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Tengo frío y tirito por las noches, por eso me han traído a una muchacha sunamita, Abisag, llamada a compartir mi lecho y darme calor. Es una joven agradable, atractiva y regordeta, de piel suave como las aceitunas antes de madurar, entrenada en el arte de hacer primores con sus labios de cereza y sus cálidas manos. No muestra repugnancia alguna cuando arrima su cuerpo joven contra el mío, frío y apergaminado, mi cuerpo que es ya casi un cadáver. Trabaja calladamente y con suma ternura, con un arte natural, tal vez resultado de un buen aprendizaje; pero yo no soy capaz de reaccionar.

La vejez es como un naufragio. En el transcurso de la noche, cuando no logro conciliar el sueño, escucho su respiración y se me anegan los ojos de lágrimas.

Vacila antes de hablar. No sé si porque tiene muchas preguntas que no se atreve a formularme. A mí me impresiona su suave reticencia y, si yo fuera un hombre sentimental, interpretaría su ternura como una manifestación de amor. Pero, por supuesto, no hay amor ni puede haberlo. En mi juventud, la idea de una muchacha como Abisag compartiendo el lecho con este ser fláccido y ajado en el que me he convertido, me habría causado repugnancia. Aún ahora esta joven me inspira compasión, suficiente al menos para protegerla del temor que corroe mi espíritu.

Pongo la mano entre sus muslos y sueño, despierto, en el pasado.

Es imposible que mi hijo Salomón, que entra en mi alcoba cada mañana con la esperanza de encontrarse convertido en rey, me comprenda. Porque a él lo han criado con el refinamiento de los palacios y su tersa piel nunca estuvo expuesta a las inclemencias del tiempo, en cambio yo me crie entre las penalidades de las montañas. Me molesta esta diferencia y creo que este resentimiento explica la poca simpatía que siento por él. De todos mis hijos, él es aquel por quien siento menos afecto y, a pesar de ello, va a ser mi heredero, porque soy ya viejo y no tengo fuerzas para enfrentarme a su madre, Betsabé, la esposa a quien más amé, si exceptúo a Micol, la hija de Saúl, que se volvió contra mí, como yo lo he hecho ahora contra Betsabé, aun sintiéndome demasiado cansado y débil para oponerme a su voluntad.

Salomón no sabe lo que es sentir frío, no se ha expuesto al viento, ni a la lluvia ni a la nieve; no ha escuchado el aullido de los lobos al anochecer. No ha sabido nunca lo que es estar solo, ni ha experimentado la sensación de no ser más que una mota en la inmensidad del universo. Nunca ha oído las palabras del Señor traídas por el viento. ¿Cómo puede ser él rey, como lo he sido yo?

Yo era el menor de los hijos de mi padre, y el más apuesto, el hijo de su vejez y su favorito. Todos mis hermanos me odiaban, menos Sama. Me odiaban como a José con su túnica de muchos colores lo odiaban sus hermanos. Por mi parte yo les tenía envidia porque se habían librado de cuidar los rebaños al alistarse en el ejército y unirse a las tropas del rey Saúl. Yo inventaba historias durante las largas noches de vela y ahora no sé cuáles eran verdaderas y cuáles eran producto de mi fantasía. ¿Maté realmente a un león y a un oso como presumí siempre de haberlo hecho? Tal vez. Pero yo soy un poeta y los poetas mienten incluso cuando alaban al Todopoderoso por la grandeza de la creación.

Pero yo no contaba con Samuel.

Había oído hablar de él muchas veces como sacerdote, el siervo de Yavé, y un hombre de quien el ardor de su cólera había cobrado fama por toda la tierra de Judá.

Cuando envió un mensaje a mi padre Isaí, que a la sazón era alcalde de Belén, diciéndole que tenía intención de alojarse en nuestra casa pues pensaba ir a ofrecer sacrificios al Señor en nuestra pequeña ciudad, yo me alegré de tener la excusa de escabullirme a las colinas a cuidar el rebaño. No me interesaban los sacerdotes y, como era la estación en que paren las ovejas, estaba más preocupado de que no se me extraviara algún recental.

En cambio mis hermanos se morían de ganas por conocer al gran sacerdote y se peleaban entre sí para ver quién iba a recibir su bendición.

—Y ¿por qué razón va a querer otorgar su bendición a ninguno de vosotros? —pregunté yo.

La pregunta me costó más de un tirón de orejas.

Esos son asuntos que un pastorcillo como tú no puede comprender —me contestaron.

Era una mañana de primavera de inigualable belleza. Al acercarse el mediodía reuní a mis ovejas a la sombra de unos olivos y me tumbé allí, tranquilo, rodeando con mi brazo el sedoso cuello de uno de mis perros. El sol calentaba mis piernas y los corderitos triscaban a mi alrededor. De vez en cuando una oveja exhalaba un balido llamando a su cría, que se había alejado demasiado. Bebí vino aguado que llevaba en mi bota de piel de cabra, y comí pan y queso, que compartí con los perros.

