Jaime Vándor
Si hay una figura en la Biblia que sea rica en variedad y matices, humana en su fortaleza y en sus debilidades, que en su comportamiento nos dé muestras excelsas de nobleza y bondad, siendo en otros momentos capaz de alevosías que llegan hasta los delitos de sangre, personaje cuyo devenir, por otra parte, evidencie la multiplicidad de las posibilidades y de los giros imprevistos de una existencia, esa figura es David.
En él hallamos el agradecimiento y la ingratitud, la confianza y el recelo; ternura, amor, perdón y compasión, pero también inclemencia, odio, saña implacable. El paso de la juventud a la madurez, de la inocencia simple del pastor de ovejas a las culpas del adulto poderoso, del pecado al arrepentimiento y de nuevo al pecado. De la limpia y luminosa hermosura física, fresca y juvenil, a la fealdad moral de los crímenes de Estado y de allí a una vejez atribulada y solitaria.
Pastor pues, músico, poeta extraordinario, amigo entregado, siervo consolador de un rey enfermo que busca reiteradamente atentar contra su vida. Luchador imberbe, ingenuo en su arrojo para la lid singular, vencedor improbable de un gigante, más tarde jefe de estrategas o general victorioso al mando de sus ejércitos. Fuerte en la fe y débil en la carne, inerme ante el deseo, la pasión. Progenitor fecundo, pues conocemos, al menos por su nombre, a veinte hijos suyos (hijos e hijas), y fundador de un glorioso linaje, pero que no tuvo el amor de sus hijos, nadie humano, tan tornasolado y por lo tanto novelesco como David, hijo de Isaí, en todo el Antiguo Testamento.
Otras grandes figuras pueden ser noveladas, pero ¿quién como David se presta al estudio psicológico en el que todo cabe, quién a la descripción de un destino singular que parece la condensación de muchas vidas? A Abraham, el primero que tuvo la visión de un Dios único, lo vemos venerable, firme, de una sola pieza. Su idea es tan clara, su conducta tan rectilínea que en el lenguaje actual se diría programado por Dios para su misión. A Jacob, último de los patriarcas y padre de doce hijos, cabezas de tribu de los Hijos de Israel (siendo este su propio sobrenombre), nuestra memoria nos lo representa sobre todo como protagonista de una bella historia de amor, ¿quién no lo recuerda junto al pozo embelesado por la belleza de Raquel, o sirviendo en casa de su tío catorce largos años para obtenerla como esposa? Más tarde sufre las intrigas de sus hijos que le traen la falsa noticia de la muerte de su hijo preferido. Pero Dios está con él y su amado José le cerrará los ojos cuando fallezca en Egipto. Aparte de lo citado, y de sus querellas con Esaú y Labán, no hay demasiado que decir de él. Apuntemos sólo lo misteriosa que es su lucha contra el ángel, breve episodio en el texto bíblico que, de tantas interpretaciones que admite, nos lleva a pensar que en rigor no sabemos qué nos quiere decir.
José, hermano entrañable y magnánimo en el perdón, tiene ya otras dimensiones junto a la familiar: su imaginación y lucidez, su perspicacia o intuición para prever acontecimientos, lo convierten, sin él pretenderlo, en una figura política. Carácter estable y modélico, sumamente atractivo como personaje literario, está lejos de los altibajos de carácter y de las vicisitudes de la fortuna que hacen de David objeto preferente y siempre debatido de la psicología. En José se centra una de las novelas históricas más importantes de nuestro siglo, los cuatro volúmenes que llevan por título José y sus hermanos, obra inconmensurable de la pluma y del genio de Thomas Mann.
Con esto llegamos a Moisés. Decidido, enérgico, otro elegido de Dios desde la cuna que en un momento de peligro mortal se convierte en una cesta flotante (una arquilla de juncos calafateada) a las orillas del Nilo. Caudillo nato y modelador de su pueblo, dota a las tribus liberadas y errantes de una conciencia nacional unitaria, y les infunde la creencia en un destino común y en una misión excepcional a cumplir en el mundo por un designio divino e irrenunciable, características de las que los Hijos de Israel carecían por completo antes de él. («Hijos de Israel» los llama la Biblia: no debemos hablar de pueblo judío antes de la fundación del Reino de Judá, a la muerte de Salomón). Interlocutor y portavoz de un Dios Todopoderoso el cual, solo o por mano de su enviado, realiza toda clase de prodigios para darse a conocer al pueblo valiéndose del asombro y del pavor, y a la vez para prestigiar y fortalecer la fe de las tribus en Moisés, su líder en el momento de la salida de Egipto y en los cuarenta años de peregrinaje por el desierto.
