Mi vida bajo el agua
1. EL DESEO QUE EXISTE ENTRE LAS ESPECIES
Cuando el tío Julian se marchó, mi madre se volvió más retraída, o quizá desvaída sería la palabra, como huidiza, borrosa, distante. A su alrededor se acumulaban tazas de té vacías, y a sus pies caían páginas de diccionario.
Abandonó el jardín, y los crisantemos y las margaritas que confiaban en vivir hasta las primeras heladas gracias a sus cuidados, agachaban la cabeza empapada de lluvia. Llegaban cartas de los editores, preguntando si le interesaría traducir tal o cual libro. Quedaban sin respuesta. Las únicas llamadas que aceptaba eran las del tío Julian, y cuando hablaba con él cerraba la puerta.
Cada año, los recuerdos que tengo de mi padre se hacen más huidizos, borrosos y distantes. Hubo un tiempo en que eran cercanos y reales, luego parecían fotografías y ahora son como fotografías de fotografías. Pero también hay momentos en los que un recuerdo suyo se presenta con tanta fuerza y claridad que todos los sentimientos que he estado sumergiendo durante años salen a flote bruscamente, con el ímpetu de un muñeco de resorte. Entonces me pregunto si es eso lo que le pasa a mi madre.
2. AUTORRETRATO CON PECHOS
Cada martes por la tarde, yo cogía el metro para ir a la ciudad, a la clase de Dibujo del Natural. Durante la primera clase descubrí lo que esto quería decir, y era dibujar a personas desnudas al cien por cien, a las que se pagaba para que estuvieran quietas en el centro de un círculo que nosotros formábamos con las sillas. Todos los alumnos eran mucho mayores. Yo me esforzaba por aparentar naturalidad, como si hiciera años que dibujaba a personas desnudas. La primera modelo era una mujer con los pechos caídos, el pelo rizado y las rodillas coloradas. Yo no sabía adónde mirar. Alrededor, todo el mundo estaba inclinado sobre su bloc, dibujando con ímpetu. Tracé unas líneas vacilantes.
—No olvidemos los pezones, chicos —dijo la profesora, paseándose alrededor del círculo. Yo añadí pezones. Cuando llegó a mi lado, dijo—:
¿Permites? —Y levantó mi dibujo enseñándolo a la clase. Hasta la modelo se volvió a mirar—. ¿Sabéis qué es esto? —preguntó señalando el papel. Algunos negaron con la cabeza—. Es un frisbee con pezón.
—Lo siento —murmuré.
—No lo sientas —dijo ella poniéndome una mano en el hombro—. ¡Sombrea! —Y entonces demostró a la clase cómo convertir mi frisbee en un pecho enorme.
La modelo de la segunda clase se parecía mucho a la de la primera. Cuando la profesora se acercaba a mí, yo me inclinaba sobre el papel y sombreaba con todo mi afán.
3. CÓMO IMPERMEABILIZAR A TU HERMANO
Empezó a llover a últimos de septiembre, unos días antes de mi cumpleaños.
Estuvo lloviendo sin parar una semana, y cuando ya parecía que por fin iba a salir el sol hubo de esconderse otra vez, y volvió la lluvia. Había días en los que caía con tanta fuerza que Bird tenía que abandonar el trabajo en su torre de trastos, a pesar de que había extendido un hule en lo alto, encima de lo que empezaba a parecer una cabaña. Quizá construía un centro de reuniones para lamed vovniks. Dos paredes estaban formadas por tablas viejas, y las otras dos por cajas de cartón puestas una encima de otra. No tenía otro techo que el hule encharcado. Una tarde, me detuve al verlo bajar por la escalera de mano apoyada en un lado de la torre, cargado con un gran trozo de chatarra. Yo deseaba ayudarlo pero no sabía cómo.
