Esa noche me dejaron sin cenar. Los buñuelos de manzana de Eulalia eran tan, pero tan ricos, que ni siquiera pude contar los que comí. Y tampoco los que quedaron, porque no quedó ninguno. A la hora de cenar, me dolía la panza. No le quería decir a mi tía, para que no me retara; ya había estado toda la tarde amenazándome con devolverme a mi casa si seguía comiendo buñuelos. No sé cómo hizo, pero se dio cuenta igual. Me obligó a tomar un té de yuyos y me mandó a la cama. Leí un rato y me quedé dormido. Tuve una pesadilla por culpa de mi panza. Soñé que mi tía y Eulalia eran dos brujas y que cocinaban sopa de yuyos en un caldero enorme, que me obligaban a tomar de un trago. Me desperté con ganas de ir al baño. Se ve que el té de yuyos me hizo bien, porque cuando salí del baño, ya no sólo había dejado de dolerme la panza, sino que, además, me sentía reliviano y con ganas de comer otra vez. Pensé en bajar a la cocina para hacerme un sandwichito —algo livianito, por las dudas— pero me detuvieron unas voces que venían de la galería. Miré el reloj: eran las doce y media. Pegué la oreja a la celosía.
—¿Todavía duerme Lalo? —era la voz de mi tía.
—Sí. Está muy cansado. Más que nada, desanimado —ahora era la voz de Alfredo.
—Queda muy poco tiempo. La semana que viene ya están de vuelta… —siguió Eulalia.
—Sí, pero antes llegan Mónica y Natalia, así que tampoco se va a poder hacer mucho —dijo mi tía.
Mónica y Natalia eran las dos mucamas, que estaban por volver de sus vacaciones.
—Ya hay que tener bastante cuidado con Manuel, no quiero ni pensar cuando lleguen las chicas —dijo Alfredo.
—¿Te parece que Manuel sospecha? —preguntó Eulalia.
—No, para nada. Ese sólo piensa en la novia. Pero igual hay que tener cuidado —dijo Alfredo.
Otra vez con el cansancio de Lalo. ¿Qué le pasaba al loco? ¿A lo mejor Manuel no sabía que estaba encerrado en la torre? Yo no entendía nada; lo que sí me quedaba claro era que mi tía, Eulalia y Alfredo estaban complotando a espaldas de Manuel y las mucamas. Los tres tenían un secreto, que se relacionaba con el loco de la torre.
A lo lejos se oyó el ruido de un motor.
—Ahí viene —dijo Alfredo—. Yo me voy a dormir.
—Nosotras, también —dijo mi tía.
Escuché el ruido de la puerta de la cocina. Vi a Alfredo que entraba en su casa. Y de golpe, se me ocurrió pensar que a lo mejor a mi tía se le daba por entrar en mi habitación para ver si yo seguía vivo… Me metí en la cama de un salto y cerré los ojos, justo cuando se abría la puerta. Mi tía se acercó y me toco la frente.
—Duerme como un angelito —dijo en voz baja.
—Va a ser mejor que mañana haga dieta —oí la voz de Eulalia, increíblemente suave.
Se fueron las dos y volé a la ventana. Manuel salía del garaje, silbando bajito. Oí otra vez el ruido de la puerta de la cocina. Me quedé mirando por la ventana. Tenía hambre, pero no iba a bajar hasta estar seguro de que Manuel estuviera en su cuarto. Eso que había dicho Eulalia de la dieta me tenía preocupado. A ver si querían alimentarme a té de yuyos. Manuel pasó silbando junto a mi puerta. Lo oí cerrar la puerta de su habitación. Decidí esperar un poco más, hasta que se acostara, y me quedé mirando por la ventana. El cielo estaba despejado. Había montones de estrellas. La luna, no sé dónde andaría. No la vi. Me distraje un momento mirando el cielo y cuando volví a mirar la casa de Alfredo, vi que salía Tristán y la puerta se cerraba detrás de él. El farolito de la entrada estaba apagado. Tampoco se veían luces en las ventanas. Tristán olía el pasto, yendo y viniendo de un lado para otro. Levantó la pata en un rosal y en un pino. Se sacudió, como hace cuando sale de la pileta y se sentó junto a la puerta del galpón. ¿Qué hacía Tristán afuera, tan tarde? De repente, se abrió la puerta del galpón y Tristán entró. ¿Quién lo hizo entrar? Alfredo estaba en su casa… La puerta del galpón quedó abierta. Tristán no volvió a salir. Seguí mirando. No sé qué esperaba ver, pero no podía moverme de la ventana. Menos mal que no me moví. Alguien salió del galpón. Era el primo de Alfredo.
