes de algunas naciones, pero se dice que Helí no tuvo trato carnal con ninguna mujer después del nacimiento de sus hijos Ofni y Fines.

Ciertamente tuvo necesidad de alivio y consuelo, porque Ofni y Fines pecaron contra el Señor y tuvieron relaciones sexuales con prostitutas que frecuentaban el recinto del templo, cometiendo actos abominables universalmente condenados.

De cualquier modo, lo que tuvo mayor importancia fue su fracaso en cumplir el primer deber de cuantos gobiernan un Estado, esto es, proteger al dicho Estado y al pueblo contra sus enemigos. Así, en tiempos de Helí, los filisteos acamparon sin que nadie se lo impidiera por toda la tierra de Israel y se llevaron el Arca de la Alianza, para vergüenza de Helí y de todos los hijos de Israel.

Le resultará ahora difícil a cualquiera comprender cómo al mero hecho de nombrar a los filisteos cundía el espanto en Israel, cuando yo los tengo ahora totalmente sometidos y subyugados. En lo que a mí respecta, aunque he matado a muchos, nunca compartí el prejuicio general que se tenía contra este pueblo. Al contrario, me di cuenta de que tenía mucho que aprender de ellos. Eran hábiles en artes de las que nosotros no teníamos la menor noción e incomparablemente más civilizados que las toscas tribus del Israel de mi juventud. Pero, como carecían de un dios que los protegiera, recibieron de mis manos una amarga cosecha.

Samuel complacía a Helí, del modo que fuera, y le sucedió como juez de Israel. No relataré con detalle los años en que disfrutó del poder; pueden leerse, presentados de manera favorable, en los escritos de los sacerdotes, y deben por consiguiente leerse con cautela y prudencia.

Los hijos de Samuel fueron tan incompetentes como los de Helí, y disfrutaron de la misma y dudosa reputación. Los sacerdotes se atribuyen a sí mismos una gran sabiduría, pero es curioso cómo raras veces sus hijos caminan por la senda del Señor.

Así que una delegación formada por los ancianos de cada tribu se presentó ante Samuel. Se quejaron del fracaso de sus hijos en proteger a Israel y exigieron que se terminara el gobierno de los sacerdotes. Dijeron que Israel debía tener un rey como lo tenían las otras naciones.

Esta sensata petición enfureció a Samuel. Les advirtió que un rey sería un tirano y presagió todo tipo de sucesos terribles si el pueblo se obcecaba en ser tan insensato como para preferir un rey al sagrado gobierno de los sacerdotes. Habría reclutamiento de tropas, impuestos y seducción de jóvenes.

Su elocuencia no logró convencerlos. La experiencia, primero de los hijos de Helí y, después, la de los de Samuel, les hacía pensar que no habría rey que pudiera ser peor.

De manera que Samuel cedió, sabiendo que, si no lo hacía, prescindirían de su consejo y escogerían ellos mismos un rey. Era preferible, reflexionó, elegir uno que él pudiera controlar.

La cosa se fue demorando y demorando. Un candidato no era el adecuado, a otro lo rechazaba el Señor, y así excusa tras excusa. Por fin escogió a Saúl, hijo de Quis, de la tribu de Benjamín.

He oído muchas discusiones sobre la razón por la que se decidió por Saúl, pero, una vez tomada esa decisión, aseguró haberlo hecho guiado por el Señor. Más tarde se arrepentiría de haber dicho esto, pero en aquel momento le pareció lo más prudente. El Señor habló por boca de Samuel; y Samuel nombró rey a Saúl. Era evidente, por lo tanto, que el rey tenía que obedecer al sumo sacerdote.

Es este el tipo de razonamiento que gusta a los sacerdotes; pero, naturalmente, tenga los atractivos que tenga, puede llevar a un desenlace ridículo e impracticable.

