Después del día en que vi el elefante, me hice ver y creer más cosas. Era un juego al que jugaba conmigo mismo. Cuando contaba a Alma lo que veía, ella se reía y decía que le encantaba mi imaginación. Por ella, yo convertía las piedras en brillantes, los zapatos en espejos, convertía el cristal en agua, le ponía alas y le sacaba pájaros de las orejas y ella se encontraba las plumas en los bolsillos, ordené a una pera que se convirtiera en piña, a una piña que se convirtiera en bombilla, a una bombilla que se convirtiera en la luna y a la luna que se convirtiera en una moneda que yo echaba al aire jugándome su amor, pero sabiendo que no podía perder, porque los dos lados eran cara.

Y ahora, al final de mi vida, apenas distingo la diferencia entre lo que es real y lo que yo creo. Por ejemplo, esta carta que tengo en la mano, puedo palparla con los dedos. El papel es suave, menos en los dobleces. Puedo desdoblarla y volver a doblarla. Tan cierto como que estoy aquí sentado, esta carta existe.

Y sin embargo.

El corazón me dice que mi mano está vacía.