Figura central del Antiguo Testamento, legislador de lo sagrado y de lo profano, Moisés está a un nivel e irradia una autoridad tal que lo convierte en respetado, temido, admirado y obedecido, pero difícilmente querido: por su testimonio, por sus diálogos de tú a tú con la divinidad, por su misma grandeza, no podemos reconocernos en él, reducidos como estamos a nuestros propios límites.
Parecidamente ocurre con los profetas mayores quienes, si bien se muestran compasivos y consoladores en determinados momentos, las más de las veces amonestan, recriminan, vaticinan desastres, devastaciones y ruinas, en castigo divino por el desvío de los Hijos de Israel de la senda recta, es decir, por dejarse contaminar de la idolatría de los pueblos vecinos. Son circunstancias que ya no tienen que ver con nosotros, y si nuestro orgullo, ambición y prepotencia nos llevan a desastres, guerras y hecatombes nucleares, no los atribuimos a la adoración de toda clase de falsos dioses, corpóreos, de los que nos hablan estos profetas bíblicos. Por ello las amonestaciones de los profetas nos quedan cada vez más lejanas, y aunque bien podríamos aprender mucho de ellos y parte de su mensaje es imperecedero, ¡qué distinto y alado se nos aparece el lirismo de David comparado con el verbo amenazante de aquellos! ¡Qué lejanas las invectivas de Isaías de los inspirados salmos del rey poeta a quien las mismas Escrituras describen como «el dulce cantor de Israel»!
Finalmente, el Jesús de los Evangelios, novelar la vida del cual casi se ha convertido en una moda de la literatura de nuestros tiempos. Estricto en los preceptos que prescribe para la sociedad, es sin embargo indulgente con el individuo —«el que esté sin pecado que tire la primera piedra»—, llevado por su maravilloso amor a la humanidad, por su piedad sin parangón que le conduce al mayor de los sacrificios. Sabio, manso, suave, y a la vez vigoroso y sin mácula, aunque superior en todos los sentidos, podemos no obstante sentirlo próximo por la ternura de su mirada. Pero, por supuesto, nos es imposible ver en Él a un hermano a nuestro nivel. A las personas también se las quiere por sus defectos, perdonándoles con cariñosa indulgencia, defectos que incluso nos las pueden acercar, pero ¿cómo ver a un igual en quien no tiene ninguna debilidad que deba serle perdonada?
La cercanía en el bien y en el mal que muestra David puede haber sido uno de los motivos por los que el eminente escritor y ensayista británico Allan Massie, cuyo libro tiene el lector entre las manos, se haya decidido a convertirlo en el héroe de su novela. Recreó su figura sobre los parámetros bíblicos y a la vez ampliando los límites de estos para dar cabida a unos sentimientos y a unas acciones que si bien la Biblia admite en alusiones, breves referencias y sobrentendidos, sólo nuestro tiempo se atreve a formular explícitamente. Es en este sentido en el que el libro de Massie es moderno, actual, y quizás escandalice al lector no habituado a ver tratadas figuras bíblicas con la libertad con las que un Robert Graves describe la sociedad romana en Yo, Claudio, Marguerite Yourcenar en las Memorias de Adriano o el mismo Allan Massie en su trilogía Augusto, Tiberio y César. Nos referimos a unos pasajes de fuerte contenido sexual, inconcebibles aun en tiempos tan próximos a los nuestros como las décadas de la Belle Époque o las de las biografías de la entreguerra, noveladas o no, de escritores en su día tan famosos y populares como Emil Ludwig, Stefan Zweig, Lion Feuchtwanger o André Maurois. Ahora ya nos parece lejana la época en la que, en pleno siglo XX, se obviaban los pasajes «atrevidos». Por supuesto eran impensables en el caso de personajes que la religión había protegido durante dos milenios, o al menos hasta el Siglo de las Luces, con un aura de respeto sagrado.
