Escribir hasta que duele la mano
Las páginas que yo había escrito hacía tanto se me escurrieron de las manos y se esparcieron por el suelo. Yo pensaba: ¿Quién? ¿Y cómo? Yo pensaba: Después de todos estos… ¿qué? Años.
Me hundí en el recuerdo. La noche pasó envuelta en niebla. Por la mañana aún estaba aturdido. Ya era mediodía cuando pude empezar a moverme. Me arrodillé en la harina. Recogí las hojas, una a una. La diez me hizo un corte en un dedo. La veintidós me provocó un calambre en los riñones. La cuatro, un espasmo en el corazón.
Me vino a la cabeza una frase que era como una broma cruel. «Palabras que hieren». Y sin embargo. Yo asía con fuerza los papeles, temiendo que mi cabeza estuviera jugándome una mala pasada, que al mirarlos viera que estaban en blanco.
Me encaminé a la cocina. En la mesa estaba el pastel cóncavo. Señoras y señores. Hoy nos hemos reunido para celebrar los misterios de la vida. ¿Qué?
No; no está permitido tirar piedras. Sólo flores. O dinero.
Limpié la silla de cáscaras de huevo y azúcar y me senté. En la ventana, mi fiel paloma arrullaba y agitaba las alas golpeando el cristal. Quizá hubiera debido ponerle nombre. Por qué no, me he esforzado en dar nombre a muchas cosas mucho menos reales. Busqué un nombre que me gustara pronunciar. Miré alrededor y vi el menú del chino. Hace años que no lo cambian. «Famosa y humana cocina cantonesa y de Sechuán del señor Tong». Di unos golpecitos en el cristal. La paloma levantó el vuelo. Adiós, señor Tong.
Estuve casi media tarde intentando leer. Los recuerdos venían en tropel. Se me empañaban los ojos. No podía fijar la vista. Pensaba: Veo visiones. Eché la silla hacia atrás y me levanté. Pensaba: Mazel tov, Gursky, al fin has perdido del todo la cabeza. Regué la planta. Pero, para poder perderla, hay que haberla tenido. ¿Eh? Así que ahora te paras en esos detalles. ¡La tenía, no la tenía! ¡Pero qué dices, hombre! Si perder es tu especialidad. Tú has sido campeón de perdedores. Y sin embargo. ¿Dónde está la prueba de que llegaras a tenerla a ella? ¿Qué prueba posees de que fuera tuya?
Llené el fregadero de agua con jabón y lavé los cacharros. Y con cada cazo, cada sartén y cada cuchara que recogía, apartaba también un pensamiento que no podía soportar, hasta que, gracias a esta organización paralela, mi cocina y mi cabeza recuperaron el orden. Y sin embargo.
Shlomo Wasserman se llamaba ahora Ignacio da Silva. El personaje al que yo puse el nombre de Duddelsach había pasado a ser un tal Rodríguez.
Feingold era De Biedma. El pueblo llamado Slonim se había convertido en Buenos Aires y una ciudad cuyo nombre nunca había oído ocupaba el lugar de Minsk. Casi era gracioso. Pero. Yo no me reía.
Miré la letra del sobre. No había nota adjunta. Puedes creerme, lo comprobé cinco o seis veces. Sin remitente. Habría preguntado a Bruno, de haber creído que él podía decirme algo. Si llega un paquete, el portero lo deja en la mesa de la entrada. Bruno debió de verlo y me lo subió. Es un gran acontecimiento que uno de nosotros reciba algo que no cabe en el buzón. La última vez fue hace dos años, si mal no recuerdo. Bruno había pedido un collar con tachas para perro. Quizá deba aclarar que, poco tiempo atrás, Bruno había llegado a casa con una perrita. Era pequeña, caliente, algo a lo que podías querer. Le puso Bibi. «¡Ven, Bibi, ven!», lo oía llamarla. Pero. Bibi no iba. Un día la llevó al pipicán. «¡Vamos, chico!», gritó alguien en español, y Bibi echó a correr hacia el puertorriqueño. «¡Bibi! ¡Bibi!», gritaba Bruno, pero era inútil.
Entonces cambió de táctica. «¡Vamos, Bibi!», gritó con todas sus fuerzas. Y, ¡prodigio!, Bibi acudió corriendo. La perra se pasaba la noche ladrando y se cagaba por todas partes, pero él la quería.