4. CUANTO MÁS LO PENSABA MÁS ME DOLÍA EL ESTÓMAGO
La mañana en que cumplía quince años, me despertó la voz de Bird gritando: «¡Arriba y al ataque!», seguido de Es una chica excelente, canción que nuestra madre solía cantarnos en los cumpleaños cuando éramos pequeños y que Bird se empeña en seguir cantando. Poco después entró ella y puso sus regalos encima de la cama, al lado de los de Bird. Había buen ambiente, hasta que abrí el regalo de Bird y vi que era un chaleco salvavidas naranja Se hizo el silencio, mientras yo miraba sin pestañear el chaleco, metido en una caja.
—¡Un chaleco salvavidas! —exclamó mi madre—. Una gran idea. ¿Dónde lo has encontrado, Bird? —preguntó palpando el arnés con admiración—. Muy práctico.
¿¿Práctico??, hubiera gritado yo de buena gana. ¡¿Práctico?!; Empezaba a estar seriamente preocupada. ¿Y si la religiosidad de Bird no era una fase pasajera sino un estado de fanatismo permanente? Mi madre pensaba que era su manera de tratar de superar la muerte de papá y que se le pasaría cuando creciera. Pero ¿y si con los años se hacían más fuertes sus creencias, a pesar de las pruebas en contra? ¿Y si nunca llegaba a hacer amigos?
¿Y si se convertía en un tipo estrafalario que deambulaba por la ciudad con un abrigo mugriento, repartiendo chalecos salvavidas y dando la espalda al mundo porque no se ajustaba a sus sueños?
Busqué su diario, pero ya no lo guardaba detrás de la cama, y tampoco estaba en los otros sitios en que miré. Sí encontré, debajo de mi cama y entre ropa sucia, La calle de los cocodrilos, de Bruno Schulz, que debería haber devuelto dos semanas atrás.
5. UNA VEZ
Pregunté a mi madre si había oído hablar de Isaac Moritz, el escritor del que el portero del número cuatrocientos cincuenta de la calle Cincuenta y dos Este me había dicho que era hijo de Alma. Ella estaba sentada en el banco del jardín, mirando un membrillo como si esperase que de un momento a otro fuera a decirle algo. Al principio no me oyó.
—¿Mamá? —repetí. Ella se volvió, con un sobresalto—. Te decía si sabes algo de un escritor que se llama Isaac Moritz.
Dijo que sí.
—¿Has leído algún libro suyo? —pregunté.
—No.
—¿Crees que existe la posibilidad de que merezca el Nobel?
—No.
—¿Cómo puedes saberlo si no has leído ningún libro suyo?
—Suposiciones —dijo, porque ella nunca reconocerá que sólo otorga el Nobel a escritores muertos. Y se quedó otra vez mirando fijamente el membrillo.
En la biblioteca, tecleé «Isaac Moritz» en el ordenador. Aparecieron seis títulos. Del que más ejemplares tenían se titulaba El remedio. Anoté la referencia y, cuando encontré el sitio, saqué el libro del estante. En la contraportada aparecía la foto del autor. Producía una sensación extraña contemplar su cara, sabiendo que debía de parecerse a la persona cuyo nombre me habían puesto.
Tenía el pelo rizado y pobre y unos ojos castaños que parecían pequeños y miopes detrás de las gafas con montura de metal. Abrí el libro por la primera página y leí: «Capítulo 1. Jacob Marcus esperaba a su madre en Broadway esquina Graham».
6. LO LEO OTRA VEZ
«Jacob Marcus esperaba a su madre en Broadway esquina Graham».
7. Y OTRA
«Jacob Marcus esperaba a su madre».
8. Y OTRA
«Jacob Marcus».
9. OSTRAS
Miré la foto. Después leí toda la primera página. Después miré la foto, leí otra página, después miré la foto. ¡Jacob Marcus no era más que un personaje de novela! El hombre que escribía a mi madre era el escritor Isaac Moritz. El hijo de Alma. Firmaba sus cartas con el nombre del protagonista de su novela más famosa. Recordé una frase de su carta: «A veces, incluso finjo que escribo, pero no engaño a nadie».
