Un astrónomo canadiense llamado Ian Shelton trabajaba en el observatorio de Las Campanas, en lo alto de los Andes chilenos. Era la noche del 23 al 24 de febrero de 1987. Un ayudante nocturno salió brevemente al exterior y echó un vistazo al oscuro cielo nocturno. Al estar familiarizado con el cielo enseguida se dio cuenta de algo no habitual. En el borde del borrón nebuloso de luz conocido como Gran Nube de Magallanes había una estrella. No era especialmente brillante, más o menos de la misma magnitud que las del cinturón de Orion. Lo significativo es que no estaba allí el día anterior.
El ayudante llamó la atención de Shelton sobre aquel objeto y al cabo de unas pocas horas la noticia ya se propagaba por todo el mundo. Shelton y su ayudante chileno habían descubierto una supernova. Fue el primer objeto de tal especie visible a simple vista desde que Johannes Kepler registrara una en 1604. Inmediatamente, los astrónomos de diversos países empezaron a apuntar sus instrumentos hacia la Gran Nube de Magallanes. En los meses siguientes, el comportamiento de la Supernova 1987A se escrutó hasta los más mínimos detalles.
Algunas horas antes de que Shelton hiciera su sensacional descubrimiento, se registró otro acontecimiento infrecuente en un lugar muy distinto: la mina de zinc de Kamioka, en las profundidades subterráneas de Japón. Era el lugar en el que unos físicos desarrollaban un experimento a largo plazo y con un objetivo ambicioso. Su objetivo era comprobar la estabilidad última de uno de los principales constituyentes de la materia: los protones. Las grandes teorías de unificación desarrolladas en la década de 1970 predecían que los protones podían ser ligeramente inestables, descomponiéndose en su caso en una variante rara de la radiactividad. De ser así, aquello tendría profundas consecuencias para el destino del universo, como veremos en un capítulo próximo.
Para comprobar la descomposición de los protones, los experimentadores japoneses habían llenado un depósito con 2 000 toneladas de agua ultrapura, colocando detectores muy sensibles a fotones a su alrededor. La tarea de los detectores era la de registrar los chispazos reveladores de luz que pudieran ser atribuibles a productos de alta velocidad originados en descomposiciones individuales. Se eligió un lugar subterráneo para el experimento con el fin de reducir los efectos de la radiación cósmica que, de no ser así, inundaría los detectores de otros chispazos indeseables.
El 22 de febrero los detectores de Kamioka se dispararon súbitamente no menos de once veces durante otros tantos segundos. Mientras tanto, al otro lado del planeta, un detector parecido colocado en una mina de sal de Ohio registraba ocho. Como resultaba impensable el suicido simultáneo de diecinueve protones, aquellos sucesos debían tener otra explicación. Pronto la encontraron los físicos. Sus equipos debían haber registrado la destrucción de protones en otro proceso más convencional: mediante el bombardeo de neutrinos.
Los neutrinos son partículas subatómicas que tienen un papel clave en mi historia, de modo que merece la pena detenerse a examinarlos con mayor detalle. Su existencia fue postulada en primer lugar por el físico teórico de origen austríaco Wolfgang Pauli en 1931, para poder explicar un aspecto problemático del proceso radiactivo conocido como descomposición beta. En un suceso de descomposición beta característico, un neutrón se descompone en un protón y un electrón. El electrón, partícula relativamente ligera, sale disparado con considerable energía. El problema es que en cada descomposición, el electrón parece tener una energía distinta, un poco menor que el total disponible en la descomposición del neutrón. Como la energía total es la misma en todos los casos, parece como si la energía final fuera diferente a la energía inicial. Cosa que no puede ser, ya que es una ley esencial de la física que la energía se conserve, de manera que Pauli sugirió que la energía que faltaba se la llevaba una partícula invisible. Los primeros intentos de detectarla fracasaron y quedó claro que si existía debía tener un increíble poder de penetración. Como cualquier partícula cargada eléctricamente sería atrapada de inmediato por la materia, la partícula de Pauli debía ser eléctricamente neutra: de ahí el nombre de «neutrino».
Aunque sin haber sido capaces de haber detectado un solo neutrino, los teóricos sí pudieron deducir algunas propiedades más. Una de ellas se refiere a su masa.
