Inundación
1. CÓMO ENCENDER FUEGO SIN CERILLAS
Busqué Alma Mereminski en Internet. Pensé que alguien podía haber escrito algo sobre ella o que tal vez encontraría información acerca de su vida. Escribí su nombre y pulsé intro. Pero lo único que salió fue una lista de inmigrantes llegados a Nueva York en 1891 (Mendel Mereminski) y nombres de víctimas del Holocausto registrados en Yad Vashem (Adam Mereminski, Fanny Mereminski, Nacham, Zellig, Hershel, Bluma, Ida, pero ninguna Alma, lo que fue un alivio, porque no quería perderla antes de haber empezado a buscarla).
2. MI HERMANO ME SALVA LA VIDA CONTINUAMENTE
El tío Julian se alojaba en nuestra casa. Había venido a Nueva York a acabar de documentarse para un libro que estaba escribiendo desde hacía cinco años sobre el escultor y pintor Alberto Giacometti. La tía Frances se había quedado en Londres, para cuidar del perro. El tío Julian dormía en la cama de Bird, quien dormía en la mía, y yo en el suelo, en mi saco ciento por ciento de plumón, aunque una auténtica especialista en supervivencia no necesita saco ya que, en una emergencia, le basta con matar unos pájaros y meterse las plumas debajo de la ropa, para conservar el calor del cuerpo.
A veces oía a mi hermano hablar en sueños. Medias palabras, nada que pudiera entender. Excepto una vez que habló con una voz tan alta que creí que estaba despierto.
—No vayas por ahí —dijo.
—¿Qué? —pregunté incorporándome.
—Es muy hondo —murmuró, y se volvió de cara a la pared.
3. PERO POR QUÉ
Un sábado, Bird y yo fuimos con el tío Julian al Museo de Arte Moderno. Bird se empeñó en pagar su entrada con los beneficios de la venta de limonada.
Estuvimos paseando mientras el tío Julian hablaba con un conservador en el piso de arriba. Bird preguntó a un guardia de seguridad cuántos surtidores había en el edificio. (Cinco). Estuvo haciendo ruidos de videojuego con la garganta hasta que le dije que se callara. Luego contó las personas con tatuajes a la vista. (Ocho). Nos paramos delante de un cuadro de un montón de personas tumbadas en el suelo.
—¿Por qué están tumbados? —preguntó.
—Porque los han matado —dije, aunque en realidad no sabía por qué estaban allí, ni siquiera si eran personas. Crucé la sala para mirar otro. Él me siguió.
—Pero ¿por qué los han matado? —preguntó.
—Porque necesitaban dinero y entraron en una casa a robar —dije mientras empezaba a bajar por la escalera mecánica.
Camino de casa, en el metro, Bird me tocó el hombro.
—¿Para qué necesitaban el dinero?
4. A LA DERIVA
—¿Qué te hace pensar que esa Alma de La historia del amor es ser real? —preguntó Misha. Estábamos sentados en la playa, detrás del bloque de apartamentos donde vivía él, con los pies hundidos en la arena, comiendo los bocadillos de rosbif y rábano picante de la señora Shklovsky.
—Un —dije.
—¿Un qué?
—Un ser real.
—Está bien, pero contesta mi pregunta.
—Pues claro que es real.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque sólo hay una explicación de por qué Litvinoff, el que escribió el libro, no le puso nombre español como a los demás.
—¿Por qué?
—No podía.
—¿Por qué no?
—¿Es que no te das cuenta? Él podía cambiar cualquier otro detalle, pero no podía cambiarla a ella.
—¿Y por qué no?
Me frustraba que fuera tan corto de entendederas.
—¡Porque estaba enamorado de ella! Porque, para él, ella era lo único real.
Misha masticó un bocado de rosbif.
—Me parece que ves demasiadas películas —dijo.
Pero yo sabía que no me equivocaba. No había que ser un genio para comprenderlo, después de leer La historia del amor.
5. LAS COSAS QUE QUIERO DECIR SE ME ENCALLAN EN LA BOCA
Fuimos andando por el paseo entarimado en dirección a Coney Island. Hacía un calor asfixiante y a Misha le resbalaba el sudor por la sien. Al pasar junto a unos viejos que jugaban a las cartas, Misha los saludó. Uno muy arrugado, con un bañador pequeñísimo, agitó una mano.