Un día Bruno la llevó al pipicán. Ella jugaba, cagaba y olfateaba y Bruno la contemplaba con orgullo. Alguien abrió el portillo para que entrara un setter irlandés. Bibi levantó la cabeza. Antes de que Bruno pudiera darse cuenta, ella ya había salido por el portillo como una exhalación y desaparecía calle abajo. Él trató de perseguirla. ¡Corre!, se ordenó. El recuerdo de la velocidad circuló por todo su organismo, pero su cuerpo se rebeló. A las primeras zancadas, las piernas tropezaron y se doblaron. «¡Vamos, Bibi!», gritaba Bruno. Y sin embargo. No venía nadie. En su momento de mayor necesidad… se desmoronó en la acera mientras Bibi lo traicionaba obrando como lo que era: un animal. Yo estaba tecleando en la máquina de escribir. Él llegó devastado. Aquella tarde fuimos los dos al pipicán a esperarla. «Ya verás como vuelve», le decía yo. Pero.
No volvió. De eso hace dos años, él aún va a esperarla.
Yo trataba de encontrar una explicación. Ahora que lo pienso, es lo que he hecho siempre. Podría ser mi epitafio. «Leo Gursky: buscaba una explicación».
Llegó la noche, y yo seguía perdido. No había comido en todo el día. Llamé al señor Tong, el chino, no la paloma. Veinte minutos después, estaba a solas con mis rollos de primavera. Puse la radio. Pedían suscripciones. A cambio, te regalaban un desatascador con el anagrama de la radio pública de Nueva York.
Hay cosas que me resulta difícil describir. Y sin embargo, insisto con la terquedad de una mula. Un día Bruno bajó y me encontró sentado a la mesa de la cocina, delante de la máquina de escribir. «¿Ya estás otra vez con eso?». Tenía el aro de los auriculares un poco echado hacia atrás, como una aureola. Yo hice crujir los nudillos al vapor de mi taza de té. «Todo un Vladimir Horowitz», comentó mientras iba hacia el frigorífico. Se agachó, revolviendo en busca de lo que necesitara. Yo puse otra hoja en la máquina. Él se volvió, con un bigote de leche, dejando abierta la puerta del frigorífico. «Siga tocando, maestro», dijo, se ajustó los auriculares y fue hacia la puerta arrastrando los pies. Encendió la lámpara al pasar por mi lado. Yo miraba cómo oscilaba la cadena del interruptor mientras oía la voz de Molly Bloom que le atronaba en los oídos:
«Nada como un beso largo y cálido que te entra hasta el alma y casi te paraliza», porque ahora Bruno sólo la escucha a ella, y está gastando la cinta.
Leo una y otra vez las páginas del libro que escribí cuando era joven. Hace ya tanto tiempo… Yo era ingenuo. Veintiún años y enamorado. Un corazón desbordante y una cabeza exaltada. ¡Creía que podía hacerlo todo! Por extraño que eso pueda parecer hoy, que ya no soy capaz de hacer nada.
Yo pensaba: ¿Cómo ha podido conservarse hasta ahora? Que yo supiera, el único ejemplar se había perdido en una inundación. Aparte de los pasajes que copiaba en las cartas que escribía a la muchacha de la que estaba enamorado, cuando ella se fue a América. No podía resistir la tentación de enviarle mis mejores páginas. Pero fueron sólo unos cuantos fragmentos. ¡Y en mis manos tenía ahora casi todo el libro! ¡En inglés! ¡Con nombres españoles! Era alucinante.
Hice shiva por Isaac y, mientras velaba, trataba de comprender. Solo en el apartamento, con las hojas en el regazo. Llegó la noche, y el día, y la noche, y el día. Yo me dormía y me despertaba. Pero. No conseguía resolver el misterio. La historia de mi vida: yo era cerrajero. Podía abrir cualquier puerta de la ciudad.
Y sin embargo no podía penetrar donde yo quería.
Decidí hacer una lista de todas las personas que me constaba que aún estaban vivas, para no olvidarme de nadie. Busqué papel y bolígrafo. Me senté, alisé la hoja y apoyé en ella la punta del bolígrafo. Pero. Tenía la mente en blanco.
Lo que escribí fue: «Preguntas para el remitente». Lo subrayé dos veces y continué:
1. ¿Quién es usted?
2. ¿Dónde ha encontrado esto?
3. ¿Cómo ha podido conservarse?
4. ¿Por qué está en inglés?
5. ¿Quién más lo ha leído?
6. ¿Les gustó?
7. ¿El número de lectores es superior o inferior a…?
Me paré a reflexionar. ¿Podía haber un número que no me causara decepción?
Miré por la ventana. Al otro lado de la calle un árbol se agitaba al viento.
Era por la tarde, los niños gritaban. Me gusta escuchar sus canciones. «¡Éste es el juego! ¡De la concentración!», cantan las niñas dando palmadas. «¡No vale repetir! ¡Ni vacilar! Empezamos por…». Yo espero, con el oído atento.
«¡Animales!», gritan. ¡Animales!, pienso. «¡Caballo!», dice una. «¡Mono!», dice la otra. Se van turnando. «¡Vaca!», grita la primera. «¡Tigre!», responde la segunda, porque un segundo de vacilación rompe el ritmo y termina el juego.