El concepto de masa es muy sutil en lo tocante a las partículas de alta velocidad. Ello se debe a que la masa de un cuerpo no es una cantidad fija, sino que depende de la velocidad del cuerpo. Por ejemplo, una bala de plomo de 1 kilogramo pesaría 2 kilogramos si se moviera a 260 000 kilómetros por segundo. Aquí el factor clave es la velocidad de la luz. Cuanto más se acerque la velocidad de un objeto a la velocidad de la luz, más masivo se vuelve y ese aumento de la masa no tiene límite. Como la masa varía de este modo, cuando los físicos hablan de la masa de una partícula subatómica se refieren a su masa en reposo para evitar confusiones. Si la partícula se mueve a una velocidad cercana a la de la luz, su masa en ese momento puede ser de muchas veces su masa en reposo: en el interior de los grandes aceleradores de partículas, los electrones y protones que giran en ellos pueden tener una masa muchos millares de veces superiores a sus masas en reposo.
Una pista del valor de la masa en reposo del neutrino procede del hecho de que un suceso de descomposición beta a veces desprende un electrón con casi toda la energía disponible, dejando casi ninguna para el neutrino. Lo cual significa que los neutrinos pueden existir con prácticamente energía cero. Ahora bien, según la famosa fórmula de Einstein E = mc2, la energía E y la masa m son equivalentes, de tal modo que una energía cero implica una masa cero. Eso quiere decir que lo más probable es que el neutrino tenga una masa en reposo muy pequeña, posiblemente nula. Si la masa en reposo es verdaderamente cero, el neutrino se desplazará a la velocidad de la luz. En cualquier caso, es probable que se descubra que se desplaza a una velocidad muy próxima a la de la luz.
Otra propiedad se refiere al giro de las partículas subatómicas. Se ha descubierto que neutrones, protones y electrones siempre están girando. La magnitud de este giro es una determinada cantidad fija, que resulta ser la misma para las tres. El giro o espín (spin) es una forma de momento angular y existe una ley de conservación del momento angular, ley tan básica como la ley de la conservación de la energía. Cuando un neutrón se descompone, su espín debe conservarse en los productos de su descomposición. Si el electrón y el protón giraban en la misma dirección, sus espines se sumarán para dar el doble que el del neutrón. Por otro lado, si rotaran en sentidos opuestos, sus espines se anularían para dar cero. En todo caso, el espín total de un electrón y un protón solos no podrá ser nunca igual al del neutrón. Sin embargo, cuando se tiene en cuenta la existencia del neutrino, la contabilidad puede equilibrarse limpiamente suponiendo que el neutrino posee el mismo espín que las demás partículas. En este caso, dos de los tres productos de la descomposición pueden girar en la misma dirección mientras que el tercero lo hace en sentido contrario.
De modo que sin haber detectado el neutrino, los físicos fueron capaces de deducir que debía ser una partícula de carga eléctrica cero, espín igual al del electrón, poca o nula masa en reposo y de tan minúscula interacción con la materia corriente que no dejara huellas de su paso. En resumidas cuentas, se trata de una especie de fantasma giratorio. No es sorprendente que los físicos tardaran veinte años en identificarlo definitivamente en el laboratorio desde que Pauli conjeturara su existencia. Se crean en cantidades tan copiosas en los reactores nucleares que a pesar de ser tan extraordinariamente escurridizos es posible detectar de vez en cuando a uno de sus representantes.
La llegada de una ráfaga de neutrinos a la mina de Kamioka al mismo tiempo que aparecía la supernova 1987A no se debía si duda a una coincidencia y la concurrencia de los dos sucesos fue tomada por los científicos como confirmación esencial de la teoría de las supernovas: lo que los astrónomos habían esperado siempre de una supernova era precisamente una ráfaga de neutrinos.