Saúl era un joven de bella presencia, alto de estatura, noble de apariencia, de cabellos negros largos y rizados y ojos tristes. Hablaba en voz baja y tenía los labios rojos como las cerezas. Samuel lo ungió con óleo, lo besó y le dijo que el Señor lo había hecho jefe del pueblo de Israel.

—Tú eres la espada del Señor, la espada de Israel, como yo soy su juez y el intérprete de su voluntad.

El pobre Saúl estaba horrorizado. Había acudido a Samuel solamente para que le ayudara a recuperar unas asnas de su padre que se habían perdido o se las habían robado. Lo que menos deseaba él era que lo hicieran rey.

—¿Pues no soy yo de la tribu de Benjamín? —afirmó en tono de protesta—, ¿y no es la más pequeña de todas las tribus de Israel, y no es mi familia la más humilde de las familias de las colinas, y mi padre no es uno de los hombres menos importantes de los benjamitas?

Samuel sonrió. Y su sonrisa parecía decir: ¿eso qué importa, si he sido yo, Samuel, el instrumento del Señor, quien te ha nombrado rey?

—Esta es la voluntad del Señor —añadió, de manera que Saúl no tuviera otra opción que hacer lo que se le pedía.

No se dio cuenta de que era precisamente la humildad de su familia y de su tribu una de las razones por las que se le había elegido.

Años más tarde, por mi muy amado amigo Jonatán me enteré de la consternación de Saúl. Me contó que la madre de este lloró profusamente cuando le llegó la noticia de que su hijo iba a ser nombrado rey.

—Nada bueno puede resultar de esto —dijo; profecía que se grabó en la mente de Jonatán, haciéndole pensar que él mismo estaba destinado a morir joven.

Pero pronto la idea de ser rey empezó a excitar a Saúl. De todas maneras, y después de haber sido ungido, no había modo de saber lo que haría Samuel si se dejaba llevar por la ira en caso de que Saúl rechazara el honor que se le confería.

Según me contó Jonatán, Saúl se sintió desgraciado durante mucho tiempo una vez que se le elevó a la categoría de rey. No sabía lo que se esperaba de él, como no lo sabían los demás, supongo yo, y temía a Samuel, que pocas veces lo dejaba solo, unas veces acariciándole las mejillas y diciéndole que era el favorito del Señor y, acto seguido, fijando en él la mirada de sus ojos azules, locos y perturbados y tratándolo como a un niño ignorante e inexperto.

Las dificultades por las que pasó Saúl en los años venideros fueron consecuencia de esta incertidumbre inicial. Le faltaba seguridad en sí mismo y pasaba de un extremo a otro. A pesar de sus muchas cualidades naturales, nunca creyó en su derecho a ser rey. Sabía que a Samuel le molestaba la necesidad de su nombramiento, hasta cuando lo trataba como a un subalterno o como a un juguete.

Había algo, sin embargo, con lo que Samuel no había contado. Saúl demostró ser un líder nato y un general con una visión excepcional del país y un buen entendimiento de los principios de la guerra. Me gustaría dejar ahora bien sentado que, aunque mi propia fama militar iba a superar con mucho la de Saúl, yo aprendí de él, en gran parte, mi pericia en las artes bélicas. En sus primeros años, antes de que su mente se trastornara y su capacidad de juicio se deteriorara, era maestro en el arte de la guerra. Esto desconcertaba a Samuel y le irritaba, por muy ventajosos que los resultados pudieran ser para Israel, porque notaba que Saúl se iba zafando de su tutela. La verdad es que el viejo sacerdote se consumía de la envidia.

