CAPÍTULO 2: EL UNIVERSO MORIBUNDO

En el año 1856, el físico alemán Hermann von Helmholtz hizo la que con seguridad es la predicción más deprimente de toda la historia de la ciencia. El universo se muere, declaró Helmholtz. La base para tan apocalíptica afirmación era la llamada segunda ley de la termodinámica. Formulada originariamente a principios del siglo XIX como una declaración más bien técnica sobre la eficiencia de las máquinas térmicas, la segunda ley de la termodinámica (generalmente reconocida ahora sin más como «la segunda ley») se vio enseguida que tenía un significado universal y consecuencias verdaderamente cósmicas.

En su versión más simple, la segunda ley afirma que el calor fluye de lo caliente a lo frío. Naturalmente, se trata de una propiedad familiar y evidente de los sistemas físicos. La vemos en funcionamiento siempre que cocinamos algo o dejamos que se enfríe una taza de café: el calor fluye de la región del espacio que está a mayor temperatura hacia aquella que está a temperatura inferior. No hay misterio en ello. El calor se manifiesta en la materia bajo la forma de agitación molecular. En un gas, como por ejemplo el aire, las moléculas se agitan caóticamente y chocan unas con otras.

Hasta en un cuerpo sólido los átomos vibran enérgicamente. Cuanto más caliente esté un cuerpo, más enérgica será la agitación molecular. Si dos cuerpos a diferentes temperaturas se ponen en contacto la agitación molecular más vigorosa del cuerpo caliente se transmite enseguida a las moléculas del cuerpo más frío.

Como el flujo de calor es unidireccional, el proceso es asimétrico en el tiempo. Una película que mostrara el calor fluyendo espontáneamente de lo frío a lo caliente tendría un aspecto tan tonto como la de un río que subiera colina arriba o la de las gotas de lluvia que subieran hasta las nubes. De modo que podemos identificar una direccionalidad fundamental en el flujo de calor y que suele representarse mediante una flecha que va del pasado al futuro. Esta «flecha del tiempo» indica la naturaleza irreversible de los procesos termodinámicos y lleva fascinando a los físicos ciento cincuenta años. (Véase figura 2.1.)

Figura 2.1. La flecha del tiempo. El cubito de hielo que se derrite define la dirección del tiempo: el calor fluye del agua caliente al hielo frío. Una película que fuera en el sentido (iii), (ii) y (i) se reconocería inmediatamente como falsa. Esta asimetría está caracterizada por una magnitud llamada entropía, que aumenta conforme va fundiéndose el hielo.

Los trabajos de Helmholtz, Rudolf Clausius y lord Kelvin condujeron al reconocimiento del significado de una magnitud llamada entropía que caracterizara el cambio irreversible en termodinámica. En el caso sencillo de un cuerpo caliente puesto en contacto con otro frío, la entropía puede definirse como energía calorífica divida por temperatura. Pensemos en una pequeña cantidad de calor que fluya del cuerpo caliente al frío. El cuerpo caliente perderá parte de entropía y el frío ganará parte de ella. Como hay cierta energía calorífica en juego pero las temperaturas son distintas, la entropía ganada por el cuerpo frío será mayor que la perdida por el cuerpo caliente. De este modo crece la entropía total de todo el sistema (cuerpo caliente más cuerpo frío). Una afirmación de la segunda ley de la termodinámica es, por ello, que la entropía de un sistema de esas características nunca decrecerá porque para que decreciera habría que suponer que parte del calor ha pasado espontáneamente de lo frío a lo caliente.

Un análisis más minucioso permite que esta ley se generalice para todos los sistemas cerrados: la entropía nunca decrece. Si el sistema comprende un refrigerador, el cual puede transferir calor del frió a lo caliente, el total de la entropía de todo el sistema debe tener en cuenta la energía empleada en hacer funcionar el refrigerador. Este proceso de gasto incrementará por sí solo la entropía. Es así que siempre se da que la entropía creada por el funcionamiento del refrigerador supera siempre a la reducción de la entropía que resulta de transferir calor de lo frío a lo caliente. Asimismo, en los sistemas naturales, como los que suponen organismos naturales o formación de cristales, la entropía de una parte del sistema suele decrecer, pero este decrecimiento siempre se ve compensado por un aumento de entropía en otra parte del sistema. En conjunto la entropía nunca disminuye.

Si el universo como conjunto puede considerarse como sistema cerrado basándose en que no existe nada «fuera» de él, entonces la segunda ley de la termodinámica predice algo importante: que el total de la entropía del universo nunca disminuye. Por el contrario, sigue aumentando implacablemente. Un buen ejemplo lo tenemos a la vuelta de la esquina en términos cósmicos: el Sol, que continuamente vierte calor en las frías profundidades del espacio. Ese calor se dispersa en el universo sin regresar jamás; se trata de un proceso espectacularmente irreversible.