—Te digo que sí, Camila. Era él. Lo vi bien. Llevaba el gorrito de Boca y el bermudas. Salió del galpón y entró en la cocina. Al rato se empezaron a oír los golpes en la torre.
Camila se quedó pensando, mientras tomaba de a sorbitos un vaso enorme de leche con cacao. Yo tuve que conformarme con una taza de té con limón y una tostada sin nada encima, después de rogarle a mi tía que no volviera a darme los yuyos porque ya me sentía bien. Nos habíamos levantado temprano para aprovechar la pileta; había mucho sol y hacía calor.
—¿Entonces el loco es el primo de Alfredo? —preguntó Camila.
—Creo que el loco, el primo y ese Lalo del que hablan con tanto misterio son la misma persona.
—Y mi abuela, tu tía y Alfredo saben toda la verdad.
—Y no quieren que Manuel, las mucamas ni nosotros nos enteremos de nada.
Terminamos de desayunar —Camila su desayuno como la gente y yo el mío, miserable— y nos fuimos a la pileta.
—Yo creo que tenemos que volver al galpón —le dije a Camila.
—¿Para qué?
—No sé, pero desde que Alfredo casi me echó, que vengo pensando que esconde algo grande.
—Al primo, por ejemplo.
—Sí, pero… ¿dónde?
—En el baúl —dijo Camila y empezó a reír— se como si hubiera hecho un gran chiste.
No le contesté. Me enojé. Yo no tenía ganas de hacer bromas con algo tan serio como el asunto del primo misterioso y el galpón y el loco de la torre. Me zambullí y la dejé riéndose sola. Ahí nomás empecé a elaborar un plan para entrar otra vez al galpón.
Al mediodía siguió la dieta. Me dieron un churrasco insignificante con una papa hervida. Y de postre, media manzana asada. Por las dudas, no me quejé. Mi tía y Eulalia me miraban muy serias, como preparadas para mandarme a mi casa ante la primera queja. Yo sabía muy bien lo que tenía que hacer.
—Bueno —dije, mientras levantaban la mesa—, me voy a dormir la siesta.
—Me parece muy bien —dijo mi tía—. Dormís dos horitas, descansás bien y de paso hacés la digestión.
No sé de qué digestión me hablaba, pero no le pregunté.
—Si Tomás se va a dormir, vos también —le dijo Eulalia a Camila.
—Yo no tengo sueño —contestó Camila, mirándome de reojo y con odio.
—No importa —insistió Eulalia—. Acostate; vas a descansar igual, aunque no duermas.
Esta vez Camila no contestó; pero estaba enojada, me di cuenta. Agarró el bolso de las barbies, que estaba colgado en el respaldo de una silla y subió a su habitación. Yo iba a hacer lo mismo, cuando escuché a Manuel, que decía:
—Me voy a la casa de Beatriz. Le prometí que la iba a acompañar a hacer unas compras. Llevo la camioneta. Aprovecho ahora, porque ni bien vuelvan los patrones, no voy a poder salir tanto.