Esto se puso de manifiesto muy pronto de una manera vergonzosa. En la lucha contra los filisteos, Saúl hizo que el ejército enemigo entrara en un desfiladero donde se vieron obligados a presentar la batalla en circunstancias desfavorables. Mandó entonces el rey a buscar a Samuel para que ofreciera sacrificios al Señor. Samuel no respondió y retardó la respuesta. El ejército empezó a intranquilizarse. Algunos decían que al Señor no le agradaba esta empresa; otros mostraban sus dudas y se dispersaban poniéndose en camino hacia sus hogares. Saúl volvió a buscar a Samuel; una vez más el anciano no reaccionó. Entonces Saúl perdió la paciencia y, temiendo el efecto que una nueva demora pudiera tener, tuvo la osadía de llevar a cabo él mismo los servicios religiosos y ofrecer los sacrificios.

No había hecho más que ofrecer el holocausto, cuando una fanfarria de trompetas anunció la llegada de Samuel. Este fijó su mirada en las bestias sacrificadas cuya sangre corría todavía, y la clavó después en Saúl. El rey no se inmutó. Esto indignó aún más al sacerdote, porque veía que Saúl había desafiado su autoridad. Alzó las manos y lo maldijo por su impaciencia e impiedad. Dijo que el Señor estaba para afirmar su reino sobre Israel para siempre, pero ahora su reino ya no persistiría por la irreverencia del rey. Había desposeído a Saúl de su favor y protección, como una nube oscurece al sol.

Saúl trató de dar explicaciones. No sirvió de nada. Samuel le dijo: «¿No quiere mejor Yavé la obediencia que los holocaustos y las víctimas?».

Sin embargo, cuando se entabló la batalla, Saúl salió victorioso y la gente empezó a preguntarse si Samuel sabía interpretar correctamente la voluntad del Señor.

Naturalmente todas estas murmuraciones llegaron a oídos del anciano, lo cual aumentó el odio que sentía por Saúl. Yo comprendo sus sentimientos: hay pocas cosas más amargas que un amor que ha muerto. Samuel amaba a Saúl cuando lo consideraba como criatura suya. Ahora que Saúl se había alejado de él, Samuel se reprochaba a sí mismo el amor que había sentido por el rey.

Todo esto lo sé únicamente por lo que me han contado, pero no dudo, dado el conocimiento que conservo de ambos, de Saúl y de Samuel, de cómo iban las cosas entre ellos. Saúl estaba abatido. Había respetado a Samuel y le había dado placer. El que se le hubieran retirado estos favores es lo que le apenaba. Pensaba que había actuado con prudencia; no obstante, sentía intensamente el temor del Señor y no dudaba (como otros lo hacían) de que Samuel era el portavoz del Señor. Pero Saúl no veía de qué otra manera habría podido comportarse.

Su última reunión fue aún más desabrida. Los Amalecitas, aliados con los quineos, ejercían una fuerte presión en las fronteras meridionales de Israel. A pesar de su experiencia, Saúl solicitó de nuevo la bendición de Samuel. Se le concedió, pero con esta condición: «Ve a atacar a Amalec —dijo Samuel—, y destruye por completo todo lo que poseen, así como también hombres, mujeres y niños, bueyes y ovejas, camellos y asnos».

No está muy claro ahora cómo interpretó Saúl este mensaje. En mi opinión, lo consideró pura retórica sacerdotal. De una manera u otra, después de tomar la sensata precaución de sobornar al rey de los quineos para que abandonara a su aliado, se quedó satisfecho con la victoria conseguida y no trató de seguir las instrucciones de Samuel. Comprendió, como lo comprendí siempre yo, que medidas extremas son sólo válidas para una situación límite. Supongo que deseaba pacificar la frontera meridional a fin de no engendrar eterna hostilidad contra Israel.

Samuel llegó al campamento de Gálgala, donde estaba acampado el ejército, y le preguntó a Saúl qué era aquel mugir de bueyes y aquel balar de ovejas que resonaban por el campamento.

—¿No son esos los rebaños de ovejas y las manadas de bueyes de los amalecitas que el Señor ordenó matar?

