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Una dicha para siempre

Yo no sé qué esperaba, pero esperaba algo. Cada vez que iba a abrir el buzón me temblaban los dedos. Fui el lunes. Nada. Fui el martes y el miércoles.

Tampoco había nada el jueves. Dos semanas y media después de haber enviado el libro, sonó el teléfono. Estaba seguro de que era mi hijo. Yo estaba dormitando en el sillón y tenía babas en el hombro. Me levanté de un salto.

«Diga». Pero. Era sólo la profesora de la clase de dibujo, que dijo que buscaba gente para un proyecto que iba a desarrollar en una galería de arte y había pensado en mí —y cito textualmente— por mi acusada personalidad. Como es natural, me sentí halagado. En otro momento, habría tenido una hemorragia de satisfacción. Y sin embargo. «¿En qué consiste el proyecto?», pregunté. Ella respondió que lo único que tenía que hacer era estar sentado desnudo en un taburete metálico, en medio de la clase y, si me apetecía, y ella esperaba que así fuera, sumergirme en un tanque lleno de sangre de vaca kosher y luego rodar sobre grandes hojas de papel blanco.

Yo puedo ser idiota, pero no estoy desesperado. Todo tiene un límite, de manera que le di las gracias por el ofrecimiento y, lamentándolo mucho, rehusé porque ya me había comprometido a sentarme sobre un pulgar y girar siguiendo el movimiento rotatorio de la Tierra. Ella se mostró decepcionada.

Pero pareció comprender mis razones. Me dijo que, si deseaba ver los dibujos que la clase había hecho de mí, podía visitar la exposición que harían dentro de un mes. Tomé nota de la fecha y colgué.

No había salido de casa en todo el día. Ya oscurecía y decidí dar un paseo.

Soy viejo. Pero aún puedo moverme. Pasé por delante de la cafetería de Zafi, de la barbería y de Kossar’s Bialys, donde algún sábado por la noche compro bagels calientes. Antes no hacían bagels. ¿Por qué habían de hacerlos? En una tienda de bialys lo lógico es que vendan bialys. Y sin embargo.

Seguí andando. Entré en el drugstore e hice caer un anuncio de lubricante KY. Pero. No estaba por la labor. Al pasar por delante del Center vi un gran letrero que ponía: «Domingo noche Dudu Fisher. Compre ahora sus entradas». ¿Por qué no?, pensé. A mí no me gusta eso pero a Bruno le encanta Dudu Fisher. Entré y compré dos entradas.

No sabía adónde iba. Anochecía pero yo seguía andando. Vi un Starbucks y entré a tomar café, porque me apetecía un café, no porque quisiera ser visto.

Normalmente, habría hecho mucho teatro. «Póngame un café solo, quiero decir largo, mejor dicho, extralargo, ¿o quizá un corto con hielo?», y luego, para remate, habría provocado un pequeño percance en el surtidor de la leche. Pero hoy no. Puse la leche como una persona normal y me senté en una butaca frente a un hombre que leía el periódico. Rodeé la taza con las manos. Era agradable sentir el calor. En la mesa de al lado había una muchacha de pelo azul, inclinada sobre una libreta y mordiendo un bolígrafo, y en la siguiente un niño vestido de futbolista con su madre, que le decía: «El plural de perdiz es perdices». Me embargó una oleada de felicidad. Era fabuloso formar parte de todo aquello.

Estar tomando un café como una persona normal. Sentí ganas de gritar: «¡El plural de perdiz es perdices! ¡Hay que ver qué lengua! ¡Qué mundo!». Había un teléfono público en el servicio. Saqué un cuarto de dólar y marqué el número de Bruno. Sonó nueve veces. La muchacha del pelo azul pasó por delante de mí, camino del tocador. Le sonreí. ¡Asombroso! Ella también sonrió. A la décima señal, él contestó.

—¿Bruno?

—¿No es fantástico estar vivo?

—No, muchas gracias, no deseo comprar nada.

—¡No quiero venderte nada! Soy Leo. Escucha. Estaba aquí en Starbucks tomando un café cuando he caído…

—¿Que te has caído?

—¡Escucha, hombre! He caído en la cuenta de lo estupendo que es vivir.

¡Vivir! Y he querido decírtelo. ¿Entiendes lo que digo? Digo que la vida es algo hermoso, Bruno. Algo hermoso y una dicha para siempre.

Una pausa.

—Claro, lo que tú digas, Leo. La vida es algo hermoso.

—Y una dicha para siempre.

—Está bien —dijo Bruno—. Y una dicha.

Yo esperaba.

—Para siempre.

Iba a colgar cuando Bruno dijo:

—¿Leo?

—¿Sí?

—¿Te refieres a la vida humana?

Estuve alargando mi café durante media hora, sacándole todo el jugo. La muchacha cerró la libreta y se levantó para marcharse. El hombre estaba terminando su periódico. Yo leí los titulares. Era una pequeña parte de algo más grande que yo. Sí, la vida humana. ¡Vida! ¡Humana! Entonces el hombre volvió la página y a mí se me paró el corazón.

Era una foto de Isaac. Nunca la había visto. Guardo todos los recortes; si él tuviera un club de fans yo sería el presidente. He estado veinte años suscrito a la revista en que él colabora. Creí que tenía todas sus fotos. Las he contemplado mil veces. Y sin embargo. Ésta era nueva. Él estaba frente a una ventana. Tenía la cabeza inclinada y un poco ladeada. Podía haber estado reflexionando. Pero levantaba la mirada, como si alguien hubiera pronunciado su nombre en el instante en que iba a accionarse el disparador. Sentí el deseo de llamarlo. Era sólo un diario, pero yo quería gritar a voz en cuello: «¡Isaac! ¡Estoy aquí! ¿Me oyes, mi pequeño Isaac?». Yo quería que volviera sus ojos hacia mí, como los había vuelto hacia el que lo había sacado de su reflexión. Pero no podía. Porque el titular decía: «El escritor Isaac Moritz muere a los 60 años».

