Fecha: 21 de agosto de 2126. Día del juicio final.
Lugar: La Tierra. Por todo el planeta, la población desesperada intenta guarecerse. Hay miles de millones de personas que no tienen dónde ir. Unos huyen bajo la tierra, buscando desesperadamente cuevas y minas abandonadas, o se hacen a la mar en submarinos. Otros lo destrozan todo a su paso, mortíferos y despreciativos. La gran mayoría espera sentada, cariacontecida y perpleja, esperando el final.
En lo alto del cielo, hay grabado un rayo de luz en el azul del cielo. Lo que empezó siendo un estrecho trazo de blanda nebulosidad radiante ha crecido día a día hasta formar un vórtice de gas que hierve en el vacío del espacio. En el vértice de ese rastro de vapor yace un pegote oscuro, informe y amenazante. La diminuta cabeza del cometa contrasta con su enorme poder destructivo. Se acerca al planeta Tierra a la asombrosa velocidad de 65 000 kilómetros por hora, 18 kilómetros por segundo: un billón de toneladas de hielo y piedra destinados a estrellarse a setenta veces la velocidad del sonido.
La humanidad sólo puede mirar y esperar. Los científicos, que han abandonado hace tiempo los telescopios a la vista de lo inevitable, apagan silenciosamente los ordenadores. Las inacabables simulaciones del desastre siguen siendo demasiado inciertas y las conclusiones que obtienen son, en cualquier caso, demasiado alarmantes como para darlas a conocer públicamente. Algunos científicos han elaborado complejas estrategias de supervivencia utilizando sus conocimientos técnicos para sacar ventaja a sus conciudadanos. Otros tienen pensado observar el cataclismo lo más cuidadosamente posible, cumpliendo su papel de verdaderos científicos hasta el mismísimo fin, transmitiendo datos a las cápsulas profundamente enterradas. Para la posteridad…
Se acerca el momento del impacto. En todo el mundo, millones de personas comprueban nerviosamente sus relojes. Los últimos tres minutos.
Justo por encima del nivel de la tierra, se abren los cielos. Mil kilómetros cúbicos de aire se abren. Un brazo de llamas abrasadoras más ancho que una ciudad se arquea hacia abajo y quince segundos después alancea a la Tierra. El planeta se estremece con la fuerza de diez mil terremotos. Una onda de choque de aire desplazado barre la superficie del globo, aplastando cualquier estructura, pulverizándolo todo a su paso. El terreno plano en torno al punto del impacto se yergue formando una corona de montañas líquidas de varios kilómetros de diámetro. La pared de roca triturada se extiende hacia el exterior, sacudiendo el paisaje de alrededor como cuando se mueve una manta a cámara lenta.
Dentro del propio cráter, billones de toneladas de rocas se vaporizan. Buena parte de ellas salen despedidas, algunas proyectadas al espacio. Pero más aún saltan atravesando medio continente para llover a cientos o incluso miles de kilómetros de distancia, sembrando la destrucción generalizada a todo lo que hay por debajo. Alguno de los materiales fundidos y despedidos caen sobre el océano, originando gigantescos tsunamis que contribuyen al caos creciente. A la atmósfera llega una gran columna de restos pulverulentos, impidiendo el paso de la luz solar sobre todo el planeta. La luz del sol se ve sustituida por un relumbre siniestro y parpadeante de miles de millones de meteoritos, que queman la tierra con su calor abrasador, mientras el material desplazado va cayendo hacia la atmósfera desde el espacio.
Este panorama se basa en la predicción de que el cometa Swift-Tuttle chocará con la Tierra el 21 de agosto de 2126. De ser así, seguirá una devastación global sin duda alguna que destruirá la civilización humana. Cuando este cometa nos visitó en 1993, los primeros cálculos parecían indicar que la colisión de 2126 era posibilidad clara. Desde entonces, los cálculos revisados indican que el cometa no golpeará la Tierra por un lapso de dos semanas: estará cerca, pero podemos respirar tranquilos. Con todo, el peligro no desaparecerá por completo. Antes o después, un Swift-Tuttle u otro objeto similar chocará con la Tierra. Las estimaciones indican que existen unos 10 000 objetos de medio kilómetro de diámetro o más que se mueven en órbitas que intersectan la de la Tierra. Estos intrusos astronómicos se originan en las frías regiones exteriores del sistema solar. Algunos son restos de cometas que han quedado atrapados por los campos gravitatorios de los planetas, otros provienen del cinturón de asteroides situado entre Marte y Júpiter. La inestabilidad orbital origina un tránsito continuo de estos cuerpos pequeños pero letales, que continuamente entran en el sistema solar interior y vuelven a salir de él, constituyendo una amenaza siempre presente para la Tierra y nuestros planetas hermanos.