Una cuestión evidente es la siguiente: ¿puede seguir aumentando para siempre la entropía del universo? Imaginemos un cuerpo caliente y un cuerpo frío que se pusieran en contacto dentro de una cámara térmicamente sellada. La energía fluiría de lo caliente a lo frío y la entropía aumentaría, pero el cuerpo frío terminaría por calentarse y el cuerpo caliente se enfriaría de modo que alcanzarían la misma temperatura. Cuando se llegue a este estado, no habrá más transferencia de energía. El sistema en el interior de la cámara habrá alcanzado una temperatura uniforme: un estado estable de máxima entropía al que se denomina equilibrio termodinámico. Mientras el sistema permanezca aislado, no se puede esperar cambio posterior; pero si los cuerpos se vieran perturbados de algún modo (por ejemplo, introduciendo más calor desde el exterior de la cámara), entonces habría algo más de actividad térmica aumentando la entropía hasta un máximo mayor.

¿Qué nos dicen estas ideas básicas de termodinámica sobre el cambio astronómico y cosmológico? En el caso del Sol y de la mayoría de las demás estrellas, la emisión de calor puede continuar durante muchos miles de millones de años, pero no es inagotable. El calor de una estrella normal lo generan los procesos nucleares de su interior. Como veremos, el Sol terminará por quedarse sin combustible y a menos que ocurran otras cosas, se irá enfriando hasta alcanzar la misma temperatura que el espacio circundante.

Aunque Hermann von Helmholtz no sabía nada de reacciones nucleares (en su época la fuente de la inmensa energía del Sol era un misterio) sí comprendía el principio general de que toda actividad física en el universo tiende hacia un estado final de equilibrio termodinámico, o de máxima entropía, a partir del cual no ocurrirá nada para el resto de la eternidad. Este sesgo hacia el equilibrio se conoció entre los primeros termodinámicos como «muerte térmica» del universo. Se aceptaba que los sistemas individuales podían verse revitalizados por perturbaciones externas, aunque como el universo no tenía nada «fuera» de él por definición, nada podía impedir una muerte térmica que lo abarcara por completo. Parecía ineludible.

El descubrimiento de que el universo se moría como consecuencia inexorable de las leyes de la termodinámica tuvo un profundo efecto depresor sobre varias generaciones de científicos y filósofos. Bertrand Russell, por ejemplo, se vio movido a escribir el siguiente párrafo pesimista en su libro Por qué no soy cristiano:

Todo el esfuerzo de las eras, toda la devoción, toda la inspiración, toda la brillantez del mediodía del genio humano, están destinados a la extinción en la vasta muerte del sistema solar y… todo el templo del logro humano se verá inevitablemente enterrado bajo los restos de un universo en ruinas; todas estas cosas, aun no siendo absolutamente incontestables, son casi tan seguramente ciertas que no puede permanecer ninguna filosofía que las rechace. Sólo dentro del entramado de estas verdades, sólo sobre la firme base de la desesperación inquebrantable, puede erigirse a salvo la morada del alma a partir de ese momento.

Muchos otros escritores han llegado a la conclusión, a partir de la segunda ley de la termodinámica y de su consecuencia del universo que se muere, de que el universo no tiene sentido y que la existencia humana es, en último término, fútil. Volveré a esta desoladora valoración en capítulos posteriores y examinaré si está o no mal planteada.

La predicción de una muerte cósmica definitiva del universo no sólo habla del futuro del universo, sino que también implica una cosa importante del pasado. Está claro que si el universo avanza irreversiblemente hacia su agotamiento a una velocidad finita, entonces no puede haber existido desde siempre. La razón es sencilla: si el universo fuera infinitamente antiguo, ya habría muerto. Es evidente que una cosa que avance hasta detenerse a una tasa finita no puede haber existido desde toda la eternidad. Dicho de otro modo, el universo debe haber surgido a la existencia hace un cierto tiempo, un tiempo finito.

Es notable que esta profunda conclusión no la captaran adecuadamente los científicos del siglo XIX. La idea de un universo originado bruscamente en un gran pum tuvo que esperar a las observaciones astronómicas de los años 20, pero ya se sugería con fuerza, sobre bases puramente termodinámicas, una génesis definida en cierto momento del pasado.

Sin embargo, como no se llegó a esta conclusión, los astrónomos del siglo XIX se vieron desconcertados por una curiosa paradoja cósmica. Conocida como paradoja de Olbers, por el astrónomo alemán a quien se reconoce su formulación, plantea una pregunta sencilla pero profundamente significativa: ¿por qué el cielo es oscuro por la noche?