Isaac Moritz, celebrado autor de seis novelas, entre ellas El remedio, por la que obtuvo el Premio Nacional del Libro, falleció el martes por la noche. La causa de su muerte fue la enfermedad de Hodgkin. Contaba sesenta años.

Las novelas de Moritz se caracterizan por el humor, la compasión y la búsqueda de la esperanza en medio de la desesperación. Desde el principio contó con fervorosos admiradores, entre ellos Philip Roth, miembro del jurado del Premio Nacional del Libro, que fue concedido a Isaac Moritz en 1972 por su primera novela. «En El remedio palpita un corazón humano y vigoroso, dotado de entereza y compasión», dijo Roth en la nota de prensa en que se anunciaba la concesión del premio. Leon Wieseltier, otro de los admiradores del escritor, decía esta mañana en unas declaraciones hechas por teléfono desde las oficinas del New Republic de Washington D.C. que Isaac Moritz ha sido «uno de los escritores más importantes del siglo XX y también uno de los más subestimados. Calificarlo de escritor judío o, peor aún, de escritor experimental, es desconocer la esencia de su calidad humana, que se sustrae a todo encasillamiento».

Isaac Moritz nació en Brooklyn en 1940, hijo de inmigrantes. Era un niño callado y serio que llenaba libretas con detalladas descripciones de escenas de su vida. Una de ellas, en la que observa cómo una pandilla de chicos golpea a un perro, escrita a los doce años, inspiraría el célebre pasaje de El remedio en que Jacob, el protagonista, al salir del apartamento de una mujer con la que acaba de hacer el amor por primera vez, se detiene a la luz turbia de una farola, con un frío glacial, al ver cómo dos hombres matan a un perro a puntapiés. En aquel momento, sobrecogido por la desgarrada brutalidad de la existencia física, por la «irreconciliable contradicción de ser animales condenados a tener conciencia de sí mismos y entes morales condenados a tener instintos animales», Jacob inicia un lamento, un extático párrafo de cinco páginas, que fue calificado por la revista Time como «uno de los pasajes más incandescentes y conmovedores» de la literatura contemporánea.

Además de valerle encendidos elogios y el Premio Nacional del Libro, El remedio dio a Isaac Moritz una gran popularidad. Durante el primer año se vendieron doscientos mil ejemplares y figuró en la lista de superventas del New York Times.

Se esperaba con expectación su segundo libro, pero Casas de cristal, una colección de relatos publicada finalmente cinco años después, suscitó opiniones dispares. Mientras unos críticos veían en la obra un cambio innovador, otros, como Morton Levy, que escribió una agria reseña en Commentary, la tachaban de fracaso. «El señor Moritz —escribió Levy—, cuya primera novela se sublimaba en especulaciones escatológicas, ha desviado sus miras hacia la pura escatología». Los relatos de Casas de cristal, escritos con un estilo fragmentado y, en ocasiones, surreal, tratan de personajes que van desde los ángeles hasta los basureros.

Cambiando nuevamente de registro, en su tercer libro, Canta, Moritz utiliza un lenguaje escueto, «tenso como el parche de un tambor», según descripción del New York Times. Aunque en sus dos últimas novelas Moritz seguía buscando formas de expresión nuevas, los temas eran constantes. Había en la raíz de su arte un humanismo apasionado y una incesante exploración de la relación del hombre con su Dios.

El señor Moritz deja un hermano, Bernard Moritz.

Me quedé aturdido. Pensaba en la cara de mi hijo de cinco años. Y en el día en que, desde el otro lado de la calle, lo vi atarse el zapato. Al fin, un empleado del Starbucks que llevaba un arete en una ceja se acercó. «Vamos a cerrar», me dijo. Yo miré alrededor. Era verdad. Se había ido todo el mundo. Una muchacha de uñas pintadas barría el suelo con una escoba. Me levanté. O lo intenté, pero se me doblaron las rodillas. El empleado me miró como si yo fuera una cucaracha en la masa del bizcocho. El vasito de papel se me había convertido en un pellejo húmedo en la palma de la mano. Se lo di al hombre y me encaminé hacia la puerta. Entonces me acordé del periódico. El empleado ya lo había tirado al carrito de la basura que empujaba por el local. Yo lo saqué, pringoso de mantequilla. Él me miró con extrañeza y, para que viera que no soy un pordiosero, le di las entradas para Dudu Fisher.

No sé cómo llegué a casa. Bruno debió de oírme abrir la puerta, porque al cabo de un minuto bajó y llamó con los nudillos. No contesté. Estaba sentado en mi sillón, al lado de la ventana, a oscuras. Él siguió llamando. Al fin le oí subir.

Al cabo de una hora o más, volví a oírlo en la escalera. Metió un papel por debajo de la puerta. Decía así: «La vida es hermosa». Yo lo saqué. Él volvió a meterlo. Yo lo saqué, él lo metió. Papel fuera, papel dentro, fuera, dentro. Volví a mirarlo. «La vida es hermosa». Quizá, pensé. Quizá ésta sea la palabra. Oía respirar a Bruno al otro lado de la puerta. Busqué un lápiz y escribí: «Y una broma para siempre». Pasé el papel por debajo de la puerta. Silencio mientras él leía. Luego, satisfecho, subió a su casa.