—Piensan que eres mi novia —dijo Misha.
Yo tropecé con una tabla. Sentí que me ardía la cara y pensé: Soy la persona más patosa de este mundo.
—Pues no lo soy —dije, aunque no era eso lo que quería decir. Volví la cara, fingiendo interés por un niño que iba hacia la orilla arrastrando un cocodrilo hinchable.
—Yo lo sé, pero ellos no lo saben —dijo Misha.
Tenía quince años cumplidos, había crecido casi diez centímetros y ya se afeitaba el bigote. Cuando nos metíamos en el agua y él se zambullía en las olas, yo miraba su cuerpo y sentía en el estómago algo que no era dolor sino otra cosa.
—Te apuesto cien dólares a que ella está en la guía —dije. Yo no me lo creía ni loca, pero fue lo único que se me ocurrió decir para cambiar de tema.
6. BUSCANDO A ALGUIEN QUE SEGURAMENTE NO EXISTE
—Busco el número de Alma Mereminski. M-e-r-e-m-i-n-s-k-i —dije.
—¿Qué distrito? —preguntó la telefonista.
—No lo sé. —Silencio y ruido de teclas. Misha miraba a una muchacha con un biquini turquesa que pasaba patinando. La telefonista decía algo.
—¿Cómo?
—Digo que hay un A. Mereminski en la calle Ciento cuarenta y siete del Bronx. Tome nota del número.
Me lo escribí en la mano. Misha se acercó.
—¿Qué?
—¿Tienes un cuarto de dólar? —pregunté. Sabía que era una tontería, pero, ya puestos, decidí probar. Él arqueó las cejas y metió la mano en el bolsillo de los pantalones cortos. Marqué el número. Contestó un hombre—. ¿Está Alma? —pregunté.
—¿Quién?
—Deseo hablar con Alma Mereminski.
—Aquí no hay ninguna Alma. Se equivoca. Me llamo Artie —dijo el hombre, y colgó.
Volvimos al apartamento de Misha. Entré en el baño, que olía al perfume de la hermana. De una cuerda colgaban unos calzoncillos grisáceos del padre.
Cuando salí, Misha estaba en su cuarto, sin la camisa, leyendo un libro en ruso.
Mientras se duchaba, lo esperé sentada en su cama, pasando hojas impresas en cirílico. Oía caer el agua y la tonada que él cantaba, pero no entendía la letra.
Me eché en la cama y, al poner la cabeza en la almohada, olía a él.
7. SI LAS COSAS SIGUEN ASÍ
Cuando Misha era pequeño, en verano su familia iba a la dacha que tenían en el campo, y él y su padre bajaban del desván las redes cazamariposas y trataban de atrapar algunas de las mariposas migratorias que llenaban el aire. La vieja casa estaba repleta de porcelana china de la abuela y de mariposas enmarcadas, cazadas por tres generaciones de chicos Shklovsky. Con los años, se les caían las finas escamas y, cuando corrías descalzo por la casa, la porcelana tintineaba y el polvo de ala de mariposa se te pegaba a la planta de los pies.
Hace meses, la víspera del cumpleaños de Misha, decidí hacerle una postal con una mariposa. Me conecté a Internet, con intención de bajarme la foto de una mariposa rusa, pero entonces encontré un artículo que decía que, durante las dos últimas décadas, ha disminuido el número de la mayoría de las especies de mariposas y la velocidad de la extinción es diez mil veces mayor de lo normal. También decía que cada día se extinguen por término medio setenta y cuatro especies de insectos, animales y plantas. Basándose en estas y otras no menos escalofriantes estadísticas, continuaba el artículo, los científicos creen que nos hallamos en la sexta extinción masiva de la historia de la vida en la Tierra. Antes de treinta años puede haberse extinguido casi la cuarta parte de los mamíferos. Una de cada ocho especies de aves habrá desaparecido dentro de poco. Durante el último medio siglo, se ha extinguido el noventa por ciento de los grandes peces.
Busqué extinciones masivas.
La última se produjo hace sesenta y cinco millones de años, cuando probablemente un asteroide chocó con nuestro planeta, matando a todos los dinosaurios y aproximadamente la mitad de los animales marinos. Con anterioridad se había producido la extinción del triásico (causada también por un asteroide o quizá por volcanes), que destruyó hasta el noventa y cinco por ciento de las especies, y antes hubo la de finales del devónico. La que se halla en curso será la más rápida en los 4500 millones de años de historia de la Tierra y, a diferencia de las anteriores, está provocada no por cataclismos naturales sino por la ignorancia de los seres humanos. A este paso, dentro de cien años la mitad de las especies habrá dejado de existir.