Aunque la palabra «nova» significa «nueva» el latín, la supernova 1987A no supuso el nacimiento de una nueva estrella. Lo cierto es que se trataba de la muerte de una vieja en una explosión espectacular. La Gran Nube de Magallanes en la que apareció la supernova es una minigalaxia situada a unos ciento setenta mil años luz de nosotros. Lo cual es una cercanía suficiente a la Vía Láctea como para convertirla en una especie de satélite de nuestra galaxia. Se la ve a simple vista como una especie de manchón borroso de luz en el hemisferio sur, pero hacen falta telescopios potentes para resolver sus estrellas individuales. No habían pasado muchas horas desde el descubrimiento de Shelton cuando los astrónomos australianos ya fueron capaces de identificar qué estrella de entre los pocos miles de millones contenidas en la Gran Nube de Magallanes era la que había estallado; consiguieron tal hazaña inspeccionando placas fotográficas anteriores de esa región del cielo. La estrella reventada era una de tipo llamado azul supergigante B3 y su diámetro era unas cuarenta veces el del Sol. Hasta tenía nombre: Sanduleak-69 202.
La teoría de que las estrellas pueden explotar la investigaron en primer lugar los astrofísicos Fred Hoyle, William Fowler y Geoffrey y Margaret Burbidge a mediados de los años 50. Para comprender cómo llega una estrella a semejante cataclismo es necesario saber algo de su funcionamiento interno. La estrella que nos es más familiar es el Sol. A semejanza de la mayoría de las estrellas, el Sol aparece inmutable; sin embargo, esta inmutabilidad oculta el hecho de que se ve atrapado en una lucha incesante con las fuerzas de la destrucción. Todas las estrellas son bolas de gas retenido por la gravedad. Si la gravedad fuera la única fuerza, implosionarían instantáneamente debido a su inmenso peso y se desvanecerían en cuestión de horas. El motivo de que eso no ocurra es que la fuerza de la gravedad, hacia adentro, se ve contrarrestada por la fuerza de la presión del gas comprimido en el interior estelar, hacia afuera.
Hay una relación sencilla entre la presión de un gas y su temperatura. Cuando se calienta un volumen fijo de gas, en condiciones normales sube la presión en proporción a la temperatura. A la inversa, cuando baja la temperatura también baja la presión. El interior de una estrella tiene una enorme presión por estar tan caliente: muchos millones de grados. El calor lo producen las reacciones nucleares. Durante la mayor parte de su vida, la principal reacción que alimenta a una estrella es la conversión del hidrógeno en helio mediante fusión. Esta reacción requiere una temperatura altísima para superar la repulsión eléctrica que se manifiesta entre los núcleos. La energía de fusión puede sustentar a una estrella durante miles de millones de años, pero antes o después se va agotando el combustible y el reactor empieza a fallar. Cuando eso ocurre, se ve amenazada la presión de sustentación y la estrella empieza a perder su larga batalla contra la gravedad. Una estrella vive fundamentalmente de tiempo prestado, eludiendo el colapso gravitatorio disponiendo de sus reservas de combustible. Pero cada kilovatio que dispersa la superficie estelar a las profundidades del espacio sirve para acelerar su final.
Se calcula que el Sol puede lucir alrededor de unos diez mil millones de años con el hidrógeno con el que comenzó. Hoy, aproximadamente con unos cinco mil millones de años de edad, nuestra estrella ha quemado aproximadamente la mitad de sus reservas (no hace falta aún que caigamos presa del pánico). La tasa a la que una estrella consume el combustible nuclear depende sensiblemente de su masa. Las estrellas más pesadas queman combustible mucho más deprisa: les hace falta porque son mayores y más brillantes y por ello irradian más energía. El peso extra comprime el gas a una densidad y a una temperatura mayores, incrementando la tasa de la reacción de fusión. Por ejemplo, una estrella de diez masas solares quemará la mayor parte de su hidrógeno en el corto periodo de unos diez millones de años.
