Vi que la había asustado. Comprendí que ya era tarde para discutir. Habían pasado sesenta años.

Dije:

—Perdona. Dime qué pasajes te han gustado. ¿Qué te pareció «La Edad de Cristal»? Yo quería hacerte reír.

Ella abrió mucho los ojos.

—Y también llorar.

Ahora se la veía asustada y sorprendida.

Y entonces tuve una revelación.

Parecía imposible.

Y sin embargo.

¿Y si las cosas que me parecían posibles fueran en realidad imposibles y las cosas que yo creía imposibles no lo fueran en realidad?

Por ejemplo.

¿Y si la muchacha que estaba sentada a mi lado en este banco fuera real?

¿Y si le hubieran puesto Alma por mi Alma?

¿Y si mi libro no se hubiera perdido en una inundación?

¿Y si…?

Pasaba un hombre.

—¿Querría hacerme un favor? —le grité.

—¿Sí? —dijo él.

—¿Hay alguien a mi lado?

El hombre pareció confuso.

—No comprendo —dijo.

—Tampoco yo —respondí—. ¿Me hace el favor de contestar a mi pregunta?

—¿Si hay alguien a su lado? —dijo él.

—Eso es lo que pregunto.

Y él dijo:

—Sí.

Y entonces yo dije:

—¿Una muchacha de unos quince o dieciséis años, quizá catorce bien cumplidos?

Él se rió y dijo:

—Sí.

—O sea, ¿lo contrario de no?

—Lo contrario de no —dijo él.

—Gracias —dije.

El hombre se fue.

La miré.

Era verdad. Me resultaba familiar. Y sin embargo. Ahora que realmente la miraba, veía que no se parecía mucho a mi Alma. Para empezar, era bastante más alta. Y tenía el pelo negro. Y los dientes de arriba un poco separados.

—¿Quién es Bruno? —preguntó.

Yo contemplaba su cara. Trataba de pensar la respuesta.

—Hablando de invisibles… —dije.

Al temor y la sorpresa que había en su cara se sumó ahora la confusión.

—Pero ¿quién es?

—Es el amigo que nunca tuve.

Ella me miraba, esperando.

—Es el personaje más grande que he inventado.

Ella no dijo nada. Yo temía que se levantara y se fuera. No se me ocurría nada más. Así pues, le dije la verdad:

—Ha muerto.

Dolía decirlo. Y sin embargo. Había tantas otras cosas…

—Murió un día del mes de julio de mil novecientos cuarenta y uno.

Y callé, esperando que ahora se levantara y se alejara. Pero. Ella permaneció allí, sin pestañear.

Si tan lejos había llegado ya…

Pensé: ¿Por qué no seguir?

—Y otra cosa.

Estaba pendiente de mí. Daba gozo verla. Ella esperaba, atenta.

—Tuve un hijo que no llegó a saber que yo existía.

Una paloma aleteó hacia el cielo. Yo dije:

—Se llamaba Isaac.