Sensualidad y poder son dos de los polos entre los que parece bascular la vida de David en la versión de Allan Massie. Pero la fascinación del personaje va mucho más allá. Por ejemplo su faceta de hombre dotado, sin estudios de ninguna clase, de una auténtica sensibilidad de artista. Siempre se ha visto en él al hombre de una gran capacidad poética y musical. Es el salmista por excelencia, pero autor también de inmortales endechas y cánticos, el hombre que tocaba el arpa o la lira vibrantemente y con persuasión hasta conseguir balsámicos efectos terapéuticos, que componía texto y melodía, que vestido con un manto de lino danzaba delante del Arca Sagrada. El eminente compositor suizo Frank Martin escribió de él: «David es la propia música».
No es casualidad que el rey David haya sido desde siempre, pero especialmente desde el siglo XVI, objeto de atención preferente para artistas procedentes de diversos campos.
Comenzando por la música, David ya era el patrón de los Maestros Cantores de Núremberg en la época del Renacimiento, y al que Hans Sachs canta en Der klingende Ton; Josquin des Prés pone en música su lamento por la muerte de Saúl y Jonatán; un oratorio sobre los dos amigos se atribuye a Carissimi, y Marc-Antoine Charpentier escribió música escénica para una pieza representada en el siglo XVII. Desde Alessandro Scarlatti, Caldara, y Telemann a quienes David inspiró oratorios y óperas, pasando por Mozart que escribió un David penitente, y Schumann que se sintió próximo a él y bautizó con el nombre de Liga de David su grupo de artistas valientes e independientes en lucha contra los filisteos del arte musical que pululaban a su alrededor (varias obras para piano llevan este nombre), hasta las obras escénicas de compositores de la primera mitad del siglo XX, como Le Roi David de Arthur Honegger o el David de Darius Milhaud, sobre textos franceses. En Italia Castelnuovo-Tedesco compuso Le danza del Re David. Poco antes Kodály había escrito su obra maestra Psalmus Hungaricus para tenor, coro y orquesta combinando el davídico salmo 55 con un antiguo poema húngaro. El resultado es de un dramatismo sobrecogedor.
En el Israel renacido las composiciones orquestales inspiradas en David son muy numerosas, destacando la Sinfonía de David de Menahem Avidom y El dulce salmista de Israel de Paul Ben-Haim, y para mencionar sólo dos de los compositores más conocidos. Y con todos los mencionados sólo hemos citado los nombres más ilustres, pasando por alto por otra parte la infinidad de obras que han puesto música a sus salmos, en hebreo, latín o lenguas vernáculas, desde tiempos remotos hasta nuestros días, y por supuesto, la incorporación de estos a la liturgia sinagogal y eclesiástica.
En la vertiente popular, los sefardíes, descendientes de los judíos expulsados de la Península, cantan todavía hoy, cinco siglos más tarde, las baladas en ladino (idioma judeoespañol) «Un pregón pregonó el Rey» o «Un hijo tiene el rey David». Esta última narra la trágica historia de Amnón y Tamar: la violación incestuosa de Tamar por su hermano Amnón y el asesinato de este por Absalón, hijos los tres de David, tema también de una ópera del israelí Josef Tal que tres décadas antes había sido recogido por Federico García Lorca en su Romancero gitano. Y David no es sólo popular en las actuales músicas folclóricas del Estado de Israel, existe una obra dramática sobre el rey en el Kurdistán, y por supuesto espirituales negros como el que comienza por «Li’l David play on your harp», frase que luego se convierte en estribillo.