Rastreemos el destino de esa estrella masiva. La mayoría de las estrellas comienzan su vida estando compuestas mayoritariamente por hidrógeno. La «quema» de hidrógeno consiste en la fusión de los núcleos del hidrógeno (el núcleo de hidrógeno es un único protón) para formar los núcleos del elemento helio, que consisten en dos protones y dos neutrones. (Los detalles son complicados y no hace falta que nos preocupemos por ellos aquí). «Quemar» hidrógeno es la fuente de energía nuclear más eficiente pero no es la única. Si la temperatura del núcleo estelar es lo suficientemente alta, los núcleos de helio pueden fundirse para formar carbono y otras reacciones de fusión ulteriores producen oxígeno, neón y otros elementos. Una estrella masiva puede originar las temperaturas internas necesarias (que llegan a más de mil millones de grados) para que funcione esta cadena de reacciones nucleares sucesivas, pero el rendimiento disminuye constantemente. A cada nuevo elemento que se obtiene, decrece la energía liberada. El combustible se quema cada vez más deprisa hasta que la composición de la estrella cambia de mes a mes, luego diariamente, luego cada hora. Su interior parece el de una cebolla, en la que las capas son los diferentes elementos sintetizados a un ritmo cada vez más frenético. Externamente, la estrella aumenta hasta un enorme tamaño, mayor que el de nuestro sistema solar entero, convirtiéndose en lo que los astrónomos llaman una supergigante roja.
El fin de la cadena de combustión nuclear lo marca el elemento hierro, que presenta una estructura nuclear particularmente estable. La síntesis de elementos más pesados que el hierro mediante fusión nuclear requiere energía en lugar de desprenderla, de manera que cuando la estrella ha sintetizado un núcleo de hierro está sentenciada. Una vez que las regiones centrales de la estrella no pueden ya producir energía calorífica, la balanza se inclina indefectiblemente a favor de la fuerza de la gravedad. La estrella se balancea en el borde de la inestabilidad catastrófica, terminando por caer en su propio pozo gravitatorio.
Lo que ocurre, y a toda velocidad, es lo siguiente. El núcleo de hierro de la estrella, incapaz ya de producir calor por combustión nuclear, no puede soportar su propio peso y se contrae bajo la gravedad con tal fuerza que los propios átomos resultan aplastados. El núcleo termina por alcanzar tal densidad de núcleos atómicos que un dedal lleno de materia pesaría cerca de un billón de toneladas. En esta etapa, el núcleo de la estrella afectada tendrá por término medio unos 200 kilómetros de diámetro y la solidez del material nuclear le hará dar un bote. El tirón gravitatorio es tan fuerte que este bote titánico no dura más que unos pocos milisegundos. Mientras se desarrolla esta tragedia en el centro de la estrella, las capas de material estelar que lo rodean se derrumban en una convulsión súbita y catastrófica. Al viajar hacia el interior a decenas de miles de kilómetros por segundo, los cuatrillones de toneladas de material que implosiona chocan con el núcleo enormemente compacto que rebota, más duro que un muro de diamante. Lo que se produce a continuación es una colisión de violencia aterradora que produce una enorme onda de choque hacia el exterior y por toda la estrella.
Juntamente con esta onda de choque hay una emisión tremenda de neutrinos, liberados súbitamente desde las regiones internas de la estrella durante su transmutación nuclear definitiva: una transmutación en la que los electrones y los protones de los átomos de la estrella se funden unos con otros para formar neutrones. Efectivamente, el núcleo de la estrella se convierte en una bola gigante de neutrones. La onda de choque y los neutrinos transportan conjuntamente una inmensa cantidad de energía hacia el exterior atravesando las capas de la estrella. Al absorber mucha energía, las capas externas de la estrella explotan en un holocausto nuclear de furia inimaginable. Durante unos pocos días, la estrella brilla con la intensidad de diez mil millones de soles para desvanecerse pocas semanas después.
Por término medio, las supernovas se producen dos o tres veces por siglo en una galaxia media como es la Vía Láctea y los atónitos astrónomos las han registrado a lo largo de la historia. Una de las más famosas la registraron observadores chinos y árabes en el año 1054 en la constelación de Cáncer, el Cangrejo. Hoy, esa estrella destrozada aparece como una nube deshilachada de gas en expansión conocida como Nebulosa del Cangrejo.
La explosión de la supernova 1987A iluminó el universo con un relámpago invisible de neutrinos. Fue una emisión de una intensidad asombrosa. A pesar de estar a ciento setenta mil años luz de la explosión, cada centímetro cuadrado de la superficie de la Tierra se vio atravesado por cien mil millones de neutrinos, venturosamente inconscientes sus habitantes de que los habían atravesado muchísimos billones de partículas procedentes de otra galaxia. Pero los detectores para la descomposición de protones de Kamioka y de Ohio atraparon diecinueve. Sin ese equipo, los neutrinos habrían pasado sin ser detectados, lo mismo que ocurrió en 1054.