Por lo tanto, no puse mariposas en la postal para Misha.
8. INTERGLACIAL
Aquel febrero en que mi madre recibió la carta en la que se le pedía que tradujera La historia del amor cayó más de medio metro de nieve, y Misha y yo hicimos una cueva en el parque. Trabajamos durante horas, no sentíamos los dedos, pero seguíamos cavando en la nieve. Cuando estuvo terminada, nos metimos en ella a rastras. Por la puerta entraba una luz azulada. Nos sentamos hombro con hombro.
—Quizá un día te lleve a Rusia —dijo Misha.
—Podríamos acampar en los Urales —dije yo—. O en las estepas de Kazajstán. —Al hablar nos salían nubecitas de la boca.
—Te llevaré a la habitación en que vivíamos mi abuelo y yo y te enseñaré a patinar en el Neva —dijo Misha.
—Yo podría aprender ruso.
Misha asintió.
—Yo te enseñaré. Primera palabra: Dai.
—Dai.
—Segunda palabra: Ruku.
—¿Qué significa?
—Primero dila.
—Ruku.
—Dai ruku.
—Dai ruku. ¿Qué significa?
Misha me cogió la mano.
9. SI ES UNA MUJER REAL
—¿Qué te hace pensar que Alma vino a Nueva York? —preguntó Misha.
Habíamos jugado la décima mano de gin rummy y estábamos echados en el suelo de su cuarto, mirando el techo. Yo tenía arena en el bañador y entre los dientes. El pelo de Misha aún estaba mojado y yo olía su desodorante.
—En el capítulo catorce, Litvinoff habla de un hilo que una muchacha que vino a América iba soltando a través del océano. Él era polaco, ¿no?, y mi madre dice que escapó antes de que los alemanes invadieran Polonia. Los nazis mataron a casi toda la gente de su pueblo. Si él no hubiera escapado, no existiría La historia del amor. Y si Alma era del mismo pueblo, y yo te apostaría cien dólares a que sí…
—Ya me debes cien dólares.
—La cuestión es que, en los trozos que he leído, él habla de cuando Alma era pequeña, de diez años. O sea, que si es real, y yo creo que sí lo es, Litvinoff debió de conocerla de niña. Lo que significa que probablemente eran del mismo pueblo. Y en Yad Vashem no hay ninguna Alma Mereminski de Polonia, muerta en el Holocausto.
—¿Quién es Yad Vashem?
—El museo del Holocausto en Israel.
—Entonces quizá ni sea judía. Y aunque lo sea, aunque sea real y polaca y judía, y aunque viniera a América, ¿cómo sabes que no vive en otra ciudad? Por ejemplo, en Ann Arbor.
—¿Ann Arbor?
—Tengo un primo que vive allí. De todos modos, creí que buscabas a Jacob Marcus, no a esa tal Alma —dijo Misha.
—Y es verdad que lo busco —dije. Noté que el dorso de su mano me rozaba el muslo. No sabía cómo explicarle que, si al principio buscaba a alguien que pudiera hacer que mi madre volviera a ser feliz, ahora buscaba algo más. Algo acerca de la mujer cuyo nombre me habían puesto. Y acerca de mí—. Quizá la razón por la que Jacob Marcus quiere que le traduzcan el libro tenga algo que ver con Alma —añadí, no porque lo creyera sino porque no sabía qué decir—. Quizá él la conocía. O quizá esté buscándola.
Me alegré de que Misha no me preguntara por qué, si Litvinoff estaba tan enamorado de Alma, no la había seguido a Estados Unidos; por qué se había ido a Chile y se había casado con una tal Rosa. La única explicación que se me ocurría era que no había tenido más remedio.
Al otro lado de la pared, la madre de Misha gritaba al padre. Misha se apoyó en un codo y me miró. Yo me acordé del verano anterior, cuando teníamos trece años y subimos a la azotea del edificio, de cómo los pies se hundían en el alquitrán blando, y cómo cada uno tenía la lengua en la boca del otro mientras él me daba una lección de beso ruso de la escuela Shklovsky.