Es posible que yo llorase. Qué puede importar.

Casi amanecía cuando me dormí. Soñé que estaba en una estación de ferrocarril. Llegó un tren del que bajó mi padre. Llevaba un abrigo de pelo de camello. Corrí hacia él. No me reconoció. Le dije quién era. Él movió la cabeza, diciendo que no. «Yo sólo tengo hijas». Soñé que se me desmenuzaban los dientes, que las mantas me asfixiaban. Soñé con mis hermanos, y había sangre por todas partes. Me gustaría decir: soñé que yo y la muchacha que amaba envejecíamos juntos. O soñé con una puerta amarilla y un campo despejado. Me gustaría decir: soñé que moría y que entre mis cosas encontraban mi libro y me hacía famoso después de muerto. Y sin embargo.

Recorté del periódico la foto de mi Isaac. Estaba arrugada, pero la alisé. Me la puse en la billetera, en el compartimiento de plástico destinado a la foto. Abrí y cerré el velero varias veces para mirar su cara. Entonces vi que justo encima del corte decía: «El funeral se celebrará…». No pude leer más. Tuve que sacar la foto y juntar las dos partes. «El funeral se celebrará el sábado 7 de octubre a las 10 de la mañana en la Sinagoga Central».

Era viernes. Comprendí que no podía quedarme en casa y me obligué a salir. Me parecía que el aire que respiraba no era el mismo. El mundo ya no parecía el mismo. Y es que uno cambia y cambia. Uno se convierte en perro, en pájaro o en una planta que siempre se tuerce hacia la izquierda. Sólo ahora que mi hijo había muerto me daba cuenta de hasta qué punto yo había vivido para él. Cuando abría los ojos por la mañana era porque él existía, y cuando pedía comida por teléfono era porque él existía, y cuando escribía el libro era porque él existía y podría leerlo.

Tomé un autobús. Me dije que no podía ir al funeral de mi hijo con el shmatta arrugado al que llamo traje. No quería que se avergonzara de mí. Es más, quería que se sintiera orgulloso. Me apeé en la avenida Madison y miré escaparates. Tenía en la mano un pañuelo húmedo y frío. No sabía en qué tienda entrar. Al fin me decidí por una que parecía buena. Palpé la tela de una chaqueta. Un shvartzer enorme con un traje reluciente de color beige y botas de vaquero se acercó. Creí que iba a echarme a la calle.

—Sólo estaba palpando la tela —dije.

—¿Quiere probárselo? —me preguntó.

Esto me halagó. Él me preguntó qué talla. Yo la ignoraba. Pero él pareció comprender. Me miró de arriba abajo, me llevó a un probador y colgó el traje de una percha. Me quité la ropa. Había tres espejos y en ellos descubrí partes de mi persona que no veía desde hacía años. A pesar de la tristeza, me tomé un momento para contemplarlas. Luego me puse el traje. El pantalón era acartonado y estrecho y la americana me llegaba casi por las rodillas. Parecía un payaso. El shvartzer apartó la cortina sonriendo. Me tiró de aquí y de allá, me abrochó y me hizo dar la vuelta.

—Le sienta como un guante —dijo—. Si quiere —añadió pellizcando la espalda de la americana—, podríamos entrarlo un poquito. Pero no lo necesita.

Le está como hecho a medida.

¿Y qué sé yo de la moda?, pensé. Le pregunté el precio. Él metió la mano por detrás del pantalón y estuvo hurgando en mi tuchas.

—Éste son… mil —anunció.

Yo lo miré.

—¿Mil qué?

Él rió cortésmente. Estábamos los dos frente a los tres espejos. Yo manoseaba mi pañuelo húmedo. Con un último vestigio de compostura, tiré del calzoncillo que se me había metido entre las nalgas. Tendría que existir una palabra para esto. El arpa de una sola cuerda.

Otra vez en la calle, seguí andando. Sabía que el traje no importaba. Pero.

Necesitaba hacer algo. Para calmarme.

Una tienda de Lexington anunciaba fotos para pasaporte. A veces me gusta retratarme. Las pongo en un álbum. Casi todas son mías, menos una de Isaac a los cinco años y otra de mi primo el cerrajero. Mi primo era aficionado a la fotografía y me enseñó cómo construir una cámara oscura. Fue en la primavera de 1947. En la trastienda del pequeño taller, yo observé cómo ponía el papel fotográfico dentro de la caja. Dijo que me sentara y me enfocó con una lámpara.

Entonces retiró la tapa del agujero. Yo estaba quieto, casi sin respirar. Después fuimos al cuarto oscuro y lo pusimos en la cubeta del revelador. Esperamos.

Nada. Donde debía estar yo había sólo una sombra gris. Mi primo se empeñó en que volviéramos a probar, volvimos, y otra vez nada. Tres veces trató de retratarme con la cámara oscura y tres veces no aparecí. Él no lo entendía.

Maldijo al que le había vendido el papel, que debía de estar defectuoso. Pero yo sabía que no era eso. Yo sabía que, así como hay personas que han perdido una pierna o un brazo, yo había perdido lo que hace indeleble a una persona. Dije a mi primo que se sentara en la silla. Él no quería, pero al fin accedió. Le hice la foto y, en el cuarto oscuro, dentro de la cubeta de revelado, vimos cómo su cara aparecía en el papel. Él rió. Yo también. Si aquello era la prueba de que él existía, también lo era de que yo existía, puesto que había hecho la foto. Él me la dio. Cada vez que la sacaba de la cartera para mirarla, era como si me mirara a mí mismo. Compré un álbum y pegué la foto en la segunda hoja. En la primera puse la de mi hijo. Al cabo de unas semanas, pasé por delante de un drugstore que tenía una cabina fotográfica. Entré. Desde aquel día, cada vez que me sobraba un poco de dinero iba a la cabina, Al principio ocurría siempre lo mismo. Pero. Yo seguía probando. Un día, casualmente, en el momento en que se disparaba la máquina me moví. Apareció una sombra. La vez siguiente distinguí el contorno de mi cara y, al cabo de varias semanas, la cara completa.