Aunque una supernova representa la muerte para la estrella afectada, la explosión tiene un aspecto creativo. La enorme liberación de energía calientan las capas externas de la estrella de forma tan efectiva que durante un breve tiempo so posibles algunas reacciones más de fusión nuclear: reacciones que absorben energía en lugar de liberarla. En ese horno estelar definitivo e intensísimo se forjan los elementos más pesados que el hierro, como oro, plomo y uranio. Estos elementos, junto con los más ligeros, como el carbono y el oxígeno que se crearon en los primeros estadios de la nucleosíntesis, salen despedidos al espacio para mezclarse en él con los detritos de incontables supernovas. A lo largo de los eones subsiguientes, esos elementos pesados se reunirán en nuevas generaciones de estrellas y planetas. Sin la manufactura y la diseminación de estos elementos, no podría haber planetas como la Tierra. El carbono y el oxígeno que nos da vida, el oro de nuestros bancos, el plomo que sirve para nuestras techumbres, las varillas de combustible de uranio de nuestros reactores nucleares, todos ellos deben su presencia terrestre a los estertores de muerte de estrellas que se desvanecieron mucho antes de que existiera nuestro sol. Es una idea llamativa que la mismísima materia que compone nuestros cuerpos esté formada de cenizas nucleares de estrellas muertas hace mucho tiempo.
Una explosión de supernova no destruye por completo la estrella. Aunque la mayor parte del material se dispersa en el cataclismo, el núcleo implotado que puso en marcha todo el suceso sigue en su sitio. Sin embargo, su destino es también cosa incierta. Si la masa del núcleo es bastante baja (digamos de una masa solar) formará entonces una bolsa de neutrones del tamaño de una ciudad pequeña. Lo más probable es que esta «estrella de neutrones» gire frenéticamente, con seguridad a más de 1 000 revoluciones por segundo o a un 10% de la velocidad de la luz en su superficie. La estrella adquiere ese giro vertiginoso debido a que la implosión amplía mucho la rotación relativamente lenta de la estrella primitiva: se trata del mismo principio que hace que los patinadores giren más deprisa cuando encogen los brazos. Los astrónomos han detectado muchas estrellas de neutrones que giran con esta rapidez. Pero la tasa de rotación decrece poco a poco conforme el objeto va perdiendo energía. La estrella de neutrones que está en medio de la Nebulosa del Cangrejo, por ejemplo, ha ido disminuyendo hasta las actuales 33 revoluciones por segundo.
Si la masa del núcleo es algo mayor (digamos que de varias masas solares) no puede formar una estrella de neutrones. La fuerza de la gravedad es tan grande que incluso la materia neutrónica (la sustancia más consistente que se conoce) no puede resistir una mayor comprensión. Está preparado entonces el panorama para un suceso todavía más terrible y catastrófico que el de la supernova. El núcleo de la estrella sigue contrayéndose y en menos de un milisegundo crea un agujero negro y desaparece en él.
Por lo tanto, el destino de una estrella masiva es el de saltar en pedazos dejando como remanente una estrella de neutrones o un agujero negro rodeado de difusos gases expulsados. Nadie sabe cuántas estrellas han sucumbido ya de esta manera, pero sólo la Vía Láctea podría contener miles de millones de estos cuerpos estelares.
De niño, yo tenía un miedo morboso a que el Sol estallara. Sin embargo, no hay peligro de que se convierta en una supernova. Es demasiado pequeño. El destino de las estrellas livianas es generalmente mucho menos violento que el de sus hermanas masivas. En primer lugar, los procesos nucleares que devoran combustible avanzan a un paso más calmado; lo cierto es que una estrella enana situada al final de la clasificación de masas estelares puede brillar firmemente durante un billón de años. En segundo lugar, una estrella liviana no puede originar temperaturas internas lo suficientemente elevadas como para sintetizar hierro y desencadenar en consecuencia una implosión catastrófica.