Había llegado a la página 58 cuando cerraron la biblioteca. Ya había anochecido. Me quedé en la puerta con el libro debajo del brazo, viendo llover y tratando de comprender la situación.
10. LA SITUACIÓN
Aquella noche, mientras mi madre traducía La historia del amor para el hombre que ella creía que se llamaba Jacob Marcus, yo terminé la novela que trataba de un personaje llamado Jacob Marcus, escrita por un hombre llamado Isaac Moritz que era hijo del personaje Alma Mereminski, que también había sido una persona de carne y hueso.
11. ESPERANDO
Cuando terminé la última página, llamé a Misha, dejé sonar el teléfono dos veces y colgué. Era la señal que usábamos cuando queríamos decirnos algo durante la noche. Hacía más de un mes que no hablábamos. Yo había hecho en la libreta una lista de todas las cosas suyas que echaba de menos. Su manera de arrugar la nariz cuando piensa era una de ellas. Otra era su manera de sostener las cosas. Pero ahora necesitaba hablar con él y la lista no me servía de nada.
Sentía un peso en el estómago mientras esperaba al lado del teléfono. Durante aquel rato podría haberse extinguido una especie entera de mariposas o un gran mamífero con unos sentimientos como los míos.
Pero él no llamó. Probablemente, eso significaba que no deseaba hablar conmigo.
12. LOS AMIGOS QUE HE TENIDO EN TODA MI VIDA
Mi hermano estaba dormido en su cuarto del final del pasillo, con la kippah en el suelo. Impreso en letras doradas en el forro se leía: «Boda de Marsha y Joe, 13 de junio de 1987». Bird aseguraba haberla encontrado en la alacena del comedor y estaba convencido de que era de papá, pero nosotras nunca habíamos oído hablar de Marsha ni de Joe. Me senté a su lado. Lo noté caliente, muy caliente.
Pensé que, si yo no me hubiera inventado tantas cosas acerca de papá, quizá Bird no lo adoraría tanto ni se sentiría obligado a ser también él alguien extraordinario.
La lluvia tamborileaba en las ventanas.
—Despierta —susurré.
Él abrió los ojos y gruñó. Entraba luz del pasillo.
—Bird —dije poniéndole la mano en el brazo.
Él me miró bizqueando y se frotó un ojo.
—Tienes que dejar de hablar de Dios, ¿vale?
Él no dijo nada, pero yo estaba casi segura de que ya estaba despierto del todo.
—Pronto cumplirás doce años. Deja ya de hacer ruidos raros y de tirarte desde sitios peligrosos y hacerte daño. —Estaba suplicándole, pero me daba igual—. Deja de mojar la cama —susurré y, en la semipenumbra, vi el gesto de dolor de su cara—. No tienes más que enterrar tus sentimientos y tratar de ser normal. Si no…
Apretó los labios pero no dijo nada.
—Procura hacer amigos.
—Ya tengo un amigo —susurró.
—¿Quién?
—El señor Goldstein.
—Deberías tener más de uno.
—Tú no tienes más de uno —repuso él—. Sólo te llama Misha.
—Sí que tengo. Tengo muchos amigos —dije, y hasta que oí mis propias palabras no comprendí que no eran verdad.