«¡Pony! ¡Canguro! ¡Ratón! ¡León! ¡Jirafa!». Una de las niñas duda. «¡Yak!», grito yo.
Miré mi página de preguntas. ¿Cuántas cosas habían tenido que ocurrir para que un libro que yo escribí hace sesenta años llegara a mi buzón en otro idioma?
De pronto me asaltó un pensamiento. Me vino a la cabeza en yidis, y procuraré parafrasearlo, fue algo del estilo de: «¿Podría ser que yo fuera famoso sin saberlo?». Estaba aturdido. Bebí un vaso de agua fría y tomé una aspirina.
No seas idiota, me dije. Y sin embargo.
Agarré la gabardina. Las primeras gotas de lluvia golpeaban el cristal, así que me puse los chanclos. Bruno los llama «gomas». Muy propio de él. En la calle rugía un vendaval. Me peleaba con el paraguas. Tres veces se me volvió del revés. Yo no cedía. El viento me lanzó contra la pared una vez. Me levantó del suelo dos veces.
Llegué a la biblioteca con la cara azotada por la lluvia. El agua me chorreaba por la nariz. El paraguas traidor estaba destrozado y lo abandoné en el paragüero. Fui hacia el mostrador. Carrerita, parada, jadeo, subir pantalón, paso, tambaleo, paso, tambaleo, etcétera. La silla de la bibliotecaria estaba vacía.
Di una vuelta rápida —es un decir— por la sala de lectura. Por fin la encontré.
Devolvía libros a las estanterías. Me costaba trabajo dominarme.
—¡Quiero todo lo que tengan del escritor Leo Gursky! —grité.
La mujer se volvió a mirarme. Y los demás también.
—¿Disculpe?
—Todo lo que tengan del escritor Leo Gursky —repetí.
—Ahora estoy con esto. Tendrá que esperar un minuto.
Esperé un minuto.
—Leo Gursky —dije—. G-u-r…
Ella empujó el carrito unos pasos.
—Ya sé cómo se escribe.
La seguí hasta el ordenador. Ella introdujo mi nombre. El corazón me galopaba. Puedo ser viejo. Pero. El corazón aún puede acelerar.
—Hay un libro de un tal Leonard Gursky que trata de corridas de toros.
—Ése no —dije—. ¿No hay nada de Leopold?
—Leopold, Leopold. Aquí está —dijo.
Me agarré al objeto estable que tenía más cerca. Un redoble de tambor, por favor:
—Las increíbles y fantásticas aventuras de Frankie la desdentada prodigiosa —leyó ella con una amplia sonrisa.
Tuve que reprimir el impulso de darle con un chanclo en la cabeza. La mujer se alejó hacia la sección infantil. Y no hice nada por detenerla. Lo que hice fue morir un poco. Me sentó a una mesa con el libro.
—Que lo disfrute —dijo la mujer.
Bruno me dijo una vez que si un día yo compraba una paloma, al salir a la calle se me convertiría en tórtola; en el autobús, en loro, y al llegar a casa y sacarlo de la jaula, en un ave fénix. «Así eres tú», añadió barriendo de la mesa con la mano unas migas inexistentes. Pasaron unos minutos. «Yo no soy así», dije. Él se encogió de hombros y miró por la ventana. «¡Un ave fénix, habrase visto! —dije—. Un pavo real, tal vez. Pero un fénix, ni hablar». Él tenía la cara vuelta hacia otro lado, pero aun así me pareció ver en sus labios un esbozo de sonrisa.
Pero ahora yo nada podía hacer para convertir en algo la nada que había encontrado la bibliotecaria.
Durante los días que siguieron a mi ataque de corazón y antes de que empezara a escribir otra vez, no fui capaz de pensar en nada que no fuera la muerte. Una vez más, me había salvado, pero hasta que hubo pasado el peligro no me permití desenredar la madeja de mis pensamientos hasta llegar al invisible final. Imaginaba las distintas maneras de las que podía acabar.
Embolia cerebral. Infarto. Trombosis. Pulmonía. Obstrucción de la vena cava.
Me veía sacando espuma por la boca y retorciéndome en el suelo. Por la noche, me despertaba con las manos en la garganta. Y sin embargo. Por muchas veces que imaginara los posibles fallos de mis órganos, las consecuencias me parecían inconcebibles. Que eso pudiera sucederme a mí. Trataba de representarme los últimos momentos. El penúltimo aliento. El postrer suspiro. Y sin embargo.
Siempre había otro después.
Recuerdo la primera vez que comprendí lo que era morir. Tenía nueve años. Mi tío, hermano de mi padre, bendita sea su memoria, murió mientras dormía. Inexplicable. Un hombretón vigoroso que comía como un caballo, que salía de casa con un frío glacial y partía bloques de hielo con las manos. Muerto, kaputt. A mí me llamaba Leopo. A espaldas de mi tía, nos daba terrones de azúcar a mí y a mis primos. Hacía unas imitaciones de Stalin para partirse de risa.
