Si no, no
1. QUÉ ASPECTO TENGO DESNUDA
Cuando desperté en mi saco de dormir, había dejado de llover, mi cama estaba vacía y sin las sábanas. Miré el reloj. Eran las 10.03. También era 30 de agosto, lo que significaba que faltaban diez días para que empezara la escuela, un mes para que cumpliera quince años y sólo tres años para que fuera a la universidad, a empezar mi vida, cosa que, en aquel momento, no parecía probable. Por esta y otras razones sentía un peso en el estómago.
Me asomé a la habitación de Bird, al otro lado del pasillo. El tío Julian dormía con las gafas puestas y el segundo tomo de La destrucción de los judíos europeos abierto sobre el pecho. La obra fue un regalo que hizo a Bird una prima de mamá que vive en París y que se encariñó con mi hermano cuando fuimos a conocerla y tomar el té en su hotel. Nos dijo que su marido había estado en la Resistencia, y entonces Bird dejó de intentar construir una casa con terrones de azúcar para preguntar: «¿A quién resistía?». En el baño, me quité la camiseta y el pantalón del pijama, me puse de pie en el váter y me miré en el espejo. Traté de imaginar cinco adjetivos que describieran mi aspecto, y uno era «esquelética» y otro «orejuda». Pensé en ponerme un aro en la nariz. Cuando levanté los brazos por encima de la cabeza el pecho se me hizo cóncavo.
2. MI MADRE ME MIRA SIN VERME
Cuando bajé, encontré a mamá sentada al sol, en quimono, leyendo el periódico.
—¿Me ha llamado alguien? —pregunté.
—Muy bien, gracias. ¿Y tú cómo estás?
—No te he preguntado cómo estás.
—Ya lo sé.
—No habría que usar fórmulas de cortesía con la familia —dije.
—¿Por qué no?
—Sería preferible que cada cual dijera sólo lo que le interesa decir.
—¿Significa eso que no te interesa cómo estoy?
La miré furiosa.
—Estoy bien gracias y ¿tú? —dije.
—Bien, gracias —dijo ella.
—¿Ha llamado alguien?
—¿Por ejemplo?
—Alguien.
—¿Estáis enfadados tú y Misha?
—No —dije abriendo el frigorífico y contemplando una mata de apio mustio. Puse un panecillo en la tostadora y mi madre volvió la hoja del periódico, repasando los titulares. Me pregunté si se daría cuenta si yo dejaba que se carbonizara el panecillo.
—Cuando empieza La historia del amor, Alma tiene diez años, ¿verdad? —pregunté.
Mi madre levantó la mirada y asintió.
—¿Cuántos años tiene cuando termina?
—Es difícil decirlo. Hay muchas Almas en el libro.
—¿Cuántos años tiene la más vieja?
—No muchos. Quizá unos veinte.
—Entonces, ¿el libro termina cuando Alma tiene sólo veinte años?
—En cierto modo. Pero es más complicado. Hay capítulos en los que ni siquiera se la nombra. Y en el libro el concepto de tiempo e historia queda muy impreciso.
—¿En ningún capítulo se habla de una Alma que tenga más de veinte años?
—No —dijo mi madre—, me parece que no.
Tomé nota mental de que si Alma Mereminski era una persona real, Litvinoff probablemente se había enamorado de ella cuando ambos tenían unos diez años, y que debían de tener unos veinte cuando él la vio por última vez, antes de que ella se marchara a América. ¿Por qué, si no, iba a terminar el libro cuando ella era aún tan joven? Unté el panecillo con mantequilla de cacahuete y lo comí de pie, delante de la tostadora.
—¿Alma? —dijo mi madre.
—¿Qué?
—Ven, dame un beso —pidió, y se lo di, aunque no tenía muchas ganas en aquel momento—. ¿Cómo es posible que estés ya tan alta?
Me encogí de hombros, confiando en que no siguiera con eso.
