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La tristeza de mi madre

1. ME LLAMO ALMA SINGER

Cuando nací, mi madre me puso el nombre de todas las muchachas de un libro que le regaló mi padre, La historia del amor. A mi hermano le puso el nombre de Emanuel Chaim, por el historiador judío Emanuel Ringelblum, que en el gueto de Varsovia enterraba botes de leche llenos de testimonios, y por el violonchelista judío Emanuel Feuermann, uno de los grandes prodigios musicales del siglo XX, y también por el genial escritor judío Isaac Emmanuilovich Babel, y por su tío Chaim, que era muy gracioso, un gran humorista que hacía morir de risa a la gente y que fue abatido por los nazis.

Pero mi hermano se negaba a atender por ese nombre. Cada vez que alguien le preguntaba cómo se llamaba, él inventaba algo. Usaba quince o veinte nombres.

Durante un mes estuvo refiriéndose a sí mismo en tercera persona con el nombre de señor Fruto. El día en que cumplía seis años, tomó carrerilla y saltó por una ventana del primer piso, tratando de volar. Se rompió un brazo y le quedó una cicatriz en la frente, pero desde entonces no le llamamos por otro nombre que Bird, pájaro.

2. LO QUE NO SOY

Mi hermano y yo solíamos jugar a este juego: yo señalaba una silla.

—Eso no es una silla —decía.

Bird señalaba la mesa.

—Eso no es una mesa.

—Eso no es una pared —decía yo—. Eso no es un techo. —Etcétera—. No está lloviendo.

—¡No tengo el zapato desatado! —chillaba Bird.

Yo me señalaba el codo.

—Esto no es un rasguño.

Bird levantaba la rodilla.

—¡Esto tampoco es un rasguño!

—¡Esto no es una tetera!

—¡No es una taza!

—¡No es una cuchara!

—¡No son platos sucios!

Negábamos habitaciones enteras, años, fenómenos atmosféricos. Un día, en el apogeo de nuestros gritos, Bird aspiró y chilló a voz en cuello:

—¡Yo! ¡No he sido! ¡Desgraciado! ¡Toda la vida!

—Si no tienes más que siete años —le dije.

3. MI HERMANO CREE EN DIOS

Cuando mi hermano tenía nueve años y medio, encontró un librito rojo titulado El libro de los pensamientos judíos dedicado a mi padre en su bar mitzvah. En él se hallan recopilados pensamientos judíos bajo epígrafes tales como «Cada israelita tiene en sus manos el honor de todo su pueblo», «Bajo los Romanof» e «Inmortalidad». Al poco tiempo de haberlo encontrado, Bird empezó a usar una kippah de terciopelo negro, sin importarle que no se le ajustara bien y se le ahuecara por detrás de un modo ridículo. Y le dio por seguir a todas partes al señor Goldstein, el portero de la Escuela Hebrea, que refunfuñaba en tres lenguas y cuyas manos dejaban más polvo del que limpiaban. Corrían rumores de que el señor Goldstein sólo dormía una hora cada noche, en el sótano de la shul, que había estado en un campo de trabajo de Siberia, que tenía el corazón débil, que un ruido fuerte podía matarlo, que la nieve lo hacía llorar. Bird le había tomado cariño. Después de la clase de hebreo, lo seguía mientras el señor Goldstein pasaba el aspirador entre las filas de sillas, limpiaba los aseos y borraba palabrotas de la pizarra. Era tarea del señor Goldstein retirar de la circulación los viejos siddurs destrozados, y una tarde, mientras dos cuervos tan grandes como perros lo observaban desde los árboles, él sacó una carretilla cargada de ellos al campo detrás de la sinagoga, la empujó tropezando con piedras y raíces, cavó un agujero, rezó una oración y los enterró.

—No se pueden tirar de cualquier manera —dijo a Bird—. No se puede, porque llevan el nombre de Dios. Hay que enterrarlos como es debido.

A la semana siguiente, Bird empezó a escribir en las páginas de su libreta de deberes las cuatro letras hebreas del nombre que nadie debe pronunciar y nadie puede tirar de cualquier manera. Al cabo de unos días, al destapar la cesta de la ropa, lo vi escrito en lápiz indeleble en la etiqueta de su calzoncillo.

Lo escribió con tiza en la puerta de la calle, lo garabateó en la fotografía de su clase, en la pared del baño y, al fin, lo grabó con mi cuchillo del ejército suizo en el tronco del árbol que había delante de nuestra casa, tan arriba como pudo.

Quizá por eso, o por su costumbre de taparse los ojos con el antebrazo para hurgarse en la nariz, como si así la gente no pudiera verlo, o porque a veces le daba por hacer sonidos extraños, como de videojuego, aquel año los pocos amigos que había tenido dejaron de venir a jugar.

Todas las mañanas se levanta temprano y sale a rezar la oración de daven de cara a Jerusalén. Yo lo veo desde la ventana y me pesa haberle enseñado cómo se pronuncian las letras en hebreo cuando no tenía más que cinco años. Me entristece pensar que esto no puede durar.

4. MI PADRE MURIÓ CUANDO YO TENÍA SIETE AÑOS

Lo que recuerdo de él lo recuerdo a trozos. Las orejas. La piel arrugada de los codos. Las cosas que me contaba de su niñez en Israel. Cómo se sentaba en su sillón favorito a escuchar música, y cómo le gustaba cantar. Él me hablaba en hebreo y yo le llamaba abba. Lo he olvidado casi todo, pero a veces me vienen a la memoria algunas palabras, kum-kum, shemesh, col, yam, etz, neshika, motek, con el sentido tan borroso como las caras de las monedas viejas. Mi madre es inglesa y lo conoció cuando trabajaba en un kibbutz, cerca de Ashdod, el año antes de ir a Oxford. Él tenía diez años más. Había estado en el ejército y después había viajado por América del Sur. Luego estudió para ingeniero. Le gustaba acampar al aire libre y siempre llevaba en el maletero un saco de dormir y ocho litros de agua, y si era necesario podía encender fuego con un pedernal. Iba a buscar a mi madre los viernes por la noche, mientras los otros kibbutzniks tumbados en mantas sobre la hierba bajo una pantalla de cine gigante, acariciaban a los perros y se colocaban. Él la llevaba al mar Muerto, donde flotaban de un modo extraño.

5. EL MAR MUERTO ES EL LUGAR MÁS BAJO DE LA TIERRA

6. NO HABÍA EN EL MUNDO DOS PERSONAS QUE SE PARECIERAN MENOS QUE MI MADRE Y MI PADRE

Cuando mi madre se puso morena y mi padre decía riendo que cada día se parecía más a él, era broma, porque él medía un metro noventa, tenía los ojos verdes y el pelo negro, y mi madre es muy blanca y tan bajita que aun ahora, con cuarenta y un años, al verla desde el otro lado de la calle podrías tomarla por una niña. Bird es pequeño y rubio como ella, y yo soy como mi padre. Soy flacucha, tengo el pelo negro y los dientes separados, y quince años.

7. HAY UNA FOTO DE MI MADRE QUE NADIE HA VISTO

En el otoño, mi madre regresó a Inglaterra para asistir a la universidad. Llevaba los bolsillos llenos de arena del lugar más bajo de la tierra. Pesaba cuarenta y siete kilos. A veces habla de un viaje en tren, entre la estación de Paddington y Oxford, en el que conoció a un fotógrafo que estaba casi ciego. Llevaba gafas oscuras y dijo que se había dañado la retina hacía diez años, durante un viaje a la Antártida. Llevaba el traje muy bien planchado y sostenía la cámara sobre las rodillas. Decía que ahora veía el mundo de otra manera y no forzosamente peor. Preguntó a mi madre si podía hacerle una foto. Cuando él levantó la cámara y miró a través del visor, mi madre le preguntó qué veía. «Lo mismo de siempre», respondió él. «¿Qué es?». «Una mancha borrosa», dijo él. «Entonces, ¿por qué lo hace?». «Por si un día se me curan los ojos. Para saber lo que estuve mirando». Mi madre tenía en el regazo una bolsa de papel marrón con un bocadillo de hígado picado que mi abuela le había preparado. Ofreció el bocadillo al fotógrafo casi ciego. «¿No tiene hambre?», preguntó él. Ella respondió que sí, pero que nunca había dicho a su madre que no le gustaba el hígado picado, y ahora, después de tantos años, ya era tarde. El tren entró en la estación de Oxford y mi madre se apeó dejando tras de sí un reguero de arena.

Sé que la historia tiene un significado, pero no sé cuál.

8. MI MADRE ES LA PERSONA MÁS TERCA QUE CONOZCO

A los cinco minutos, ya había decidido que Oxford no le gustaba. Durante la primera semana del curso, mi madre estuvo sin salir de su habitación, de un edificio de piedra lleno de corrientes de aire, ni hacer nada más que ver caer la lluvia sobre las vacas que pacían en el prado de Christ Church y compadecerse de sí misma. Tenía que calentar el agua para el té en un hornillo eléctrico. Para ver al tutor, tenía que subir cincuenta y seis escalones de piedra y aporrear la puerta hasta que él se levantaba del catre de su despacho, en el que dormía bajo un montón de papeles. Casi todos los días escribía a mi padre a Israel en elegante papel de cartas francés y, cuando se terminó el papel, en hojas de libreta. En una de aquellas cartas (que encontré escondidas en una lata de chocolatinas, debajo del sofá del estudio), había escrito: «El libro que me regalaste está siempre en mi mesa, y cada día aprendo a leer en él». Si mi madre tenía que aprender a leerlo era porque el libro estaba en español. Ella veía en el espejo cómo se le blanqueaba la piel. Durante la segunda semana, se compró una bicicleta usada y fue por la ciudad pegando papeles que ponían: «Se necesita tutor de hebreo», porque tenía facilidad para las lenguas y quería poder entender a mi padre. Acudieron varias personas, pero sólo una mantuvo el interés cuando mi madre le explicó que no podía pagar: un muchacho con granos en la cara que se llamaba Nehemia; era de Haifa, cursaba primero, se sentía tan desgraciado como mi madre y pensaba —así se lo escribió ella a mi padre— que la compañía de una chica era motivo suficiente para acudir dos veces a la semana al King’s Arms sólo por el precio de una cerveza. Mi madre también aprendía español, pero sin profesor, con un libro titulado Aprenda español sin profesor. Pasaba mucho tiempo en la biblioteca Bodleian leyendo cientos de libros y sin hacer amigos. Pedía tantos libros que, al verla llegar, el empleado del mostrador trataba de esconderse. Al final del curso, obtuvo un excelente en los exámenes y, a pesar de las protestas de sus padres, dejó la universidad y se fue a vivir con mi padre en Tel Aviv.

