El resto de la mañana se me pasó rápido. Jugué con Tristán en el jardín y después intenté entrar al galpón, pero Alfredo no me dejó; otra vez empezó con la historia de que era peligroso porque había muchas cosas y me podía lastimar. Alfredo debe pensar que soy tarado. Al mediodía llegaron los limpiapiletas. Al fin iba a poder bañarme. Me quedé mirando un rato cómo la vaciaban, pero me llamaron a comer y me fui. Ahí me acordé de las empanadas. Había dos en un plato. Mi tía me dijo que me las había guardado para mí. No pregunté quién se había comido las demás porque estaban todos y me dio vergüenza; pero me lo imaginé. Le di una a Tristán y comí la otra. Cuando terminamos de almorzar, Eulalia me dijo:
—Tengo una sorpresa para vos. Pero vas a tener que esperar hasta la tarde.
No hubo forma de que me adelantara nada. Yo pensé que iba a hacer más pastelitos de dulce de membrillo. Pero me equivoqué. A la tarde me trajeron la sorpresa a la pileta. Yo estaba de lo más divertido bañándome con Tristán, cuando, de repente, oigo la voz de Eulalia:
—¡Tomás! ¡Sorpreeesa…!
Dejé de nadar y me agarré de Tristán. La sorpresa venía de la mano de Eulalia, sonreía y llevaba un bolso por donde asomaban las cabezas de un montón de barbies. ¿Eso era una sorpresa?
—Te presento a Camila, mi nietita —siguió Eulalia, feliz, sin soltar a la sorpresa de la mano—. Tiene tu edad. Se van a divertir. Ahora salí del agua. Vamos a la cocina que es la hora de la leche.
Y dio media vuelta, llevándose a la sorpresa con su bolso de barbies. De más está decir que yo hubiera preferido una fuente de pastelitos de dulce de membrillo.
Si hay algo que odio, son las barbies. A Tristán parece que le gustan, porque mientras tomábamos la leche, sacó una del bolso y se la llevó abajo de la mesa; la agarró entre las dos patas delanteras —como hizo con el pastelito— y le empezó a mordisquear el pelo. Eulalia se dio cuenta enseguida y se la sacó. A Tristán le quedaron colgando algunos pelos rubios de la boca, que tuve que sacárselos con mucho cuidado porque se le habían enganchado entre los dientes. Camila casi se pone a llorar porque la barbie le quedó un poco pelada de un costado, pero mi tía le hizo un peinado que le tapó la parte pelada y quedó muy bien. A Camila creo que no le gustó porque no dijo nada y siguió con cara seria, mirando a Tristán de reojo. Ahí me di cuenta de que iba a tener que vigilarla, no fuera cosa que quisiera vengarse del pobre Tristán.
Esa noche nos acostamos tarde. Mi tía, Eulalia, Camila y yo nos quedamos jugando al chinchón en la cocina. Manuel se fue a su habitación y Alfredo, a su casa del jardín; Tristán, que había estado acostado a mis pies, se levantó y se fue con él. Con la excusa de agarrar la lata de las galletitas, me acerqué a la ventana y me fijé si iba al galpón. Pero no; entró en su casa y Tristán, también.
Leí bastante en la cama, pero no tanto como hubiera querido. Tenía mucho sueño y debo de haberme dormido cerca de la una. Estuve mucho tiempo en la pileta y eso cansa. Me dormí con el velador encendido. El libro fue a parar al piso y ni cuenta me di. Otra vez soñé con mi casa. Veía mi habitación tal cual es; me veía a mí mismo durmiendo en mi cama y también veía la piecita de arriba, con los albañiles dele martillar. Los golpes sonaban cada vez más fuerte, hasta que se rompía el techo y aparecía un martillo gigantesco encima de mi cabeza. Creo que grité. De verdad, quiero decir, al menos, eso me pareció. Grité y me desperté, pero no debo de haber gritado muy fuerte porque nadie vino a preguntar qué me pasaba. Me di cuenta de que no tenía el libro y lo busqué en el piso; lo puse en la mesita de luz y apagué el velador. Seguí despierto unos minutos, escuchando el silencio. Me gusta escuchar el silencio de la noche. Cerré los ojos y ya me estaba durmiendo otra vez, cuando oí los golpes. Venían del techo. Pero entonces, ¿no había sido un sueño? Encendí la luz. Los golpes no se oían tan fuerte como en el sueño; eran golpes suaves y parejos, como si alguien estuviera martillando en algún lugar un poco lejano. De día no me hubiera extrañado; habría pensado que estaban arreglando algo arriba. Pero de noche… Era muy raro, a no ser que el que martillaba fuera Alfredo. Mi abuela dice que los viejos duermen poco; a lo mejor Alfredo buscaba cosas para hacer durante la noche, precisamente porque no tenía sueño. En una de ésas se había puesto a arreglar las tejas, qué sé yo. Me levanté de un salto y fui hasta la ventana: la luz del galpón estaba encendida y la puerta, entreabierta. Ahí estaba la respuesta: Alfredo había subido al techo para hacer algún arreglo, y además se había olvidado de cerrar la puerta del galpón cuando salió con las herramientas. Me metí en la cama. Los golpes se oían cada vez más lejos. Me quedé dormido mirando los numeritos fosforescentes del reloj de mi mesita de luz. Eran las tres y cuarto.