—Voy a la biblioteca —mentí, aunque por su manera de mirarme comprendí que no me había oído, porque no era a mí a quien veía.
3. UN DÍA HABRÉ DE PAGAR POR TODAS LAS MENTIRAS QUE HE DICHO
En la calle, pasé por delante de Herman Cooper, que estaba sentado en los escalones de su casa. Había pasado todo el verano en Maine y había vuelto bronceado y con el permiso de conducir. Me preguntó si quería ir a pasear en su coche. Yo hubiera podido recordarle el rumor que había esparcido cuando yo tenía seis años, de que era puertorriqueña y adoptada, o aquel otro, cuando tenía diez, de que me había levantado las faldas en el sótano de su casa y se lo había enseñado todo. Pero sólo le dije que ir en coche me mareaba.
Volví al número 31 de la calle Chambers, esta vez para averiguar si en el registro de matrimonios figuraba Alma Mereminski. Detrás del mostrador del despacho 103 seguía el hombre de las gafas oscuras.
—Hola —dije.
Él levantó la mirada.
—La señorita Carne de Conejo. ¿Cómo estás?
—Muy bien gracias y ¿usted?
—Bien, supongo. —Volvió la página de la revista que estaba mirando y añadió—: Un poco cansado, ¿sabes?, y me parece que he pillado un resfriado, y esta mañana, al levantarme, me he encontrado con que la gata había vomitado, lo cual no habría sido tan grave si no lo hubiera hecho en mi zapato.
—Oh —dije.
—Y también he recibido el aviso de que van a cortarme la tele por cable porque me retrasé un poco en el pago, lo que significa que voy a perderme todos mis programas y, además, la planta que mi madre me regaló por Navidad se está poniendo un poco mustia y, si se muere, no voy a oír hablar de otra cosa.
Me quedé esperando, por si seguía, pero calló y dije:
—A lo mejor se casó.
—¿Quién?
—Alma Mereminski.
Él cerró la revista y me miró.
—¿No sabes si se casó tu bisabuela?
Repasé mis opciones.
—En realidad no era mi bisabuela.
—Creí que habías dicho…
—En realidad, ni siquiera es de la familia.
Él me miraba confuso y un poco molesto.
—Lo siento. Es una larga historia —dije, y una parte de mí quería que él me preguntara por qué buscaba a aquella mujer, para poder decirle la verdad: que en realidad no estaba segura, que había empezado buscando a alguien que pudiera hacer que mi madre volviera a ser feliz y, aunque no había renunciado a encontrarlo, entretanto había empezado a buscar algo más, algo que tenía que ver con la primera búsqueda, pero era un poco diferente porque tenía que ver conmigo. Pero él sólo suspiró y preguntó:
—¿Se habría casado antes de mil novecientos treinta y siete?
—No estoy segura.
Él suspiró, se ajustó las gafas y me dijo que en el despacho 103 sólo tenían el registro de los matrimonios celebrados hasta 1937.
De todos modos miramos, pero no encontramos a ninguna Alma Mereminski.
—Pregunta en la Oficina de Empadronamiento —dijo con aire compungido—. Ellos tienen el registro más reciente.
—¿Dónde está?
—En el número uno de la calle Centre, despacho doscientos cincuenta y dos —dijo.
Yo nunca había oído hablar de la calle Centre y tuve que preguntar. Como no caía lejos, decidí ir andando y por el camino imaginé que por toda la ciudad había despachos que guardaban archivos de los que nadie había oído hablar, por ejemplo, de últimas palabras, mentiras inocentes y falsas descendientes de Catalina la Grande.
4. LA BOMBILLA ROTA
El hombre del mostrador, era viejo.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó cuando me llegó el turno.
—Me gustaría saber si una mujer llamada Alma Mereminski se casó, y el apellido del marido. El hombre asintió y anotó algo.
—M-e-r… —empecé.
—… e-m-i-n-s-k-i —completó él—. ¿O es con Y?
—I —dije.