13. EN OTRA HABITACIÓN, MI MADRE DORMÍA ACURRUCADA AL CALOR DE UN MONTÓN DE LIBROS
14. YO PROCURABA NO PENSAR EN…
7. Misha Shklovsky
8. Luba la Grande
9. Bird
10. Mi madre
11. Isaac Moritz
15. YO DEBERÍA
Salir más, hacerme de varios clubs. Debería comprarme ropa, teñirme el pelo de azul, dejar que Herman Cooper me llevara de paseo en el coche de su padre, que me besara y quizá hasta que tocara mis pechos inexistentes. Debería hacer cosas útiles, como aprender a hablar en público, a tocar el violonchelo eléctrico, a soldar, consultar a un médico sobre el dolor de estómago, buscarme un héroe que no sea un hombre que escribió un cuento para niños y se estrelló con su avión, dejar de intentar montar la tienda de papá en tiempo récord, tirar mis cuadernos, erguir la espalda y abandonar la costumbre de contestar a los saludos como una colegiala inglesa remilgada que cree que la vida no es más que una larga preparación para tomar unos emparedados con la reina.
16. MIL COSAS PUEDEN CAMBIARTE LA VIDA
Abrí el cajón de mi escritorio y lo vacié, buscando el papel en que había copiado la dirección de Jacob Marcus que en realidad era Isaac Moritz. Debajo de un boletín de calificaciones encontré una vieja carta de Misha, una de las primeras.
«Querida Alma: ¿Cómo es que me conoces tan bien? Somos dos almas gemelas. Es verdad que John me gusta más que Paul. Pero también tengo gran respeto por Ringo».
El sábado por la mañana, bajé de Internet un mapa y el itinerario y dije a mi madre que me iba a casa de Misha a pasar el día. Me fui calle arriba y llamé a la puerta de los Cooper. Abrió Herman, con el pelo de punta y una camiseta de los Sex Pistols.
—¡Hala! —exclamó al verme, dando un paso atrás.
—¿Quieres que vayamos a dar una vuelta en coche? —pregunté.
—¿Es broma?
—No.
—Vaaale —dijo Herman—. No se retire, por favor. —Subió a pedir las llaves a su padre y bajó con el pelo mojado y una camiseta azul limpia.
17. MÍRAME
—¿Adónde vamos, a Canadá? —preguntó Herman al ver el mapa. Tenía una franja blanca en la muñeca, donde había llevado el reloj durante todo el verano.
—A Connecticut —dije.
—Pero sólo si te quitas esa capucha.
—¿Por qué?
—No te veo la cara.
Me la quité. Él me sonrió. Aún tenía ojos de sueño. Yo iba indicándole el camino y hablamos de las universidades a que había enviado solicitudes para el curso siguiente. Me dijo que estaba pensando especializarse en Biología Marina, porque deseaba vivir como Jacques Cousteau. Pensé que a lo mejor podríamos entendernos mejor de lo que imaginaba. Me preguntó qué quería estudiar yo y le dije que tiempo atrás había pensado en Paleontología, y entonces me preguntó qué hace un paleontólogo y yo le dije que si tomaba la guía ilustrada del Museo Metropolitano de Arte, la rompía en mil pedazos y los lanzaba al viento desde la escalera del museo, etcétera, y luego me preguntó por qué había cambiado de idea y yo respondí que ahora pensaba que eso no iba conmigo, y entonces me preguntó qué pensaba que iba conmigo.
—Es una larga historia.
—Tengo tiempo —respondió.
—¿De verdad quieres saberlo?
Él dijo que sí, de modo que le conté la verdad, empezando por lo de la navaja del ejército suizo de mi padre y el libro Plantas y flores comestibles de América del Norte y terminando por mis planes de explorar el Ártico sin más equipo que el que pudiera cargar sobre los hombros.
—No hagas eso, por favor —dijo él.
Nos equivocamos de salida y paramos en una gasolinera a preguntar el camino y comprar unos pastelillos.
—Te invito —dijo Herman cuando yo sacaba el monedero. Vi que, al poner en el mostrador un billete de cinco dólares, le temblaba la mano.
18. LE CONTÉ TODA LA HISTORIA DE LA HISTORIA DEL AMOR
Llovía tanto que tuvimos que parar a un lado de la carretera. Me quité las zapatillas y apoyé los pies en el salpicadero. Herman escribió mi nombre en el parabrisas empañado. Luego rememoramos una pelea que habíamos tenido cien años atrás y me dio pena pensar que dentro de un año Herman se iría a empezar su vida.
