Una puerta en la cocina

Etuve todo el día en la pileta. Salía nada más que cuando me llamaban para comer. Tristán, siempre conmigo. Y Camila, también. Menos mal que no se le ocurrió meter a las barbies; creo que no se animó por Tristán. A la tarde, Eulalia nos llevó la merienda al jardín. Había hecho una torta enorme de chocolate, rellena con dulce de leche. Tristán se comió dos porciones y las migas de mi plato. Cuando Camila terminó de comer, le ofreció su plato y Tristán le pasó la lengua. Se ve que ya se le había ido el enojo por la barbie pelada.

Esa noche nos acostamos más temprano. Después de comer jugamos un rato al chinchón, pero Camila tenía mucho sueño y no paraba de bostezar.

—Bueno, bueno —dijo Eulalia, recogiendo las cartas de la mesa—. Me parece que ustedes dos están muy cansados. Va a ser mejor que se acuesten, así mañana aprovechan la pileta desde temprano.

La que bostezaba era Camila, no yo. Pero no dije nada porque me pareció buena la idea de irme a mi habitación. Tenía ganas de leer.

—¿Puedo llevarme un pedazo de torta? —pregunté.

—¡Ah, no! —dijo mi tía—. Comiste bastante todo el día. No quiero que vuelvas a tener pesadillas.

No le contesté, pero eso de las pesadillas no me gustó. Pensé que mi tía y Eulalia habían encontrado un buen pretexto para no dejarme comer tranquilo. Por costumbre, espié el armario de puertas de vidrio: la torta seguía igual que después de la merienda; quedaba más de la mitad. Fui a mi habitación y me tiré en la cama a leer. Terminé el primer libro de Sherlock Holmes y empecé el segundo, pero otra vez, como la noche anterior, me quedé dormido con la luz encendida y se me cayó el libro al suelo. Me di cuenta más tarde, cuando me desperté. Eran las dos y veinte; el reloj de mi mesita de luz fue lo primero que vi. Me senté en la cama, pensando en el sueño horrible que había tenido: estaba acostado en la pileta, haciendo la plancha con los ojos cerrados, cuando alguien empezó a golpear el techo. La pileta estaba dentro de mi dormitorio, en mi casa de Lanús. Abrí los ojos y vi un martillo enorme —como en el otro sueño— y un montón de ladrillos que se me venían encima. Me desperté asustado, pero me parece que esta vez no grité. ¿Sería cierto lo de las pesadillas? Nunca me había pasado. Me quedé sentado en la cama, escuchando, pero no oí nada. Levanté el libro, apagué la luz y me dormí enseguida. Volví a soñar con golpes. Estaba de nuevo en mi habitación, pero no en una pileta, sino en mi cama y mis hermanas golpeaban la puerta con sus barbies. Yo me reía y les decía que las barbies se iban a quedar peladas. Entonces pasó algo raro; sentí que alguien me agarraba del hombro y me zamarreaba. Abrí los ojos. Era Camila, en camisón; me miraba muy seria, mientras comía un pedazo de torta de chocolate.

—Levantate —me dijo, con la boca llena y escupiendo migas en mis sábanas—. Ya sé de dónde vienen los golpes.

Sin dejar de comer, Camila fue hacia la pared que está enfrente de mi cama y apoyó una oreja.

—Escuchá —me dijo.

Le hice caso: me acerqué a la pared y apoyé la oreja. Unos golpes suaves, pero muy claritos, llegaban desde el techo retumbando por la pared.

—Ahora se oyen despacio, pero antes sonaban bien fuerte, ¿no? —dijo Camila.

—¿Y vos cómo sabés?

—Porque yo estaba en la cocina. Me levanté para ir a buscar torta. Estaba sacando la fuente del armario, cuando oí los golpes. Venían de arriba, pero sonaban más en una de las paredes. Empecé a investigar y… vas a ver lo que descubrí.