—Me lo parecía. ¿Cuándo se habría casado?
—No lo sé. Después de 1937. Si aún vive, tendrá unos ochenta años.
—¿Primeras nupcias?
—Creo que sí.
Él escribió en su bloc.
—¿Alguna idea de con quién pudo casarse? —Al ver que yo negaba con la cabeza, se humedeció la yema del dedo, volvió la página y siguió escribiendo—. ¿La boda habría sido civil o religiosa, la casaría un cura o quizá un rabino?
—Probablemente un rabino —dije.
—Me lo figuraba. —Abrió un cajón y sacó un tubo de pastillas para la garganta—. ¿Menta? —Rehusé—. ¡Coge una! —dijo, y cogí una. Él se metió la suya en la boca y empezó a chupar—. Había venido de Polonia, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabe?
—Fácil. Con ese nombre —se pasó la pastilla al otro carrillo—. ¿Pudo haber venido en el treinta y nueve o el cuarenta, antes de la guerra? Tendría —se humedeció el dedo, volvió a la hoja anterior, sacó una calculadora y pulsó las teclas con la goma del lápiz— diecinueve años, veinte. Máximo veintiuno. —Escribió las cifras en el bloc. Hizo chasquear la lengua y meneó la cabeza—. Debía de sentirse muy sola, la pobre muchacha. —Me miró inquisitivamente. Tenía unos ojos claros y húmedos.
—Supongo —dije.
—¡Seguro! —afirmó él—. ¿Llega aquí y a quién conoce? ¡A nadie! Excepto, quizá, a un primo que no quiere saber nada de ella. Él ya se ha abierto camino en América, es hombre decidido, ¿por qué ha de preocuparse por una refugiada? Su hijo habla inglés sin acento, un día será un abogado rico, lo último que desea ahora es tener tratos con esa mishpocheh de Polonia, esa muerta de hambre que viene a llamar a su puerta. —No parecía buena idea decir algo ahora, de manera que me abstuve—. Quizá, como mucho, la invite una o dos veces a shabbes, pero la esposa protesta, porque no tienen comida ni para ellos y otra vez ha tenido que pedir al carnicero que le fíe un pollo. Que no se repita, dice al marido, porque a un cerdo le das una silla y se te sube a la mesa, y, mientras tanto, en Polonia los asesinos están matando a toda su familia, hasta el último de sus parientes, que en paz descansen, y que Dios me oiga.
Yo no sabía qué decir, pero como me pareció que él esperaba algo dije:
—Debió de ser horrible.
—Es lo que digo. —Volvió a chasquear la lengua y añadió—: Pobrecilla.
Hará un par de días vino una muchacha, sobrina nieta creo de un tal Goldfarb, Arthur Goldfarb, médico. Ella traía la foto, un hombre guapo, pero por un mal shiddukh se divorció al cabo de un año. Habría sido el hombre ideal para tu Alma. —Mordió la pastilla, sacó un pañuelo y se sonó—. Mi mujer dice que de nada sirve ser casamentero de muertos, y yo le digo que si no bebes más que vinagre, nunca sabrás que existe algo más dulce. —Se levantó—. Espera aquí.
Cuando volvió, jadeaba un poco. Se subió a su taburete.
—Más difícil que encontrar oro ha sido dar con esta Alma.
—¿Ha podido?
—¿Qué?
—Encontrarla.
—Pues claro que la he encontrado. ¿Qué clase de funcionario sería si no encontrara a una muchacha bonita? Alma Mereminski, aquí está. Casada en mil novecientos cuarenta y dos en Brooklyn con Mordecai Moritz, celebró la boda el rabino Greenberg. Están también los nombres de los padres.
—¿Es ella realmente?
—¿Quién va a ser si no? Alma Mereminski. Aquí pone que nació en Polonia. El marido nació en Brooklyn, pero los padres de él eran de Odessa.