Aquello era todo lo contrario de desaparecer.

Cuando abrí la puerta de la tienda, sonó una campanilla. Diez minutos después, yo estaba en la acera con cuatro fotos mías idénticas en la mano. Las miré. Podrían llamarme muchas cosas. Pero. Guapo no sería una de ellas. Metí una de las fotos en la cartera, al lado de la de Isaac que había recortado del periódico. Eché las otras a una papelera.

Levanté la mirada. Al otro lado de la calle estaban los almacenes Bloomingdale’s. En mis tiempos había entrado un par de veces para que me echaran un shpritz las señoritas de Perfumería. ¿Qué puedo decir? Éste es un país libre. Estuve subiendo y bajando escaleras mecánicas hasta que encontré la sección de Confección, en la planta baja. Esta vez empecé por mirar los precios.

Colgado de la percha había un traje azul marino marcado a doscientos dólares.

Parecía de mi medida. Me fui a un probador y me lo puse. El pantalón me estaba largo, pero era de esperar. Las mangas también. Salí de la cabina. Un sastre con una cinta métrica colgada del cuello me indicó que me subiera a una especie de cubo. Yo di un paso adelante y, en aquel momento, me acordé de cuando mi madre me enviaba al sastre a recoger las camisas de mi padre. Yo tendría nueve años, quizá diez. Los maniquíes estaban todos juntos en un rincón del oscuro taller, como si esperasen el tren. Grodzenski pedaleaba en la máquina de coser con el cuerpo inclinado. Yo lo miraba, fascinado. Todos los días, sin más testigos que los maniquíes, sus manos hacían brotar de un simple trozo de tela cuellos, puños y mangas. «¿Quieres probar?», me preguntó un día.

Me senté en su silla y él me enseñó a hacer funcionar la máquina. Yo miraba cómo brincaba la aguja, dejando tras de sí una hilera de puntadas azules.

Mientras yo pedaleaba, Grodzenski sacó las camisas de mi padre, envueltas en papel marrón. Con una seña, me invitó a pasar detrás del mostrador. Sacó otro paquete, envuelto en el mismo papel marrón. De su interior, con mucho cuidado, sacó una revista. Ya tenía años. Pero. Estaba bien conservada. Él la manejaba con la yema de los dedos. En la revista había fotos en blanco y negro de mujeres que tenían una piel muy lisa y tan blanca que parecía iluminada desde dentro. Llevaban unos vestidos como yo no había visto nunca: vestidos con perlas, plumas y flecos, vestidos que dejaban al descubierto piernas, brazos, el nacimiento de un seno. De los labios de Grodzenski salió una sola palabra:

«París». En silencio, él pasaba las páginas, y en silencio yo las miraba. Nuestro aliento empañaba el reluciente papel. Quizá Grodzenski, con discreto orgullo, trataba de explicarme por qué tarareaba por lo bajo mientras trabajaba. Al fin cerró la revista y la envolvió en el papel. Luego se puso otra vez a coser a máquina. Si en aquel momento me hubieran dicho que Eva mordió la manzana tan sólo para que los Grodzenski de este mundo pudieran existir, lo habría creído.

Ahora el pariente pobre de Grodzenski mariposeaba alrededor de mí con su jaboncillo y sus alfileres. Le pregunté si podría arreglarme el traje enseguida.

Él me miró como si yo tuviera dos cabezas.

—Ahí dentro tengo esperando un centenar de trajes, ¿y pretende que le arregle el suyo ahora mismo? —Meneó la cabeza—. Mínimo, dos semanas.

—Es para un funeral. Mi hijo —dije.

Traté de dominarme. Busqué el pañuelo. Entonces recordé que lo tenía en el bolsillo del pantalón que estaba en el suelo del probador. Bajé del pedestal y corrí a la cabina. Sabía que había hecho el ridículo con aquel traje de payaso.

Uno debería comprarse un traje para la vida, no para la muerte. ¿Era eso lo que en aquel momento me decía el fantasma de Grodzenski? Yo no podía hacer que Isaac se avergonzara o se enorgulleciera de mí. Porque no existía.

Y sin embargo.

Aquella noche volví a casa con el traje, arreglado, en una bolsa de plástico.

Me senté a la mesa de la cocina e hice un desgarrón en el cuello. Me hubiera gustado hacer trizas todo el traje. Pero me contuve. Fishl, el tzaddik que quizá fuera un idiota, dijo una vez: «Es más duro soportar un desgarrón que cien».