La luz del sol se filtraba entre las hojas de los olivos, el mundo entero era feliz y vivía en paz. Recitaba en mi mente los versos de un poema compuesto por mí ensalzando la hermosura de la tierra y la bondad del Creador. En mi larga vida me he sentido más feliz en soledad, bajo el manto protector de las estrellas, porque sólo así se experimenta la serenidad total y sólo entonces parece haberse detenido el paso del tiempo.

Desgrané amorosamente mi nombre: «David, David, David» y al oírlo me parecía que volaba hasta más allá de la colina y llenaba el mundo. «La tierra y su plenitud son del Señor». Entonces se me concedía el pleno disfrute del universo.

Pero bien sabía yo que la tarea que se me iba a encomendar no era la de pasar los días apacentando el ganado y los rebaños, ni la de contar las gavillas en la época de la siega, lo que me esperaba era un destino mucho más noble. Y, porque lo sabía, no sentía impaciencia, me deleitaba llevar a cabo mi humilde tarea y aprovecharme de esta oportunidad que la soledad me ofrecía de meditar y soñar. He desconfiado siempre del hombre que no sabe estar a solas consigo y hasta he llegado a despreciarlo.

Somos criaturas de un talante tan extraño que la alegría de que disfrutaba se mezclaba con un sentimiento de envidia hacia mis hermanos, soldados del ejército, pero tales sentimientos, aparentemente opuestos, no lograban alterar la paz de mi espíritu.

Es más, sentía que mis poderes y el viento que mecía las hojas de los olivos, me traían la promesa de una futura gloria.

Unas pisadas que se abrían paso con dificultad al ascender la colina interrumpieron mi sueño. Los músculos del cuello del perro se agarrotaron bajo mi mano y el animal emitió un sofocado gruñido de alarma. Yo aumenté la presión de mi brazo contra él para impedirle que ladrara y me puse de pie, preparado para cualquier imprevisto.

Era mi hermano Sama, sudoroso y sin aliento, incapaz momentáneamente de proferir una sola palabra. Yo le pasé mi bota de piel de cabra, él se refrescó y sonrió.

—Bueno —dijo—, no cabe duda de que están ocurriendo ahí abajo cosas extrañas. —Volvió a echar un trago y me devolvió la bota—. Me han mandado que venga a buscarte —dijo.

—¿Qué tontería es esa? —contesté—. No puedo dejar a las ovejas, y padre lo sabe.

—Ese problema está resuelto —contestó Sama—. Si miras colina abajo, verás al viejo Gedeón que subiendo con dificultad la cuesta viene a ocupar tu puesto.

—Pero ¿qué pasa?

—¡Ah, misterio! —me contestó—. Ha llegado Samuel.

—¿Cuál es la actitud de Samuel?

—¿Y quién lo sabe? Alarmante, sin duda. Los hombres del consejo de ancianos del pueblo estaban inquietos. «¿Has venido en son de paz?», le preguntaron. Dio la impresión de que le habrían prohibido la entrada si se hubieran atrevido a hacerlo.

—Pero ¿por qué? Él es el sumo sacerdote. Tenían que sentirse honrados.

—Eres un ingenuo, joven David. Perdido en tus sueños de poeta y en tus ovejas, no sabes nada más, ¿no es cierto? Ojalá llegue pronto Gedeón…

Es viejo y esa colina supone un esfuerzo para él. De todas maneras, no comprendo nada; pero, continúa, cuéntame más de todo eso.

Estaban inquietos y asustados, pero no podían negarse a dejarle entrar siendo como es, y como tú bien dices, el sumo sacerdote. Así que llevó a cabo su sacrificio. No comprendo por qué tuvo que venir a Belén a hacerlo, pero he de confesar que yo no entiendo muy bien a los sacerdotes. Y a continuación se despidió de los ancianos del consejo, he de decir que sin muchos miramientos, y entró en nuestra casa. Tú mismo, hermanito, sabes cómo se ponen las mujeres, pues imagínatelas cuando Samuel no quiso comer y dijo que antes tenía que resolver algunos asuntos. Tal vez te preguntes, como nos lo preguntamos todos, que de qué asuntos se trataba. Después le mandó a padre que nos hiciera desfilar delante de él, uno por uno, y no me importa decirte, David, lo nervioso que me puse cuando clavó sus ojos en mí, como si fuera capaz de ver por dentro mi corazón, mi mente y mi alma. Luego me empezó a tocar por todas partes, como si yo fuera un potro que estuviera pensando comprar, emitió un profundo gruñido, me miró otra vez a los ojos, meneó la cabeza y me empujó a un lado. Pero poco después me hizo acudir de nuevo, como si estuviera pensando ofrecer una cantidad como se hace en el mercado, y me levantó la barbilla con la mano, obligándome a que le mirara a los ojos. He de decir que aquello no me gustó y que empecé a sentir un sudor que me bajaba por las corvas. Pero él suspiró, volvió a gruñir y le dijo a nuestro padre: «¿Son estos todos tus hijos?». A lo que padre contestó que quedabas sólo tú, el más pequeño, que estabas apacentando las ovejas. «¿Apacentando las ovejas?», dijo Samuel, como si esto le sorprendiera o como si, más bien, le infundiera sospechas. «¿Apacentando las ovejas? Traedlo a mi presencia». Emanaba de él algo que infundía temor, como un aire de autoridad y poder, aunque es realmente un hombre ya viejo. Esa al menos es la impresión que uno puede sacar. «Manda a buscarle, pues no nos sentaremos a comer mientras no venga él». Las mujeres prorrumpieron en murmullos y quejas, al pensar que la comida se iba a pasar. Seguramente él las oyó, porque, con una expresión radiante de satisfacción, dijo: «Porque esta es la voluntad del Señor». Así que por esto estoy aquí y, al fin, aquí también está Gedeón para ocupar tu puesto. Démonos prisa, porque no respondo de su cólera ni de la de nuestra madre, si nos retrasamos.