Eulalia lavaba los platos y mi tía los secaba. Alfredo seguía sentado, con una taza de café sobre la mesa. Cuando Manuel habló, los tres intercambiaron miradas cómplices. Yo me hacía el disimulado con un diario que estaba abierto en la mesada. Estoy seguro de que nadie me prestó atención.
—Me voy a dormir —dijo Alfredo, y salió de la cocina junto con Manuel.
Parece que en ese momento, mi tía y Eulalia se dieron cuenta de que yo todavía estaba ahí, porque me miraron las dos a la vez, como pidiéndome explicaciones.
—Me muero de sueño —dije bostezando—. Quería leer el diario, pero se me cierran los ojos…
No esperé respuesta y subí a mi habitación. Me atrincheré en la ventana. Con las celosías cerradas, no había peligro de que alguien me viera de afuera, y yo podía ver perfectamente por las hendijas. La puerta de la casa de Alfredo estaba cerrada; la del galpón, también. Tristán no se veía por ningún lado; seguro que se había ido a dormir con Alfredo. Oí un ruido de motor y enseguida vi pasar a Manuel manejando la camioneta hacia el portón de rejas. Me acordé de las miradas que intercambiaron mi tía, Eulalia y Alfredo en la cocina. ¿En qué andarían esos tres? Me quedé un rato mirando las copas de los árboles que estaban detrás de la casa y el galpón; las hojas se movían apenas, brillantes, con todo el sol encima; era como si temblaran. Me dieron ganas de salir, de tirarme en el pasto, de ir a la pileta. De repente oí unas voces. Mi tía y Eulalia subían por la escalera. Muy bien. Era lo que estaba esperando. Pegué la oreja a la puerta. Las oí entrar en sus habitaciones. Esperé unos minutos y salí.
La heladera, para mí solo; el armario de puertas de vidrio, para mí solo. En la heladera estaban las dos porciones de empanada gallega que habían sobrado del almuerzo, y en el armario, las tres medialunas que habían quedado del desayuno. Me serví un vaso de cocacola, puse todo en una bandeja y me fui a sentar al lado de la ventana. De ningún modo iba a permitir que me mataran de hambre. Estaba terminando la primera porción de empanada gallega, cuando vi que se abría la puerta del galpón. Alfredo había entrado en su casa; me acordaba perfectamente. Me dio una especie de escalofrío en la panza; a ver si después de todo, mi tía y Eulalia tenían razón con eso de que como demasiado. Me quedé quieto, mirando a ver quién salía. La puerta se abrió más y el primo de Alfredo apareció de cuerpo entero, con el gorrito de Boca y el bermudas. Por un segundo no supe qué hacer. Quería salir corriendo, pero no podía moverme. Me volvió el escalofrío de la panza. El primo de Alfredo venía hacia la cocina. Me pareció más viejo que antes. Caminaba despacio, medio encorvado. Cuando faltaban apenas unos metros para que llegara a la puerta, agarré la bandeja y subí corriendo la escalera. Abrí la puerta de mi habitación, metí la bandeja y me acosté en el piso con medio cuerpo adentro y la otra mitad afuera, espiando para abajo. Desde donde estaba se veía perfectamente la parte de la cocina que daba hacia la puerta vaivén. O sea que si el primo iba a la torre, yo lo vería pasar. Me pegué contra el piso y casi ni respiré. El escalofrío de la panza me vino otra vez. Pensé que era por los nervios de la situación y no por la comida y me quedé tranquilo; todavía me faltaba comer un pedazo de empanada gallega y las medialunas. El primo de Alfredo pasó delante de mis ojos (o debajo, no sé), caminando igual de lento que cuando salió del galpón. Oí el ruido de la puerta vaivén y entré a mi habitación. Tenía que apurarme. Comí lo que me quedaba y bajé otra vez a la cocina. Antes de salir, abrí la puerta del montaplatos y metí la cabeza adentro. Unos golpes suaves y regulares, con breves intervalos de silencio, llegaban por el hueco.