Hacía dos años que nos conocíamos, y ahora sentía su tobillo en la pantorrilla y su estómago en las costillas.
—No me parece que eso de ser mi novia sea el fin del mundo —dijo.
Yo abrí la boca, pero no salió nada de ella. Siete lenguas se habían mezclado para traerme al mundo, y ahora me habría gustado poder hablar al menos una.
Pero no pude, y él se inclinó y me besó.
10. ENTONCES
Noté su lengua en la boca. No sabía si tenía que arrimar mi lengua a la suya o apartarla a un lado para dejarle el campo libre. Antes de que me decidiera, él retiró la lengua y cerró la boca, y yo, desprevenida, mantuve la mía abierta, lo cual parecía una equivocación. Pensé que eso podía ser el fin, pero entonces él volvió a abrir la boca y me pilló con los labios pegados. Cuando los despegué y saqué la lengua, ya era tarde porque él había vuelto a cerrar la boca. Al final nos salió bien, más o menos, porque los dos abrimos la boca al mismo tiempo, como si fuéramos a decir algo, y yo le puse la mano en la nuca como Eva Marie Saint a Cary Grant en Con la muerte en los talones. Rodamos por el suelo unos centímetros y su vientre quedó encima del mío, pero sólo un segundo, porque entonces mi hombro chocó con el acordeón. Yo tenía saliva en toda la boca y casi no podía respirar. Por la ventana pasó un avión en dirección al aeropuerto Kennedy. Su padre empezó a gritar a la madre.
—¿Por qué discuten? —pregunté.
Misha retiró la cabeza. Cruzó por su cara un pensamiento en un lenguaje que no entendí. Me pregunté si ahora cambiarían las cosas entre nosotros.
—Merde —dijo.
—¿Qué significa? —pregunté.
—Es francés. —Me recogió un mechón de pelo detrás de la oreja y se puso a besarme otra vez.
—¿Misha? —susurré.
—Chist —hizo él e introdujo la mano debajo de mi camisa para asirme la cintura.
—No —dije, y me senté. Y añadí—: Me gusta otro. —Apenas lo dije ya me pesaba.
Cuando quedó claro que no había nada más que decir, me puse las zapatillas, que estaban llenas de arena.
—Mi madre debe de estar preguntándose dónde estoy —me justifiqué, aunque los dos sabíamos que no era verdad. Cuando me puse de pie hubo un ruido de arena esparciéndose por el suelo.
11. PASÓ UNA SEMANA Y MISHA Y YO NO NOS HABLÁBAMOS
Volví a leer Plantas y flores comestibles de América del Norte, para recordar viejos tiempos. Subí al tejado de nuestra casa para tratar de identificar constelaciones, pero había demasiadas luces. Bajé al jardín de atrás, donde estuve entrenándome en montar la tienda de papá a oscuras, cosa que hice en tres minutos y cincuenta y cuatro segundos, rebajando mi marca en casi un minuto.
Cuando terminé, me tumbé dentro y me puse a recordar todo lo que pudiera de papá.
12. LOS RECUERDOS TRANSMITIDOS POR MI PADRE
echad
El sabor de la caña de azúcar.
shtayim
Las calles de tierra de Tel Aviv, cuando Israel era todavía un país nuevo y, más allá, los campos de ciclamen silvestre.
shalosh
La piedra que tiró a la cabeza del chico que estaba pegando a su hermano mayor y que le valió el respeto de los otros niños.
arba
Comprar pollos con su padre en el moshav y verlos mover las patas después de que les cortaran el cuello.
hamesh
El sonido de barajar las cartas cuando su madre y sus amigas jugaban a la canasta los sábados por la noche después del sabbath.
shesh
Las cataratas del Iguazú, a las que viajó solo, con mucha fatiga y muchos gastos.
sheva
La primera vez que vio a la que sería su mujer, mi madre, leyendo un libro, sentada en la hierba del kibbutz Yavne, con unos pantalones cortos amarillos.
shmone
El canto de las cigarras por la noche, y también el silencio.
tesha
El olor del jazmín, el hibisco y la flor de azahar.
Eser
La blanca piel de mi madre.