9. LO QUE VINO DESPUÉS FUERON LOS AÑOS MÁS FELICES DE SU VIDA

Vivían en una casa soleada y cubierta de buganvillas de Ramat Gan. Mi padre plantó un olivo y un limonero en el jardín y les cavó un surco alrededor que retuviera el agua. Por las noches escuchaban música norteamericana en la radio de onda corta que él había comprado. Con las ventanas abiertas, según de donde soplara el viento, podían oler el mar. Al fin se casaron en la playa de Tel Aviv y estuvieron dos meses recorriendo América del Sur en viaje de novios.

Cuando regresaron, mi madre se dedicó a traducir libros al inglés, primero del español y después también del hebreo. Así pasaron cinco años, hasta que a mi padre le ofrecieron un empleo que no pudo rechazar en una empresa norteamericana de la industria aeroespacial.

10. SE FUERON A VIVIR A NUEVA YORK Y ME TUVIERON A MÍ

Mientras mi madre estaba embarazada de mí, leyó tropecientos libros sobre diversos temas. América no le agradaba ni le desagradaba. Dos años y otros tropecientos libros después, tuvo a Bird. Entonces nos mudamos a Brooklyn.

11. YO TENÍA SEIS AÑOS CUANDO A MI PADRE LE DIAGNOSTICARON CÁNCER DE PÁNCREAS

Un día de aquel año, mi madre y yo íbamos en el coche. Ella me pidió que le diera el bolso.

—No lo tengo —le dije.

—Debe de estar detrás —dijo ella entonces. Pero no estaba detrás. Ella detuvo el coche y buscó por todas partes, pero el bolso no apareció. Con la cabeza entre las manos, trataba de recordar dónde había dejado el bolso.

Siempre estaba perdiendo cosas—. Cualquier día perderé la cabeza —dijo.

Yo traté de imaginar lo que ocurriría si perdía la cabeza. Pero al fin fue mi padre el que lo perdió todo: muchos kilos, el pelo y varios órganos internos.

12. A ÉL LE GUSTABA COCINAR Y REÍR Y CANTAR, PODÍA ENCENDER FUEGO CON LAS MANOS, ARREGLAR LO QUE ESTABA ROTO Y EXPLICAR CÓMO LANZAR COSAS AL ESPACIO, PERO SE MURIÓ ANTES DE NUEVE MESES

13. MI PADRE NO ERA UN FAMOSO ESCRITOR RUSO

Al principio, mi madre no tocó nada, todo estaba tal como lo había dejado él.

Dice Misha Shklovsky que eso es lo que se hace en Rusia con las casas de los escritores famosos. Pero mi padre no era un escritor famoso. Ni siquiera era ruso. Un día, al volver de la escuela, me encontré con que todas las señales visibles de mi padre habían desaparecido. Sus trajes no estaban en los roperos ni sus zapatos junto a la puerta, y en la calle, al lado de un montón de bolsas de basura, vi su sillón. Subí a mi cuarto y lo miré por la ventana. El viento empujaba las hojas por la acera. Un viejo que pasaba se sentó en él. Yo salí y recuperé un jersey del cubo de la basura.

14. EN EL FIN DEL MUNDO

Cuando murió mi padre, el tío Julian, hermano de mi madre, que es historiador del arte y vive en Londres, me envió un cuchillo del ejército suizo que dijo era de mi padre. Tenía tres hojas de distinta forma, sacacorchos, tijeritas, pinzas y mondadientes. El tío Julian decía en la carta que papá se lo había prestado una vez que él iba a hacer cámping en los Pirineos, que se había olvidado de él hasta ahora y que pensaba que me gustaría tenerlo. «Debes tener mucho cuidado —escribía— porque corta mucho. Está pensado para ayudar a la gente a sobrevivir en plena naturaleza. Yo no llegué a utilizarlo, porque la primera noche llovió, tu tía Frances y yo quedamos empapados y nos fuimos a un hotel. Tu padre se desenvolvía en la naturaleza mucho mejor que yo. Una vez, en el Negev, lo vi recoger agua con un embudo y un hule. También conocía el nombre de todas las plantas y sabía si eran comestibles. Ya sé que no es un consuelo, pero si vienes a Londres te diré los nombres de todos los restaurantes indios del noroeste de la ciudad y si sus platos al curry son comestibles. Un beso de tu tío, Julian. P.D.: no comentes a tu madre que te he dado el cuchillo porque seguramente se enfadaría y diría que aún eres muy pequeña». Yo miré cada pieza, fui sacándolas con la uña del pulgar y probando el filo en la yema del dedo.

Decidí aprender a sobrevivir en la naturaleza, como mi padre. Sería muy útil, por si algo le ocurría a mamá, y Bird y yo teníamos que arreglárnoslas solos. A ella no le hablé del cuchillo porque el tío Julián quería que fuera un secreto y, además, ¿cómo iba mi madre a dejarme ir sola de cámping si apenas me dejaba ir hasta la esquina?

15. SIEMPRE QUE YO SALÍA A JUGAR MI MADRE QUERÍA SABER DÓNDE IBA A ESTAR EXACTAMENTE

Cuando yo entraba en casa, ella me llamaba a su habitación, me abrazaba y me llenaba de besos. Me acariciaba el pelo y me decía: «Cuánto te quiero», y cuando yo estornudaba me decía: «Salud; ya sabes cuánto te quiero, ¿verdad?», y cuando me levantaba para ir a buscar un pañuelo: «Yo te lo traigo, cariño mío», y cuando buscaba un bolígrafo para hacer los deberes: «Toma el mío, tesoro», y si me picaba la pierna: «¿Es aquí? Ven que te abrace», y cuando yo subía a mi cuarto ella me gritaba desde abajo «¿Puedo hacer algo por ti, con lo mucho que te quiero?», y a mí me hubiera gustado decirle, pero nunca le dije:

Quiéreme menos.

16. LA RAZÓN DE TODAS LAS COSAS

Un día mi madre se levantó de la cama en que había estado durante casi un año. Parecía la primera vez que no la veíamos a través de todos los vasos de agua acumulados alrededor de la cama y que Bird, cuando se aburría, hacía sonar pasándoles un dedo húmedo por el borde. Aquel día mi madre nos preparó macarrones gratinados, uno de los pocos platos que sabe hacer.

Nosotros fingimos que nunca habíamos comido algo tan bueno. Una tarde me llevó aparte.

—De ahora en adelante te trataré como a una persona mayor —me dijo.

Sólo tengo ocho años, quise responder, pero no lo hice.

Ella volvió a trabajar. Andaba por la casa con un quimono de flores rojas, dejando un rastro de papeles arrugados. Antes de la muerte de mi padre era más ordenada. Ahora, para encontrarla, no tenías más que seguir los papeles llenos de tachaduras, y al final estaba ella, mirando por la ventana o al interior de un vaso de agua como si en él hubiera un pez que sólo ella podía ver.

17. ZANAHORIAS

Con mi asignación me compré el libro Plantas y flores comestibles de América del Norte. Me enteré de que se puede quitar el sabor amargo a las bellotas hirviéndolas en agua, que las rosas silvestres son comestibles y que hay que evitar todo lo que huela a almendra, crezca formando tres hojas o tenga savia lechosa. Traté de identificar el mayor número posible de plantas en Prospect Park. Como comprendía que iba a tardar mucho en reconocer todas las plantas y como siempre cabía la posibilidad de que tuviera que sobrevivir en un sitio que no fuera América del Norte, me aprendí de memoria la prueba universal para comprobar si una planta es comestible. Es conveniente conocerla, porque hay plantas venenosas, como la cicuta, que se parecen a las comestibles, como las zanahorias y las chirivías silvestres. Para hacer la prueba, primero has de estar ocho horas sin comer. Luego divides la planta en sus distintas partes: raíz, hojas, tallo, capullo y flor, y te frotas el interior de la muñeca con un trocito de una de ellas. Si no pasa nada, te la pones en la parte interior del labio durante tres minutos, si no pasa nada, la dejas encima de la lengua durante quince minutos. Si sigue sin pasar nada, puedes masticarla, pero sin tragar, y mantenerla en la boca durante quince minutos, y si no pasa nada, te la tragas y esperas ocho horas, y si no pasa nada, tomas la cuarta parte de una taza, y si no pasa nada, es comestible.

Yo guardaba Plantas y flores comestibles de América del Norte debajo de la cama, dentro de una mochila que también contenía el cuchillo del ejército suizo de mi padre, una linterna, una lona impermeabilizada, una brújula, un paquete de barritas de cereal, dos bolsas de M&M de cacahuete, tres latas de atún, un abrelatas, tiritas, un estuche de primeros auxilios contra mordeduras de serpiente, una muda y un plano del metro de Nueva York. También tendría que haber habido un trozo de pedernal, pero en la ferretería no quisieron vendérmelo, no sé si por ser muy pequeña o porque tuvieron miedo de que fuera pirómana. En caso de emergencia, también puedes hacer saltar una chispa con un cuchillo de monte y un trozo de jaspe, ágata o jade. Pero yo no sabía de dónde sacar jaspe, ágata ni jade, y me llevé unas cerillas del 2nd Street Cafe y las metí en un bolsito con cremallera, para protegerlas de la lluvia.

En la fiesta de Hanuka pedí un saco de dormir. El que me compró mi madre era de franela con corazones rosa. A una temperatura bajo cero, me protegería de morir de hipotermia durante unos cinco segundos. Le pregunté si no podríamos cambiarlo por un saco de pluma de los más gruesos.

—¿Dónde piensas dormir, en el Círculo Polar Ártico? —me preguntó.

O quizá en los Andes del Perú, pensé, porque allí había acampado papá.

Para cambiar de tema, le hablé de cicuta y de zanahorias y chirivías silvestres, pero resultó mala idea, porque se le pusieron los ojos llorosos y cuando le pregunté qué le pasaba dijo que nada, sólo que le había hecho pensar en las zanahorias que papá cultivaba en el huerto de Ramat Gan. Me habría gustado preguntarle qué cultivaba él, además de un olivo, un limonero y las zanahorias, pero no quise que se entristeciera más.