El problema, en un principio, parece una tontería. El cielo nocturno es oscuro porque las estrellas están situadas a inmensas distancias de nosotros y por ello parecen tan tenues. (Véase figura 2.2). Pero imaginemos que el espacio no tiene límites. En tal caso, bien podría haber infinidad de estrellas. Un número infinito de estrellas supondría un montón de luz. Resulta fácil calcular la luz estela acumulada proveniente de una infinidad de estrellas que no cambian y distribuidas más o menos uniformemente por todo el espacio. El brillo de una estrella disminuye con la distancia, según la ley del inverso del cuadrado. Lo cual significa que a una distancia dos veces mayor, la estrella es la cuarta parte de brillante, a una distancia tres veces mayor es la novena parte de brillante y así sucesivamente. Por una parte, el número de estrellas se incrementa cuanto más lejos miramos. De hecho, la mera geometría nos indica que el número de estrellas a, por ejemplo, doscientos años luz es cuatro veces mayor que el número de estrellas a cien años luz, mientras que el número de estrellas a trescientos años luz es nueve veces mayor que ese último. De modo que el número de estrellas crece con el cuadrado de la distancia mientras que el brillo disminuye con el cuadrado de la distancia. Los dos efectos se anulan y el resultado es que la luz total que nos llega de todas las estrellas que se encuentran a una distancia dada no depende de la distancia. La luz total que llega desde las estrellas que están a doscientos años luz es la misma que la luz total que nos llega desde estrellas a la distancia de cien años luz.

Figura 2.2. La paradoja de Olbers. Imaginemos un universo sin cambios poblado por estrellas distribuidas al azar con una densidad media uniforme. Aquí se muestra una selección de las estrellas que ocupan una delgada corona esférica del espacio con centro en la Tierra. (En el dibujo, se han eliminado las estrellas fuera de la corona). La luz de las estrellas de esta corona contribuye al flujo total de luz estelar que llega a la Tierra. La intensidad de la luz procedente de una estrella dada disminuirá con el cuadrado del radio de la corona. Sin embargo, el número total de estrellas en la corona crecerá en proporción al cuadrado del radio de la corona. Por lo tanto, estos dos factores se anularán uno al otro y la luminosidad total de la corona será independiente de su radio. En un universo finito, habrá una infinidad de coronas y, aparentemente, un flujo infinito de luz que llegue a la Tierra.

El problema surge cuando sumamos la luz proveniente de todas las estrellas a todas las posibles distancias. Si el universo no tiene límites, no parece haber límite a la cantidad total de luz recibida por la Tierra. En lugar de estar oscuro ¡el cielo nocturno debería ser infinitamente brillante!

El problema se alivia un poco cuando se tiene en cuenta el tamaño finito de las estrellas. Cuanto más lejos se encuentra una estrella de la Tierra, menor es su tamaño aparente. Una estrella cercana oscurecerá a una estrella más lejana si queda en la misma línea de visión. En un universo finito eso ocurriría con una frecuencia infinita y al tenerlo en cuenta cambiaría la conclusión de los cálculos anteriores. En lugar de llegar a la Tierra un flujo de luz infinito, el flujo no es más que muy grande (aproximadamente equivalente al disco del Sol que llenara el cielo, lo cual ocurriría si la Tierra estuviera situada en torno a un millón y medio de kilómetros de la superficie solar). Una situación muy incómoda sin duda: la verdad es que la Tierra se vaporizaría rápidamente debido al intenso calor.

La conclusión de que un universo infinito debería ser un horno cósmico es, ciertamente, una repetición del problema termodinámico que he examinado antes. Las estrellas vierten calor y luz al espacio y esta radiación se acumular lentamente en el vacío. Si las estrellas han estado ardiendo desde siempre, a primera vista, parece que la radiación debe tener una intensidad infinita. Pero una parte de la radiación, al viajar por el espacio, choca con otras estrellas y se reabsorbe. (Esto equivale a darse cuenta de que las estrellas cercanas oscurecen la luz de las más lejanas). Por lo tanto, la intensidad de la radiación aumentará hasta que se establezca un equilibrio en el que la tasa de emisión se equilibre con la tasa de absorción. Este estado de equilibrio termodinámico se dará cuando la radiación del espacio alcance la misma temperatura que la superficie de las estrellas: unos pocos miles de grados. De este modo, el universo estaría lleno de radiación térmica a una temperatura de varios miles de grados y el cielo nocturno, en lugar de ser oscuro, debería deslumbrar a esa temperatura.