Mi tía lo encontró por la mañana. Ya estaba rígido. Hicieron falta tres hombres para transportarlo a la khevra kadisha. Mi hermano y yo nos colamos en la sala para contemplar aquella mole. Su cuerpo nos parecía más imponente muerto que en vida: el bosque de vello de sus brazos, las uñas chatas y amarillentas, la gruesa piel de la planta de los pies. Parecía tan humano. Y sin embargo. Horriblemente deshumanizado. Entré a llevar un vaso de té a mi padre. Estaba velando el cuerpo, al que no se podía dejar solo ni un minuto.
«He de ir al baño —me dijo—. Espera aquí hasta que vuelva». Salió rápidamente a hacer sus, necesidades, sin darme tiempo a protestar y decirle que ni siquiera estaba confirmado. Los minutos que siguieron se me hicieron horas. Mi tío estaba tendido en una losa de color crudo con vetas blancas. Hubo un momento en que me pareció que hinchaba un poco el pecho y casi di un grito. Pero. No tenía miedo sólo de él. Había algo más. En aquella fría habitación sentí mi propia muerte. En un rincón, junto a una pared de baldosas agrietadas, había una pila. Por aquel desagüe se habían ido las uñas, los pelos y las partículas de tierra desprendidas durante el lavado. El grifo goteaba y me parecía que, con cada gota, se me escapaba la vida. Un día se agotaría. En aquel momento percibí la alegría de estar vivo con tanta intensidad que tuve deseos de gritar. Nunca fui un niño religioso. Pero. De pronto sentí la necesidad de pedir a Dios que me conservara la vida el mayor tiempo posible. Cuando volvió mi padre, encontró a su hijo arrodillado en el suelo, con los párpados apretados y los nudillos blancos.
Desde aquel día me angustiaba pensar que yo, mi madre o mi padre pudiéramos morir. Mi madre era la que más me preocupaba. Ella era la fuerza que movía nuestro mundo. A diferencia de mi padre, que se pasaba la vida en las nubes, mi madre era propulsada a través del universo por la potencia de la razón. Ella era juez de todas nuestras discusiones. Bastaba un reproche suyo para hacer que fuéramos a escondernos en un rincón, a llorar y fantasear sobre nuestra desgracia. Y sin embargo. Un solo beso podía devolvernos a la gloria.
Sin ella nuestras vidas se disolverían en el caos.
El miedo a la muerte me persiguió durante un año. Lloraba si dejaban caer un vaso o rompían un plato. Y luego me quedó un poso de tristeza que no acababa de disolverse. No era que hubiera ocurrido algo nuevo. Era peor: había descubierto algo que ya estaba en mí sin que yo lo supiera. Arrastraba esta nueva percepción como una piedra atada al tobillo. Me seguía a todas partes.
Mentalmente, solía componer canciones tristes. Cantaba a las hojas que caían de los árboles. Imaginaba mi muerte de cien maneras diferentes, pero el funeral era siempre el mismo: desde algún lugar de mi imaginación se extendía una alfombra roja. Porque, después de cada una de mis muertes secretas, siempre se descubría mi grandeza.
Las cosas hubieran podido seguir así.
Una mañana en que había remoloneado durante el desayuno y después me había parado a contemplar las gigantescas bragas de la señora Stanislawski tendidas a secar, llegué tarde al colegio. Ya habían tocado la campana, pero una niña de mi clase estaba de rodillas en el patio polvoriento. Llevaba el pelo recogido en una trenza en la espalda. Encerraba algo entre las manos. Le pregunté qué era. «He cazado una mariposa nocturna», dijo sin mirarme.
«¿Para qué quieres una mariposa nocturna?», pregunté. «¡Pues vaya una pregunta!», dijo ella. Yo recapacité. «Una mariposa diurna sería alguna cosa», dije. «No —dijo ella—, sería otra cosa». «Deberías soltarla», dije. «Es una mariposa muy especial», dijo ella. «¿Cómo lo sabes?», pregunté. «Tengo la impresión». Yo le dije que ya había sonado la campana. «Pues entra. Nadie te lo impide», dijo ella. «No entraré hasta que la sueltes». «Pues tienes para rato», dijo ella.
Separó los pulgares y miró el interior. «Déjame verla», dije. Ella no contestó. «¿Me dejas verla, por favor?». Me miró. Tenía unos ojos verdes y vivos.