Empecé a escribir un cuaderno titulado Cómo sobrevivir en la naturaleza.

18. MI MADRE NUNCA DEJÓ DE AMAR A MI PADRE

Conserva su amor por él tan vivo como lo estaba en el verano en que se conocieron. Por eso ha dado la espalda a la vida. A veces subsiste durante días a base de agua y aire. Por ser la única forma de vida compleja capaz de hacer eso, deberían dar su nombre a una nueva especie. El tío Julian me dijo un día que el escultor y pintor Alberto Giacometti decía que, a veces, para pintar sólo una cabeza has de renunciar a toda la figura. Para pintar una hoja has de sacrificar todo el paisaje. Al principio, puede parecer que estás limitándote pero luego te das cuenta de que, si captas un centímetro de algo, tienes más probabilidades de percibir cierto sentido del universo que si pretendieras abarcar todo el firmamento.

Mi madre no eligió una cabeza ni una hoja. Ella eligió a mi padre y, para preservar cierto sentido, sacrificó el mundo.

19. EL MURO DE DICCIONARIOS ENTRE MI MADRE Y EL MUNDO SE HACE MÁS ALTO CADA AÑO

A veces, se sueltan páginas de los diccionarios y se arremolinan a sus pies, shallon, shalop, shallot, shallow, shalom, sham, shaman, shamble, como pétalos de una flor inmensa. Cuando era pequeña, yo creía que las páginas del suelo eran palabras que ella no podría volver a usar, y trataba de pegarlas en su sitio con cinta adhesiva, por miedo a que un día se quedara muda.

20. MI MADRE SÓLO HA TENIDO DOS CITAS DESDE QUE MURIÓ MI PADRE

La primera fue hace cinco años, cuando yo tenía diez, con un inglés que trabajaba en una de las editoriales que publican sus traducciones. Aquel hombre, Lyle, llevaba en la mano izquierda un anillo con un escudo nobiliario, que quizá fuera suyo o quizá no, pero cuando hablaba de sí mismo gesticulaba con aquella mano. En el curso de una conversación, se descubrió que mi madre y él habían estado en Oxford al mismo tiempo. Con el pretexto de esta coincidencia, el señor Lyle le pidió una cita a mi madre. Muchos hombres se la piden, y ella dice siempre que no. Pero esta vez, por alguna razón, accedió. El sábado por la noche, mi madre se presentó en la sala con moño alto y el chal rojo que mi padre le había comprado en Perú.

—¿Cómo estoy? —preguntó.

Estaba muy guapa, aunque no me pareció bien que se pusiera el chal. Pero no hubo tiempo de decir nada, porque en aquel momento se presentó Lyle en la puerta, jadeando. Se acomodó en el sofá. Yo le pregunté si sabía algo acerca de la supervivencia en la naturaleza, y él contestó:

—Por supuesto.

Le pregunté si sabía la diferencia entre la cicuta y las zanahorias silvestres, y él me contó con pelos y señales los momentos finales de una regata en Oxford, en la que su barco había tomado ventaja en los tres últimos segundos.

—Ostras —dije de un modo que podía considerarse sarcástico.

Lyle también evocó gratos recuerdos de paseos en batea por el Cherwell.

Mi madre dijo que ella nunca había paseado en batea por el Cherwell. Yo pensé:

Pues no me sorprende.

Entonces se fueron y yo me quedé viendo un programa de televisión sobre los albatros de la Antártida: pueden estar años sin posarse en tierra, duermen planeando, beben agua de mar y año tras año regresan para criar con la misma pareja. Debí de quedarme dormida, porque cuando oí la llave de mi madre en la cerradura era casi la una. Se le habían soltado unos rizos que le caían por el cuello y corrido el maquillaje de las pestañas, pero cuando le pregunté cómo le había ido me dijo que conocía orangutanes con los que podía mantener conversaciones más interesantes.

Casi un año después, Bird se fracturó la muñeca al tratar de saltar desde el balcón del vecino, y el médico que lo curó en urgencias, alto y encorvado, también le pidió una cita a mi madre. Quizá fue porque él había hecho sonreír a Bird cuando mi hermano tenía la mano doblada en un ángulo espeluznante, pero lo cierto es que, por segunda vez desde la muerte de mi padre, mamá dijo sí. El médico se llamaba Henry Lavender, lo cual me pareció prometedor (¡Alma Lavender!). Cuando sonó el timbre, Bird bajó la escalera desnudo, salvo por la escayola, puso That’s Amore en el tocadiscos y subió corriendo. Entonces bajó mi madre como una exhalación, sin el chal rojo, y detuvo la música. El disco chirrió y se quedó girando en el plato en silencio mientras Henry Lavender entraba, aceptaba una copa de vino blanco frío y nos hablaba de su colección de caracolas marinas, muchas de las cuales había recogido él mismo haciendo submarinismo en Filipinas. Yo imaginé un futuro en que él nos llevaría en sus expediciones de buceo y nos vi a los cuatro sonriéndonos bajo el agua a través de las gafas de buceo. Por la mañana pregunté a mi madre cómo le había ido. Ella respondió que el médico era un hombre muy simpático. Yo vi en esto una señal positiva, pero cuando Henry Lavender llamó por teléfono aquella tarde mi madre estaba en el supermercado y no le devolvió la llamada.

Dos días después, él hizo otra tentativa. Esta vez mi madre salía a pasear por el parque.

—No piensas llamarlo, ¿verdad? —pregunté.

—No —dijo ella.

La tercera vez que llamó Henry Lavender ella estaba enfrascada en un libro de relatos y exclamaba una y otra vez que deberían darle un Nobel póstumo al autor. Mi madre siempre está dando Nobels póstumos. Me fui a la cocina con el inalámbrico.

—¿El doctor Lavender? —pregunté. Y entonces le dije que pensaba que en realidad a mi madre le gustaba y que una persona normal probablemente estaría encantada de hablar con él y hasta de volver a salir, pero que hacía once años y medio que yo conocía a mi madre y ella nunca había hecho algo normal.

21. YO PENSABA QUE ERA SÓLO PORQUE NO HABÍA ENCONTRADO A LA PERSONA ADECUADA

El que ella estuviera todo el día en casa en pijama traduciendo libros de personas muertas tampoco ayudaba mucho. A veces se encallaba en una frase y estaba horas yendo de un lado a otro como un perro con un hueso, hasta que de pronto gritaba: «¡Ya lo tengo!», y entonces corría a su escritorio a cavar un hoyo y enterrarlo. Yo decidí tomar el asunto en mis manos. Un día, un tal doctor Tucci, veterinario, vino a hablarnos a la clase de sexto. Tenía una voz muy agradable y llevaba en el hombro un loro verde que se llamaba Gordo y miraba por la ventana con cara de mal humor. También tenía una iguana, dos hurones, una tortuga de tierra, tres ranas, un pato con un ala rota y una boa constrictor llamada Mahatma que había cambiado de piel hacía poco. En su patio trasero tenía dos llamas. Después de la clase, mientras todos los demás manoseaban a Mahatma, yo pregunté al doctor Tucci si estaba casado y cuando, con gesto de extrañeza, me dijo que no, le pedí una tarjeta. La tarjeta tenía la foto de un mono y algunos chicos abandonaron a la serpiente y vinieron a pedir tarjetas.

Aquella noche encontré una bonita foto de mi madre en bañador que decidí enviar al doctor Frank Tucci, acompañada de una lista mecanografiada de sus mejores cualidades, a saber «Alto coeficiente intelectual, amante de la lectura, atractiva (ver foto), divertida». Bird leyó la lista, se quedó un rato pensativo y sugirió que añadiera «dogmática», palabra que le había enseñado yo, y también «obstinada». Yo le dije que éstas no me parecían cualidades buenas, ni siquiera recomendables, y Bird contestó que si aparecían en la lista podrían parecer buenas, y que si el doctor Tucci realmente quería conocerla no lo desanimarían.

Me pareció un buen argumento y añadí «dogmática y obstinada». Puse nuestro número de teléfono al pie de la lista y la envié por correo.

Pasó una semana y él no llamó. Tres días más y empecé a pensar que quizá no debería haber puesto «dogmática y obstinada».

Al día siguiente sonó el teléfono y oí a mi madre decir «¿Frank qué?». Un silencio bastante largo. «¿Cómo dice?». Otro silencio. Entonces se echó a reír histéricamente. Cuando colgó, fue a mi cuarto.

—¿Qué era todo eso? —pregunté con inocencia.

—¿Qué era el qué? —preguntó ella con más inocencia todavía.

—Eso del teléfono.

—Ah, eso —dijo ella—. Confío en que no te enfades, pero he concertado una cita doble, yo con el encantador de serpientes y tú con Herman Cooper.

Herman Cooper era una pesadilla de octavo que vivía en nuestra misma calle, llamaba Pene a todo el mundo y lanzaba risotadas señalando los enormes testículos del perro del vecino.

—Antes lamería la acera —dije.

22. AQUEL AÑO LLEVÉ EL JERSEY DE MI PADRE CUARENTA Y DOS DÍAS SEGUIDOS

El duodécimo día me crucé en el vestíbulo con Sharon Newman y sus amigas.

—¿Qué te ha dado con esa birria de jersey? —dijo.

Piérdete, pensé, y decidí llevar el jersey de papá durante el resto de mi vida. Llegué casi hasta fin de curso. Era de lana de alpaca y a últimos de mayo ya no se podía resistir. Mi madre pensaba que aquello era un luto atrasado.

Pero yo no trataba de establecer un récord, sólo me gustaba la sensación.

23. MI MADRE TIENE UNA FOTO DE MI PADRE EN LA PARED, AL LADO DEL ESCRITORIO

Una o dos veces, al pasar por delante de la puerta, he oído que le hablaba. Mi madre se siente sola hasta cuando está con nosotros, y a veces me duele el estómago al pensar lo que le ocurrirá cuando yo sea mayor y me vaya de casa a empezar el resto de mi vida. Otras veces me parece que nunca podré irme.