Dice también que el padre era dueño de un taller de confección, por lo que Alma aún tuvo suerte. La verdad, me alegro. Quizá fue una bonita boda. En aquel tiempo, el chazzan rompía con el pie una bombilla, porque la gente no iba a desperdiciar una copa.
5. NO HAY TELÉFONOS PÚBLICOS EN EL ÁRTICO
Encontré un teléfono público y llamé a casa. Contestó el tío Julian.
—¿Me ha llamado alguien? —pregunté.
—Me parece que no. Siento haberte despertado anoche, Al.
—No importa.
—Me alegro de que tuviéramos esa pequeña charla.
—Sí —dije, deseando que no volviera a salirme con lo de dedicarme a la pintura.
—¿Qué te parecería salir a cenar esta noche? A no ser que tengas otros planes.
—No los tengo —dije.
Colgué y llamé a información.
—¿Qué distrito?
—Brooklyn.
—¿Apellido?
—Moritz. Nombre Alma.
—¿Empresa o particular?
—Particular.
—No tengo nada con ese nombre.
—¿Y con el de Mordecai Moritz?
—Tampoco.
—¿Y en Manhattan?
—Tengo un Mordecai Moritz en la calle Cincuenta y dos.
—¿En serio? —No podía creerlo.
—Tome nota.
—¡Un momento! —exclamé—. Necesito la dirección.
—Número cuatrocientos cincuenta, calle Cincuenta y dos Este —dijo la mujer.
Me anoté la dirección en la palma de la mano y tomé el metro hacia la parte alta.
6. YO LLAMO A LA PUERTA Y ELLA ABRE
Es una viejecita que lleva el pelo blanco recogido con un pasador de carey. El apartamento está inundado de sol y hay un loro que habla. Yo le explico que mi padre, David Singer, vio La historia del amor en el escaparate de una librería de Buenos Aires cuando tenía veintidós años y viajaba solo, con un mapa topográfico, una brújula, una navaja del ejército suizo y un diccionario español hebreo. También le hablo de mi madre y de su montaña de diccionarios, y de Emmanuel Chaim, al que todos llamamos Bird porque es libre y porque sobrevivió a un intento de volar que le dejó una cicatriz en la cabeza. Ella me enseña una foto de cuando tenía mi edad. El loro chilla «¡Alma!», y las dos nos volvemos.
7. ESTOY HARTA DE ESCRITORES FAMOSOS
Soñando despierta, me pasé la parada y tuve que retroceder diez travesías. A cada cruce me sentía más nerviosa y menos segura. ¿Y si Alma, la verdadera Alma, realmente me abría la puerta? ¿Qué podía yo decir a alguien salido de las páginas de un libro? ¿Y si ella no sabía nada de La historia del amor? ¿Y si sabía y prefería olvidar? Con mi afán por encontrarla, no se me había ocurrido que quizá ella no quería que la encontrasen.
Pero no había tiempo para pensar, porque ya había llegado al extremo de la calle Cincuenta y dos y estaba frente a su edificio.
—¿Puedo ayudarte? —me preguntó el portero.
—Me llamo Alma Singer y busco a la señora Alma Moritz. ¿Sabe si está?
—¿La señora Moritz? —El hombre compuso una expresión extraña al decir el nombre—. Hum. No.
Lo dijo como si me compadeciera, y enseguida me compadecí de mí misma, porque él añadió que Alma había muerto. Hacía cinco años. Y así fue como me enteré de que todas las personas cuyo nombre llevo han muerto. Alma Mereminski, y mi padre, David Singer, y mi tía abuela Dora, que murió en el gueto de Varsovia y en memoria de la cual me pusieron mi nombre hebreo de Devorah. ¿Por qué hay que poner a los niños los nombres de los muertos? Si hay que ponerles un nombre, ¿por qué no el de cosas más duraderas, como el cielo, el mar, o incluso las ideas, que nunca mueren, ni siquiera las malas?
El portero había seguido hablando, pero ahora se interrumpió.
—¿Te encuentras bien?