13. PASARON DOS SEMANAS, MISHA Y YO SEGUÍAMOS SIN HABLARNOS, EL TÍO JULIAN NO SE HABÍA IDO Y CASI ESTÁBAMOS A ÚLTIMOS DE AGOSTO
La historia del amor tiene treinta y nueve capítulos y mi madre había terminado otros once después de enviar a Jacob Marcus los diez primeros, lo que hacía un total de veintiuno. Es decir que ya estaba a más de la mitad del libro y pronto enviaría otro paquete.
Me encerré en el cuarto de baño, el único lugar donde podía estar tranquila, y traté de redactar la segunda carta para Jacob Marcus, pero todo lo que escribía sonaba a falso, a tópico o a mentira. Lo que en efecto era.
Estaba sentada en el váter con el bloc en las rodillas. Tenía al lado del tobillo la papelera y dentro había una bola de papel. La saqué y leí: «¿Perro, Frances? ¿Perro? Tus palabras hacen daño. Pero imagino que eso pretendías. Yo no estoy enamorado de Flo, como tú dices. Hace años que somos colegas y da la casualidad de que es una persona a la que le interesan las mismas cosas que a mí. El arte, Fran, ¿recuerdas?, el arte que, seamos sinceros, a ti a estas alturas te importa un jodido pimiento. Te dedicas con tanto empeño al deporte de criticarme que no te das cuenta de cómo has cambiado, de lo poco que te pareces a la muchacha que yo…». Aquí se interrumpía la carta. Volví a arrugarla cuidadosamente y la eché a la papelera. Cerré los ojos apretando los párpados.
Pensé que quizá el tío Julian aún tardara en terminar su trabajo de documentación sobre Alberto Giacometti.
14. ENTONCES TUVE UNA IDEA
En algún sitio tiene que haber un registro de todas las muertes, nacimientos y defunciones: en la ciudad tiene que haber un sitio, una oficina, un departamento en el que lleven un control. Tiene que haber archivos. Archivos y más archivos de las personas que han nacido y han muerto en Nueva York. A veces, circulando por la autovía de Brooklyn a Queens después de la puesta del sol, con un cielo anaranjado e incandescente, mientras se encienden las luces de los rascacielos, al divisar esos miles de lápidas, se tiene la extraña impresión de que toda la fuerza eléctrica de la ciudad es generada por los que están enterrados en aquel lugar.
Así pues, pensé: Quizá allí tengan información.
15. EL DÍA SIGUIENTE ERA DOMINGO
Llovía y me quedé en casa, leyendo La calle de los cocodrilos, que había sacado de la biblioteca pública, y preguntándome si Misha me llamaría. Comprendí que tenía una buena pista cuando leí en la introducción que el autor había nacido en un pueblo de Polonia. Pensé: O Jacob Marcus tiene preferencia por los escritores polacos o quería darme una pista. Es decir, a mi madre.
No era un libro largo y lo terminé aquella misma tarde. A las cinco, Bird llegó a casa chorreando.
—Ya ha empezado —dijo pasando la mano por la mezuzah de la puerta de la cocina y besándose la yema de los dedos.
—¿Qué ha empezado? —pregunté.
—La lluvia.
—Han dicho que mañana dejará de llover —dije.
Él se sirvió un vaso de zumo de naranja, bebió y salió, besando un total de cuatro mezuzahs hasta llegar a su cuarto.
El tío Julian regresó del museo.
—¿Has visto el club que construye Bird? —preguntó mientras cogía un plátano de la encimera; se puso a pelarlo sobre el cubo de la basura—. ¿No te parece impresionante?
Pero el lunes no dejó de llover y Misha no llamó, de modo que me puse el impermeable, agarré un paraguas y me dirigí al Archivo Municipal de la Ciudad de Nueva York, que, según Internet, es donde están anotados todos los nacimientos y las defunciones.
16. CALLE CHAMBERS, 31, DESPACHO 103
—Mereminski —dije al hombre de las gafas oscuras y redondas que estaba detrás del mostrador—. M-e-r-e-m-i-n-s-k-i.
—M-e-r… —dijo el hombre, anotando.
—… e-m-i-n-s-k-i —dije yo.
—… i-s-k-i.
—No —dije—. M-e-r…
—M-e-r —repitió él.
—… e-m-i-n —dije yo, y él dijo:
—… e-y-n.
—¡No! —dije—. E-m-i-n.
Él me miró inexpresivamente y entonces le pregunté:
—¿Quiere que se lo escriba?