24. TODOS LOS AMIGOS QUE HE TENIDO EN MI VIDA SE HAN IDO

El día en que yo cumplía catorce años Bird me despertó saltando sobre mi cama y cantando Porque es una chica excelente. Me regaló una tableta de chocolate reblandecida y un gorro de lana de Objetos Perdidos. Dentro había un pelo rubio y rizado, lo saqué y llevé el gorro todo el día. Mi madre me regaló un anorak que había sido probado por Tenzing Norgay, el sherpa que escaló el Everest con sir Edmund Hillary, y un casco de aviador como los que usaba Antoine de Saint-Exupéry, uno de mis héroes. Mi padre me leyó El principito cuando yo tenía seis años y me explicó que Saint-Ex era un gran aviador que arriesgaba la vida abriendo rutas para el correo hasta lugares remotos. Fue derribado por un caza alemán y él y su avión desaparecieron en el Mediterráneo para siempre.

Además del anorak y el casco, mi madre me regaló un libro de un tal Daniel Eldridge, del que dijo que merecía un Nobel, si lo hubiera para los paleontólogos.

—¿Ha muerto? —pregunté.

—¿Por qué lo dices?

—Por nada —respondí.

Bird quiso saber qué era un paleontólogo y mamá dijo que si rompía en mil pedazos una guía ilustrada del Museo Metropolitano de Arte y los lanzaba al aire desde lo alto de la escalinata del museo, volvía al cabo de varias semanas y recorría toda la Quinta Avenida y Central Park recogiendo todos los trozos que aún pudiera encontrar y trataba de reconstruir la historia de la pintura, con escuelas, estilos, géneros y nombres de pintores por lo que decían aquellos trozos, sería como un paleontólogo. La única diferencia era que los paleontólogos estudian fósiles para deducir el origen y la evolución de la vida.

Todas las chicas y los chicos de catorce años deberían saber algo acerca de dónde vienen, dijo mi madre. No hay que ir por el mundo sin tener por lo menos una ligera idea de cómo empezó todo. Entonces, hablando deprisa, como si esto no fuera lo más importante, dijo que el libro era de papá. Bird vino corriendo a tocar las tapas.

El libro se titulaba La vida tal como no la conocemos. Tenía en la contracubierta una foto de Eldridge. Era un hombre de ojos oscuros, pestañas espesas y barba, y sostenía en la mano el fósil de un pez de aspecto feroz. Al pie decía que era profesor de Columbia. Empecé a leerlo aquella misma noche.

Pensaba que quizá papá habría escrito notas al margen, pero no. La única señal era su nombre en la guarda. El libro explicaba que Eldridge y varios científicos más habían bajado en un sumergible hasta el fondo del océano y descubierto unas chimeneas hidrotérmicas en las zonas de contacto entre placas tectónicas, que expulsaban gases ricos en minerales a temperaturas de hasta 350 grados.

Hasta entonces, los científicos pensaban que el fondo del océano era un desierto con poca o ninguna vida. Pero Eldridge y sus compañeros pudieron contemplar a la luz de los focos del sumergible cientos de organismos nunca vistos por ojos humanos, todo un ecosistema que tenía que ser muy pero que muy antiguo. Lo llamaron «biosfera oscura». Allí abajo vieron muchas chimeneas hidrotérmicas y unos microorganismos que vivían en las rocas de alrededor a temperaturas lo bastante altas como para fundir el plomo. Llevaron a la superficie varios de aquellos organismos, y descubrieron que olían a huevos podridos.

Comprendieron que aquellos extraños organismos subsistían a base del ácido sulfhídrico emitido por las chimeneas y expulsaban azufre del mismo modo en que las plantas terrestres producen oxígeno. Según el libro del doctor Eldridge, lo que ellos descubrieron había sido nada menos que una ventana hacia los procesos químicos que miles de millones de años atrás habían dado origen a la evolución.

La idea de la evolución es hermosa y también triste. Desde que empezó la vida en la tierra han existido entre cinco mil y cincuenta mil millones de especies, de las que sólo entre cinco y cincuenta millones viven todavía. O sea, que el noventa y nueve por ciento de todas las especies que han vivido en la tierra se ha extinguido.

25. MI HERMANO, EL MESÍAS

Aquella noche, yo estaba leyendo y Bird entró en mi cuarto y se metió en mi cama. Tenía once años y medio, pero era pequeño para su edad. Me puso en la pierna unos pies helados.

—Háblame de papá —susurró.

—Tendrías que cortarte las uñas de los pies —dije. Me clavaba los dedos en la pantorrilla.

—Por favor —suplicó.

Me puse a pensar y, como no recordaba algo que no le hubiera contado ya cien veces, decidí inventar.

—Le gustaba hacer escalada —dije—. Era un gran escalador. Una vez escaló una pared de más de setenta metros. En el Negev, creo. —Sentía en el cuello el aliento caliente de Bird.

—¿El Masada? —preguntó.

—Podría ser —dije—. Le gustaba mucho escalar. Era su gran afición.

—¿Y bailar, le gustaba?

Yo no tenía ni idea, pero dije:

—Le encantaba. Bailaba hasta el tango. Lo aprendió en Buenos Aires. Él y mamá siempre estaban bailando. Él arrimaba a la pared la mesa de centro y bailaban por toda la habitación. Él la bajaba y la subía y le cantaba al oído.

—¿Estaba yo?

—Pues claro —dije—. A ti te lanzaba al aire y te cogía al vuelo.

—¿Cómo podía saber que no me caería al suelo?

—Lo sabía y basta.

—¿Cómo me llamaba?

—De muchas maneras. Colega, chavalote, campeón. —Yo inventaba sobre la marcha. Bird no parecía muy impresionado—. Judas Macabeo —dije entonces—. Macabeo, Mac a secas.

—¿Cómo me llamaba más?

—Me parece que Emmanuel. —Fingí pensar. No; espera. Manny, te llamaba Manny.

Manny —dijo Bird saboreando el nombre. Se apretó contra mí—. Quiero decirte un secreto —susurró—. Porque es tu cumpleaños.

—¿Qué?

—Antes tienes que prometer que me creerás.

—Vale.

—Di te lo prometo.

—Te lo prometo.

Aspiró profundamente.

—Me parece que soy un lamed vovnik.

—¿Un qué?

—Uno de los lamed vovniks —susurró—, uno de los treinta y seis santos.

—¿Qué treinta y seis santos?

—Los santos de los que depende la existencia del mundo.

—Ah, ésos. No seas…

—Lo has prometido —dijo entonces.

Yo callé.

—Son siempre treinta y seis, en cualquier tiempo —susurró—. Nadie sabe quiénes son. Sus oraciones son las únicas que llegan al oído de Dios. Lo dice el señor Goldstein.

—¿Y crees que tú podrías ser uno de ellos? —pregunté—. ¿Qué más dice el señor Goldstein?

—Dice que el Mesías que ha de llegar será uno de los lamed vovniks. En cada generación hay una persona que tiene el potencial para ser el Mesías. Y que puede desarrollarlo o no. Y el mundo puede estar preparado para recibirlo o no.

Eso es todo.

En la oscuridad, yo trataba de encontrar las palabras adecuadas. Empezaba a dolerme el estómago.

26. LA SITUACIÓN ERA CASI CRÍTICA

El sábado siguiente metí La vida tal como no la conocemos en la mochila y fui en metro a la Universidad de Columbia. Estuve dando vueltas por el campus durante cuarenta y cinco minutos, hasta que encontré el despacho de Eldridge, que estaba en el edificio de Ciencias de la Tierra. El secretario, que comía en su mesa, me dijo que el doctor Eldridge no estaba. Yo dije que esperaría, él respondió que quizá fuera mejor que volviera en otro momento, ya que el doctor Eldridge tardaría horas. Yo dije que no importaba. Él siguió comiendo.

Mientras esperaba, leí un número de la revista Fossil. Luego pregunté al secretario, que se reía de algo que veía en el ordenador, si creía que el doctor Eldridge volvería pronto. Él dejó de reír y me miró como si le hubiera estropeado el momento más importante de su vida. Yo volví a mi silla y leí un número de Paleontologist Today.

Tenía hambre, salí al pasillo y compré un paquete de Devil Dogs en una máquina expendedora. Luego me quedé dormida. Cuando desperté, el secretario se había ido. La puerta del despacho de Eldridge estaba abierta y las luces, encendidas. Dentro del despacho vi a un hombre muy viejo, con el pelo blanco, de pie al lado de un archivador y debajo de un poster que ponía: «De aquí, sin, progenitores, por generación espontánea, brotan las primeras motas de tierra animada - Erasmus Darwin».

El anciano decía por teléfono:

—Bien, sinceramente no se me había ocurrido esa opción. Dudo que él se planteara siquiera solicitarlo. De todos modos, me parece que ya tenemos a nuestro hombre. Hablaré con el departamento, pero creo poder decir que las perspectivas son buenas. —Al verme en la puerta, hizo un ademán dándome a entender que tenía que marchame enseguida. Yo iba a decir que no importaba, que yo esperaba al doctor Eldridge, pero él se volvió de espaldas y miró por la ventana—. Bien, me alegro de oírlo. He de darme prisa. De acuerdo. Que vaya bien. Hasta luego. —Me miró otra vez—. Lo siento. ¿En qué puedo ayudarte?

Me rasqué el brazo y vi que tenía las uñas sucias.

—Usted no es el doctor Eldridge, ¿verdad? —le pregunté.

—Sí que lo soy.

Me quedé helada. La foto del libro debía de tener treinta años por lo menos.

No tuve que pensar mucho para comprender que él no podía ayudarme en el asunto que me interesaba, porque si merecía un Nobel por ser el más grande paleontólogo de la época, merecía otro por ser también el más viejo.

No me salían las palabras.

—He leído su libro —conseguí decir—, y quiero ser paleontóloga.

—Bueno, no pongas esa cara de desilusión —dijo.

27. UNA COSA QUE NO PIENSO HACER CUANDO SEA MAYOR

Es enamorarme, dejar los estudios, aprender a subsistir a base de agua y aire, dar mi nombre a una nueva especie y destrozarme la vida. Cuando yo era pequeña, mi madre solía decirme con una mirada extraña: «Un día te enamorarás». Yo quería decirle, pero nunca me atreví: Ni en un millón de años.

El único chico al que he dado un beso es Misha Shklovsky. Su primo le había enseñado en Rusia, donde vivía antes de venir a Brooklyn, y él me enseñó a mí. «Menos lengua», fue lo único que dijo.

