Las últimas palabras en la tierra
Cuando escriban mi necrológica. Mañana. O pasado. Pondrán: «Leo Gursky ha muerto. Deja un apartamento lleno de mierda». Me extraña no estar sepultado en vida. La vivienda no es grande. Tengo que batallar para mantener el paso libre entre la cama y el baño, el baño y la mesa de la cocina, la mesa de la cocina y la puerta de entrada. Ir del baño a la puerta de entrada es imposible sin pasar por la mesa de la cocina. Me gusta imaginar que la cama es el home; el baño, la primera base; la mesa de la cocina, la segunda; y la puerta de entrada, la tercera: si suena el timbre y estoy en la cama, tengo que dar un rodeo por el baño y la mesa de la cocina para llegar a la puerta. Si por casualidad es Bruno, lo hago pasar sin decir palabra y me vuelvo a la cama corriendo, mientras en mis oídos resuena el clamor del graderío invisible.
A menudo me pregunto quién será la última persona que me vea con vida.
Si tuviera que apostar, lo haría por el repartidor del restaurante chino. Los llamo cuatro noches de cada siete. Cuando el chico llega, busco teatralmente la billetera. Él se queda en la puerta, sosteniendo la bolsa grasienta, mientras yo cavilo en si ésta será la noche en que me coma el rollito de primavera, me acueste y tenga un infarto mientras duermo.
Procuro hacerme notar. A veces, cuando salgo a la calle, me compro un zumo aunque no tenga sed. Si hay mucha gente en la tienda, hasta dejo caer el cambio, para que las monedas rueden por el suelo en todas direcciones.
Entonces me arrodillo. Me cuesta mucho arrodillarme, y más aún levantarme. Y sin embargo. Quizá la gente me tome por idiota. Entro en Pie de Atleta y digo:
«¿Qué tienen en deportivas?». El dependiente me mira como al pobre schmuck que soy en realidad y me señala las únicas Rockport clásicas que tienen, de una blancura detonante. «Nooo, ésas ya las tengo», digo, me voy al estante de las Reebok y elijo algo que ni siquiera parece una zapatilla, quizá una botina impermeable. Pido un cuarenta. El chico me mira otra vez, más despacio. Sin pestañear. «Un cuarenta», repito, sin soltar la zapatilla de muestra. Él menea la cabeza y va a buscarlas, y cuando vuelve ya estoy quitándome los calcetines.
Me subo las perneras del pantalón y contemplo esas cosas decrépitas que son mis pies, y transcurre un minuto tenso, hasta que queda claro que estoy esperando que él me calce las botinas. Nunca compro. Lo único que quiero es no morirme un día en que nadie me haya visto.
Hace meses vi un anuncio en el periódico. Ponía: «Se necesita modelo para clase de dibujo al desnudo. 15 dólares la hora». Parecía demasiado bueno para ser verdad. Tanta mirada. Y de tanta gente. Llamé. Una mujer me dijo que fuera el martes próximo. Yo traté de describir mi aspecto físico, pero no le interesaba.
«Cualquiera vale», dijo.
Los días pasaban despacio. Se lo conté a Bruno, pero lo entendió mal y pensó que me había matriculado en una clase de dibujo para ver chicas desnudas. No se dejó sacar de su error. «¿Enseñan las tetas? —preguntó—. ¿Y más abajo?». Cuando murió la señora Freid, la vecina del cuarto piso, y tardaron tres días en encontrarla, Bruno y yo adquirimos la costumbre de controlarnos mutuamente. Al principio inventábamos pequeños pretextos. «Se me ha acabado el papel higiénico», decía yo cuando él abría la puerta. Pasaba un día.
Sonaba el timbre. «He extraviado la guía de la tele», explicaba él, y yo iba en busca de la mía, sabiendo que él la tenía donde siempre, en el sofá. Un domingo por la tarde bajó diciendo: «Necesito una taza de harina». Fue una torpeza, pero no pude contenerme. «Si tú no tienes ni idea de cocinar». Hubo un momento de silencio.
Bruno me miró a los ojos. «Y qué sabes tú —respondió—. Voy a hacer un pastel».
Cuando llegué a América no conocía a casi nadie, sólo a un primo segundo que era cerrajero, y me puse a trabajar para él. Si mi primo hubiera sido zapatero, me habría hecho zapatero; si hubiera trasegado mierda con una pala, yo también la habría trasegado. Pero. Era cerrajero. Él me enseñó el oficio, y me hice cerrajero. Teníamos un tallercito y no nos iba mal, pero entonces él pilló la tuberculosis, luego tuvieron que cortarle un trozo de hígado, luego se puso a cuarenta de fiebre, y al final se murió, todo el mismo año, y yo me hice cargo del taller. Enviaba a su viuda la mitad de los beneficios, incluso cuando ella se casó con un médico y se mudó a Bay Side. Seguí con el negocio más de cincuenta años. No era lo que yo hubiera soñado para mí. Pero. La verdad es que llegó a gustarme. Ayudaba a la gente a entrar en casa cuando se quedaba fuera y a dejar fuera lo que no quería que entrara en casa, para que durmiera tranquila.