Me lavé. Esta vez no con la esponja, como un gato, sino un baño de verdad, y dejé un poco más oscura la raya de la bañera. Me puse el traje nuevo y bajé el vodka del estante. Bebí un trago y me enjugué los labios con el dorso de la mano, repitiendo el ademán hecho cien veces por mi padre y por su padre y por el padre de su padre, y entornando los párpados cuando el zarpazo del alcohol sustituyó al zarpazo de la pena. Y cuando la botella estuvo vacía, me puse a bailar. Al principio lentamente, y después, más aprisa cada vez, levantando las piernas con crujido de huesos y dando patadas en el suelo. Brincaba, me agachaba y taconeaba en la danza que bailaba mi padre, y su padre, y reía y cantaba, mientras las lágrimas me resbalaban por la cara. Bailé y bailé hasta que tuve ampollas en los pies y sangre bajo la uña del dedo gordo, bailé de la única manera en que yo sabía bailar: por la vida, tropezando con las sillas y dando vueltas hasta caer al suelo, para volver a levantarme y seguir bailando, hasta que llegó el día y me encontró tendido en el suelo, tan cerca de la muerte que podía escupirle y susurrarle: L’chaim.

Me despertó una paloma que ahuecaba las plumas en el alféizar. Tenía una manga del traje descosida, sangre seca en una mejilla y latidos en las sienes.

Pero yo no soy de cristal.

Entonces pensé: Bruno. ¿Por qué no había bajado? Quizá si hubiera llamado a la puerta yo no le habría abierto. No obstante. Tenía que haberme oído, a no ser que tuviera puesto el walkman. Aun así. Había estrellado una lámpara en el suelo y volcado todas las sillas. Iba a subir a llamar a la puerta cuando vi que ya eran las diez y cuarto. Me gusta pensar que el mundo no estaba preparado para mí, pero quizá era que yo no estaba preparado para él. Siempre he llegado tarde a mi vida. Corrí a la parada del autobús. Mejor dicho: renqueaba, me subía el pantalón, daba un saltito y un par de zancadas, me paraba, jadeaba, me subía el pantalón, arrastraba los pies, etcétera. Subí al autobús. Íbamos en procesión con el tráfico. «¿Es que este trasto no puede ir más aprisa?», dije en voz alta. La mujer que iba a mi lado se levantó y se fue a otro asiento. Quizá, de los nervios, le di un manotazo en un muslo, no sé. Un hombre con americana naranja y pantalón con dibujo de piel de serpiente se puso de pie y empezó a cantar.

Todos los pasajeros se volvieron hacia las ventanillas, hasta que se dieron cuenta de que el hombre no pedía. Sólo cantaba.

Cuando llegué, el funeral ya había terminado, pero la sinagoga aún estaba llena. Un hombre con corbata de lazo amarilla y chaqueta blanca y su escaso pelo engomado al cráneo, decía: «Todos lo sabíamos, desde luego, pero aun así no estábamos preparados». A lo que la mujer que tenía a su lado respondió: «¿Y quién va a estarlo?». Yo me quedé un poco apartado, al lado de una planta. Me sudaban las manos y sentí que me mareaba. Quizá fue un error asistir.

Quería preguntar dónde lo habían enterrado; el periódico no lo ponía.

Ahora me pesaba haber comprado aquella parcela. Me había precipitado. De haberlo sabido, habría podido reunirme con él. Mañana. O pasado. Temí que me dejaran para los perros. Fui a Pinelawn al entierro de la señora Freid, y me gustó el sitio. Un tal señor Simchik me lo enseñó y me dio un folleto. Yo había imaginado una tumba al pie de un árbol, un sauce llorón, por ejemplo, y quizá un banco. Pero. Cuando el hombre me dijo el precio, me quedé helado.

Entonces me enseñó mis opciones: parcelas que estaban muy cerca de la carretera o que tenían la hierba rala.

—¿No hay algo que esté cerca de un árbol? —pregunté. Simchik movió la cabeza negativamente—. ¿Ni de un arbusto?

Él se humedeció el dedo y revolvió en sus papeles, carraspeando y gruñendo por lo bajo, pero al fin cedió.

—Quizá haya algo, es más de lo que usted pensaba gastar, pero puede pagar a plazos.

Estaba a un extremo, por así decirlo, en el extrarradio del cementerio judío.

No debajo de un árbol exactamente, pero sí lo bastante cerca como para que en otoño pudiera llegarme alguna que otra hoja. Yo no acababa de decidirme.

Simchik me dijo que me tomara mi tiempo y se fue a la oficina. Me quedé un rato de pie al sol. Luego me tumbé en la hierba. Notaba el suelo duro y frío a través de la gabardina. Veía pasar las nubes. Quizá me quedé dormido. De pronto, vi a Simchik de pie a mi lado.

—¿Qué? ¿Se lo queda?

Con el rabillo del ojo vi a Bernard, el hermanastro de mi hijo. Un oso, la viva imagen de su padre, bendita sea su memoria. Sí, también la suya. Se llamaba Mordecai. Ella le decía Morty. ¡Morty! Hace tres años que está bajo tierra. Considero una pequeña victoria que él haya estirado la pata antes que yo.

Y sin embargo. Cuando me acuerdo, enciendo un cirio de yartzeit por él. Si no lo hago yo, ¿quién?

La madre de mi hijo, la niña de la que me enamoré a los diez años, murió hace cinco. Espero reunirme con ella pronto, por lo menos allí. Mañana. O pasado. De eso estoy convencido. Imaginaba que sería extraño vivir en este mundo no estando ella.

Y sin embargo. Ya hacía tiempo que me había acostumbrado a vivir con su recuerdo. No volví a verla hasta el final. Todos los días me colaba en su habitación del hospital. A una enfermera, una muchacha joven, le conté… la verdad no. Pero. Una historia parecida. Aquella enfermera me dejaba entrar fuera de las horas de visita, cuando no había peligro de que me tropezara con alguien. Ella estaba conectada a una máquina, con tubos en la nariz y un pie en el otro mundo. Yo volvía la cara hacia otro lado, casi deseando que, cuando la mirase otra vez, ya hubiera muerto. Estaba chupada, arrugadita y sorda como una tapia. Yo tenía tantas cosas que decirle. Y sin embargo. Le contaba chistes.