28. HAY MIL COSAS QUE PUEDEN CAMBIARTE LA VIDA; UNA DE ELLAS ES UNA CARTA

Pasaron cinco meses y yo casi había renunciado a buscar a alguien que hiciera feliz a mi madre. Y entonces ocurrió: a mediados de febrero de este año llegó una carta, escrita a máquina en papel azul de avión, franqueada en Venecia y reexpedida a mi madre por la editorial. Bird la encontró y la llevó a mamá preguntando si podía quedarse con los sellos. Estábamos en la cocina. Ella abrió el sobre y leyó la carta de pie. Luego volvió a leerla, sentada.

—Es asombroso —dijo.

—¿Qué? —pregunté.

—Una persona me escribe acerca de La historia del amor. El libro del que papá y yo sacamos tu nombre. —Y nos leyó la carta en voz alta.

Estimada señora Singer:

Acabo de leer su traducción de las poesías de Nicanor Parra quien, como usted dice, «llevaba en la solapa un pequeño astronauta ruso y en los bolsillos las cartas de una mujer que lo había dejado por otro». Tengo el libro a mi lado, en la mesa de mi habitación de una pensione con vistas al Gran Canal. No sé qué decir de él sino que me ha conmovido del modo en que uno desea que lo conmueva cada libro que empieza a leer.

Quiero decir que, de algún modo que casi no sabría describir, me ha transformado. Pero no quiero hablar de eso. Lo cierto es que no le escribo para darle las gracias sino para hacerle un ruego que quizá le parezca extraño. En la introducción, menciona usted de pasada a un escritor casi desconocido, Zvi Litvinoff, que en 1941 huyó de Polonia a Chile y cuya única obra publicada, escrita en español, se titula La historia del amor. Mi ruego es éste: ¿querría usted traducirlo? Sería exclusivamente para mi uso personal; no tengo intención de publicarlo, y usted conservaría los derechos, por si un día decide hacerlo. Estoy dispuesto a pagar por su trabajo la suma que usted considere justa. Estas cosas siempre me han violentado. ¿Qué le parece cien mil dólares? Si considera que es poco, le agradeceré que me lo diga.

Imagino su reacción al leer esta carta, que para entonces habrá pasado una semana o dos aguardando en esta laguna, luego un mes sorteando el caos del sistema postal italiano antes de cruzar por fin el Atlántico y ser transferida al servicio de correos de Estados Unidos, el cual la introducirá en una saca que un cartero arrastrará en un carrito desafiando la lluvia o la nieve hasta insertarla por la ranura de su puerta, desde la que caerá al suelo, donde esperará que usted la encuentre. Y, después de imaginar todo esto, me siento preparado para lo peor: que me tome usted por un perturbado. Pero quizá no deba ocurrir así necesariamente. Quizá si le digo que, hace mucho tiempo, al acostarme, una persona me leyó unas páginas de un libro titulado La historia del amor y que, al cabo de tantos años, no he olvidado aquella noche ni aquellas páginas, quizá me comprenda.

Le agradeceré que me conteste a estas señas. Si para entonces ya me he marchado, el conserje me reexpedirá la carta.

En espera de sus noticias, suyo afectísimo,

Jacob Marcus

¡Ostras!, me dije. Casi no podía creer tanta suerte, y pensé en escribir yo misma a Jacob Marcus con el pretexto de explicarle que fue Saint-Exupéry quien, en 1929, estableció el último tramo de la ruta postal a América del Sur, hasta la misma punta del continente. Parecía que a Jacob Marcus le interesaba el servicio postal y, en cualquier caso, mi madre dijo un día que en parte fue gracias al valor de Saint-Ex que Zvi Litvinoff, el autor de La historia del amor, pudo recibir las últimas cartas de su familia y amigos de Polonia. Al final de la carta mencionaría que mi madre era una joven viuda. Pero luego decidí no poner nada, no fuera mi madre a descubrirlo y echara a perder lo que empezaba de un modo tan prometedor y sin ayuda de nadie. Cien mil dólares eran un montón de dinero. Pero yo sabía que mi madre habría aceptado aunque Jacob Marcus no le hubiera ofrecido casi nada.

29. MI MADRE SOLÍA LEERME PASAJES DE LA HISTORIA DEL AMOR

—Es posible que la primera mujer fuera Eva, pero la primera muchacha siempre será Alma —leía ella, sentada al lado de mi cama, con aquel libro escrito en español en el regazo. Yo tenía cuatro o cinco años, era antes de que papá enfermara y el libro volviera al estante—. Quizá la primera vez que la viste tenías diez años. Ella estaba de pie al sol, rascándose una pierna. O escribiendo en la tierra con un palo. Alguien le tiraba del pelo. O ella tiraba del pelo a alguien. Y una parte de ti se sintió atraída y otra parte se resistía, porque quería irse en la bicicleta, dar una patada a una piedra o evitarse complicaciones. En el mismo momento, percibiste en ti la fuerza de un hombre y también una autocompasión que hizo que te sintieras pequeño y dolorido. Una parte de ti pensaba: No me mires, por favor. Si no me miras, aún podré dar media vuelta. Y una parte de ti pensaba: Mírame.

»Si recuerdas la primera vez que viste a Alma recordarás también la última.

Ella negaba con la cabeza. O se alejaba por un campo. O desde tu ventana.

«“¡Vuelve, Alma!”, gritabas. “¡Vuelve! ¡Vuelve!”». Pero ella no volvió.

»Y aunque entonces ya eras mayor, te sentías como un niño perdido. Y aunque tu orgullo estaba herido, te sentías tan grande como tu amor por ella. Se había ido, y lo único que quedaba era el espacio en que, habías crecido en torno a ella, rodeándola, como crece un árbol rodeando una cerca.

»Aquel espacio estuvo vacío mucho tiempo. Quizá años. Y cuando al fin volvió a llenarse, tú sabías que el nuevo amor que sentías por una mujer hubiera sido imposible sin Alma. De no ser por ella, nunca hubieras tenido ese espacio vacío ni sentido la necesidad de llenarlo.

»Claro que también hay casos en los que el chico se niega a dejar de gritar el nombre de Alma con todas sus fuerzas. Se declara en huelga de hambre.

Suplica. Llena un libro con su amor. Porfía hasta que ella no tiene más remedio que volver. Cada vez que trata de irse, porque sabe que es lo que tiene que hacer, él se lo impide, suplicándole como un idiota. Así pues, ella siempre vuelve, por muchas veces que se vaya y por lejos que llegue, y aparece a su espalda, sin hacer ruido, y le tapa los ojos con las manos, malogrando lo que él pudiera haber conocido después de ella.

30. EL SERVICIO POSTAL ITALIANO ES LENTO; SE PIERDEN COSAS Y SE DESTROZAN VIDAS PARA SIEMPRE

La respuesta de mi madre debió de tardar semanas en llegar a Venecia, y para entonces Jacob Marcus ya se habría marchado dejando instrucciones de que le enviaran el correo. Al principio, lo imaginaba muy alto y delgado, con una tos crónica, pronunciando las pocas palabras de italiano que sabía con un acento infame, uno de esos personajes tristes que se sienten extraños en todas partes.

Bird lo imaginaba como un John Travolta en un Lamborghini, con una maleta llena de billetes de banco. Si mi madre lo imaginaba de alguna forma, no lo decía.

Pero la segunda carta llegó a últimos de marzo, seis semanas después de la primera, franqueada en Nueva York y manuscrita al dorso de una postal de un zepelín en blanco y negro. La idea que me había hecho de él cambió. En lugar de la tos, le atribuí un bastón que usaba desde que tuvo un accidente de automóvil, a los veinte años, y decidí que su tristeza se debía a que sus padres lo dejaban muy solo cuando era niño y luego murieron y él heredó muchísimo dinero. Al dorso de la postal había escrito:

Querida señora Singer:

Con gran alegría recibí su respuesta en la que me comunica que puede empezar a trabajar en la traducción. Le ruego me indique sus datos bancarios e inmediatamente le transferiré un primer pago de 25.000 dólares. ¿Podría enviarme el libro por cuartas partes, a medida que vaya traduciendo? Confío en que sabrá perdonar mi impaciencia y atribuirla al deseo y la ilusión de poder leer por fin el libro de Litvinoff y suyo. Y también a mi afición a recibir correo y prolongar todo lo posible una experiencia que espero ha de conmoverme profundamente.

Suyo afectísimo,

J.M.

31. CADA ISRAELITA TIENE EN SUS MANOS EL HONOR DE TODO SU PUEBLO

El dinero llegó al cabo de una semana. Para celebrarlo, mi madre nos llevó a ver una película francesa subtitulada sobre dos niñas que se escapan de casa. En el cine sólo había otras tres personas. Una era el acomodador. Bird se comió todas sus chocolatinas durante los créditos y estuvo corriendo por los pasillos arriba y abajo con un colocón de azúcar, hasta que se quedó dormido en la primera fila.

Poco después, durante la primera semana de abril, mi hermano subió al tejado de la Escuela Hebrea, se cayó y se dislocó la muñeca. Para distraerse, puso una mesa plegable delante de la casa con un cartel que rezaba: «Limonada natural 50 centavos. Sírvase usted mismo (muñeca lesionada)». Con sol o con lluvia, allí se instalaba, con una jarra de limonada y una caja de zapatos para el dinero. Cuando agotó la clientela del vecindario, trasladó el puesto unas calles más abajo, frente a un solar. Cada día estaba allí más tiempo. Si no había clientes, abandonaba la mesa plegable y se metía en el solar a jugar. Cuando yo pasaba por allí, veía las cosas que hacía para adecentarlo: retirar la cerca oxidada, arrancar hierbas, meter desperdicios en una bolsa de basura. Mi hermano volvía a casa al anochecer, con las piernas arañadas y la kippah torcida.

«¡Qué suciedad!», exclamaba.

Le pregunté qué pensaba hacer en el solar y él se encogió de hombros.

—Cada sitio es del que lo aprovecha —me respondió.

—Muchas gracias, maestro. ¿Eso lo dice el señor Goldstein?

—No.

—¿Y para qué gran cosa piensas aprovecharlo tú? —le grité mientras se alejaba.

En lugar de responder, alzó la mano para tocar algo que estaba en el marco de la puerta, se besó la punta de los dedos y subió la escalera. Era una mezuzah de plástico; había pegado una en cada puerta de la casa, hasta en la del cuarto de baño.

Al día siguiente encontré el tercer tomo de Cómo sobrevivir en la naturaleza en la habitación de Bird. Había garabateado con rotulador el nombre de Dios en lo alto de cada página.

