Hay muchas maneras de estar vivo pero sólo hay una manera de estar muerto.
Asumí la postura. Pensé: Por lo menos, aquí me encontrarán antes de que apeste el edificio de arriba abajo. Cuando murió la señora Freid y no la encontraron hasta pasados tres días, a todos los vecinos nos metieron un papel por debajo de la puerta que ponía: «Mantengan abiertas las ventanas durante todo el día. Firmado: la Administración». Así pues, todos disfrutamos de aire puro por cortesía de la señora Freid, que tuvo una vida muy larga, con muchas peripecias extrañas que no hubiera podido ni soñar cuando era niña, y terminó con una visita a la tienda de comestibles para comprar una caja de galletas que aún no había abierto cuando se echó en la cama para descansar y se le paró el corazón.
Así que pensé: Vale más esperarla al aire libre. El tiempo se puso feo, el aire refrescó, las hojas se dispersaban. A ratos pensaba en mi vida y a ratos no pensaba en nada. De vez en cuando, obedeciendo a un impulso, hacía un examen rápido. No a la pregunta ¿sientes las piernas? No a la pregunta ¿sientes las posaderas? Sí a la pregunta ¿te late el corazón?
Y sin embargo.
Me armé de paciencia. Debía de haber otros, en otros bancos. La muerte andaba muy atareada. Mucha gente a la que atender. Para que no pensara que fingía, saqué la tarjeta que llevo siempre en el bolsillo y me la prendí de la chaqueta con un imperdible.
Mil cosas pueden cambiarte la vida. Y, durante unos días, desde el momento en que recibí la carta hasta el momento en que acudí a la cita, todo parecía posible.