Sherlock Holmes, cocacola y empanadas

A mí me gusta mucho leer en la cama. Por eso me duermo tarde. Es algo que hago solamente en las vacaciones, porque cuando voy al colegio tengo que levantarme muy temprano y me duermo enseguida. La primera noche que pasé en el palacio, a lo mejor por la emoción del viaje, me dormí ni bien me acosté. Pero la segunda noche volví a mi hábito de leer hasta tarde. Mi abuela me compró tres libros para que me llevara al palacio: La vuelta al mundo en ochenta días y dos de Sherlock Holmes. Los libros de detectives y los de aventuras son los que más me gustan. Empecé con uno de Sherlock Holmes.

Ya había leído unas cuantas páginas, cuando oí ladrar a Tristán. Miré por la ventana y vi que se abría la puerta del galpón y Tristán entraba. Miré el reloj; eran las doce y media. Qué raro que Alfredo esté trabajando a estas horas, pensé. Pero, bueno, así como yo tengo la costumbre de leer hasta tarde, a lo mejor él se divierte arreglando aparatos y cosas por el estilo. Me metí otra vez en la cama y debo haber leído como media hora más, cuando me acordé de las empanadas. Pensé que si sacaba dos de la fuente, nadie tenía por qué darse cuenta. No creo que los demás anden contando la comida, como hago yo. Bajé a la cocina, saqué la fuente del armario y puse dos empanadas en un plato. Las conté por costumbre; sin darme cuenta, digamos. Había nueve. Volví a contar. Nueve. Dos, en el plato. Nueve, en la fuente. Once empanadas. Había doce cuando guardaron la fuente en el armario. ¿Alfredo le habría llevado una a Tristán? Sin embargo, Tristán había cenado. Yo vi cuando Eulalia le dejaba el plato del balanceado al lado de la puerta de la cocina. A lo mejor a Alfredo le daba hambre trabajar hasta tarde. Dejé la fuente en el armario y me serví un vaso de cocacola. Puse todo en una bandeja y empecé a caminar despacio, haciendo equilibrio; no estoy acostumbrado a llevar una bandeja, sobre todo con un vaso lleno hasta el borde. Caminaba despacio para no hacer un desastre, pero casi lo hago. Pisé una cosa blanda y húmeda. Estaba descalzo. Me dio asco, pero me controlé. Dejé la bandeja en la mesa (menos mal que la tenía cerca) y me fijé qué había pisado. Era relleno de empanadas. Me pareció raro, porque mi tía y Manuel habían limpiado todo después de comer; limpian a cada rato, nunca hay nada sucio. Me quedé mirando el piso; hacia la izquierda había más relleno, poquito, pero se veía bien. Seguí mirando y vi más: una montañita como las que hacen las hormigas, con huevo duro y pedacitos de aceituna. El último resto, un cuadradito de morrón con una bolita de carne picada encima, estaba junto a la puerta que comunicaba con la parte principal del palacio, una puerta vaivén que da a una especie de pasillo ancho donde hay armarios y una mesa pegada a una pared. Un poco más allá hay otra puerta por donde se va al comedor. Abrí la puerta vaivén, pero no me animé a seguir. Se me ocurrió que a lo mejor no había sido Alfredo, sino Manuel, que sacó la empanada y se la fue comiendo por el camino, mientras cerraba las ventanas o algo por el estilo, antes de acostarse. Agarré la bandeja y volví a mi habitación. Después de comer, leí un poco más, hasta que me dio sueño. Miré el reloj: eran las dos y cuarto. Apagué la luz y me dormí enseguida. Soñé que estaba en mi casa y que alguien golpeaba con un martillo en la piecita de arriba.

Esa mañana me levanté tarde. Mi tía me sirvió el desayuno y me dijo que en un rato iba a ir a pasar la aspiradora por las alfombras de «adentro» (ella no dice «palacio»; dice «adentro» o «casa»; los demás dicen igual; creo que soy el único que llama las cosas por su nombre) y que podía acompañarla, si es que quería conocer. Más bien que quería. De golpe me acordé del relleno de las empanadas tirado en el piso.

—¿Puedo comer una empanada? —pregunté, mientras iba hacia el armario.

—No puede ser que tengas hambre. Acabás de desayunar —dijo mi tía, mirándome con cara de horror.

—La como después, mientras pasás la aspiradora.

—Ah, no. Adentro no se come. Los únicos que comen adentro son los dueños.

No quise ser buchón, así que no le conté lo de Manuel. Además, yo no tenía hambre. Lo que quería era saber cuántas empanadas quedaban en la fuente.

—Está bien —dije—. La como más tarde. Ahora voy a ver cuántas quedan.

Mi tía se fue a buscar la aspiradora y yo saqué la fuente y conté: ocho empanadas. Por las dudas, conté otra vez: ocho.

—¿Listo? —dijo mi tía, que venía con la aspiradora—. Ahora vamos adentro.

Dejé la fuente en el armario y decidí no decir nada de las empanadas faltantes por dos motivos: por no buchonear a Manuel, que a pesar de ser antipático tiene derecho a tener hambre, y para que mi tía no pensara que me lo paso controlando lo que come cada uno.

Mientras mi tía pasaba la aspiradora por las alfombras, yo me dediqué a mirar. Había estatuas, cuadros enormes con paisajes de campo y de mar y con personas antiguas, muchos jarrones, un montón de sillones con unos almohadones gordísimos que mi tía dice que están rellenos de plumas, unas lámparas de pie recopadas con pantallas con flecos y hasta un piano que, según mi tía, era una «reliquia» (eso dijo) y ni siquiera dejó que me acercara. Todo eso, en el living. Mi tía dice sala. Y me parece que queda mejor. Nunca oí decir: «el living del palacio»; no suena bien. La escalera es impresionante; toda de madera, con una alfombra roja. En el piso de arriba están los dormitorios; todos tienen muebles antiguos, que hacen juego con los de la sala. Pero no había ni una sola cama con techo. Mi tía me dijo que esas camas son todavía mucho más antiguas que los muebles del palacio.

En el primer piso había tres escaleras más angostas que iban a las torres. Una para la torre del medio y las otras dos para las torres de los costados. Primero fuimos a la del medio y después a la de la izquierda. La verdad, me desilusioné un poco; al verlas desde afuera, me había imaginado otra cosa. Son habitaciones comunes con sillones, sillas, mesitas y lámparas. Cuando creí que íbamos a la torre de la derecha, mi tía empezó a bajar por la escalera principal.

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—Nos falta una torre —le dije.

—Es igual a las otras —me dijo.

Entonces me acordé de que la mañana anterior había notado que la ventana de esa torre era la única cerrada de todo el palacio. Se lo dije.

—Lo que pasa es que esa torre no se abre nunca —me dijo—. Era la biblioteca del señor Lorenzo.

—¿Quién es el señor Lorenzo?

—El antiguo dueño, que ya murió.

—No sabía que había un dueño antiguo. Yo creía que los únicos eran los de ahora.

—No. Esos son sobrinos del otro dueño, que heredaron la casa cuando él murió.

—¿Y por qué no se abre la torre?

—Porque no. Era el lugar preferido del señor Lorenzo y… nadie toca nada desde que él no está. Y ahora bajemos, que tengo otras cosas que hacer.

Me pareció que mi tía se había puesto un poco nerviosa, como si no le gustara hablar del señor Lorenzo. Era la primera vez en mi vida que lo oía nombrar.