—Muybiengracias —dije, aunque no era verdad.
—¿Quieres sentarte, deseas algo?
Negué con la cabeza. No sé por qué, me acordé de un día en que papá me llevó a ver los pingüinos al zoológico y me subió sobre sus hombros, en un sitio frío y húmedo, para que pudiera acercar la cara al cristal y ver cómo les daban de comer. Ese día me enseñó la palabra «Antártida». Ahora me pregunté si aquello había ocurrido en realidad.
Como no había nada más que decir, pregunté:
—¿Ha oído hablar de un libro titulado La historia del amor?
El portero se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—Si quieres hablar de libros, ve a ver al hijo.
—¿El hijo de Alma?
—Sí. Isaac Aún viene por aquí de vez en cuando.
—¿Isaac?
—Isaac Moritz. Escritor famoso. ¿No sabías que era su hijo? Aún usa el apartamento cuando está en la ciudad. ¿Quieres dejarle un mensaje?
—No, gracias —dije, porque nunca había oído hablar de un Isaac Moritz.
8. EL TÍO JULIAN
Aquella noche, el tío Julian pidió una cerveza y para mí un lassi de mango y dijo:
—Ya sé que tu madre tiene sus momentos difíciles.
—Echa de menos a papá —respondí, lo que venía a ser lo mismo que decir que un rascacielos es alto.
Él asintió.
—Tú no llegaste a conocer bien al abuelo. En muchos aspectos, era genial. Pero también era un hombre difícil. «Dominante» sería la palabra. Tenía normas muy estrictas sobre cómo debíamos comportarnos tu madre y yo. —Yo apenas había conocido al abuelo porque había muerto de viejo en un hotel de Bournemouth durante unas vacaciones a los pocos años de mi nacimiento—. Charlotte se llevaba la peor parte, por ser la mayor y por ser chica. Creo que por esa razón nunca ha querido deciros a ti y a Bird lo que debéis hacer ni cómo hacerlo.
—Menos por lo que se refiere a modales.
—No; con los malos modales no transige, ¿verdad? En fin, lo que quiero decir es que a veces puede parecer distante. Y es que tiene cosas que superar. La falta de tu padre es una. Otra es el conflicto con su propio padre. Pero tú sabes que te quiere mucho, ¿verdad, Al?
Asentí. La sonrisa del tío Julian era un poco torcida, subía más un lado de la boca que el otro, como si una parte de él se negara a colaborar con el resto.
—Bien —dijo entonces levantando la copa—. Por tus quince años y por el fin de mi jodido libro.
Entrechocamos las copas. Entonces me contó que a los veinticinco años se había enamorado de Alberto Giacometti.
—¿Y cómo te enamoraste de la tía Frances? —le pregunté.
—Ah —suspiró él enjugándose la frente húmeda y reluciente. Empezaba a quedarse calvo, pero de un modo favorecedor—. ¿De verdad quieres saberlo?
—Sí.
—Llevaba un pantalón azul elástico muy ajustado.
—¿Qué dices?
—La vi en el zoo, delante de la jaula de los chimpancés, con aquel pantalón azul y pensé: Ésa es la chica con la que voy a casarme.
—¿Por el pantalón?
—Sí. Había una luz que la favorecía. Y ella estaba mirando a aquel chimpancé, encandilada. De no ser por el pantalón, no creo que me hubiera acercado a ella.
—¿Y nunca has pensado lo que habría ocurrido si aquel día ella no llega a ponerse ese pantalón azul elástico?
—Continuamente. Hubiera sido mucho más feliz. O tal vez no.
Yo paseaba el tikka masala por el plato.
—¿Y si realmente lo hubieras sido?
Él suspiró.
—Cuando me pongo a pensar en eso, me es difícil imaginar algo, la felicidad o cualquier otra cosa, sin ella. Después de vivir con Frances durante tanto tiempo, no puedo imaginar lo que sería la vida al lado de otra persona.
—¿Como Flo? —pregunté.