«Está bien. Pero ten cuidado». Levantó las manos a la altura de mi cara y separó los pulgares un centímetro. Su piel olía a jabón. Sólo distinguí un trozo de ala marrón y tiré un poco de su pulgar, para ver mejor. Y sin embargo. Ella debió de pensar que yo trataba de liberar la mariposa, porque juntó las manos bruscamente. Nos miramos horrorizados. Cuando volvió a abrir las manos, la mariposa dio un débil salto en la palma. Se le había desprendido un ala. Ella ahogó una exclamación. «No he sido yo», dije. Cuando la miré a los ojos vi que tenía lágrimas. Un sentimiento que yo no sabía que era ternura me oprimía el estómago. «Lo siento», susurré. En aquel momento deseé abrazarla, ahuyentar con un beso el recuerdo de la mariposa y el ala rota. Ella no dijo nada. Nos mirábamos a los ojos sin parpadear.
Era como compartir una culpa secreta. Yo la veía todos los días en clase y nunca había sentido por ella algo especial. Hasta la encontraba mandona. Podía ser simpática. Pero. Era mala perdedora. Más de una vez, en las raras ocasiones en que yo conseguía contestar a una pregunta fácil de la maestra antes que ella, no me dirigía la palabra. «¡El rey de Inglaterra se llama Jorge!», gritaba yo, y durante el resto del día tenía que soportar su silencio glacial.
Pero ahora me pareció diferente. Descubrí sus poderes especiales. Cómo parecía atraer la luz y hacer que todo gravitara hacia ella. Por primera vez, vi que los dedos gordos de sus pies apuntaban un poco hacia dentro. Que tenía las rodillas sucias. Que el abrigo se ajustaba bien a sus hombros delgados. Como si mis ojos hubieran sido dotados de aumento, la veía ahora más cercana. El lunar que tenía en el labio, como una mancha de tinta. La valva rosada y translúcida de su oreja. La pelusa dorada de sus mejillas. Iba revelándose a mis ojos centímetro a centímetro. Casi me parecía que pronto podría distinguir las células de su piel como al microscopio, y me vino a la cabeza aquella idea que siempre me había preocupado, de que había heredado demasiadas cosas de mi padre. Pero fue sólo un momento porque, al mismo tiempo que reparaba en su cuerpo, empezaba a ser consciente del mío. La sensación casi me cortó la respiración. Un cosquilleo me recorría los nervios. Todo aquello no duró más de treinta segundos. Y sin embargo. Cuando terminó, yo había sido iniciado en el misterio que marca el principio del fin de la infancia. Tardaría años en agotar toda la alegría y el dolor que nacieron en mí en aquel medio minuto escaso.
Sin una palabra, ella dejó caer la mariposa rota y entró corriendo en la escuela. La pesada puerta de hierro se cerró con un golpe sordo.
«Alma».
Hacía mucho tiempo que no pronunciaba este nombre.
Decidí hacer que ella me quisiera a toda costa. Pero. Sabía que no debía atacar de inmediato. Durante un par de semanas observé sus movimientos. La paciencia siempre fue una de mis virtudes. Una vez estuve escondido cuatro horas debajo del retrete exterior de la casa del rabino, para averiguar si realmente el famoso tzaddik de Baranowicze que había venido de visita cagaba como todo el mundo. La respuesta fue que sí. Movido por el entusiasmo que despertaron en mí los ordinarios milagros de la vida, salí de debajo del retrete lanzando gritos afirmativos. Ello me costó cinco palmetazos en los nudillos y permanecer arrodillado sobre mazorcas de maíz hasta que me sangraron las rodillas. Pero. Valió la pena.
Yo me veía como un espía infiltrado en un mundo extraño: el mundo femenino. Con el pretexto de recabar información, robé del tendedero las enormes bragas de la señora Stanislawski. Me encerré en el retrete y las olí con fruición. Hundí la cara en la entrepierna. Me las puse en la cabeza. Las hice ondear al viento como la bandera de una nación nueva. Cuando mi madre abrió la puerta, me las estaba probando. Dentro hubieran cabido tres como yo.
Con una mirada letal —y el humillante castigo de tener que llamar a la puerta de los Stanislawski para devolver la prenda—, mi madre puso fin a la parte general de mi investigación. Y sin embargo. Seguí adelante con la parte específica. Aquí la investigación era minuciosa. Averigüé que Alma era la más pequeña de cuatro hermanos y la predilecta del padre. Descubrí que su cumpleaños era el 21 de febrero (lo que la hacía cinco meses y veintiocho días mayor que yo), que le gustaban las cerezas amargas en almíbar —traídas de Rusia de contrabando— y que un día se había comido medio tarro a escondidas, y cuando su madre lo descubrió la obligó a comer el otro medio, pensando que le sentarían mal y las aborrecería para siempre. Pero no fue así.