—¿Qué has hecho con mi cuaderno? —grité.

Él callaba.

—¡Lo has estropeado!

—No he estropeado nada, lo he hecho con cuidado…

—¿Con cuidado? ¿Con cuidado? ¿Quién te ha dado permiso para tocarlo siquiera? ¿Te suena de algo la palabra «privado»?

Bird miraba la libreta que yo tenía en la mano.

—¿Cuándo vas a empezar a ser una persona normal? —dije.

—¿Qué pasa ahí abajo? —preguntó mamá desde lo alto de la escalera.

—¡Nada! —dijimos los dos a la vez. Al cabo de un momento, la oímos entrar en su estudio. Bird se tapó la cara con el brazo y empezó a hurgarse la nariz.

—Ostras, Bird —siseé apretando los dientes—. Por lo menos, podrías tratar de ser normal. Por lo menos tendrías que intentarlo.

32. MAMÁ ESTUVO DOS MESES CASI SIN SALIR DE CASA

Al volver de la escuela una tarde de la última semana antes de las vacaciones de verano, encontré a mi madre en la cocina con un paquete en la mano dirigido a Jacob Marcus a unas señas de Connecticut. Había terminado la traducción de la primera cuarta parte de La historia del amor y quería que yo la llevara al correo.

«Ahora mismo», dije poniéndome el paquete debajo del brazo. En lugar de ir a correos, me fui al parque y, con la uña del pulgar, levanté la cinta adhesiva.

Encima había una carta, dos líneas escritas en la letrita inglesa de mi madre:

Estimado señor Marcus:

Confío en que en estos capítulos encuentre todo lo que usted esperaba encontrar. Si falta algo es culpa mía.

Atentamente,

Charlotte Singer

Me quedé desolada. ¡Veinticinco palabras insípidas, sin pizca de romanticismo! Yo sabía que debía enviarlo, que no tenía derecho a intervenir, que no es justo entrometerse en los asuntos de los demás. Pero hay tantas cosas que no son justas…

33. LA HISTORIA DEL AMOR, CAPÍTULO 10

En la Edad de Cristal, todos creían tener una parte del cuerpo sumamente frágil. Unos una mano, otros un fémur, otros la nariz. La Edad de Cristal siguió a la Edad de Piedra, a modo de correctivo dentro de la evolución, introduciendo en las relaciones humanas una sensación nueva de fragilidad que favorecía la compasión. Este período tuvo una duración relativamente corta en La historia del amor —un siglo aproximadamente—, hasta que un médico, el doctor Ignacio da Silva, descubrió un tratamiento consistente en invitar a las personas a tenderse en un diván y luego administrarles un vigorizante manotazo en la parte del cuerpo en cuestión, para demostrarles la verdad. La ilusión anatómica que tan real había parecido fue desapareciendo poco a poco y —al igual que tantas otras cosas que ya no necesitamos pero de las que no podemos acabar de desprendernos— se convirtió en un vestigio. Y, de vez en cuando, por razones que no siempre pueden entenderse, aflora de nuevo, lo que indica que la Edad de Cristal, al igual que la Edad del Silencio, aún no ha terminado del todo.

Tomemos, por ejemplo, a ese hombre que se acerca calle abajo. No hay en él nada que llame la atención; su manera de vestir y su porte son discretos.

Normalmente —él mismo así lo aseguraría—, nadie se fijaría en él. No lleva nada en la mano, o eso parece, ni siquiera un paraguas, a pesar de que amenaza lluvia, ni una cartera, aunque es la hora de la salida de los despachos. La gente pasa por su lado sin reparar en él, inclinando el cuerpo contra el viento, camino de sus casas bien caldeadas de las afueras de la ciudad, en las que sus hijos hacen deberes en la mesa de la cocina, y el aire huele a cena y, probablemente, a perro, porque en esas casas suele haber perro.

Este hombre, cuando era joven, una noche decidió ir a una fiesta. Allí encontró a una muchacha con la que había ido al colegio desde primaria, una muchacha de la que siempre había estado un poco enamorado, a pesar de que estaba seguro de que ella ni se había dado cuenta de que él existiera. Aquella muchacha tenía el nombre más bello que él había oído en su vida: Alma.

Cuando ella lo vio en la puerta, cruzó toda la habitación para ir a hablarle. Él no podía creerlo.

Pasó una hora, quizá dos. La conversación debió de ser muy agradable porque, de improviso, él oyó que Alma estaba diciéndole que cerrara los ojos. Y entonces le dio un beso. Aquel beso era una pregunta que él deseó estar contestando durante el resto de su vida. Sintió que temblaba de pies a cabeza.

Tuvo miedo de perder el control de los músculos. Para cualquier persona, aquello no podía tener más que un significado, pero para él no era tan sencilla la explicación, porque este hombre creía —así lo había creído desde que podía recordar— que una parte de su cuerpo era de cristal. Imaginaba que un movimiento en falso podía hacer que cayera al suelo y se rompiera delante de ella. Aun sin querer, se echó hacia atrás. Sonrió mirando a Alma a los pies, confiando en que ella comprendiera. Hablaron durante horas.

Aquella noche, él volvió a casa loco de alegría. No pudo dormir, de la agitación, porque había quedado con Alma en ir al cine al día siguiente.

Cuando fue a buscarla, le llevó un ramo de narcisos. En el cine tuvo que enfrentarse al peligro de sentarse en la butaca, pero lo venció. Vio toda la película con el cuerpo inclinado hacia delante, para que su peso descansara sobre los muslos y no sobre la parte que era de cristal. Si Alma lo notó, no dijo nada. Él movió la rodilla un poco, y luego un poco más, hasta encontrar la de ella. Estaba sudando. Terminó la película, y él no hubiera podido decir de qué trataba. Propuso dar un paseo por el parque y esta vez fue él quien se detuvo, abrazó a Alma y la besó. Cuando empezaron a temblarle las rodillas y se imaginó a sí mismo hecho añicos a los pies de ella, reprimió el impulso de soltarla. Deslizó los dedos por su espalda de arriba abajo, sobre la fina blusa y, durante un momento, se olvidó del peligro, agradeciendo que el mundo marque divisiones, para que podamos superarlas sintiendo la dicha de acercarnos al otro más y más, aun reconociendo en el fondo, con tristeza, que hay diferencias insuperables. De pronto notó que estaba temblando violentamente. Tensó los músculos para dominarse. Alma notó su vacilación. Se echó atrás y lo miró como dolida, y él entonces casi dijo las dos frases que hacía años que deseaba decir: «Una parte de mí es de cristal», y también: «Te quiero». Pero no llegó a pronunciarlas.

Vio a Alma otra vez. Él no sabía que sería la última. Pensaba que todo estaba empezando. Pasó la tarde ensartando minúsculas pajaritas de papel en un hilo, para hacerle un collar. Antes de salir, tomó del sofá de su madre una almohadilla de punto de cruz y se la metió en el fondillo del pantalón, como medio de protección, preguntándose cómo no se le había ocurrido antes.

Aquella noche, después de dar a Alma el collar y abrochárselo delicadamente mientras ella lo besaba, sintió un ligero temblor cuando ella lo acarició espalda abajo y se detuvo un momento antes de introducir la mano bajo el pantalón, para luego retroceder con una expresión mezcla de hilaridad y horror, una expresión que le recordó un dolor que él nunca había dejado de conocer. Entonces le dijo la verdad. Por lo menos, trató dé decirle la verdad, pero sólo le salió media verdad. Después, mucho después, descubrió que había dos cosas de las que siempre se arrepentiría: una, que cuando ella se echó hacia atrás, él vio a la luz de la farola que el collar le había arañado la garganta, y dos, que en el momento más importante de su vida no había sabido elegir las palabras.

Estuve mucho tiempo allí sentada, leyendo los capítulos que había traducido mi madre. Cuando terminé el décimo ya sabía lo que tenía que hacer.

34. YA NO QUEDABA NADA QUE PERDER

Arrugué la carta de mi madre y la eché a la papelera. Corrí a casa y subí a mi habitación, a escribir una carta al único hombre que podía hacer que mi madre cambiara. Tardé horas en redactar el borrador. Aquella noche, después de que ella y Bird se acostaran, me levanté de la cama, bajé al recibidor y me llevé a la habitación la máquina de escribir que a mi madre aún le gusta utilizar para escribir las cartas de más de veinte palabras. Tuve que repetirla muchas veces hasta conseguir mecanografiarla sin faltas. La leí una última vez, la firmé con el nombre de mi madre y subí a acostarme.

Perdóname Casi todo lo que se sabe de Zvi Litvinoff procede de la introducción que su esposa escribió para la reedición de La historia del amor, hecha varios años después de la muerte del autor. El tono de la prosa, tierno y discreto, está modulado por la devoción de quien ha dedicado su vida al arte de otra persona.

Empieza así: «Conocí a Zvi en Valparaíso, en el otoño de 1951, a los veinte años. Lo había visto a menudo en los cafés frente al mar que yo frecuentaba con mis amigas. Él llevaba abrigo hasta en los meses más calurosos y contemplaba la vista con gesto taciturno. Tenía casi doce años más que yo, pero había en su persona algo que me atraía. Yo sabía que era un refugiado, por el acento con que hablaba en las raras ocasiones en que alguien, también de aquel otro mundo, se paraba un momento junto a su mesa. Mis padres emigraron a Chile cuando yo era pequeña. Veníamos de Cracovia, por lo que yo veía en él algo que me resultaba familiar y conmovedor. Alargaba mi café mientras observaba como él se leía todo el periódico. Mis amigas se reían de mí, lo llamaban “viejón” y un día una muchacha llamada Gracia Stürmer me desafió a ir a hablarle».