El tío Julian se atragantó.
—¿Cómo sabes lo de Flo?
—En la papelera del cuarto de baño encontré la carta que empezaste a escribir.
Él se ruborizó. Yo miré el mapa de la India que había en la pared. Todos los chicos y chicas de catorce años deberían saber dónde está Calcuta exactamente.
No se puede andar por ahí sin tener idea de dónde está Calcuta.
—Comprendo —dijo el tío Julian—. Verás, Flo es una colega de la universidad. Es una buena amiga, y eso a Frances siempre le ha dado un poco de celos. Hay cosas… ¿cómo te diría, Al? Bueno, voy a ponerte un ejemplo.
¿Puedo ponerte un ejemplo?
—Venga.
—Hay un autorretrato de Rembrandt que está en Kenwood House, muy cerca de nuestra casa. Te llevamos cuando eras pequeña. ¿Te acuerdas?
—No.
—No importa. Lo que importa es que se trata de uno de mis cuadros favoritos. Voy a verlo a menudo. Salgo a pasear por el parque y me acerco hasta allí. Es uno de sus últimos autorretratos. Lo pintó entre mil seiscientos sesenta y cinco y la fecha de su muerte, cuatro años después. Murió solo y arruinado.
Muchas zonas de la tela están vacías, pero las pinceladas tienen una intensidad y una urgencia… puedes ver cómo raspaba la pintura húmeda con el mango del pincel. Como si supiera que no le quedaba mucho tiempo. No obstante, la cara respira serenidad, da la sensación de saber que ha sobrevivido a su propia ruina.
Me revolví en la banqueta y, sin querer, le di un puntapié en la pantorrilla.
—¿Eso qué tiene que ver con la tía Frances y Flo? —pregunté.
Él pareció desorientado.
—En realidad no lo sé —dijo. Volvió a secarse la frente y pidió la cuenta.
Nos quedamos callados. Él tenía un tic en la boca. Sacó un billete de veinte, lo dobló formando un cuadrado muy pequeño y después aún volvió a doblarlo.
Entonces, hablando deprisa, dijo:
—A Fran ese cuadro le importa una mierda. —Y se acercó a los labios el vaso vacío.
—Por si te interesa, yo no creo que seas un mal sujeto —dije.
Él sonrió.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije cuando el camarero fue en busca del cambio.
—Claro que sí.
—¿Se peleaban mamá y papá?
—Supongo que sí. Alguna vez, desde luego. No más que otras parejas.
—¿A ti te parece que papá hubiera querido que mamá volviera a enamorarse?
El tío Julian me miró con una de sus sonrisas torcidas.
—Me parece que sí —dijo—. Creo que lo hubiera deseado.
9. MERDE
Cuando llegamos a casa, mamá estaba en el jardín de atrás. La vi por la ventana, vestida con un mono manchado de barro, plantando flores a la poca luz que quedaba. Empujé la puerta mosquitera. Las hojas secas y las malas hierbas de varios años habían sido barridas y arrancadas y metidas en cuatro grandes bolsas negras que estaban junto al banco de hierro en el que nadie se sentaba.
—¿Qué haces? —grité.
—Planto crisantemos y margaritas —dijo.
—¿Por qué?
—Me apetecía.
—¿Por qué te apetecía?
—Esta tarde he enviado varios capítulos más, y quería relajarme.
—¿¿Qué??
—Que he enviado varios capítulos más a Jacob Marcus y quería relajarme —repitió.
Yo no podía creerlo.
—¿Los has llevado al correo tú misma? ¡Si siempre me lo das todo a mí!
—Lo siento, no pensé que te importara. De todos modos, has estado todo el día fuera de casa, y yo quería enviarlo cuanto antes. Así que lo he llevado yo.
¡¿Lo has llevado tú?!, le habría gritado. Mi madre, única en su especie, dejó caer una flor en un hoyo que empezó a rellenar de tierra. Se volvió para mirarme.