Se las comió todas y después dijo a una compañera de clase que hubiera comido más. Supe también que su padre quería que aprendiera a tocar el piano, pero que ella prefería el violín y que ninguno de los dos daba su brazo a torcer, y que el conflicto no se resolvió hasta que Alma consiguió un estuche de violín (que dijo haber encontrado tirado en la calle) con el que se paseaba por delante de su padre y a veces hasta fingía tocar un violín invisible, y que ésta fue la gota que colmó el vaso, su padre claudicó y dispuso que uno de sus hijos, que estudiaba en el instituto de Vilna, trajera el violín, el cual llegó en un estuche de reluciente cuero negro forrado de terciopelo morado, y que todas las piezas que Alma aprendió a tocar, por melancólicas que fueran, teman el inconfundible tono de la victoria. Yo lo sabía porque la oía tocar, pegado a su ventana, esperando que se me revelara el secreto de su corazón, con la misma perseverancia con que había esperado la cagada del gran tzaddik.
Pero. No se me revelaba. Un día ella apareció por la esquina de la casa y se encaró conmigo. «Hace una semana que te veo ahí un día sí y otro también, y en el colegio todos se han dado cuenta de que no haces más que mirarme. Si tienes algo que decir, ¿por qué no me lo dices a la cara, en vez de andar escondiéndote como un ladrón?». Yo estudié mis opciones. Podía salir corriendo y no volver más a la escuela, quizá incluso marcharme del país metiéndome de polizón en un barco que fuera a Australia. O podía jugármela y confesárselo todo. La decisión no admitía duda: iría a Australia. Abrí la boca para decirle adiós para siempre. Y sin embargo. Lo que dije fue: «Quiero saber si te casarás conmigo».
Ella se quedó impávida. Pero. En sus ojos había aquel brillo que tenían cuando sacaba el violín del estuche. Pasó un momento largo. Nos quedamos trabados en una mirada brutal. «Lo pensaré», dijo al fin, dio media vuelta y desapareció por la esquina de la casa. Oí cerrarse la puerta. Al cabo de un momento sonaron las primeras notas de Canciones que me enseñó mi madre de Dvorak. Y, aunque ella no había dicho sí, desde aquel momento comprendí que tenía alguna posibilidad.
Aquí se acabaron mis cavilaciones sobre la muerte. No es que dejara de temerla. Sencillamente, dejé de pensar en ella. Si hubiera dispuesto de tiempo extra para algo que no fuera pensar en Alma, tal vez lo habría dedicado a pensar en la muerte. Pero la verdad es que aprendí a levantar un muro contra estos pensamientos. Cada cosa nueva que descubría del mundo era una piedra más para aquella pared, hasta que un día comprendí que me había exiliado de un lugar al que nunca podría regresar. Y sin embargo. Aquel muro también me protegía de la dolorosa clarividencia de la niñez. Ni siquiera durante aquellos años en que me escondía en bosques, árboles, agujeros y sótanos, sintiendo el aliento de la muerte en la nuca, pensaba en esta verdad: que tenía que morir.
No fue hasta después del ataque al corazón, mientras empezaban a caer al fin las piedras del muro que me separaba de la niñez, cuando volví a sentir el miedo a la muerte. Y era tan horrible como siempre.
Estaba inclinado sobre Las increíbles y fantásticas aventuras de Frankie la desdentada prodigiosa de un Leopold Gursky que no era yo. No lo abrí. Oía correr la lluvia por el canalón del tejado.
Salí de la biblioteca. Mientras cruzaba la calle se me vino encima una soledad brutal. Me sentí apagado y vacío. Abandonado, desechado, olvidado.
Me paré en la acera, una insignificancia, un nido de polvo. La gente pasaba por mi lado andando deprisa. Y cada una de aquellas personas era más feliz que yo.
Volví a sentir la envidia de antaño. Hubiera dado cualquier cosa por ser uno de ellos.
Conocí a una mujer. Se le había cerrado la puerta y se había quedado fuera con las llaves dentro, y la ayudé. Ella había encontrado una de las tarjetas que yo dejaba caer como migas de pan. Me llamó y acudí enseguida. Era el día de Acción de Gracias y no hacía falta decir que ninguno de los dos tenía adónde ir.
La cerradura se abrió al contacto de mi mano. Quizá ella pensó que eso era señal de que yo poseía una especie de talento especial. Dentro, vestigios de olor a cebolla frita, un póster de Matisse, o quizá de Monet. ¡No! Modigliani. Ahora lo recuerdo, porque era un desnudo de mujer y, para halagarla, le pregunté:
—¿Es usted?
Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Las manos me olían a grasa y el sobaco a sudor. Ella me invitó a sentarme y preparó comida. Yo pedí que me excusara y fui al cuarto de baño a peinarme y tratar de asearme.
Cuando salí ella estaba en ropa interior, a oscuras. Un rótulo de neón al otro lado de la calle le ponía un reflejo azulado en las piernas. Yo quería decirle que no importaba si ella prefería no verme la cara.