Era una especie de humorista. A veces, me parecía ver en su cara la sombra de una sonrisa. Yo trataba de mantener un tono despreocupado. Le decía: «¿Te puedes creer que a eso de ahí, donde se te dobla el brazo, lo llaman codo?». Decía: «Dos rabinos se extraviaron en un bosque amarillo». Decía: «Moisés va al médico. Doctor, dice…», etcétera, etcétera. Muchas cosas no las decía. Por ejemplo. «Cuánto tiempo he esperado». Otro ejemplo. «¿Y has sido feliz? ¿Con ese nebbish, ese zoquete, ese schlemiel tarugo al que llamas marido?». La verdad es que ya hacía tiempo que yo había dejado de esperar. Ya había pasado el momento, la puerta entre las vidas que hubiéramos podido tener y las vidas que teníamos se nos había cerrado en las narices. Mejor dicho, se me había cerrado. La gramática de mi vida: por regla general, dondequiera que aparezca un plural sustitúyase por singular. Si se me escapa un «nos» regio, sáquenme del error con un rápido coscorrón.

—¿Se encuentra bien? Está un poco pálido.

Era el de antes, el hombre de la corbata de lazo amarilla. Cuando estás con los pantalones en los tobillos es cuando llega la gente, no un momento antes, cuando aún estabas presentable. Traté de sostenerme agarrándome a la planta.

—Estoy bien, muy bien —dije.

—¿De qué lo conocía? —me preguntó mirándome de arriba abajo.

—Éramos… —afiancé la rodilla entre el tiesto y la pared, con la esperanza de poder mantener el equilibrio— parientes.

—¡De la familia! Lo siento, perdóneme. ¡Creía conocer a todo el mishpocheh! —Lo pronunció mishpoky—. Claro. Debí figurármelo. —Me lanzó otra mirada de arriba abajo, mientras se pasaba la mano por el pelo, para cerciorarse de que seguía bien adherido—. Creí que era uno de sus admiradores —dijo señalando a la multitud que se dispersaba—. ¿De qué parte?

Yo me asía al tronco de la planta, con la mirada fija en la corbata de lazo, mientras la capilla me daba vueltas.

—De las dos —dije.

—¿Las dos? —repitió él con incredulidad, bajando la vista hacia las raíces que trataban de aferrarse a la tierra.

—Soy… —empecé. Pero, con una brusca sacudida, la planta se soltó, yo me fui hacia delante y, como tenía una pierna aprisionada entre el tiesto y la pared, la otra tuvo que adelantarse sola, haciendo que el borde del tiesto se me incrustara en la entrepierna, mientras mi mano, agarrada al terrón que colgaba de las raíces, se proyectaba hacia la cara del hombre de la corbata de lazo amarilla—. Perdón —dije con los kishkes electrocutados por un calambre.

Traté de enderezar el cuerpo. Mi madre, bendita sea su memoria, solía decirme: «Ponte derecho». Al hombre le salía tierra de las fosas nasales. Para remediar el mal, saqué mi pañuelo húmedo y arrugado y se lo puse en la nariz.

Él lo apartó de un manotazo y extrajo del bolsillo el suyo, bien lavado y planchado. Lo desdobló con una sacudida. Bandera blanca. Transcurrió un minuto mientras él se limpiaba y yo acariciaba mis partes bajas. Era una situación muy violenta.

De pronto, me encontré delante del hermanastro de mi hijo. El de la corbata de lazo me agarró de una manga, como un pitbull me hubiera agarrado con los dientes.

—Mira lo que he encontrado —ladró—. Dice que es mishpoky.

Bernard sonrió cortésmente y me miró, primero el roto del cuello y después el descosido de la manga.

—Perdón —dijo—. No lo recuerdo. ¿Nos conocemos?

El pitbull babeaba. Una fina capa de tierra le resbalaba por la camisa. Yo lancé una mirada al rótulo de «Salida». Habría echado una carrera, de no haber estado tan dolorido en mis intimidades. Sentía náuseas. Y sin embargo. A veces necesitas un golpe de ingenio y, mira por dónde, ¡viene el ingenio y te da el golpe!

De rets yiddish? —susurré roncamente.

—¿Cómo?

Agarré a Bernard por una manga. El perro tenía la mía y yo tenía la de Bernard. Le acerqué la cara. Vi que tenía los ojos enrojecidos. Podía ser un oso, pero era buena persona. Aun así, yo no tenía elección.

Alcé la voz.

De rets yiddish? —Sentí en la boca el aliento agrio del alcohol. Le así de las solapas. Se le hincharon las venas del cuello cuando se echó hacia atrás—. Farshtaist?

—Lo siento. —Bernard movió la cabeza negativamente—. No le entiendo.

—Bien —proseguí en yidis—, porque este tarado —dije señalando al hombre de la corbata de lazo—, este putz, se me ha metido por el tuchas y si no lo he expulsado es sólo porque no puedo cagar a placer. ¿Tendría la bondad de decirle que me quite las pezuñas de encima, antes de que le dé con otra planta en el shnoz, y esta vez no me molestaré en sacarla del tiesto?

—¿Se refiere a Robert? —Bernard hacía esfuerzos por comprender. Al fin pareció darse cuenta de que le hablaba del hombre que me tenía agarrado del codo—. Robert era el editor de Isaac. ¿Usted conocía a Isaac?

El pitbull me oprimía con más fuerza. Yo abrí la boca. Y sin embargo.