Muchos de estos objetos son capaces de causar más daños que todas las armas nucleares del mundo juntas. Es una mera cuestión de tiempo que alguno nos golpee. Mala noticia para nosotros si se produce tal cosa. La historia de nuestra especie se interrumpirá abruptamente, cosa que no ha ocurrido nunca. Pero para la Tierra se tratará de un suceso más o menos habitual. Los impactos cometarios o de asteroides de esta magnitud se dan, como media, cada pocos millones de años. Generalmente se cree que uno o más de tales sucesos fueron los causantes de la extinción de los dinosaurios hace sesenta y cinco millones de años. La próxima vez podría tocarnos a nosotros.
La creencia en el Armagedón está arraigada profundamente en la mayoría de las religiones y culturas. El Apocalipsis pronuncia un vívido relato de la muerte y de la destrucción que nos esperan:
Y se produjeron relámpagos, y voces, y truenos, y sobrevino un gran temblor de tierra cual no lo hubo desde que el hombre existe sobre la Tierra, tan grande fue… Y las ciudades de los pueblos se desplomaron… y las islas huyeron y no se pudo encontrar a las montañas. Del cielo cayó sobre los hombres un enorme pedrisco con piedras como de a quintal. Y los hombres maldijeron a Dios por causa de la plaga del pedrisco, porque era horrible.
Desde luego que hay montones de cosas desagradables que podrían pasarle a la Tierra, escuchimizado objeto en un universo recorrido por violentas fuerzas, aunque nuestro planeta ha seguido siendo hospitalario para la vida por lo menos durante tres mil quinientos millones de años. El secreto de nuestro éxito sobre el planeta Tierra es el propio espacio. Hay mucho. Nuestro sistema solar es una isla diminuta en un océano de vacío. La estrella más cercana, aparte del Sol, queda a más de cuatro años luz. Para hacernos una idea de lo lejos que es eso, pensemos que la luz recorre los más de 149 millones de kilómetros que nos separan del Sol en sólo ocho minutos y medio. En cuatro años recorre más de 32 billones de kilómetros.
El Sol es una estrella enana normal que se encuentra en una región normal de nuestra galaxia, la Vía Láctea. La galaxia alberga aproximadamente cien mil millones de estrellas, que varían en masa desde un pequeño porcentaje de la masa solar hasta cien veces la masa del Sol. Estos objetos, así como una enorme cantidad de nubes de gas y polvo y un número indeterminado de cometas, asteroides, planetas y agujeros negros orbitan lentamente en torno al centro galáctico. Esa inmensa colección de objetos puede producir la impresión de que nuestra galaxia es un sistema sumamente poblado, hasta que se cae en la cuenta de que la parte visible de la Vía Láctea mide aproximadamente cien mil años luz de diámetro. Tiene la forma de un plato con un bulto central; en los bordes se proyectan unos pocos brazos espirales compuestos de estrellas y gas. Nuestro Sol está situado en uno de esos brazos espirales y está aproximadamente a unos treinta mil años luz del centro.
Por lo que sabemos, la Vía Láctea no tiene nada de excepcional. A unos dos millones de años luz se encuentra otra galaxia parecida, llamada Andrómeda, en dirección a la constelación del mismo nombre. Puede verse a simple vista como un borrón de luz. El universo observable se ve adornado por muchos miles de millones de galaxias, espirales algunas de ellas, otras elípticas o irregulares. La escala de distancias es amplísima. Los telescopios potentes pueden resolver galaxias individuales que se encuentren a varios miles de millones de años luz. En algunos casos, su luz ha tardado en llegarnos más que la edad que tiene la Tierra (cuatro mil quinientos millones de años).
Todo este espacio significa que las colisiones cósmicas son raras. La mayor amenaza para la Tierra seguramente procede de nuestro propio entorno. Los asteroides normalmente no orbitan cerca de la Tierra; están generalmente confinados al cinturón que queda entre Marte y Júpiter. Pero la enorme masa de Júpiter puede perturbar las órbitas de los asteroides, impulsando a alguno de ellos hacia el Sol de tanto en tanto y amenazando así la Tierra.