Con la emoción de la pileta, me levanté bastante temprano. Me puse el pantalón de baño y las ojotas y fui a la cocina a desayunar. Camila ya estaba ahí, en malla y con las barbies sentadas encima de la mesa. Las conté sin darme cuenta: eran diez. Diez horribles barbies con espantosos vestidos de fiesta, bikinis, pantalones, remeras, carteras, zapatos, collares y un montón de pavadas más. Me acordé de mis hermanas, que aunque ya no juegan con las barbies, las tienen sentadas en fila en un estante de su biblioteca. Camila y las barbies ocupaban casi media mesa. Me senté en la otra punta.
—¿Todas las noches trabaja Alfredo en el techo? —le pregunté a Eulalia, mientras se acercaba con las jarras del café y la leche, una en cada mano.
—¿Qué? —dijo, con cara de asombro. Y en vez de seguir avanzando hacia la mesa para servirnos a Camila y a mí, se quedó parada en la mitad de la cocina, como haciendo equilibrio con las jarras.
Mi tía, que estaba de espaldas a la mesa, secando y guardando tazas y platos, se dio vuelta y se quedó mirándome.
—¿Quién dijo que Alfredo trabaja en el techo? —preguntó, al fin, Eulalia, mientras recuperaba el movimiento y llegaba hasta mi taza.
—Es que anoche oí unos golpes que venían de arriba, y como estaba la luz del galpón encendida y la puerta abierta, pensé que Alfredo estaba haciendo algún arreglo.
A Eulalia volvió a agarrarle un ataque de inmovilidad. Esta vez le vino justo mientras me servía la leche. Yo vi que llenaba la taza demasiado, pero no dije nada porque pensé que cuando la leche llegara al borde, no iba a servir más. Pero no, siguió y la volcó sobre el plato y la mesa. Mi tía, que también se había quedado quieta mirándome a mí, se acercó corriendo con el trapo rejilla.
—Seguro que estuviste soñando —dijo, mientras limpiaba la mesa.
Entonces les conté mi sueño, pero les aclaré bien que después me desperté y seguí oyendo los golpes, y que fui a mirar por la ventana y vi la puerta del galpón abierta y la luz encendida, y que eran más de las tres de la mañana. Eulalia y mi tía se habían quedado paradas al lado de la mesa, mirándome. Ninguna decía nada.
—Yo no escuché ningún golpe —dijo, entonces, Camila.
—Nosotras tampoco —dijeron Eulalia y mi tía, las dos juntas, como si se hubieran puesto de acuerdo.
Justo cuando estaba por decir que a mí no me importaba que ellas no hubieran oído nada porque yo sí había oído, entró Alfredo, con Tristán siguiéndole los pasos.
—Alfredo, ¿anoche estuviste arreglando el techo? —le pregunté, sin decir buen día, siquiera.
Antes de que Alfredo pudiera abrir la boca, habló Eulalia, mirándolo fijo y con las cejas bien levantadas:
—Tomás oyó golpes en el techo y creyó que vos estabas haciendo algún arreglo. Pero ya le dijimos que debe de haber estado soñando.
—No estaba soñando —protesté, yo también con las cejas bien levantadas y mirándolo fijo a Alfredo—. Estaba bien despierto.
—Ay, ay, ay —dijo Alfredo—. Eso te pasa por comer mucho de noche. Cargás demasiado el estómago y después tenés pesadillas.
—Me parece, Eulalia, que a la noche vas a tener que cocinar más liviano —dijo mi tía, muy sonriente.
Yo estaba furioso. Me enojo mucho cuando no creen lo que digo. Pero también me dio miedo que empezaran a matarme de hambre para que no tuviera pesadillas. Así que cerré la boca y me apuré a terminar el desayuno para ir a la pileta. Camila y Tristán no dejaban de mirarme. Tristán quería una medialuna y se la di. Me parece que se la tragó entera. Camila no sé qué quería, pero por las dudas no le pregunté; no fuera cosa que se le ocurriera invitarme a jugar con las barbies.