—A papá le encantaba trabajar en el jardín —dijo, como si yo no lo hubiera conocido.
10. LOS RECUERDOS TRANSMITIDOS POR MI MADRE
11. CÓMO RECUPERAR UN LATIDO
Al lado del ordenador de mi madre estaban los capítulos 1 al 28 de La historia del amor. Miré en la papelera, pero no había borradores de la carta enviada a Marcus. Sólo encontré un papel arrugado que decía: «Al regresar a París, Alberto empezó a dudar».
12. ABANDONO
Ahí acabaron mis intentos por encontrar a alguien que lograra que mi madre volviera a ser feliz. Por fin comprendí que, hiciera lo que hiciese y encontrara a quien encontrase, ni yo, ni él ni nadie podría disipar los recuerdos que ella conservaba de papá, recuerdos que la consolaban aun entristeciéndola, porque con ellos se había construido un mundo en el que podía sobrevivir, aunque nadie más que ella habría podido.
Aquella noche yo no conseguía dormir. Sabía que Bird tampoco dormía, por su manera de respirar. Quería preguntarle qué era aquello que estaba construyendo en el solar, y cómo sabía él que era un lamed vovnik, y también quería pedirle perdón por haberle gritado el día en que escribió en mi cuaderno.
Y decirle que tenía miedo, por él y por mí, y confesar todas las mentiras que le había contado durante años. Lo llamé en voz baja.
—¿Sí? —susurró.
Yo yacía en la oscuridad y el silencio, que no eran como la oscuridad y el silencio en que yacía mi padre de niño, en una casa de una calle de tierra de Tel Aviv, ni la oscuridad y el silencio en que yacía mi madre en su primera noche en el kibbutz Yavne, pero que también contenían aquellas oscuridades y silencios. Traté de pensar qué era lo que quería decir.
—No estoy despierta —dije al fin.
—Yo tampoco —dijo Bird.
Después, cuando él se durmió por fin, encendí la linterna y leí otro trozo de La historia del amor. Pensaba que si lo leía con atención, quizá pudiese descubrir algo real sobre mi padre y sobre las cosas que él habría querido decirme si no hubiera muerto.
Por la mañana desperté temprano. Oí moverse a Bird en su cama. Cuando abrí los ojos, vi que hacía una pelota con la sábana y que tenía mojado el pantalón del pijama.
13. Y LLEGÓ SEPTIEMBRE
Se acababa el verano, y Misha y yo habíamos dejado de hablarnos oficialmente, y no llegaban más cartas de Jacob Marcus, y el tío Julian dijo que regresaba a Londres para tratar de poner las cosas en claro con la tía Frances. La noche antes de que él saliera hacia el aeropuerto y yo empezara el décimo curso, llamó a la puerta de mi habitación.
—Aquello que te dije sobre Frances y el Rembrandt —empezó nada más entrar—, ¿podríamos hacer como si no lo hubiera dicho?
—¿Como si no hubieras dicho qué?
Él sonrió enseñando el hueco entre los dientes delanteros que los dos habíamos heredado de la abuela.
—Gracias —dijo—. Toma, para ti. —Me dio un sobre grande.
—¿Qué es?
—Ábrelo.
Dentro había un folleto de una academia de dibujo y pintura de la ciudad.
Miré a mi tío.
—Vamos, lee.
Abrí el folleto y un papel cayó al suelo. El tío Julian se agachó a recogerlo.
—Toma —dijo secándose la frente con el pañuelo. Era un formulario de inscripción con mi nombre y el de una clase llamada «Dibujo del natural»—. También hay una postal —añadió.
Metí la mano en el sobre. Era una reproducción de un autorretrato de Rembrandt. En el dorso decía: «Querida Al: Wittgenstein escribió que cuando los ojos ven algo hermoso la mano desea dibujarlo. A mí me gustaría dibujarte a ti. Feliz cumpleaños por adelantado. Con cariño, tu tío Julian».