Heinrich Olbers propuso una solución a su propia paradoja. Al darse cuenta de la existencia de grandes cantidades de polvo en el universo, formuló la sugerencia de que ese material absorbiera la mayor parte de la luz estelar, oscureciendo así el cielo. Esta idea, por desgracia, aun siendo imaginativa estaba radicalmente equivocada: el polvo habría terminado por calentarse terminando por iluminar con la misma intensidad que la radiación que absorbiera.

Otra resolución posible es la de abandonar la suposición de que el universo es infinito en extensión. Supongamos que las estrellas son muchas pero en número finito, de tal modo que el universo consista en un inmenso conjunto de estrellas rodeado por un vacío oscuro e infinito; entonces, la mayor parte de la luz estelar se dispersará en el espacio y se perderá. Pero también esta sencilla solución tiene una pega esencial, pega que, por cierto, ya le fue familiar a Isaac Newton en el siglo XVII. La pega se refiere a la naturaleza de la gravitación: toda estrella atrae a cualquier otra estrella con una determinada fuerza gravitatoria, y por lo tanto, todas las estrellas del conjunto tenderían a reunirse unas con otras, concentrándose en el centro de gravedad. Si el universo tiene un borde y un centro definidos, da la impresión de que debería colapsarse sobre sí mismo. Un universo sin soporte, finito y estático es inestable y propenso al derrumbe gravitatorio.

Este problema gravitatorio volverá a surgir en mi relato más adelante. Lo único que necesitamos por el momento es tomar nota de la ingeniosa manera en que Newton intentó sortearlo. El universo puede derrumbarse sobre su centro de gravedad, razonó Newton, sólo si tiene centro de gravedad. Si el universo es a la vez infinito en extensión y (por término medio) poblado uniformemente por estrellas, no habrá entonces ni borde ni centro. Una estrella se verá atraída por todas partes por sus muchas vecinas, como en una especie de tirasoga gigantesco en que la cuerda estuviera en todas direcciones. Por término medio, todos estos tirones se anularían unos a otros y la estrella no se movería.

De modo que si aceptamos la solución de Newton para la paradoja del cosmos que se derrumba, volvemos nuevamente al universo infinito y al problema que plantea la paradoja de Olbers. Tal parece que tenemos que afrontar una u otra. Pero gracias a la introspección podemos encontrar una vía entre los cuernos del dilema. Lo que es erróneo no es asumir que el universo es infinito en el espacio, sino suponer que es infinito en el tiempo. La paradoja del cielo llameante surgió porque los astrónomos supusieron que el universo no cambiaba, que las estrellas eran estáticas y llevaban brillando con la misma intensidad durante toda la eternidad. Pero hoy sabemos que ambas suposiciones son erróneas. En primer lugar, como explicaré brevemente, el universo no es estático, sino que se está expandiendo. En segundo lugar, las estrellas no pueden haber estado brillando desde siempre porque ya haría mucho tiempo que se habrían quedado sin combustible. Que brillen en la actualidad supone que el universo debe haber empezado a existir hace una cantidad de tiempo finita.

Si el universo tiene una edad finita, la paradoja de Olbers desaparece instantáneamente. Para ver por qué, consideremos el caso de una estrella muy distante. Como la luz viaja a una velocidad finita (300 000 kilómetros por segundo en el vacío), no vemos la estrella como es en la actualidad, sino como cuando salió de la estrella. Por ejemplo, la brillante estrella Betelgeuse está a unos 650 años luz de nosotros, de manera que se nos aparece como era hace 650 años. Si el universo empezó a existir hace, por ejemplo, diez millones de años, entonces no veremos las estrellas que estén a más de diez mil millones de años luz de la Tierra. El universo puede ser infinito en extensión espacial, pero si tiene una edad finita no podemos en ningún caso ver más allá de una determinada distancia finita. Así la luz estelar acumulada procedente de un número infinito de estrellas de edad finita será finita y seguramente insignificantemente pequeña.

La misma conclusión se obtiene de las consideraciones termodinámicas. El tiempo necesario para que las estrellas llenen el espacio con la radiación térmica y para que alcancen una temperatura común es inmenso debido a la gran cantidad de espacio vacío que hay en el universo. Sencillamente, no ha habido tiempo suficiente desde el inicio del universo para haber alcanzado ya el equilibrio termodinámico.

Por ello todas las pruebas llevan a un universo que tenga un lapso de vida limitado. Comenzó a existir en cierto momento, hierve de actividad en la actualidad pero va indefectiblemente degenerando hacia una muerte térmica en cierto momento del futuro. Inmediatamente surgen montones de preguntas: ¿Cuándo llegará el final? ¿Bajo qué forma se dará? ¿Será lenta o rápidamente? Y ¿es concebible que la conclusión sobre la muerte térmica, tal y como la entienden hoy los científicos, pueda ser errónea?