El hombre miró el nombre y me preguntó si Alma M-e-r-e-m-i-n-s-k-i era mi abuela o mi bisabuela.
—Sí —le dije, pensando que esto podía abreviar el proceso.
—¿Cuál?
—Bisabuela.
Él me miró mordiéndose un padrastro, fue al fondo de la habitación y volvió con una caja de microfilmes. Al insertar el primero, se me atascó la máquina. Traté de llamar la atención del hombre agitando la mano y señalando el lío de película. Él vino, suspiró y la hizo correr. Al tercer rollo ya dominaba la técnica. Pasé los quince rollos de la caja. No apareció ninguna Alma Mereminski. El hombre me trajo otra caja y después otra. Tuve que ir al baño y al salir saqué de la máquina un paquete de frutos secos y una coca-cola. El hombre vino y sacó una tableta de chocolate. Para entablar conversación le dije:
—¿Sabe algo de recursos para sobrevivir en plena naturaleza? Él arrugó la nariz y se ajustó las gafas.
—¿A qué te refieres?
—Por ejemplo, ¿sabe que casi toda la vegetación ártica es comestible?
Exceptuando ciertos hongos, claro. —Él alzó las cejas y yo proseguí—: Y, ¿sabe?, uno también puede morirse de hambre si sólo come conejo. Se ha demostrado que personas que trataban de sobrevivir murieron por comer demasiado conejo. Si se come mucha carne muy magra como la de conejo, puede dar… Bueno, uno se puede morir.
El hombre tiró el resto de su tableta de chocolate.
Cuando volvimos a la sala, él sacó la cuarta caja. Dos horas después, me escocían los ojos y no había encontrado nada.
—¿Es posible que muriera después de mil novecientos cuarenta y ocho? —preguntó el hombre, visiblemente nervioso. Le respondí que era posible—. ¡Por qué no me lo has dicho! En tal caso, el certificado de defunción no estará aquí.
—¿Dónde estará entonces?
—En el Departamento de Sanidad, división Registro de Defunciones —dijo—. Calle Worth, ciento veinticinco, despacho ciento treinta y tres. Allí están consignadas todas las muertes ocurridas después del cuarenta y ocho.
De fábula, pensé.
17. LA PEOR EQUIVOCACIÓN QUE COMETIÓ MI MADRE
Al llegar a casa encontré a mi madre acurrucada en el sofá leyendo un libro.
—¿Qué lees? —pregunté.
—Cervantes.
—¿Cervantes?
—El más famoso escritor español —dijo ella volviendo la hoja.
Miré el techo. A veces me pregunto por qué no se casaría con un escritor famoso en lugar de un ingeniero amante de la naturaleza. Entonces no habría ocurrido nada de esto. Ahora, en este preciso instante, probablemente estaría cenando con su marido escritor famoso, debatiendo sobre los pros y los contras de otros escritores famosos, para tomar la difícil decisión de cuál de ellos era merecedor de un Nobel póstumo.
Aquella noche marqué el número de Misha, pero colgué después de la primera señal.
18. LLEGÓ EL MARTES
Aún llovía. Al ir hacia el metro, pasé por el solar en que Bird había montado una especie de carpa, con bolsas de basura y cuerdas, sobre su montaña de trastos, que ya tenía casi dos metros de altura. En lo alto de la mole se erguía un mástil que quizá esperaba una bandera.
El puesto de limonada seguía allí, lo mismo que el cartel que ponía: «Limonada natural 50 centavos. Sírvase usted mismo (muñeca lesionada)», al que había añadido: «Todos los beneficios son para la beneficencia». Pero la mesa estaba vacía y no se veía ni rastro de Bird.
En el metro, en algún punto entre Carroll y Bergen, tomé la decisión de llamar a Misha y hacer como si no hubiera pasado nada. Al salir del tren encontré un teléfono público que funcionaba y marqué su número. El corazón se me aceleró cuando empezó a sonar. Contestó su madre.
—Hola, señora Shklovsky —dije, esforzándome por hablar con naturalidad—. ¿Está Misha? —La oí llamarlo.
Después de un rato que se me hizo muy largo, él se puso al teléfono.
—Hola —dije.
—Hola.
—¿Cómo estás?
—Bien.
—¿Qué haces?
—Estoy leyendo.
—¿El qué?
—Cómics.
—A que no sabes dónde estoy.
—¿Dónde?