19. LO SÉ Y BASTA
Después de estar buscando una eternidad, por fin encontramos el camino de tierra de la casa de Isaac Moritz. Habíamos pasado por delante dos o tres veces sin verlo. Yo ya estaba decidida a abandonar, pero Herman no quiso.
Empezaron a sudarme las manos mientras el coche avanzaba por el barro, porque nunca había conocido a un escritor famoso, y mucho menos a un escritor al que había escrito una carta falsificada. Las señas de la dirección de Isaac Moritz estaban clavadas al tronco de un gran arce.
—¿Cómo sabes que es un arce? —preguntó Herman.
—Lo sé y basta —dije, ahorrándole los detalles. Entonces vi el lago.
Herman condujo hasta la casa y paró el motor. De pronto noté un gran silencio. Me incliné para atarme las zapatillas. Cuando me erguí vi que él me miraba. Tenía una expresión de expectación e incredulidad, y también un poco de tristeza. Me pregunté si se parecería a la que tenía mi padre cuando miraba a mi madre, hace un montón de años, en el mar Muerto, al iniciar una cadena de hechos que me habían traído a este rincón del mundo, con un chico junto al que había crecido y al que apenas conocía.
20. FIN DEL VIAJE
Salí del coche e inspiré profundamente.
Pensé: Me llamo Alma Singer, usted no lo sabe pero me pusieron este nombre por su madre.
21. NO CONTESTAN
Llamé a la puerta con los nudillos. No contestaron. Pulsé el timbre, pero tampoco abrieron. Rodeé la casa mirando por las ventanas. Dentro estaba oscuro. Cuando volví a la fachada delantera vi a Herman apoyado en el coche con los brazos cruzados.
22. DECIDÍ QUE NO HABÍA NADA QUE PERDER
Estábamos en el porche de la casa de Isaac Moritz, meciéndonos en un columpio y viendo llover. Pregunté a Herman si sabía quién era Antoine de Saint-Exupéry y cuando respondió que no, pregunté si había oído hablar de El principito. Dijo que le parecía que sí. Entonces le hablé de cuando Saint-Ex cayó con su avión en el desierto de Libia, de que bebía el rocío de las alas de su avión recogido con un trapo manchado de aceite, que caminaba cientos de kilómetros, deshidratado y sufriendo calor y frío. Cuando llegué al punto en que lo encuentran los beduinos, Herman deslizó su mano en la mía y yo pensé: Todos los días se extinguen setenta y cuatro especies por término medio, lo cual era una buena razón, aunque no la única, para oprimir la mano de alguien, y lo que pasó después es que nos besamos, y yo descubrí que ya sabía besar, y eso me alegró y me apenó a partes iguales, porque comprendí que estaba enamorándome, pero no de él.
Esperamos mucho rato, pero Isaac no vino. No sabía qué hacer, así que dejé una nota en la puerta con mi número de teléfono.
Una semana y media después —recuerdo que era el 5 de octubre—, mi madre, que estaba leyendo el periódico, dijo:
—¿Recuerdas aquel escritor del que me hablaste, Isaac Moritz?
—Sí.
—Viene su nota necrológica en el periódico.
Aquella noche entré en su estudio. Le quedaban cinco capítulos de La historia del amor, pero ella no sabía que ahora los traducía sólo para mí.
—¿Mamá? —Y cuando ella se volvió—: ¿Podemos hablar?
—Claro que sí, cariño. Ven.
Avancé unos pasos. Eran tantas las cosas que quería decir.
—Me gustaría que no estuvieras… —dije, y me eché a llorar.
—¿Que no estuviera? —preguntó ella abriéndome los brazos.
—Que no estuvieras triste.