Los cometas plantean otra amenaza. Se cree que estos cuerpos espectaculares se originan en una nube invisible situada a un año luz del Sol. En este caso la amenaza no proviene de Júpiter, sino de las estrellas que pasan cerca. La galaxia no es estática, sino que rota lentamente, al igual que sus estrellas orbitan en torno al núcleo galáctico. El Sol y su pequeño cortejo de planetas tardan unos doscientos millones de años en completar una vuelta completa a la galaxia y en ese tiempo corren múltiples aventuras. Las estrellas cercanas pueden rozar la nube de cometas, desplazando a unos pocos hacia el Sol. Cuando los cometas se meten en el sistema solar interior el Sol evapora parte de sus materiales volátiles y el viento solar los dispersa formando un largo rastro, la famosa cola de los cometas. Muy de vez en cuando, un cometa colisiona con la Tierra a su paso por el interior del sistema solar. Es el cometa el que produce el daño, pero la estrella es la responsable última. Afortunadamente, las inmensas distancias entre las estrellas impiden que se produzca un número excesivo de tales encuentros.
También pueden cruzarse con nosotros otros objetos que viajen en torno a la galaxia. Las nubes gigantes de gas derivan lentamente y aunque son más tenues que cualquier vacío creado en laboratorio pueden alterar drásticamente el viento solar y afectar el flujo de calor que nos llega del Sol. Otros objetos más siniestros pueden acechar en las tenebrosas profundidades del espacio: planetas solitarios, estrellas de neutrones, enanas marrones, agujeros negros: todos estos y muchos más podrían aparecer sin anunciarse, sin ser vistos y sembrar estragos en el sistema solar.
O podría ser más insidiosa la amenaza. Algunos astrónomos creen que el Sol puede formar parte de una estrella doble, lo mismo que tantísimas otras estrellas de la galaxia. Si existe, su compañera (apodada Némesis o Estrella de la Muerte) es demasiado tenue y está demasiado lejos como para haberla detectado. Pero en su lenta órbita en torno al Sol, podría seguir haciendo sentir su presencia gravitatoria, perturbando periódicamente cometas distantes y arrojando algunos hacia la Tierra, cosa que produciría una serie de impactos devastadores. Los geólogos han descubierto que la destrucción ecológica generalizada se produce desde luego periódicamente: aproximadamente cada treinta millones de años.
A escala mayor, los astrónomos han observado galaxias enteras en aparente colisión. ¿Qué posibilidades hay de que la Vía Láctea sufra un choque con otra galaxia? Hay algunas pruebas, debido al rapidísimo movimiento de algunas estrellas, de que la Vía Láctea puede haberse visto perturbada ya por colisiones con algunas pequeñas galaxias cercanas. Sin embargo, la colisión de dos galaxias no significa necesariamente el desastre para las estrellas que la constituyen. Las galaxias están tan escasamente pobladas que pueden fundirse unas con otras sin que haya colisiones estelares individuales.
A la mayor parte de la gente le fascina la perspectiva del Día del Juicio Final: una destrucción súbita y espectacular del mundo. Pero la muerte violenta es una amenaza menor que la lenta decadencia. Hay muchas maneras de que la Tierra se vaya volviendo inhóspita poco a poco. La degradación ecológica paulatina, el cambio climático, cualquier pequeña variación en la emisión calorífica del Sol: todas estas cosas pueden amenazar nuestra comodidad, cuando no nuestra supervivencia, sobre nuestro frágil planeta. Sin embargo, algunos cambios se producirán a lo largo de miles de años, o incluso de millones, y la humanidad puede ser capaz de afrontarlos por medio de una tecnología avanzada. Por ejemplo, el inicio gradual de una edad de hielo no supondría el desastre total para nuestra especie, teniendo el tiempo suficiente para reorganizar nuestras actividades. Podemos conjeturar que la tecnología seguirá avanzando espectacularmente a lo largo de los próximos milenios; de ser así, es tentador creer que los seres humanos, o sus descendientes, dispondrán del control de sistemas físicos cada vez mayores y que pueden llegar a un momento en que sepan eludir desastres incluso a escala astronómica.
En principio, ¿puede la humanidad sobrevivir para siempre? Puede ser. Pero ya veremos que la inmortalidad no resulta fácil y que podría resultar que fuera imposible. El propio universo está sujeto a leyes físicas que le imponen un ciclo vital propio: nacimiento, evolución y, quizá, muerte. Nuestro propio destino está inextricablemente unido al destino de las estrellas.