Otra vertiente del arte son las pinturas y esculturas, obras sobresalientes de los museos, que las corrientes turísticas de las últimas décadas han convertido en ampliamente conocidas y populares. Pasamos por alto aquí el arte de los manuscritos bizantinos iluminados, las pinturas de la sinagoga de Dura Europos del siglo III, las puertas de madera de San Ambrosio de Milán de dos siglos más tarde o las miniaturas judías que ya hicieron su aparición hacia el año 1100 (pese a la prohibición mosaica de representar la figura humana). Mas cercanos tenemos la representación del rey músico en capiteles de Ripoll y Santiago de Compostela, o en Francia las vidrieras de diferentes catedrales, entre ellas la de Chartres. Imposible no mencionar las obras maestras del Renacimiento, el joven David vencedor de Goliat en las esculturas de Donatello, Verrocchio, Miguel Ángel o Bernini. Pinturas de Rafael se exhiben en las logias del Vaticano, del Veronés en Viena, Ticiano y Caravaggio en la Galería Borghese de Roma. Luego está Rembrandt, impactado duraderamente por la historia bíblica, con obras davidianas en La Haya, Mannheim, Leningrado, así como en el Louvre y en el Museo Metropolitano de Nueva York. Diversos episodios de la vida de David sirven de tema de pinturas flamencas de Memling, Lucas Cranach, Poussin en el Prado, de Rubens en los museos de Francfort y Dresde, y como es forzoso acabar, hemos de dar un salto en el tiempo, para encontrarnos, ya en nuestro tiempo, con las variadas representaciones del Rey David cuya figura inspiró reiteradamente a Marc Chagall.
Tantos nombres pueden cansar al impaciente lector, y eso que no son más que una pequeña muestra de lo que la figura de David inspiró a los artistas a lo largo de los siglos, prueba de que, pese al cambio de las modas, ideas y costumbres, la proteica vida de David nunca dejó de interesar. La complejidad del personaje y los novelescos episodios de su existencia posibilitaron que algún aspecto de la misma o de su personalidad encajasen con la sensibilidad de los artistas del momento. Y con toda variedad: sea a través de la veneración piadosa de los constructores de las catedrales medievales, de los ilustradores de las Biblias en antiguas juderías y conventos, del fecundo interés humanista que cristalizó en el Renacimiento, hasta hoy mismo, como prueba el impacto y el emocionado reflejo que la lectura de los textos sagrados produce en el hombre moderno —sea su interés profundo, religioso, histórico, literario-psicológico o mero producto de la curiosidad, despertada a veces por un cómic o una película.
Pasamos por alto las obras literarias inspiradas en la vida de David, como pastor, amante, músico, guerrero, monarca durante cuarenta años, el rey que convirtió a Jerusalén en su capital, conquistador de territorios a filisteos, moabitas, ammonitas y edomitas, sin olvidar al quebrantado anciano que se calienta los huesos con la compañía de una doncella cuya virginidad no sufre merma con esa cohabitación.
Pero volvamos sobre Allan Massie y la novela presente. Massie, con gran acierto, no duda en presentarlo como hombre que evoluciona con los años estando cada vez más apegado a su poder, y que sin embargo no logra imponer su voluntad entre las intrigas de sus numerosos hijos, intrigas a las que no son ajenas las respectivas madres con sus intereses lógicamente contrapuestos. La merma de su autoridad produce tristeza al rey, que por otra parte acusa el cansancio de los años y las huellas de las penas y de los desengaños. Entre estos, la muerte del primogénito de Betsabé como castigo divino, el no lograr ser comprendido y amado por su esposa Micol, la violación de Tamar, el asesinato del sucesor al trono Amnón por su hermano Absalón, y quizá como golpe final, la sublevación de este, su hijo más querido, que se proclama rey en vida de su padre y marcha sobre Jerusalén. Por fin los soldados de David logran someter al insurrecto, pero el tan amado Absalón es muerto en contra de la orden expresa del padre.
No es cuestión de ahondar aquí en la historia que el lector hallará explicada con detalle en el texto del escritor e historiador escocés, narrado además en primera persona como supuestas memorias, de modo que nos convertimos en partícipes del curso del pensamiento de David y testigos de los forzosos cambios de su estado de ánimo. Dicha proximidad es un recurso muy agradecido y por supuesto perfectamente lícito en la literatura, nos acerca al héroe, pero también al autor. Sin duda contribuye al efecto que causa en el lector el cual cierra el libro con la impresión de haber seguido el río de la vida del protagonista a lo largo de todos sus meandros.
Tenemos ante nosotros una crónica, un fresco, y a la vez un análisis psicológico que traspasa las épocas y nos hace sentir los sucesos acaecidos hace tres milenios como si fueran el relato personal de un personaje de nuestros días. Tenemos los recuerdos de un anciano que siente la necesidad de rememorar los avatares de su vida en presencia de un amigo que le escuche sin juzgar y con la máxima benevolencia, interesado en todo momento por el relato y esperando ávido lo que ha de seguir: y este amigo —Allan Massie lo consigue— es el lector.