Y Rosa fue. Aquel día, estuvo hablando con él durante casi tres horas, mientras la tarde pasaba lentamente y una brisa fresca entraba del mar. Y Litvinoff, por su parte —halagado por la atención que le dispensaba aquella muchacha de tez pálida y pelo negro, encantado al descubrir que ella entendía un poco de yidis, embargado por una nostalgia que, calladamente, hacía años que lo habitaba—, despertó a la vida y la divirtió con sus relatos y citas poéticas. Al llegar a su casa aquella noche, Rosa se sentía bullir de alegría. Ni entre los chicos de la universidad, fatuos y egocéntricos, con su brillantina y su gratuita charla filosófica, ni entre los pocos que le habían declarado su amor con frases melodramáticas al ver su cuerpo desnudo, había uno solo que tuviera tanta experiencia como Litvinoff. Al salir de clase a la tarde siguiente, Rosa se apresuró a volver al café. Allí estaba Litvinoff, esperándola, y otra vez volvieron a hablar animadamente durante horas: del sonido del violonchelo, del cine mudo y de los recuerdos que despertaba en ellos el olor del agua salobre. Esto se prolongó durante dos semanas. Tenían muchas cosas en común, pero entre ellos se alzaba una oscura y densa diferencia que tenía el efecto de atraer a Rosa, empeñada en comprender hasta su más ínfimo detalle. Pero Litvinoff casi nunca hablaba de su pasado ni de lo que había perdido. Y ni una sola vez mencionó aquello en lo que había empezado a trabajar por las noches, sobre la vieja mesa de dibujo de la habitación que alquilaba: el libro que sería su obra maestra. Sólo le dijo que daba clases en una escuela judía. A Rosa le resultaba difícil imaginar al hombre sentado frente a ella —que, con aquel abrigo, parecía un cuervo y tenía el aire solemne de los retratos antiguos— en una clase llena de niños revoltosos. «No fue sino dos meses después —escribe Rosa—, durante los primeros momentos de tristeza que parecían colarse por la ventana sin que nos diéramos cuenta, perturbando el enrarecido ambiente que crea el inicio del amor, cuando Litvinoff me leyó las primeras páginas de la Historia».

Estaban escritas en yidis. Después, con ayuda de Rosa, Litvinoff las traduciría al español. El manuscrito original en yidis se perdió cuando la casa de los Litvinoff se inundó mientras ellos estaban en la montaña. No queda más que la hoja que Rosa encontró flotando en el estudio de Litvinoff, en tres palmos de agua. «En el fondo, distinguí el capuchón de oro de la pluma que él llevaba siempre en el bolsillo —escribe— y tuve que hundir el brazo hasta el hombro para alcanzarla». La tinta se había corrido y en algunos puntos la escritura era ilegible. Pero el nombre que él le daba en el libro, el nombre que era el de cada una de las mujeres de la Historia aún se distinguía, en la letra inclinada de Litvinoff, en el último renglón.

A diferencia de su marido, Rosa no era escritora; no obstante, la introducción está guiada por una inteligencia natural y matizada, casi instintivamente, con pausas, insinuaciones y elipses cuyo efecto de conjunto es una especie de penumbra en la que el lector puede proyectar su propia imaginación. Describe la ventana abierta y el sentimiento que hacía temblar la voz de Litvinoff al empezar la lectura, pero nada dice de la habitación en sí, que es de suponer era la de Litvinoff, con la mesa de dibujo que había pertenecido al hijo de su casera y en una de cuyas esquinas estaban grabadas las palabras de la más importante oración judía, Shema yisrael adonai elohanu adonai echad, de manera que cada vez que Litvinoff se sentaba ante su superficie inclinada, consciente o inconscientemente, pronunciaba una oración; nada tampoco de la estrecha cama en que dormía él ni de los calcetines lavados la noche antes que descansaban en el respaldo de una silla como dos animalitos exhaustos, ni de la única foto, vuelta de cara al raído empapelado de la pared (que Rosa debió de mirar cuando Litvinoff se ausentó para ir al baño), de un niño y una niña que posaban muy rígidos, cogidos de la mano, con los brazos a lo largo del cuerpo y las rodillas al aire, mientras por la ventana, situada en un ángulo del encuadre, la tarde se alejaba lentamente. Y Rosa relata que, andando el tiempo, se casó con su cuervo, que al morir su padre vendió la gran casa de su infancia con sus jardines fragantes y tuvieron dinero, que compraron un pequeño bungalow blanco en un acantilado frente al mar, en las afueras de Valparaíso, y Litvinoff pudo dejar su empleo en la escuela durante un tiempo y dedicar las tardes y las noches a escribir; pero nada dice de la persistente tos de Litvinoff que a menudo lo hacía salir a la terraza en plena noche, donde se quedaba contemplando el mar oscuro, ni de sus largos silencios, ni de cómo le temblaban las manos a veces, ni de que envejecía a ojos vistas, como si para él pasara el tiempo más deprisa que para todo su entorno.

En cuanto a revelaciones del propio Litvinoff, sólo sabemos lo que consta en las páginas de su único libro. No llevaba diario y escribió pocas cartas, y aun éstas se perdieron o fueron destruidas. Aparte de varias listas de la compra y notas personales y de la única hoja del manuscrito en yidis que Rosa consiguió rescatar de la inundación, sólo queda una postal que escribió en 1964 a un sobrino que residía en Londres. Para entonces Litvinoff ya había publicado la Historia en una modesta edición de unos dos mil ejemplares, y volvía a dar clases, ahora —gracias a cierto prestigio adquirido con la reciente publicación del libro— de literatura y en la universidad. La postal se exhibe en una vitrina sobre un ajado terciopelo azul, en el polvoriento museo de historia de la ciudad, que casi siempre está cerrado cuando a alguien se le ocurre visitarlo. En el dorso se lee, simplemente:

Querido Boris: Me alegra saber que has aprobado los exámenes. Tu madre, bendita sea su memoria, estaría muy orgullosa. ¡Todo un doctor! Ahora estarás más ocupado que nunca pero, si quieres hacernos una visita, aquí siempre tendrás una habitación. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Rasa es buena cocinera. Podrías sentarte frente al mar y hacer de tu estancia unas verdaderas vacaciones. ¿Qué hay de las chicas? Es sólo una pregunta. Siempre hay que tener tiempo para eso. Te mando un abrazo con mi felicitación.

Zvi.

El anverso de la postal, una vista del mar iluminada a mano, está reproducido en el cartel de la pared, con este texto: «Zvi Litvinoff, autor de La historia del amor, nació en Polonia y residió en Valparaíso durante treinta y siete años, hasta su muerte, ocurrida en 1978. Esta postal fue escrita a Boris Perlstein, hijo de su hermana mayor». En letras más pequeñas, en el ángulo inferior izquierdo, se lee: «Cedida por Rosa Litvinoff». Lo que no dice es que su hermana Miriam fue abatida de un disparo en la cabeza por un oficial nazi en el gueto de Varsovia, ni que, aparte de Boris, que escapó en mi kindertransport y pasó el resto de la guerra y su infancia en un orfanato de Surrey, y de los hijos de Boris, que a veces se sentían asfixiados por la desesperación y el miedo que acompañaban el amor de su padre, Litvinoff no tenía más parientes vivos.

Tampoco dice que la postal no fue enviada, aunque un observador atento puede ver que no tiene matasellos.

Lo que no se sabe de Litvinoff no tiene fin. No se sabe, por ejemplo, que en su primera y última visita a Nueva York, hecha en el otoño de 1954 —adonde Rosa había insistido en ir para enseñar el manuscrito a varios editores—, él fingió perderse en unos grandes almacenes muy concurridos, salió a la calle y se detuvo en Central Park, guiñando los ojos al sol. Que, mientras ella lo buscaba entre expositores de panties y guantes, él avanzaba por una avenida de olmos. Que cuando Rosa encontró a un jefe de planta y se dio el aviso por megafonía («Señor Z. Litvinoff, se ruega al señor Z. Litvinoff acuda a zapatería de señoras, donde lo aguarda su esposa») él había llegado a un estanque y observaba cómo una pareja remaba en un bote hacia los juncos detrás de los que se encontraba él, y la muchacha, creyéndose escondida, se desabrochó la blusa y mostró unos senos blancos. Que, a la vista de aquellos senos, Litvinoff sintió remordimiento y echó a correr por el parque para volver a los almacenes, donde encontró a Rosa —con la cara colorada y el pelo pegado a la nuca— hablando con una pareja de policías. Que cuando ella le echó los brazos al cuello, le dijo que le había dado un susto de muerte y le preguntó dónde había estado, Litvinoff respondió que había ido al aseo y se había quedado encerrado. Que después, en el bar de un hotel, los Litvinoff se reunieron con el único editor que había accedido a verlos, un hombre nervioso, con una risita atiplada y manchas de nicotina en los dedos, que les dijo que el libro le había gustado mucho pero no podía publicarlo porque nadie lo compraría. En prueba de su aprecio, les regaló un ejemplar de un libro que acababa de editar. Al cabo de una hora, se despidió diciendo que tenía que asistir a una cena y se marchó apresuradamente dejando a los Litvinoff con la cuenta.

Aquella noche, cuando Rosa se durmió, Litvinoff se encerró en el baño, ahora de verdad. Lo hacía casi todas las noches, porque lo violentaba que su esposa lo oliera. Sentado en la taza, leyó la primera página del libro que les había regalado el editor. También lloró.

No se sabe que la flor favorita de Litvinoff era la peonia. Ni que su signo de puntuación favorito era el interrogante. Que tenía unos sueños terribles y sólo conseguía dormir —cuando lo conseguía— si tomaba un vaso de leche caliente.

Que a menudo se imaginaba su propia muerte. Que pensaba que la mujer que lo amaba hacía mal. Que tenía los pies planos. Que su alimento favorito era la patata. Que le gustaba considerarse un filósofo. Que todo lo cuestionaba, incluso lo más simple, de manera que si un conocido que se cruzara con él en la calle se levantaba el sombrero y decía «Buenos días», Litvinoff se ponía a estudiar la atmósfera y, cuando se decidía por una respuesta, el conocido ya se había alejado dejándolo solo. Todas estas peculiaridades se perdieron en el olvido, como las de tantos otros que nacen y mueren sin que nadie se tome la molestia de ponerlas por escrito. En suma, si algo ha llegado a saberse de Litvinoff es gradas a que tuvo una esposa que lo amaba con fervor.

Varios meses después de que una pequeña editorial de Santiago publicara el libro, Litvinoff recibió un paquete por correo. En el momento en que el cartero pulsó el timbre, Litvinoff tenía la pluma en la mano sobre una hoja en blanco y los ojos húmedos de emoción porque intuía que estaba a punto de comprender la esencia de algo. Pero el sonido del timbre ahuyentó la idea, y Litvinoff, reducido otra vez a persona corriente, avanzó arrastrando los pies por el oscuro pasillo, abrió la puerta y vio al cartero a la luz del sol. «Buenos días», dijo el cartero entregándole un pulcro paquete marrón, y Litvinoff no tuvo que cavilar mucho para sacar la conclusión de que el día, que un momento antes se prometía excelente, incluso más de lo que cabía esperar, había dado un vuelco con la brusquedad con que cambia de rumbo una borrasca en el horizonte.