—Lo siento —dijo Bernard—. Me gustaría hablar yidis, pero… En fin, gracias por venir. Emociona ver que ha venido tanta gente. A Isaac le habría gustado. —Me estrechó la mano entre las suyas. Dio media vuelta para marcharse.

—Slonim —dije. No lo había planeado. Y sin embargo.

Bernard retrocedió.

—¿Cómo?

Volví a decirlo.

—Soy de Slonim —dije.

—¿Slonim? —repitió.

Yo asentí.

De repente, su aspecto me hizo pensar en el de un niño al que su madre se ha retrasado en ir a buscar y hasta que la ve llegar no da rienda suelta al llanto.

—Ella siempre nos hablaba de allí.

—¿Quién es ella? —preguntó el perro.

—Mi madre. Él es del mismo pueblo que mi madre —dijo Bernard—. Le oí contar tantas cosas…

Yo fui a darle una palmada en el brazo, pero él ladeó el cuerpo para quitarse algo del ojo y mi mano chocó con la tetilla. Sin saber qué hacer, se la oprimí.

—El río, ¿eh? Donde ella se bañaba —dijo Bernard.

El agua estaba helada. Nos desnudábamos y nos zambullíamos desde el puente gritando como fieras. Se nos paraba el corazón. No sentíamos el cuerpo.

Durante un momento parecía que nos ahogábamos. Cuando trepábamos a la orilla, jadeando, sentíamos las piernas pesadas y un dolor nos subía desde los tobillos. Tu madre era flaquita y tenía unos pechos pequeños y muy blancos. Yo me dormía secándome al sol, y me despertaba al sentir un agua helada en la espalda. Y oía su risa.

—¿Conocía la zapatería de su padre? —preguntó Bernard.

Cada mañana, yo pasaba a buscarla para ir juntos al colegio. Menos cuando nos peleamos y estuvimos tres semanas sin hablarnos, íbamos siempre juntos.

Con el frío, se le hacían carámbanos en el pelo mojado.

—Cuántas cosas nos contaba. Podría estar hablando horas y horas. El campo donde ella jugaba.

—Ja —dije, dándole una palmada en la mano—. Ze field.

Quince minutos después, yo iba sentado en el asiento trasero de una limusina superlarga, entre el pitbull y una joven. Esto de la limusina ya empezaba a ser una costumbre. Íbamos a casa de Bernard, a una pequeña reunión de familiares y amigos. Yo hubiera preferido ir a casa de mi hijo, a llorar entre sus cosas, pero tenía que conformarme con ir a la de su hermano. En el asiento de enfrente iban dos hombres. Cuando uno de ellos asintió con la cabeza y me sonrió, yo lo imité.

—¿Pariente de Isaac? —preguntó.

—Eso parece —respondió el perro, palpándose un mechón de pelo que se agitaba al aire de la ventanilla que la mujer acababa de abrir.

Tardamos casi una hora en llegar a casa de Bernard. En algún lugar de Long Island. Hermosos árboles. En mi vida había visto árboles tan hermosos.

En la entrada de coches vi a uno de los sobrinos de Bernard corriendo por la avenida, con las perneras del pantalón cortadas en vertical hasta las rodillas, mirando cómo se agitaban al viento. Dentro, la gente estaba de pie alrededor de una mesa cargada de comida, hablando de Isaac. Estaba claro que yo no encajaba allí. Me sentía como un idiota y un impostor. Me quedé al lado de la ventana, haciéndome invisible. No creí que fuera tan doloroso. Y sin embargo.

Oír a la gente hablar del hijo al que yo sólo había podido imaginar, como si para ellos fuera como de la familia, era casi insoportable. Me escabullí. Estuve deambulando por las habitaciones de la casa del hermanastro de Isaac. Pensaba:

Mi hijo habrá pisado esta alfombra. Entré en un dormitorio de invitados. Pensé:

En ocasiones habrá dormido en esta cama. ¡En esta misma cama! Con la cabeza en estas almohadas. Me eché. Estaba cansado, no pude evitarlo. La almohada se hundió bajo mi mejilla. Cuando él estaba aquí, pensé, miraba por esa ventana, veía ese árbol.

«Eres un soñador», dice Bruno, y quizá lo sea. Quizá también esto estuviera soñándolo, dentro de un momento sonaría el timbre, yo abriría los ojos y allí estaría Bruno, preguntando si tenía un rollo de papel higiénico.

Debí de quedarme dormido, porque de pronto vi a Bernard de pie a mi lado.

—¡Perdón! Creí que no había nadie. ¿Se encuentra mal?

Me levanté de un salto. Si puede usarse la palabra «salto» para describir alguno de mis movimientos, ésta sería la ocasión. Y entonces la vi. Estaba en un estante, detrás del hombro de Bernard. En un marco de plata. «Fácil de ver», diría, pero ésta es una expresión que no acabo de entender. ¿Qué puede haber que sea menos fácil que ver?

Bernard volvió la cabeza.

—Oh, eso —dijo bajando la foto del estante—. Es mi madre cuando era niña. Mi madre, ¿ve? ¿Usted la conocía entonces, tal como era cuando le hicieron esta foto?

(«Vamos a ponernos debajo de un árbol», dijo ella. «¿Por qué?». «Porque queda más bonito». «Tú podrías sentarte en una silla y yo quedarme de pie a tu lado, como en las fotos de los matrimonios». «Qué tontería». «¿Por qué tontería?». «Porque nosotros no estamos casados». «¿Nos cogemos las manos?». «No podemos». «¿Por qué no?». «Porque la gente lo sabrá». «¿Qué sabrá la gente?». «Lo nuestro». «¿Y qué si lo sabe?». «Es mejor que sea un secreto». «¿Por qué?». «Porque así no podrán quitárnoslo»).

