El asesino es el mayordomo

Me levanté casi al mediodía. Seguía lloviendo. No sé qué soñé. A lo mejor, no soñé nada. Mi papá dice que uno sueña siempre, pero que a veces no se acuerda. Bajé a la cocina. Me moría de hambre; creo que por la lluvia. Cuando llueve, me dan ganas de comer cosas especiales, como pastelitos de dulce de membrillo, tortas fritas, buñuelos de manzana como los que hace mi abuela…

—Eulalia, ¿sabés hacer buñuelos de manzana?

—Claro que sé, Tomás. Esta tarde voy a preparar una fuente para vos y Camila. Ahora desayuná livianito que ya falta poco para el almuerzo.

No sé que habrá querido decir exactamente con eso de «livianito», pero por las dudas no le pregunté.

—Voy a ayudar un poco a tu tía con la aspiradora… Me parece que ahí viene Camila —dijo, mirando hacia la escalera—. ¡Camiiiii…! —gritó, como para que la escucharan desde diez pisos más ariba—. ¡Acá está Tomás! ¡Desayuná con él!

Eulalia se fue y la cocina quedó silenciosa. Me dediqué a investigar la heladera.

—Yo quiero un sándwiche de jamón y queso —dijo Camila.

No la oí llegar. Me di vuelta de golpe. Estaba parada detrás de mí, con todas las barbies entre los brazos. Hice dos sándwiches para cada uno y preparé la leche. Camila sentó a las barbies en fila, sobre la mesa y empezó a cambiarles la ropa. Tenía cara de enojada; pero la cara, nada más. Camila es como yo, no nos gusta hablar cuando recién nos levantamos. Necesitamos un rato de silencio para pensar. Mis hermanas, en cambio, se levantan hablando y no paran hasta que se acuestan. Yo preferiría que hablaran menos.

—¿Dormiste bien? —me preguntó cuando terminó el primer sándwiche.

—Sí, de un tirón. ¿Y vos?

—Me desperté dos veces. Tuve un sueño horrible con un ascensor que subía y subía y no paraba nunca.

—¿Estás segura de que no era un montaplatos?

—Era el ascensor de la casa de mi tía. Qué sueño horrible… ¡Mirá! —dijo, señalando la ventana.

Tristán estaba del otro lado, con el hocico pegado al vidrio. Me parece que miraba a las barbies. Lo hicimos pasar. Estaba todo mojado. Nos saludó con varios lengüetazos, se sacudió, nos salpicó y se fue derecho a la mesa a oler a las barbies. Camila lo retó, pero él no le hizo caso. Yo le ofrecí un sándwiche de jamón y queso y empezó a mover la cola. Se lo comió de dos bocados y volvió a la mesa, a ver si pescaba alguna barbie.

Cuando terminamos de almorzar, seguía lloviendo. Me gusta la lluvia, pero hubiera preferido que saliera el sol para ir a la pileta. Con Camila habíamos pensado jugar al chinchón, ni bien los grandes terminaran de limpiar la cocina. Pero hubo un cambio de planes.

—Bueno… Con el permiso de ustedes, me voy a retirar —dijo Alfredo, bostezando.

Yo pensé que se iba a dormir la siesta, pero no.

—No te olvides de traerme el jazmín. Se lo prometí a mi hermana —dijo mi tía.

—Y la santa Rita para mi hija —dijo Eulalia—. Amarilla; mirá que la roja ya la tiene.

—Sí, señoras. No me voy a olvidar —dijo Alfredo.

—¿Querés que te acompañe? —le preguntó Manuel, que estaba secando los platos con Eulalia.

Me pareció que Alfredo se sorprendía un poco, como si Manuel le hubiera preguntado algo raro.

—No, no… gracias. No hace falta. Llevo la camioneta.

—Por eso —insistió Manuel—. Por si te cansás de manejar. Yo te puedo dar una mano.

—No, no… No te molestes… Estoy esperando a mi primo… El me va a acompañar. Maneja muy bien, ¿sabés? Bueno… Me voy. Hasta luego.

Noté que salía muy apurado, como tratando de evitar que Manuel insistiera en acompañarlo.

—¿Adónde va Alfredo? —pregunté.