Así que bajé la colina y entré en casa. Durante unos instantes, como venía del sol, no pude distinguir nada y me sentí mareado después de tan larga carrera y todo giraba a mi alrededor. Pero sentí que una mano me agarraba y me sostenía. La oscuridad se desvaneció, vi a Samuel y caí de rodillas ante él.

Él me puso la mano debajo de la barbilla, una mano áspera contra la suavidad de mi piel, y la forzó hacia arriba de manera que mis ojos no pudieron por menos de encontrarse con los suyos. El olor de su carne era un olor rancio y agrio como el de un macho cabrío. Me mantuvo junto a él y ordenó a los demás que se marcharan.

Nos quedamos solos y su silencio, su olor y un extraño efluvio de poder me oprimían. Un burro rebuznó en el patio, pero Samuel siguió sin hablar.

Sacó el cuerno del óleo de entre los pliegues de la capa y vertió un poco sobre mi cabeza, que exhalaba un perfume empalagoso, y lo frotó con su dedo pulgar hasta hacerlo penetrar en mi cráneo. Masculló unas palabras que no pude comprender. Eran palabras, lo sé ahora, en la vieja lengua que sólo hablan los sacerdotes, aunque muchos de ellos hoy en día no comprenden tampoco el significado de sus viejos ensalmos.

Me mandó que me acercara a él, me besó en la mejilla y en la boca, apretándome en un abrazo tan fuerte que sus uñas se hincaron en mi piel por encima de mis costillas.

—Hijo mío —dijo—, te he ungido como siervo del Señor de los Ejércitos y como instrumento de su venganza.

Llamó a mi padre y le dijo:

—Bienaventurado seas tú entre todos los padres porque el joven David es el elegido del Señor.

Cuando entramos a comer, me colocó a su derecha, en el sitio de honor, y me sirvió vino y lo más exquisito de los manjares.

—Veo —dijo— que este joven David es tan virtuoso como hermoso y por ello se ha ganado el favor del Señor y el mío, su humilde ministro.

Yo pensé horrorizado: «¿Me habrá seleccionado para hacerme sacerdote?». Pero ese pensamiento se desvaneció, porque yo sabía que solamente los de la tribu de Leví pueden ser sacerdotes.

Bebió un trago de vino y apretó la misma copa contra mis labios. Su mirada descansó en mis piernas desnudas que no cubría mi corta túnica. Me frotó las mejillas y yo sentí que me sonrojaba al ver a mis hermanos Eliab y Abinadab que se daban codazos y se reían al contemplar al anciano languideciendo por mí.

Entonces, y con algún pretexto, al ver a Samuel bajo los efectos de la bebida, mi padre me apartó a un lado y me dijo que regresara a cuidar mi rebaño.

—Algunas cosas que han sucedido aquí en este día deben permanecer en secreto —dijo.

Sama salió de casa conmigo y empezamos a subir la colina cuando ya la luz del atardecer se iba desvaneciendo. Yo le conté todo lo que había pasado y permaneció largo tiempo en silencio. Entonces alargó la mano, me tocó la cabeza, me pasó los dedos por el pelo, llevándoselos después a los labios y los olió.

—El sagrado óleo del Señor, David. Siento temor por ti.

—Sama —dije—, no te comprendo. No comprendo nada de lo que ha ocurrido hoy. Tal vez sea que no me atrevo a comprender.

—No hay duda alguna —contestó—. Sólo puede significar una cosa.

Yo recordé entonces las risitas de Eliab y Abinadab.

Intenté bromear.

—Parece ser que nuestros hermanos creen saber lo que estaba ocurriendo.

—Son necios, David —dijo—. Yo temo por ti. Tú eres el ungido de Israel, ungido con óleo como lo fue el rey Saúl.

El sol se ponía tras las montañas.

—Saúl es el rey —dije yo—. Y tiene hijos.

—Eso es lo que me inspira temor —contestó Sama.

Despachamos a Gedeón, contamos las ovejas y enseguida Sama se quedó dormido. Pero yo permanecí despierto bajo las estrellas y, aunque tiritaba, sonaba en mi corazón una música extraña. Me pasé las manos por el pelo y noté que exhalaban aún el olor del óleo sagrado de Israel.