Un par de meses después volvió a llamarme. Me pidió que le hiciera una copia de la llave. Me alegré por ella. De que ya no fuera a estar sola. No es que lo sintiera por mí. Pero me hubiera gustado decirle: «Habría sido más fácil pedirle a él que encargara la copia en la ferretería». Y sin embargo. Hice dos copias. Una se la di a ella y la otra me la guardé. Durante mucho tiempo la llevé en el bolsillo, sólo para hacerme la ilusión.
Un día se me ocurrió que podía entrar en cualquier sitio. Nunca lo había pensado. Yo era inmigrante y tardé mucho tiempo en perder el miedo a ser deportado. Vivía con el temor permanente a cometer una infracción. Un día perdí seis trenes por no saber cómo sacar el billete. Otro en mi lugar hubiera subido sin él. Pero. No, un judío de Polonia teme ser expulsado sólo por olvidarse de tirar de la cadena del váter. Procuraba pasar inadvertido. Cerrando y abriendo puertas. En mi país, por forzar una cerradura sería un ladrón, mientras que aquí, en América, era un profesional.
Con el tiempo fui tranquilizándome. De vez en cuando ponía en mi trabajo un toque de fantasía. Una media vuelta de remate que no servía de nada pero era una nota de sofisticación. Perdí la aprensión y adquirí sutileza. Grababa mis iniciales en cada cerradura que montaba. Una señal muy pequeña encima del ojo. Nadie la distinguía, pero eso era lo de menos. Me bastaba con saber que estaba allí. Tenía marcadas en un plano de la ciudad todas las cerraduras instaladas por mí. El plano había sido desdoblado y vuelto a doblar tantas veces que algunas calles estaban borradas por los pliegues.
Una noche fui al cine. Antes de la película pasaron un documental sobre Houdini. Era un hombre que, sepultado bajo tierra, se quitaba una camisa de fuerza. Lo metían en un baúl que ataban con cadenas y sumergían en agua, y él salía al momento. La película lo mostraba entrenándose con un cronómetro.
Practicaba y practicaba hasta que conseguía hacer el ejercicio en segundos. A partir de entonces me sentí más orgulloso de mi trabajo. Me llevaba a casa las cerraduras más complicadas y medía el tiempo que tardaba en abrirlas. Luego repetía la operación hasta que las abría en la mitad del tiempo. Y seguía entrenándome hasta que no sentía los dedos.
Estaba echado en la cama, soñando con retos más y más difíciles cuando, de pronto, me vino la idea: si podía abrir la cerradura del apartamento de un desconocido, ¿por qué no la de la bollería de la esquina? ¿O la de la biblioteca pública? ¿O la de los almacenes Woolworth’s? Hipotéticamente, ¿qué me impedía abrir la cerradura del… Carnegie Hall?
Mientras dejaba volar el pensamiento, un hormigueo de emoción me recorrió el cuerpo. No haría más que entrar y salir. Y quizá dejar una pequeña firma.
Estuve haciendo planes durante semanas. Vigilé el lugar. Planifiqué hasta el último detalle. En resumen, entré. A primera hora de la mañana, por la puerta trasera, en la calle Cincuenta y seis. Tardé 103 segundos. En casa, una cerradura igual me había llevado 48. Pero hacía frío y tenía los dedos torpes.
Aquella noche tocaba el gran Arthur Rubinstein. En el escenario no había nada más que el piano, un gran Steinway negro y reluciente. Salí de detrás del telón. Apenas distinguía las interminables filas de butacas al tenue resplandor de los rótulos de las salidas. Me senté en la banqueta y pisé un pedal con la punta del zapato. No me atreví a poner un dedo en el teclado.
Cuando levanté la mirada, ella estaba allí de pie, la vi claramente, a menos de dos metros: una muchacha de quince años, con el pelo recogido en una trenza. Levantó el violín, el que su hermano le había traído de Vilna, y apoyó en él la barbilla. Traté de pronunciar su nombre. Pero. Se me quedó en la garganta.
Además, sabía que ella no podía oírme. Levantó el arco. Oí las primeras notas de la pieza de Dvorák. Ella tenía los ojos cerrados. La música brotaba de sus dedos. La tocó impecablemente, como nunca en su vida.
Cuando se apagó la última nota, ella había desaparecido. Mis aplausos resonaron en el auditorio desierto. Dejé de aplaudir y el silencio me atronó los oídos. Lancé una última mirada a la sala vacía y salí por donde había entrado.