Impresión que quedó confirmada cuando Litvinoff abrió el paquete y encontró las galeradas de La historia del amor, con estas líneas del editor. «Adjunto le devolvemos las pruebas de composición que ya no necesitamos». Litvinoff, que ignoraba que fuera costumbre devolver las pruebas al autor, hizo una mueca de dolor. Se preguntó si esto afectaría la opinión de Rosa acerca del libro. No quería averiguarlo; prendió fuego a la nota y las pruebas y estuvo mirando cómo las hojas chisporroteaban y se retorcían en el hogar. Cuando su mujer volvió de la compra, abrió las ventanas para que entrase la luz y el aire puro y le preguntó por qué encendía el fuego, con lo hermoso que estaba el día.

Litvinoff se encogió de hombros y dijo que se había resfriado.

De los dos mil ejemplares que se imprimieron de La historia del amor, algunos fueron comprados y leídos; muchos fueron comprados pero no leídos; algunos se quedaron en los escaparates de las librerías, perdiendo el color y sirviendo de pista de aterrizaje a las moscas; algunos fueron rebajados y muchos fueron enviados a la compactadora de papel, que los trituraría, seccionando y desgarrando las frases con sus cuchillas giratorias, mezclados con otros libros no leídos o no deseados. Mirando por la ventana, Litvinoff imaginó que los dos mil ejemplares de La historia del amor eran como dos mil palomas mensajeras que volvían a él aleteando, para darle cuenta de los llantos y las risas suscitados, de los pasajes leídos en voz alta, de los crueles abandonos a la primera página, de cuántos de ellos ni siquiera habían sido abiertos.

Él no podía saberlo, pero un ejemplar de la primera edición (a la muerte de Litvinoff se despertó un momentáneo interés por el libro, que entonces fue reeditado con la introducción de Rosa) debía cambiar la vida de una persona… o de más de una. Este ejemplar en concreto fue uno de los últimos en salir de la imprenta y permaneció más tiempo que los demás en un almacén de los alrededores de Santiago, impregnándose de humedad. Finalmente, fue enviado a una librería de Buenos Aires. El dueño, hombre algo descuidado, apenas reparó en él, y el libro languidecía en el estante, criando moho. Era un tomo delgado, y su situación en el estante no era precisamente ventajosa: entre la voluminosa biografía de una actriz de segunda fila a la derecha y una novela que tiempo atrás había sido un gran éxito, de un autor del que ya nadie se acordaba, a la izquierda, su estrecho lomo pasaba inadvertido incluso para el cliente más atento. Cuando la librería cambió de dueño, el libro fue víctima de un desalojo masivo y pasó a otro almacén, mugriento, lúgubre e infestado de típulas, donde estuvo sumido en una húmeda oscuridad hasta que fue enviado a una pequeña librería de viejo próxima a la casa del escritor Jorge Luis Borges.

Entonces Borges ya estaba ciego y no tenía motivos para visitar la librería… porque no podía leer y porque siempre había leído tanto, y aprendido de memoria tan extensos pasajes de Cervantes, Goethe y Shakespeare, que ahora le bastaba con sentarse en la oscuridad y ponerse a pensar. A menudo los admiradores del escritor Borges buscaban su dirección y llamaban a su puerta, pero al entrar se encontraban con el lector Borges, que palpaba los lomos de sus libros hasta encontrar el que deseaba oír y lo tendía al visitante, que no tenía más opción que sentarse a leerle en voz alta. De vez en cuando, Borges salía de viaje con su amiga María Kodama, a la que dictaba sus pensamientos acerca del placer de un paseo en globo o la belleza del tigre. Pero ya no entraba en la librería de viejo, con cuya dueña mantenía una cordial relación antes de perder la vista.

La dueña de la librería de viejo no se dio prisa en desembalar el gran lote de libros que había comprado a bajo precio. Una mañana, repasando las cajas, descubrió el mohoso ejemplar de La historia del amor. No había oído hablar de aquel libro, pero el título le llamó la atención. Lo puso aparte y, durante un rato de calma en la tienda, leyó el primer capítulo, titulado «La Edad del Silencio».

El primer lenguaje que poseyeron los humanos fue el de las señas.

Nada tenía de primitivo aquel lenguaje que brotaba de las manos, nada de lo que ahora decimos se dejaba de decir entonces: tal es la infinita variedad de figuras que pueden formarse con los finos huesos de los dedos y las muñecas. Los gestos eran complejos y sutiles y exigían una dúctil movilidad que ya se ha perdido por completo.

Durante la Edad del Silencio la gente se comunicaba más, no menos, que ahora. La mera supervivencia exigía que las manos casi nunca estuvieran quietas, de mantra que era únicamente durante el sueño (y a veces ni aun entonces) cuando la gente callaba. No se hacía distinción entre los gestos del lenguaje y los gestos de la vida. El trabajo de construir una casa, por ejemplo, o la tarea de preparar una comida, tenía el mismo valor expresivo que hacer el signo de «te quiero» o «estoy triste». Cuando se utilizaba una mano para protegerse el rostro al oír un estruendo, se estaba diciendo algo; y cuando se utilizaban los dedos para recoger algo que otra persona había dejado caer, también se estaba diciendo algo; y hasta cuando las manos descansaban decían algo. Había malentendidos, naturalmente. Podía ocurrir que uno levantara un dedo para rascarse la nariz y si en aquel momento su mirada se cruzaba con la del amante, éste podía interpretar que ése era el de «ahora veo que hice mal enamorándome de ti», que se le parecía bastante. Estas equivocaciones eran muy tristes. Sin embargo, como todos sabían que podían ocurrir con facilidad, como nadie estaba seguro de entender perfectamente lo que le decían, solían interrumpirse unos a otros para preguntarse si habían entendido bien. Estos malentendidos también tenían sus ventajas, porque daban la oportunidad de decir: «Perdona, sólo me rascaba la nariz. Por supuesto que sé que hago bien queriéndote». Por la frecuencia con que se producían tales equívocos, con el tiempo fue evolucionando el signo para pedir perdón hasta que bastó el simple gesto de mostrar la palma de la mano para decir «perdóname».

Salvo una excepción, apenas existen vestigios de este primer lenguaje. La excepción, en la que se basa todo el conocimiento que poseemos sobre el tema, es una colección de setenta y nueve gestos fósiles, la impronta de manos humanas inmovilizadas durante el discurso, que alberga un pequeño museo de Buenos Aires. Una hace el gesto de «a veces cuando la lluvia», otra el de «al cabo de tantos años», otra el de «¿hice mal enamorándome de ti?». Fueron descubiertas en Marruecos en 1903 por Antonio Alberto de Biedma, un médico argentino que, durante un viaje por el Atlas, descubrió los setenta y nueve gestos grabados en la pared de pizarra de una cueva. Pasó varios años tratando en vano de descifrarlos, hasta un día en que, abrasado ya por la fiebre de la disentería que había de causarle la muerte, de pronto, descubrió la clave de los gráciles movimientos de los puños y los dedos impresos en la piedra. Poco después fue trasladado a un hospital de Fez, y mientras agonizaba sus manos se movían como pájaros formando los mil gestos que durante tantos años habían permanecido en estado latente.

Si estando en una gran reunión o una fiesta, rodeado de gente extraña, sientes una desazón en las manos, si no sabes qué hacer con ellas y te invade esa incomodidad que produce percibir una disociación con el propio cuerpo, es señal de que tus manos recuerdan un tiempo en el que la divisoria entre la mente y el cuerpo, el cerebro y el corazón, entre lo interno y lo externo, estaba más difuminada. No es que hayamos olvidado por completo el lenguaje de los gestos. La costumbre de mover las manos al hablar es un vestigio de él. Dar palmadas, señalar con el índice, levantar el pulgar, son gestos arcaicos. Cogerse las manos, por ejemplo, es la manera de recordar lo que siente la pareja cuando callan juntos. Y por la noche, cuando está oscuro y no podemos ver, sentimos la necesidad de tocar el cuerpo del otro para hacernos entender.

La dueña de la librería de viejo bajó el volumen de la radio. Miró la solapa de la sobrecubierta para informarse del autor, pero sólo decía que Zvi Litvinoff había nacido en Polonia y en 1941 se había trasladado a Chile, donde aún residía. No había foto. Aquel día, entre cliente y cliente, la mujer terminó el libro. Por la noche, al cerrar, lo puso en el escaparate, un poco triste por tener que separarse de él.

A la mañana siguiente, los primeros rayos del sol dieron en La historia del amor. La primera de muchas moscas se posó en el libro. Sus enmohecidas páginas empezaban a secarse al calor cuando el gato persa gris azulado que se había hecho el amo de la tienda pasó rozándolo camino de su rincón al sol. Horas después, los transeúntes madrugadores lo miraban distraídamente al pasar por delante del escaparate.

La dueña de la tienda se abstenía de recomendar el libro a sus clientes. Sabía que, en según qué manos, un libro como aquél podía no ser apreciado o, peor aún, no ser leído siquiera. Así pues, se limitaba a tenerlo en el escaparate, con la esperanza de que el lector idóneo lo descubriera.

Y así fue. Una tarde, un joven alto lo vio. Entró en la tienda, lo abrió, leyó unas páginas y lo llevó a la caja. Al oírlo hablar, la dueña no pudo identificar su acento y le preguntó de dónde era, ya que sentía curiosidad acerca de la persona que iba a llevarse el libro. De Israel, dijo el joven, y le explicó que hacía poco que había terminado el servicio militar y estaba viajando por América del Sur desde hacía meses. La dueña iba a meter el libro en una bolsa, pero el joven dijo que no hacía falta y lo guardó en la mochila. Mientras tintineaba la campanilla de la puerta, ella lo vio alejarse por la calle soleada y calurosa, batiendo el suelo con las sandalias.

Aquella noche, en el cuarto de la pensión, bajo un cansino ventilador que removía un aire caliente, el joven se quitó la camisa, abrió el libro y, con una rúbrica perfeccionada durante años, estampó su nombre: «David Singer».

Y empezó a leer con ansia.