Imagen

Aquí estamos juntos

En su última mañana en Polonia, después de que su amigo se hundiera la gorra hasta los ojos y desapareciera por aquella esquina, Litvinoff volvió a su habitación. Ya estaba vacía, sin los muebles, que habían sido vendidos o regalados. Sacó del abrigo el gran sobre color marrón. Estaba cerrado y encima, escrito con la letra de su amigo, se leía: «Guardar para Leopold Gursky hasta que vuelvas a verlo». Litvinoff lo introdujo en el portafolios de la maleta. Fue a la ventana y miró por última vez el pequeño cuadrado de cielo. A lo lejos sonaban campanas, como habían sonado mientras él trabajaba o dormía, cientos de veces, tantas que casi parecían la percusión de su propio pensamiento. Pasó los dedos por la pared, acribillada de marcas de las tachuelas con que prendía las fotos y los artículos recortados del periódico. Se miró en el espejo, para poder recordar después cuál era exactamente el aspecto que tenía aquel día.

Sentía un nudo en la garganta. Por enésima vez se palpó los bolsillos, para cerciorarse de que llevaba el pasaporte y los billetes. Luego miró el reloj, suspiró, agarró la maleta y salió.

Si al principio Litvinoff no pensó mucho en su amigo, ello se debía a que ocupaban su mente otras muchas cosas. Gracias a las maniobras de su padre, a quien debía un favor alguien que conocía a alguien, se le había concedido un visado para España. De España iría a Lisboa y allí pensaba embarcar para Chile, donde vivía un primo de su padre. Una vez a bordo del barco, otras cuestiones reclamaron su atención: el mareo, el miedo al agua oscura, meditaciones acerca del horizonte, especulaciones sobre la vida en el fondo marino, accesos de nostalgia, el avistamiento de una ballena, el descubrimiento de una francesita morena.

Cuando al fin arribaron al puerto de Valparaíso y Litvinoff desembarcó con paso inseguro («piernas de mar», decía aún años después cuando, sin causa aparente, volvía a sentir aquel temblor de las rodillas), tuvo que atender otros asuntos. Durante los primeros meses trabajaba en lo que encontraba: primero en una fábrica de embutidos, de la que lo despidieron al tercer día porque se equivocó de tranvía y llegó quince minutos tarde, y después en una tienda de comestibles. Un día, cuando iba a hablar con un capataz que, según le habían dicho, necesitaba gente, Litvinoff se perdió y desembocó frente a las oficinas del periódico local. Las ventanas estaban abiertas y se oía teclear de máquinas de escribir. Sintió nostalgia. Pensó en sus colegas del diario, lo que le recordó el escritorio con las oraciones grabadas en la madera que él recorría con el dedo para ayudarse a pensar, lo que a su vez le recordó su máquina de escribir, en la que la S se encallaba, de modo que a veces en sus textos se leía: «sssu muerte deja un gran vacío en lasss vidasss de aquellosss a quienesss tanto ayudó», lo que le recordó el olor de los cigarrillos baratos que fumaba el jefe, lo que le recordó su ascenso de eventual a redactor de plantilla, encargado de las notas necrológicas, lo que le recordó a Isaac Babel, y hasta aquí se permitió llegar antes de ahogar la nostalgia y alejarse calle abajo a paso rápido.

Finalmente, encontró trabajo en una farmacia: su padre era farmacéutico y Litvinoff había asimilado los conocimientos suficientes para ser útil en la pulcra tienda de un anciano judío, situada en un barrio tranquilo. Hasta entonces, cuando por fin tuvo una posición estable que le permitió alquilar una habitación, no había podido deshacer las maletas. En el portafolios de una de ellas encontró el sobre marrón con la inscripción manuscrita de su amigo. Una ola de tristeza le estalló en la cabeza. Sin saber por qué, de pronto recordó una camisa blanca que había dejado secándose en el tendedero del patio de Minsk.

Trató de recordar el aspecto de la cara que había visto en el espejo aquel último día. No pudo. Cerró los ojos, rememorando. Pero lo único que acudía a su mente era la expresión de su amigo, en la esquina de aquella calle. Con un suspiro, metió el sobre en la maleta vacía, la cerró y la guardó en el armario.

Todo el dinero que le quedaba después de pagar el alquiler y la comida lo ahorraba para pagar el viaje de Miriam, su hermana menor. De todos los hermanos, ellos dos eran los que menos tiempo se llevaban y los que más se parecían, hasta el punto de que, cuando eran pequeños, los tomaban por gemelos, a pesar de que ella era rubia y llevaba gafas de carey. Miriam estudiaba Derecho en Varsovia hasta que le prohibieron asistir a clase.

El único dispendio que se permitió fue la compra de una radio de onda corta. Todas las noches hacía girar el dial, explorando el continente sudamericano hasta que encontraba la nueva emisora The Voice of America. El poco inglés que sabía le bastaba para seguir con angustia el avance de los nazis.