No volví a hacerlo. Me había demostrado a mí mismo de lo que era capaz, y eso bastaba. De vez en cuando, al pasar por delante de la puerta de cierto club privado, pensaba: Shalom, mierdas, aquí va un judío al que no podéis cerrar la puerta. Pero, después de aquella noche, no volví a tentar la suerte. Si me encerraban en la cárcel, descubrirían la verdad: yo no soy Houdini. Y sin embargo. En mi soledad me reconforta pensar que las puertas del mundo, por cerradas que estén, no son infranqueables para mí.
Éste era el consuelo que yo buscaba a tientas bajo la lluvia, frente a la biblioteca, mientras los desconocidos pasaban rápidamente por mi lado. Al fin y al cabo, ¿no era ésta la verdadera razón por la que mi primo me había enseñado el oficio? Él sabía que yo no podría permanecer invisible para siempre. «Tú enséñame un judío que sea capaz de sobrevivir —me dijo un día mientras yo observaba cómo una cerradura cedía entre sus manos— y yo te enseñaré lo que es un mago». De pie en medio de la calle, yo dejaba que la lluvia me resbalara por la nuca. Cerré los ojos. Una puerta, y otra, y otra, y otra, y otra y otra se abrieron.
Después de la visita a la biblioteca, después del fiasco de Las increíbles y fantásticas aventuras de Frankie la desdentada prodigiosa me fui a casa. Me quité la gabardina y la colgué para que se secara. Puse agua a calentar. A mi espalda, alguien carraspeó. Di un respingo. Pero sólo era Bruno, que estaba sentado a oscuras.
—¿Qué haces, quieres que me dé un soponcio? —chillé encendiendo la luz.
Las hojas del libro que yo había escrito cuando era un muchacho estaban esparcidas por el suelo—. Oh, no —dije—. No es lo que tú…
No me dio oportunidad.
—No está mal —dijo—. Pero no es como la hubiera descrito yo. Claro que no me atañe, es asunto tuyo.
—Mira…
—No tienes que darme explicaciones. Es un buen libro. Me gusta el lenguaje. Dejando aparte los pequeños pasajes robados… es muy imaginativo.
Hablando en términos puramente literarios…
Tardé en darme cuenta, pero entonces lo noté: Bruno me hablaba en yidis.
—… en términos puramente literarios, ¿qué es lo que podría no gustarme?
Siempre me había preguntado en qué estabas trabajando. Ahora, al cabo de todos estos años, lo he descubierto.
—Y también yo me preguntaba en qué trabajabas tú —dije, recordando una vida anterior en la que los dos teníamos veinte años y queríamos ser escritores.
Él se encogió de hombros como sólo Bruno sabe.
—En lo mismo que tú.
—¿Lo mismo? ¿Un libro sobre ella?
—Un libro sobre ella —confirmó Bruno. Volvió la cara hacia la ventana.
Entonces vi en su regazo la foto en que ella y yo estamos delante del árbol que tenía en el tronco nuestras iniciales, A + L. Ella no llegó a saber que yo las había grabado. Casi no se ven. Pero. Están. Él añadió: «Ella sabía guardar secretos».
Entonces me vino a la memoria. Aquella tarde, sesenta años atrás, en la que yo salí llorando de casa de ella y lo vi apoyado en el tronco de un árbol, con un cuaderno en la mano, aguardando a que yo me fuera para entrar. Unos meses antes éramos grandes amigos. Por las noches nos quedábamos hasta las tantas fumando y hablando de libros con un par de chicos más. Y sin embargo. La tarde en que lo vi allí ya no éramos amigos. Ni siquiera nos hablábamos. Pasé por su lado como si no lo hubiera visto.
—Sólo una pregunta —dijo Bruno ahora, sesenta años después—. Siempre he querido saber una cosa.
—¿Qué?
Él tosió. Luego me miró.
—¿Te dijo ella que escribías mejor que yo?
—No —mentí. Y entonces le dije la verdad—. No era necesario que alguien me lo dijera.
Se hizo un largo silencio.
—Es extraño. Siempre había pensado… —No terminó.
—¿Qué? —pregunté.
—Pensaba que tú y yo competíamos por algo más que su amor.
Ahora me tocó a mí mirar por la ventana.
—¿Qué puede ser más que su amor? —pregunté.
Nos quedamos en silencio.
—Te he mentido —dijo Bruno—. Tengo otra pregunta.
—¿Cuál?
—¿Por qué te quedas ahí como un idiota?
—¿Qué quieres decir?
—Tu libro —dijo.
—¿Mi libro qué?
—Tienes que recuperarlo.
Me arrodillé y empecé a recoger las hojas del suelo.
—¡Éste no!
—¿Cuál? —pregunté.
—Oy vey! —exclamó Bruno dándose una palmada en la frente—. ¡Es que a ti hay que decírtelo todo!
Una sonrisa lenta me ensanchó los labios.
—Trescientas una páginas —dijo Bruno. Se encogió de hombros y volvió la cara, pero me pareció verlo sonreír—. Eso ya es algo.