Camila me agarró del brazo con la misma mano con la que había estado comiendo la torta y me llevó hacia la escalera. No me soltó hasta que bajamos. Me toqué el brazo; lo sentí todo pegajoso. La luz de la cocina estaba apagada. No hacía falta encenderla porque entraba algo de luz por las ventanas. Hay un farolito en la galería, al lado de la cocina, que siempre queda encendido. La noche que bajé a buscar las empanadas, lo primero que hice fue encender la luz; ahora me daba cuenta de que no hacía falta.

—Apoyá la oreja acá —dijo Camila.

En una de las paredes, entre la mesada y un placard, a la misma altura de la mesada, había una especie de puerta pintada de blanco, como las puertas de los armarios. Yo ya la había visto, pero no le presté mucha atención; pensé que era un armario más, un placard chiquito al lado del grande. Qué sé yo, no le di importancia.

—¿Oís los golpes? —me preguntó Camila, con la oreja también apoyada en la puerta.

Se oían perfectamente. Eran golpes suaves, que parecían venir de lejos. Era raro, porque si se sacaba la oreja de la puerta, no se oía nada.

—Acá pasa algo raro —dijo Camila—. Y tu tía y mi abuela lo saben muy bien, pero no nos quieren decir.

Camila me sorprendió. Jamás se me hubiera ocurrido que Eulalia y mi tía ocultaran algo. El único del palacio que tenía cara de ocultar era Manuel. Y Alfredo, un poco, con eso de no querer dejarme entrar al galpón. ¿Pero mi tía y Eulalia…?

—¿Vos sabés qué es esto? —dijo Camila, señalando la puerta de donde venían los ruidos.

—Un placard. Qué va a ser.

—No; es otra cosa. Yo lo vi en una película por televisión. Es un montaplatos.

—¿Un qué?

—Un montaplatos. Es como un ascensor, pero chico. Sirve para llevar la comida desde la cocina a los pisos de arriba. Mirá —dijo y abrió la puerta.

Los golpes se oyeron un poco más fuerte. El montaplatos era una especie de bandeja de madera con una rueda con correas al costado. Metí la cabeza y vi que arriba había un hueco. Estaba muy oscuro.

—¿Y para subir la bandeja hay que tirar de la correa? —pregunté.

—Es como un ascensor. Tiene que haber un botón para que suba y baje.

Cerramos la puerta. No había ningún botón a la vista, pero no fue nada difícil encontrarlo. Sobre la mesada, al costado del montaplatos, estaba el microondas; lo corrí. Tal como había pensado: en los azulejos de la pared había una chapa plateada con un botón negro.

—¿Te das cuenta por qué los golpes se oyen desde tu habitación? —me preguntó.

—Claro. Mi habitación es la primera. El hueco también pasa por mi pared.

—¿Y hasta dónde llega? —preguntó Camila.

Ahí me di cuenta. No sé cómo no lo pensé antes. La cocina estaba en la planta baja; del otro lado estaba la sala, el comedor, el escritorio y no sé qué más. En el primer piso estaban todos los dormitorios, los nuestros —o sea los del ala de servicio— y los principales, del otro lado. Y más arriba, las torres. Las tres torres. Y si el montaplatos no llegaba a mi habitación (y no llegaba, estaba seguro), sí llegaba a la torre, a una sola: ¡la de la derecha! ¡La del señor Lorenzo! Le conté a Camila de un tirón todo lo que sabía de la torre de la derecha. Me apuré un poco porque estaba nervioso y tuve que repetirle algunas cosas.

—Mi abuela nunca me contó nada del señor Lorenzo. Te dije que nos ocultaban algo.

Camila se quedó pensativa. A mí me pareció un poco exagerada; no me la imaginaba a mi tía ocultándome cosas. Y a Eulalia, tampoco.

—Yo creo que en la torre deben tener a alguien encerrado —siguió Camila.

—¿Mi tía y Eulalia…?

—No, ellas no. Los dueños. Tiene que ser alguien de la familia que está loco o algo por el estilo y lo encerraron en la torre para que no se escape. Mi abuela, tu tía y los demás tienen que guardar el secreto porque si no, los echan.