Hitler rompió el pacto con Rusia e invadió Polonia. Las cosas iban de mal en peor.

Las pocas cartas que recibía de amigos y familiares llegaban cada vez más espaciadas, y se hacía difícil saber qué ocurría en realidad. La antepenúltima carta que recibió de su hermana, en la que le decía que se había enamorado de otro estudiante de Derecho y se habían casado, incluía una foto que les habían hecho cuando ella y Zvi eran pequeños. En el reverso, Miriam había escrito:

«Aquí estamos juntos».

Por la mañana, Litvinoff hacía el café mientras oía a los perros vagabundos pelear en el callejón. Esperaba el tranvía cociéndose ya al sol. Almorzaba en la trastienda, rodeado de cajas de píldoras, polvos, jarabe de cereza y cintas para el pelo, y volvía a casa por la noche, después de fregar el suelo y sacar brillo a todos los botes hasta ver reflejada en ellos la cara de su hermana. No tenía muchos amigos. Ya no se dedicaba a hacer amigos. Cuando no trabajaba, escuchaba la radio. Escuchaba hasta quedarse dormido en la silla, exhausto, y aun entonces seguía escuchando y la voz de la radio se mezclaba con sus sueños. En su entorno había otros refugiados que también sentían miedo e impotencia, pero eso no le servía de consuelo. Y es que en el mundo existen dos clases de personas: las que prefieren la tristeza en compañía y las que prefieren la tristeza en soledad. Litvinoff prefería la soledad. Si lo invitaban a cenar, rehusaba con cualquier excusa. Un domingo en que su casera lo invitó a tomar el té, él le dijo que tenía que acabar una cosa que estaba escribiendo.

—¿Escribe usted? —preguntó la mujer, sorprendida—. ¿Qué escribe?

A Litvinoff ya no le importaba mentira más o menos, así que sin pensarlo mucho respondió:

—Poesía.

Cundió el rumor de que era poeta. Y Litvinoff, halagado, no hizo nada por desmentirlo. Al contrario, se compró un sombrero como el que usaba Alberto Santos-Dumont, quien, al decir de los brasileños, fue el hombre que realizó el primer vuelo de la historia que tuvo éxito y cuyo sombrero de jipijapa, según había oído Litvinoff, deformado de tanto abanicar el motor del avión, aún tenía mucho predicamento entre los hombres de letras.

Pasaba el tiempo. El anciano judío alemán murió mientras dormía, la farmacia se cerró y, en parte gracias a los rumores de sus aptitudes literarias, Litvinoff fue contratado para dar clase en una escuela judía. Terminó la guerra.

Poco a poco, Litvinoff fue enterándose de lo que les había ocurrido a su hermana Miriam, a sus padres y a cuatro de sus hermanos (lo que había sido de Andre, el mayor, sólo pudo deducirlo por el cálculo de probabilidades).

Aprendió a vivir con la verdad. No a aceptarla, sino a vivir con ella. Era como vivir con un elefante. Pero su habitación era muy pequeña, y cada mañana tenía que batallar para abrirse paso hasta el cuarto de baño. Si quería sacar unos calzoncillos del armario, había de arrastrarse por debajo de la verdad, rezando para que a ella no se le ocurriera sentarse en aquel momento. Cuando cerraba los ojos por la noche, la sentía cernirse sobre él.

Perdía peso. Toda su persona parecía encogerse, menos las orejas, que se le doblaban, y la nariz, que se le afilaba, dándole un aire de melancolía. El año en que cumplía los treinta y dos se le caía el pelo a puñados. Descartó el sombrero de jipijapa y ahora iba a todas partes con un grueso abrigo en cuyo bolsillo interior guardaba un papel muy gastado que había llevado encima durante años y que empezaba a romperse por los dobleces. En la escuela, los niños hacían ademán de lanzarse piojos unos a otros si él los rozaba al pasar.

Éste era el estado de Litvinoff cuando Rosa empezó a fijarse en él, en los cafés frente al mar donde él solía sentarse a leer una novela o una revista de poesía (al principio para justificar su reputación y después por verdadero interés). Aunque lo que en realidad lo llevaba allí era el deseo de retrasar la vuelta a casa, donde estaría esperándolo la verdad. En el café se permitía un poco de olvido. Se abstraía contemplando las olas, observaba a los estudiantes, escuchaba sus debates, que eran los mismos que él mantenía cuando era estudiante, cien años atrás (es decir, doce). Hasta sabía los nombres de algunos.

Incluido el de Rosa. ¿Y cómo no, si siempre estaban nombrándola?

La tarde en que ella se acercó a su mesa y, en lugar de seguir adelante para reunirse con algún joven, se detuvo y con simpática espontaneidad le preguntó si podía sentarse, Litvinoff pensó que aquello era una broma. Ella tenía una melena negra y reluciente, cortada a ras de la barbilla, lo que resaltaba su nariz rotunda, y llevaba un vestido verde (después, Rosa sostendría que era rojo, rojo con lunares negros, pero Litvinoff se negó a renunciar al recuerdo de un vestido sin mangas, de gasa color esmeralda). Hasta que la joven llevaba ya media hora sentada a su mesa y sus amigos se habían desentendido de ellos y reanudado sus conversaciones, no se convenció Litvinoff de que el gesto había sido sincero.