—A un vivero. Tiene que traer unas cuantas plantas —dijo mi tía.

—¿Quién es el primo de Alfredo? —preguntó Camila, mirando por la ventana.

—No lo conocés —le contestó Eulalia—. Vive en el pueblo.

—Bueno… —dijo Manuel—. Si no me necesitan, me voy a dormir la siesta.

—Aprovechá —le dijo mi tía—. En un ratito, me voy yo también.

—Y yo —dijo Eulalia—. Este es un día para dormir.

Me acerqué a la ventana, junto a Camila. Al lado de la cocina, hacia el fondo, está el lavadero y un poco más allá, el garaje. Una camioneta vino de esa dirección y se detuvo frente al galpón. Alfredo, que era quien manejaba, abrió la puerta del lado del acompañante. Como si hubiera brotado del aire, apareció un hombre con bermudas y paraguas y subió a la camioneta. Llevaba un gorro de Boca hundido casi hasta la nariz. La camioneta siguió por el camino que iba hacia el portón de rejas de la entrada.

—¿Será ése el primo de Alfredo? ¿De dónde salió? —dijo Camila en voz baja.

—Tiene que haber salido de la casa de Alfredo. Y seguro que es el primo, si no, ¿quién va a ser?

—Yo no lo vi salir…

—Yo tampoco. Debe de haber salido justo cuando Alfredo estacionó frente a la puerta, por eso no lo vimos.

—No, no creo. La camioneta no tapó la puerta del todo, se veía una parte. Y te juro que por ahí no salió —insistió Camila.

—Entonces tiene que haber salido del galpón…

—¿Qué les pasa a ustedes dos que hablan tan bajito? —preguntó Eulalia, mientras doblaba el mantel.

—Me imagino que no se les ocurrirá meterse en la pileta con esta lluvia, ¿no? —dijo mi tía.

—Vamos a jugar al chinchón —contestó Camila.

—Muy bien. Así me gusta —dijo Eulalia—. Después de la siesta les hago los buñuelos de manzana.

Se fueron las dos a dormir y Camila puso las cartas sobre la mesa. Yo seguía mirando por la ventana. ¿Qué habría estado haciendo el primo de Alfredo en el galpón?

—Dale, ¿jugamos? —dijo Camila.

—No. Tengo una idea mejor… El galpón…

Camila no necesitó explicaciones. Dejó las cartas y se acercó a la ventana.

—Tenemos que apurarnos —dijo—. No sea cosa que Alfredo vuelva pronto.

Tristán —que no sé cómo hace, pero entiende todo— nos miró, se sacudió, bostezó, se estiró (primero, con las dos patas delanteras juntas; después, con las de atrás, de a una por vez) y se paró entre nosotros dos, moviendo la cola.

Fuimos los tres al galpón. Llovía poco. Según mi tía, a la noche iba a estar despejado y mañana tendríamos día de pileta. Ni bien entramos, Tristán fue hacia el fondo y se acostó delante de un placard de dos puertas. Yo no creía que íbamos a descubrir algo importante, solamente quería revolver un poco. Lo que me molestaba era que Alfredo no me dejara entrar. ¿Por qué tanto misterio? Camila se puso a investigar en el baúl. Yo me entretuve un rato en la mesa de carpintero. Me gustan mucho las herramientas. Había muchísimas, y todas ordenadas según la clase y el tamaño, sobre un tablero de madera clavado en la pared. Cada herramienta colgaba de un clavo. Había dos martillos grandes, uno al lado del otro, y en la misma fila, tres clavos vacíos; después, cuatro destornilladores y, entre medio, dos clavos vacíos. Pensé que las herramientas faltantes eran las que tenía el loco para destruir la torre. No entendía por qué se lo permitían.

—¡Tomás, vení! ¡Mirá lo que encontré!

Me di vuelta y de un salto llegué al baúl. Vi que estaba lleno de frazadas y pulóveres. Camila tenía un diario abierto entre las manos.

—Leé esto —me dijo, dándome el diario—. Yo voy a revisar éste —y se sentó en el piso con otro diario.