Pensé que la loca era ella. Seguramente, de tanto jugar con las barbies, a Camila se le había achicado el cerebro. Se lo iba a decir, pero siguió hablando.

—Para mí que es una historia parecida a la de la película del montaplatos que vi por televisión. Era de misterio. Todo pasaba en una casa antigua que tenía un montaplatos en la cocina, como éste. Y en la parte de arriba de la casa había un secreto. La chica, que era la principal, vivía en la casa con la madre y la tía. A veces se oían gritos desde arriba y la chica creía que eran del opa.

—¿Del opa…?

—Sí. Un tonto que vivía encerrado en una habitación. Eso era lo que la madre y la tía le habían contado a la chica. Y ella lo había creído siempre. El opa no salía nunca y le mandaban la comida por el montaplatos. Pero un día, la chica se hizo amiga de un chico y le contó la historia del opa. El no le creyó; le dijo que eso era un invento. Y ella insistía que era verdad, que el opa había estado siempre encerrado en esa habitación, que a veces gritaba, pero que ella nunca lo había visto. Entonces el chico tuvo una idea: uno de los dos tenía que meterse en el montaplatos para espiar en la habitación, mientras el otro lo hacía subir desde abajo.

—¿Y no podían espiar por la puerta de la habitación?

—No. La madre y la tía no permitían que nadie se acercara. La única forma de llegar era por el montaplatos; y de noche, cuando la tía y la madre dormían.

Camila hizo una pausa para sacar la cocacola de la heladera.

—¿Y quién subió? —pregunté—. Seguro que el chico.

—La chica —dijo, mientras llenaba dos vasos de coca.

Lo dijo dándose importancia, como dejando claro que las mujeres eran más valientes. Me di cuenta.

—La chica era más liviana. El chico hizo subir el montaplatos.

—¿Y qué pasó con el opa?

—Nada. No había ningún opa.

—El chico tenía razón —aproveché para tomar partido por los hombres.

—No había opa, pero había una loca. Era otra tía, que estaba encerrada desde que era joven. Ahora era vieja y estaba siempre en camisón y tenía el pelo larguísimo. Pero cuando era joven había tenido un novio que la abandonó, y entonces ella no quiso salir más a la calle porque era la vergüenza de la familia y al final terminó loca.

—¿Y vos creés que hay un opa en la torre?

—O un loco…

Me quedé pensando. Me acordé del mayordomo de pelo blanco. ¿Y si no era un mayordomo? ¿Y si era alguien de la familia que estaba loco y lo tenían encerrado en la torre, pero el verano pasado se escapó y se le dio por hacerse el mayordomo, justo cuando llegué yo? Ya estaba por contarle a Camila la historia del mayordomo de pelo blanco, cuando de repente se encendió la luz.

—¿Se puede saber qué están haciendo ustedes dos en la cocina? —rugió Eulalia.

Casi nos mata del susto. Estaba parada al lado de la escalera, todavía con la mano sobre la llave de la luz, con un camisón largo hasta los tobillos, los anteojos puestos y los pelos parados. Después del susto me dieron ganas de reírme; menos mal que habló Camila, porque casi suelto la carcajada.

—Teníamos sed, abuelita. No te enojes.

—Que sea la última vez que se levantan a la madrugada. Y si tienen sed, tomen agua en el baño. Vamos, ¡a dormir!

Ya nos íbamos, cuando Eulalia miró hacia la mesa, donde había quedado la fuente con la torta de chocolate.

—¡Ajá! Tenían sed, ¿eh? ¡Claro! Después de haberse comido casi toda la torta, ¿cómo no iban a tener sed? Vamos, ¡a dormir!

Miré hacia la mesa, de reojo. Sobre la fuente había dos pedazos de torta. ¿Cómo no me fijé antes? Camila no podía haber comido tanto. Había más de media torta cuando me fui a dormir. Sí, sí. Acá pasaba algo muy raro.

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