—Delante del Departamento de Sanidad de la Ciudad de Nueva York.
—¿Para qué?
—Para pedir información sobre Alma Mereminski.
—¿Todavía estás buscando? —preguntó.
—Sí. —Hubo un silencio incómodo y dije—: Llamaba por si querías alquilar Topaz esta noche.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Tengo planes.
—¿Qué planes?
—Voy al cine.
—¿Con quién?
—Una chica.
Sentí un peso en el estómago.
—¿Qué chica? —pregunté, y pensé: Que no sea…
—Luba —dijo—. No sé si te acordarás. La viste una vez.
Pues claro que me acordaba. ¿Quién olvidaría a una chica rubia, de metro setenta, que se proclama descendiente de Catalina la Grande?
Estaba siendo un mal día.
—M-e-r-e-m-i-n-s-k-i —dije a la mujer del mostrador del despacho 133. Yo pensaba: ¿Cómo puede gustarle una chica que no sabría hacer la Prueba Universal de Comestibilidad de las Plantas ni aunque su vida dependiera de ello?
—M-e-r-e —dijo la mujer, y yo agregué:
—M-i-n-s… —pensando: Seguro que ni ha oído hablar de La ventana indiscreta.
—M-y-m-s —decía ella.
—No —dije—. M-i-n-s.
—M-i-n-s —dijo la mujer.
—K-i —proseguí, y ella repitió:
—K-i.
Al cabo de una hora no habíamos encontrado el certificado de defunción de Alma Mereminski. Otra media hora, y seguíamos sin encontrarlo. La soledad se convirtió en desolación. Dos horas después, la mujer dijo que estaba convencida de que en Nueva York, después de 1948, no había muerto ninguna Alma Mereminski.
Aquella noche alquilé otra vez Con la muerte en los talones y la vi por undécima vez. Luego me acosté.
19. LOS SOLITARIOS SIEMPRE SE LEVANTAN POR LA NOCHE
Cuando abrí los ojos vi al tío Julian de pie a mi lado.
—¿Cuántos años tienes? —me preguntó.
—Catorce. Cumplo quince el mes que viene.
—Quince el mes que viene —dijo él como el que se plantea un problema de matemáticas—. ¿Qué quieres ser de mayor? —Aún tenía puesto el impermeable, que chorreaba. Una gota me cayó en un ojo.
—No lo sé.
—En algo habrás pensado.
Me senté en el saco de dormir, me froté el ojo y miré mi reloj digital. Tiene un botón que lo aprietas y se ilumina la esfera. También tiene brújula.
—Son las tres y veinticuatro —dije. Bird dormía en mi cama.
—Ya lo sé. Pero estaba preguntándome… Dímelo y prometo que te dejaré dormir. ¿Qué quieres ser?
Yo pensé: alguien capaz de sobrevivir con temperaturas bajo cero, buscarse el alimento, construir una cabaña de nieve y encender fuego sin nada.
—No sé. Quizá pintora —dije, para que estuviera contento y me dejara dormir.
—Qué curioso —me dijo—. Eso es lo que esperaba que dijeras.
20. DESPIERTA EN LA OSCURIDAD
Pensaba en Misha y Luba, en mis padres y en por qué Zvi Litvinoff se había ido a Chile y se había casado con Rosa y no con Alma, de la que estaba enamorado.
Oí toser al tío Julian al otro lado del pasillo, en sueños.
Entonces pensé: Espera un momento.
21. ¡ELLA DEBIÓ DE CASARSE!
¡Ahí estaba! Por eso no había encontrado el certificado de defunción de Alma Mereminski. ¿Por qué no se me había ocurrido antes?
22. SER NORMAL
Saqué la linterna de la mochila que tenía debajo de mi cama, junto con el tercer tomo de Cómo sobrevivir en la naturaleza. Cuando encendí la linterna vi un objeto que había quedado atrapado entre el armazón de la cama y la pared, cerca del suelo. Me deslicé debajo de la cama y lo enfoqué con la linterna. Era una libreta de redacciones. En la tapa ponía y, al lado, «Privado». Una vez Misha me dijo que en ruso no existía traducción de «privacidad». Abrí la libreta.
9 de abril
He sido una persona normal durante tres días seguidos. Esto quiere decir que no he trepado a lo alto de ningún edificio ni he escrito el nombre de D-s en nada que no sea mío ni he contestado a una pregunta perfectamente normal con una cita de la Torah. También significa que no he hecho nada a lo que se me contestaría «No» si preguntara: «¿Haría esto una persona normal?». Hasta ahora no ha sido tan difícil.