—Isaac la encontró entre las cosas de ella, después de su muerte —dijo Bernard—. Es una foto bonita, ¿verdad? No sé quién es él. Mi madre no tenía muchas cosas de allí. Unas cuantas fotos de sus padres y sus hermanas y nada más. Claro que ella no imaginaba que no volvería a verlos, y no trajo mucho.

Pero ésta no la vi hasta el día en que Isaac la encontró en un cajón del apartamento de nuestra madre. Estaba dentro de un sobre, con unas cartas escritas en yidis. Isaac pensaba que eran de un chico de Slonim del que ella había estado enamorada. Pero yo lo dudo. Ella nunca mencionó a nadie. Pero usted no sabe de qué le hablo, ¿verdad?

(«Si tuviera una cámara, te retrataría todos los días. Así podría recordar cómo estabas cada día de tu vida», le dije. «Estoy exactamente igual». «No lo estás. Cambias constantemente. Un poquito cada día. Me gustaría tener la prueba». «Vamos a ver, listo, ¿en qué he cambiado hoy?». «Pues, para empezar, eres una fracción de milímetro más alta. Tienes el pelo una fracción de milímetro más largo, y los pechos te han crecido una fracción de…». «¡No es verdad!». «Sí». «¡No!». «Pues sí, y otras cosas también». «¿Qué otras cosas, marrano?». «Crece un poco la felicidad y también la tristeza». «O sea que lo uno compensa lo otro, y yo me quedo igual». «Nada de eso. El que hoy seas un poco más feliz no quiere decir que no te sientas un poco más triste. Cada día te trae un poco de cada, lo que significa que ahora mismo, en este momento, te sientes más feliz y también más triste que nunca antes en tu vida». «¿Y tú cómo lo sabes?». «Piénsalo. ¿Alguna vez te has sentido más feliz que en este momento, aquí tumbada en la hierba?». «Supongo que no. No». «¿Y más triste?». «No». «No a todo el mundo le pasa lo mismo. Hay personas, como tu hermana, que son cada día un poco más felices y nada más. Y hay personas, como Beyla Ash, que están más y más tristes. Y personas como tú, a las que les pasan las dos cosas». «¿Y tú? ¿Te sientes ahora más feliz y más triste que nunca?». «Pues claro que sí». «¿Por qué?». «Porque nada me hace más feliz y nada me entristece más que tú»). Mis lágrimas caían en la foto. Afortunadamente, había un cristal.

—Me gustaría quedarme a hablar de los viejos tiempos con usted, pero sintiéndolo mucho tengo que dejarlo. He de atender a toda esa gente de ahí fuera —dijo Bernard señalando a la puerta—. Si necesita algo, dígamelo.

Yo moví la cabeza de arriba abajo. Él salió cerrando la puerta y entonces, que Dios me perdone, me metí la foto en el bolsillo del pantalón. Bajé la escalera y salí a la avenida. Golpeé en la ventanilla de una limusina. El chófer se espabiló.

—Desearía marcharme ahora —le dije.

Sorprendido, él se apeó, abrió la puerta y me ayudó a subir.

Cuando llegué a mi apartamento, creí que habían entrado ladrones. Vi los muebles caídos y el suelo cubierto de un polvo blanco. Agarré el bate de béisbol que tengo en el paragüero y seguí las huellas de las pisadas hasta la cocina. Todas las superficies estaban llenas de cazos, sartenes y bols sucios. Parecía que los ladrones se habían entretenido en preparar comida. Me quedé allí plantado sintiendo el peso de la foto en el bolsillo. Sonó un estrépito a mi espalda y me volví agitando el bate a ciegas. Pero era sólo un bote que había caído de la encimera y rodado por el suelo. En la mesa de la cocina, al lado de la máquina de escribir, había un gran pastel, un poco hundido en el centro. Pero bastante firme. Estaba cubierto de un glaseado amarillo y encima, en letras color rosa un poco torcidas, se leía: «Adivina quién hizo un pastel». Al otro lado de la máquina de escribir había una nota: «Todo el día esperando».

No pude menos que sonreír. Dejé el bate, enderecé los muebles que ahora recordaba que había tirado yo la noche anterior, saqué la foto, le eché aliento al cristal y lo froté contra la camisa. La puse en la mesita de noche. Subí al piso de Bruno. Iba a llamar cuando vi una nota en la puerta que ponía: «No molestar. Tienes un regalo debajo de la almohada».

Hacía mucho tiempo que no recibía un regalo. Un soplo de felicidad me acarició el corazón. Que al levantarme por la mañana pueda calentarme las manos en la taza del té. Que pueda contemplar el vuelo de las palomas. Que, al final de mi vida, Bruno no me haya olvidado.

Bajé a mi casa. Para demorar el placer que me aguardaba —de eso estaba seguro—, me paré a recoger el correo. Entré en el apartamento. Bruno se las había ingeniado para cubrir todo el suelo de una fina capa de harina. Quizá fue el viento, quién sabe. En el dormitorio, vi que se había arrodillado para dibujar un ángel en la harina. Lo sorteé, para no destruir una obra hecha con tanto cariño, y levanté la almohada.

Era un sobre grande, marrón. Mi nombre estaba escrito en una letra que no reconocí. Lo abrí. Contenía un montón de hojas impresas. Me puse a leer. Las palabras me resultaban familiares. De momento, no sabía de qué me sonaban. Luego me di cuenta de que eran mías.