Saúl reconoció que sí lo eran y, tratando de apaciguar a Samuel, dijo que el anciano podía elegir las mejores para ofrecérselas en sacrificio al Señor. (Esto fue un acto de generosidad por su parte puesto que la carne de los animales sacrificados es propiedad de los sacerdotes). Pero Samuel no se dejó aplacar. Saúl le había desafiado demasiadas veces. Había puesto su propio juicio por encima del juicio del Señor. Por consiguiente el Señor había rechazado a Saúl como rey de Israel.

Seguro que Saúl sintió deseos de exhalar un profundo suspiro al oír esto, pero dio la impresión (eso me cuentan) de que no le afectó. Después de todo, por grande que fuera el prestigio de Samuel, el de Saúl era ahora aún mayor, debido a sus victorias. Sabía perfectamente que el ejército le seguiría y le obedecería a él, y no a Samuel. Pocos son los soldados que tienen una buena opinión de los sacerdotes y, aunque el ejército de Saúl estaba formado en su mayor parte por reclutas y voluntarios, había conseguido formar para entonces una fuerza de soldados profesionales en la guardia real, leales a su propia persona. Cualquiera que fuera el efecto moral de las maldiciones de Samuel, las consecuencias prácticas inmediatas debieron de parecerle insignificantes.

Aun así pensó que sería mejor no ponerse a malas con Samuel. Así que cuando el anciano mandó que trajeran ante su presencia al rey de los amalecitas, Saúl lo mandó buscar a su propia tienda, donde lo había alojado. No sé lo que esperaba que pudiera pasar. Como no sé lo que yo habría esperado en su lugar. Probablemente pensó que el anciano empezaría a despotricar y a proferir juramentos tal como Saúl había llegado a conocer bien en el transcurso de los años, actitud que tanto le inquietaba. Pero no se le podía pasar por la cabeza que Samuel desenvainara la espada y la descargara sobre el cuello del desdichado rey Agag. Saúl se levantó de un salto para defenderlo y logró arrebatar la espada del puño del anciano. Le dijo que saliera del campamento y que se considerara afortunado de que se le permitiera hacerlo. Cuando unos días después Agag murió a consecuencia de las heridas, la reina de los amalecitas exigió que Samuel fuera juzgado por asesinato. Saúl se negó a hacerlo. Habría sido llevar las cosas demasiado lejos. En lugar de eso, concedió a la reina como esposo a uno de sus propios hijos, no recuerdo cuál.

Había salido airoso de una situación difícil, y con tal destreza que no puedo por menos de admirarle. Pero Samuel se enfureció aún más cuando se enteró de que debía su vida al sentido común y a la clemencia de Saúl.

Partió Samuel para Rama, su ciudad, donde se sintió más seguro. No obstante, y porque tenía la intención de acabar con Saúl, no podía creer, a pesar de que los hechos demostraban lo contrario, que Saúl no albergara malas intenciones contra él. Así que durante unos meses no se atrevió a salir de Rama y al meditar sobre lo que había pasado, se agudizó su amargura, porque vio que no había posibilidad de suplantar a Saúl en un futuro inmediato, siendo tan grandes la fama y la popularidad del rey.

No tengo la menor duda de que Samuel creía de verdad que el Señor hablaba por su boca, de que conocía con exactitud los pensamientos del Señor. En consecuencia, durante largo tiempo permaneció perplejo a causa de su impotencia. Era intolerable saber que el Señor había rechazado a Saúl y ver que, aun así, Saúl seguía triunfando.

Pero la venganza es un plato que debe tomarse frío, y Samuel moriría tranquilo si sabía que dejaba preparado el camino para la destrucción de Saúl.

Con todas las precauciones del mundo consultó en secreto a los sacerdotes de todo el país y estuvo en comunicación íntima con el Señor durante las vigilias nocturnas. Después de sopesar cuidadosamente el asunto, se puso en camino en dirección a la casa de mi padre en Belén, con el resultado del que ya he dado cuenta.