Yo también me senté y empecé a leer: «El asesino es el mayordomo», era el título de la noticia; más abajo había una foto de un hombre viejo, de ojos tristes; debajo de la foto decía: El matemático y filántropo Lorenzo Medina, dos meses antes de su muerte, en la inauguración de la sala de primeros auxilios de Brandsen, una de sus últimas donaciones.

—¡El señor Lorenzo! —dije, en voz alta.

—¡Shhh! Ya lo vi. Dejame leer —dijo Camila.

Seguí con mi diario: Según lo adelantado en nuestra edición del día de ayer, Pascual Vicente Ferraro, mayordomo de la mansión de Brandsen, sería el autor del homicidio del matemático Lorenzo Medina, propietario de dicha mansión, en la que casi vivía recluido desde la muerte de su esposa, ocurrida tres años atrás. Según lo declarado por sus únicos familiares y herederos de su vasta fortuna —Enrique Andreotti, su sobrino y María Aurelia Rosales, esposa de éste— fueron ellos quienes hallaron el cadáver de su tío en el escritorio de la planta baja de la lujosa vivienda, lugar donde el anciano solía pasar algunas horas de la noche. Los Andreotti, que estaban viviendo temporariamente en la casa de su tío, habían salido esa noche a cenar con unos amigos y al regresar, en horas de la madrugada, advirtieron que una de las puertas vidrieras de la mansión, que comunican el gran salón con los jardines, estaba rota. Al entrar, descubrieron nuevos signos de violencia: lámparas tiradas en el piso, cuadros descolgados de las paredes y, lo que les resultó más alarmante, la luz del escritorio encendida. Al dirigirse hacia allí, se encontraron con el macabro hallazgo: el señor Medina yacía en el piso salvajemente asesinado a golpes de martillo. Esto último se supo horas más tarde, como resultado de la autopsia. Enseguida advirtieron que la caja fuerte donde el matemático guardaba las joyas de su esposa estaba abierta y vacía. Si bien al comienzo de la investigación se pensó que un extraño había tomado la casa por asalto —a ello conducían las evidencias— casi inmediatamente las sospechas se centraron en el núcleo familiar, ya que el atacante debía conocer la costumbre del dueño de la casa de contemplar periódicamente las joyas de su esposa fallecida. Efectivamente, tras el análisis de las huellas digitales, se comprobó que la caja había sido abierta por el matemático. Según la policía, el desorden de la sala fue un torpe intento de hacer que las sospechas recayeran en un extraño. Más tarde, al hallarse el arma asesina —un martillo procedente del galpón de herramientas de la mansión— se supo que tenía huellas dactilares del mayordomo. La situación de Pascual Vicente Ferraro se agravó aun más al descubrirse las joyas robadas en su habitación, torpemente ocultas entre la ropa de cama. Para todo esto, el asesino ya se había dado a la fuga, encontrándose aún —al cierre de nuestra edición— prófugo de la justicia.

—Entonces al señor Lorenzo lo mató el mayordomo… —dije—. ¿Ya lo habrán agarrado?

—No —dijo Camila—. Escucha lo que dice en este diario: Como si se lo hubiera tragado la tierra. A un año del crimen del matemático, sigue prófugo su asesino, el mayordomo Pascual Vicente Ferraro. No hay indicios de su paradero, a pesar de que se lo busca intensamente por todo el país y en el extranjero, a través de Interpol. Se cree que puede haber salido al exterior a través de la frontera con Brasil.

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—¿Hay alguna foto?

—Sí, mirá.

Era una foto no muy grande, de la cara, nada más. No parecía la cara de un asesino. No supe cuántos años calcularle, pero se veía mayor que Manuel. Lo que más me llamaba la atención eran los ojos. Me parecieron demasiado claros, casi blancos.

—No hay más diarios —dijo Camila—. ¿Seguirá libre el mayordomo?

Le iba a decir que no tenía la menor idea, cuando de golpe oímos el ruido de un motor.

—¡Alfredo ya volvió! —gritó Camila.

Guardamos los diarios en el baúl y espiamos por la puerta. La camioneta estaba estacionada frente al garaje. Ya no llovía. Tristán salió del galpón y fue corriendo hacia la camioneta. Camila y yo corrimos a la cocina. Antes de entrar, vimos a Alfredo y al primo que bajaban plantas de la camioneta. Ellos no nos vieron.