El Sol es una estrella media de masa bastante baja, que quema constantemente su combustible de hidrógeno convirtiendo su interior en helio. El helio se encuentra en su mayor parte en el núcleo central que es inerte en lo que se refiere a reacciones nucleares; la fusión se produce en la superficie del núcleo. Por lo tanto, el núcleo en sí es incapaz de contribuir a la generación necesaria de calor que hace falta para que el Sol se mantenga contra las fuerzas gravitatorias que lo aplastan. Para prevenir la contracción, el Sol debe expandir hacia el exterior su actividad nuclear, buscando hidrógeno de refresco. Mientras tanto, el núcleo de helio va encogiéndose poco a poco. Conforme van transcurriendo los eones, la apariencia del Sol irá alterándose imperceptiblemente como resultado de tales cambios internos. Aumentará de tamaño pero su superficie se enfriará un tanto, dándole un tono rojizo. Esta tendencia seguirá hasta que el Sol pase a convertirse en una estrella gigante roja, seguramente unas quinientas veces mayor de lo que es ahora. Las gigantes rojas son familiares para los astrónomos y en esta categoría entran algunas estrellas brillantes bien conocidas como Aldebarán, Betelgeuse y Arturo. La fase de gigante roja señala el principio del fin de una estrella de baja masa.
Aunque una gigante roja es relativamente fría, su gran tamaño le da una enorme superficie radiante, lo cual significa una mayor luminosidad en conjunto. Los planetas del Sol pasarán por una época difícil durante unos cuatro mil millones de años al llegarles tal flujo de calor. La Tierra ya se habrá convertido en inhabitable mucho antes, evaporados los océanos y desprovista de atmósfera. Conforme vaya creciendo el Sol engullirá a Mercurio, Venus y finalmente a la Tierra en su envoltura llameante. Nuestro planeta quedará reducido a un trozo de escoria obstinadamente aferrado a su órbita incluso después de la incineración; la densidad de los gases del Sol al rojo vivo será tan baja que las condiciones serán prácticamente las del vacío, ejerciendo por ello muy poca influencia sobre el movimiento de la Tierra.
Nuestra existencia en el universo es consecuencia de la extraordinaria estabilidad de las estrellas como el Sol, que pueden arder continuadamente y con pocos cambios durante miles de millones de años, el tiempo suficiente como para que la vida surja y evolucione. Pero en la fase de gigante roja, esta estabilidad llega a su término. Las etapas sucesivas en la vida de una estrella como el Sol son complicadas, erráticas y violentas, con cambios relativamente repentinos en su comportamiento y en su aspecto. Las estrellas que envejecen pueden pasar millones de años emitiendo pulsaciones o desprendiendo corazas de gas. El helio del núcleo estelar puede incendiarse formando carbono, nitrógeno y oxígeno, proporcionando así una energía vital que mantendrá a la estrella todavía un poco más. Desprendiendo al espacio su envoltura externa, la estrella puede terminar dejando al aire su núcleo de carbono y oxígeno.
Después de este periodo de compleja actividad, las estrellas de masa baja y media sucumben inevitablemente a la gravedad y se encogen. Este encogimiento es implacable y prosigue hasta que la estrella queda comprimida al tamaño de un planeta pequeño, convirtiéndose en un objeto denominado por los astrónomos como enana blanca. Como las enanas blancas son tan pequeñas, son extremadamente poco luminosas pese a que su superficie puede alcanzar temperaturas mucho mayores que la del Sol. Sin la ayuda del telescopio, desde la Tierra no puede verse ninguna.
El destino de nuestro Sol es el de convertirse en enana blanca en un futuro lejano. Cuando el Sol llegue a esta fase seguirá estando caliente durante muchos miles de millones de años; su enorme volumen se verá tan comprimido que retendrá su calor interno con mucha mayor eficiencia que el mejor termo que imaginemos. Sin embargo, como el horno nuclear interno se habrá apagado para siempre no habrá reservas de combustible que repongan la lenta pérdida de radiación calorífica en las frías profundidades del espacio. Lenta, lentísimamente, la enana que en tiempos fue nuestro poderoso Sol se enfriará y se apagará hasta que aborde su metamorfosis definitiva, solidificándose poco a poco en un cristal de rigidez extraordinaria. Y terminará por apagarse por completo, desapareciendo silenciosamente en la negrura del espacio.