Se hizo una pausa incómoda. Rosa sonrió.

—No me he presentado —dijo.

—Tú eres Rosa —dijo él.

A la tarde siguiente, Rosa acudió al segundo encuentro, tal como había prometido. Cuando ella miró el reloj y advirtió lo tarde que era, concertaron una tercera cita, y luego ya no hizo falta concertar la cuarta. La quinta tarde, contagiado de la juvenil espontaneidad de Rosa —en plena discusión acerca de quién era más grande, si Neruda o Darío—, Litvinoff se sorprendió a sí mismo al proponerle ir a un concierto. Al ver que Rosa accedía con entusiasmo, él pensó que, en virtud de algún milagro, aquella muchacha encantadora podía realmente estar empezando a sentir algo por él. Fue como si hubieran hecho sonar un gong en su pecho. La revelación le reverberó en todo el cuerpo.

Unos días después del concierto, fueron al parque a merendar. Al domingo siguiente dieron un paseo en bicicleta. A la séptima cita vieron una película. Al salir del cine, Litvinoff la acompañó a su casa. Estaban en el portal, comentando las carencias interpretativas de Grace Kelly y contraponiéndolas a su increíble belleza cuando, de repente, Rosa adelantó la cara y le dio un beso. O por lo menos lo intentó, porque Litvinoff, desprevenido, se echó hacia atrás y ella quedó inclinada hacia delante con el cuello estirado en un ángulo extraño.

Durante toda la película, él había estado dosificando la aproximación de las respectivas partes del cuerpo con creciente placer. Pero el proceso era lento, por pequeñas fracciones, y la brusca acometida de la nariz de Rosa casi hizo que se le saltaran las lágrimas. Al percatarse de su error, él adelantó la cara, tratando de salvar el vacío a ciegas. Pero para entonces Rosa ya había hecho recuento de bajas y se había retirado a territorio más seguro. Litvinoff mantuvo la postura hasta que un efluvio del perfume de Rosa le cosquilleó en la nariz, e inició el repliegue. O lo intentó, porque entonces Rosa, decidida a evitar riesgos, adelantó los labios en el espacio en litigio, olvidando momentáneamente su apéndice nasal, que se le hizo presente una fracción de segundo después, al colisionar con el de Litvinoff en el instante en que sus respectivos labios chocaban. Puede decirse, por tanto, que su primer beso los hizo hermanos de sangre.

En el autobús de regreso a su casa, Litvinoff estaba delirante. Sonreía a todo el que lo miraba. Bajó por la calle silbando. Pero, al meter la llave en la cerradura, sintió que el frío le entraba en el corazón. Se quedó de pie en medio la habitación a oscuras, pensando: Pero hombre, por Dios, ¿dónde tienes la cabeza? Qué puedes ofrecer tú a una muchacha como ella, no seas iluso, la vida te ha destrozado y tus trozos se han perdido, ya no queda de ti nada que ofrecer, y eso no podrás ocultarlo siempre. Antes o después, ella descubrirá la verdad: que eres sólo una cascara de hombre, y un simple golpe que te dé con los nudillos le revelará que estás vacío.

Estuvo largo rato con la frente apoyada contra la ventana, pensando. Luego se desnudó. A tientas, lavó el calzoncillo y lo colgó del radiador. Puso la radio y el dial se iluminó cobrando vida, pero un minuto después la apagó y un tango quedó cortado por el silencio. Estaba sentado en la silla, desnudo. Una mosca se le posó en el fruncido pene. Litvinoff murmuró unas palabras. Y, como le pareció que aquello le hacía bien, siguió murmurando. Eran palabras que sabía de memoria, estaban escritas en el papel que llevaba doblado en el bolsillo del pecho desde aquella noche, hacía años, en que había velado a su amigo enfermo, rezando para que no muriera. Las había dicho tantas veces, incluso sin darse cuenta, que había momentos en los que olvidaba que no eran suyas.

Aquella noche bajó la maleta del armario. Metió la mano en el portafolios buscando el grueso sobre. Lo sacó y se sentó con él en las rodillas. No lo había abierto, pero sabía lo que contenía, desde luego. Cerrando los ojos para protegerlos de la luz, levantó la mano y encendió la lámpara.

«Guardar para Leopold Gursky hasta que vuelvas a verlo».

Después, por mucho que intentara esconder esta frase en el cubo de la basura, debajo de las pieles de naranja y los posos del café, siempre salía a la superficie. Hasta que una mañana Litvinoff sacó el sobre vacío cuyo contenido estaba ahora guardado en el escritorio y, tragándose las lágrimas, encendió una cerilla y vio arder la letra de su amigo.