10 de abril
Hoy es el cuarto día seguido que voy de normal. En clase de gimnasia Josh K. me apretó contra la pared y me preguntó si pienso que soy un gran genio, y le dije que no pienso eso. Porque no quise estropear un día normal. No le dije que a lo mejor soy el Moshiach. La muñeca ya está mejor. Si quieres saber cómo me la disloqué, fue por subir al tejado, porque llegué a la Escuela Hebrea temprano y la puerta estaba cerrada y había una escalera de mano atada a un lado del edificio.
La escalera estaba oxidada, pero por lo demás no fue tan difícil. Había un gran charco de agua en medio del tejado y decidí ver qué pasaría si hacía botar la pelota allí dentro y trataba de atraparla. ¡Fue divertido! Lo hice unas quince veces hasta que la pelota saltó fuera. Así que me eché de espaldas mirando el cielo. Conté tres aviones. Empecé a aburrirme y decidí bajar. Era más difícil que subir, porque tenía que ir para atrás. Hacia la mitad pasé por el lado de la ventana de una clase. Como vi a la señora Zucker, supe que era la de los daleds.
(Por si te interesa saberlo, este año yo soy hay). No oía lo que decía la señora Zucker, así que traté de leerle los labios. Para verla mejor tuve que inclinarme mucho hacia un lado. Arrimé la cara al cristal y de repente todos se volvieron a mirarme y yo saludé con la mano y entonces perdí el equilibrio. Me caí y el rabino Wizner dijo que era un milagro que no me hubiera roto nada, pero en el fondo durante todo el rato yo sabía que no corría peligro y que D-s no permitiría que me pasara nada porque es casi seguro que soy un lamed vovnik.
11 de abril
Hoy ha sido mi quinto día de normal. Dice Alma que si fuera normal mi vida sería más fácil, por no hablar de la de los demás. Me han quitado la escayola de la muñeca y ahora duele sólo un poco. Probablemente dolió mucho más cuando me la rompí a los seis años, pero no me acuerdo.
Me salté varias páginas hasta llegar al…
27 de junio
Hasta hoy he ganado 295,50 dólares vendiendo limonada. ¡O sea, 591 vasos! El mejor cliente es el señor Goldstein, que me compra diez vasos de una vez porque tiene mucha sed. Y también el tío Julian, que un día me dio 20 dólares. Sólo me faltan 384,50 dólares.
28 de junio
Hoy casi hago algo anormal. Pasaba por delante de una casa en construcción de la calle Cuatro y he visto un tablón apoyado contra el andamio; no había nadie, y yo quería llevármelo. No habría sido un robo corriente porque esa cosa especial que estoy construyendo ayudará a la gente y D-s quiere que la construya. Pero sabía que si lo robaba y alguien lo descubría habría problemas y Alma tendría que venir a buscarme y se enfadaría conmigo. Pero apuesto a que se le pasará el enfado cuando empiece a llover y yo le diga qué es eso que he empezado a construir. Ya he recogido mucho material, casi todo cosas que la gente tira a la basura. Una cosa muy necesaria y muy difícil de encontrar es porexpán, porque flota. Ahora mismo no tengo mucho. A veces me da miedo que empiece a llover antes de que termine mi construcción.
Si Alma supiera lo que va a ocurrir creo que tampoco se habría enfadado tanto cuando le escribí en la libreta. He leído los tres tomos de Cómo sobrevivir en la naturaleza. Son buenos y están llenos de informaciones interesantes y útiles. Una parte dice lo que hay que hacer si estalla una bomba nuclear. Aunque no creo que estalle una bomba nuclear, por si acaso, lo leí atentamente. Luego decidí que si estalla la bomba antes de que yo llegue a Israel y empieza a caer ceniza por todas partes como si nevara, haré ángeles. Podré entrar en todas las casas que quiera porque ya no habrá nadie. No podré ir al colegio, pero tampoco importa mucho porque allí no aprendemos nada importante, como por ejemplo lo que pasa cuando te has muerto. De todos modos, no hablo en serio, porque no va a estallar una bomba. Lo que va a venir es una inundación.
22. Y SEGUÍA LLOVIENDO