Un día estaba mirando por la ventana. Puede que estuviera contemplando el cielo. Pon a alguien delante de una ventana, aunque sea un imbécil, y tendrás a un Spinoza. Se iba la tarde y llegaba la oscuridad. Alargué la mano hacia la cadenita de la bombilla y, de repente, fue como si un elefante me pisara el corazón. Caí de rodillas. Pensé: No habré vivido para siempre. Pasó un minuto.
Otro. Arañando el suelo, me arrastré hacia el teléfono.
El veinticinco por ciento de mi músculo cardiaco murió. Tardé mucho en recuperarme y ya no volví al trabajo. Pasó un año. Yo sentía que el tiempo pasaba por pasar. Miraba por la ventana. Veía cómo el otoño se hacía invierno.
Y el invierno, primavera. A veces, Bruno bajaba y se sentaba conmigo. Nos conocemos desde que éramos niños; íbamos juntos al colegio. Era uno de mis amigos más íntimos, con sus gruesos lentes, su pelo rojo que él aborrecía y una voz que, cuando se enfadaba, se le rompía en la garganta. Yo no sabía si estaba vivo o muerto cuando un día, bajando por East Broadway, oí su voz. Me volví.
Él estaba de espaldas a mí, frente a una tienda de comestibles, preguntando el precio de una fruta. Yo pensé: Son figuraciones, estás soñando, ¿cómo va a ser… tu amigo de la infancia? Yo me había quedado pasmado en la acera. Está muerto, me decía. Mira, tú estás en los Estados Unidos de América, ahí delante tienes un McDonald’s, despierta. Yo esperaba, para convencerme. Sólo mirándole la cara no lo hubiera reconocido. Pero. Su manera de andar era inconfundible. Iba a pasar por mi lado, y yo extendí el brazo. No sabía lo que hacía, quizá estuviese viendo visiones, pero lo agarré de una manga. «Bruno», dije. Él se detuvo y se volvió. Al principio parecía asustado, y después confuso.
«Bruno». Me miró y los ojos se le llenaron de lágrimas. Yo le cogí la otra mano, ahora lo sujetaba por una manga y una mano; «Bruno». Él empezó a temblar.
Llevó su mano a mi mejilla. Estábamos en medio de la acera, la gente pasaba andando deprisa, era un día de junio, hacía calor. Él tenía el pelo blanco y muy fino. Se le cayó la fruta de la mano. «Bruno».
Un par de años después, su mujer murió. Era demasiado duro vivir en aquel apartamento sin ella, todo se la recordaba, así que, cuando se quedó vacante un apartamento en el piso encima del mío, se mudó. Solemos sentarnos a la mesa de mi cocina. A veces, en toda una tarde no decimos ni una palabra. Si hablamos, nunca es en yidis. Las palabras de nuestra niñez se nos han hecho extrañas; no podríamos decirlas como antes y por eso preferimos no usarlas.
Ahora la vida exigía un lenguaje nuevo.
Bruno, mi fiel camarada. No lo he descrito lo suficiente. ¿Bastaría decir que es indescriptible? No. Vale más probar y fracasar que no intentarlo. Tu pelito blanco se agita levemente en tu cráneo como la pelusa de un diente de león mal soplado. Muchas veces, Bruno, me han dado ganas de soplarte en la cabeza y pedir un deseo. Un último resto de decoro me lo impide. O quizá debería empezar por tu estatura, tan escasa. En tus días buenos, como mucho, me llegas al hombro. O por esas gafas que sacaste de una caja diciendo que eran tuyas, unas cosas redondas, enormes, que te agrandan tanto los ojos que tu reacción a todo parece estar siempre en un 4,5 de la escala Richter. ¡Son gafas de mujer, Bruno! He intentado decírtelo muchas veces, pero siempre me ha faltado valor.
Y otra cosa. De niños, tú escribías mejor que yo. Entonces yo tenía mucho orgullo para reconocerlo. Pero. Lo sabía. Créeme si te digo que entonces ya lo sabía, como lo sé ahora. Me duele no habértelo dicho, como me duele pensar en todo lo que hubieras podido ser. Perdóname, Bruno. Mi más viejo amigo. Mi mejor amigo. No te hice justicia. Me has hecho tanta compañía al final de mi vida… Tú, precisamente tú, que habrías podido hallar palabras para todo aquello.
Una vez, hace mucho tiempo, encontré a Bruno tendido en el suelo de la sala, con un frasco de píldoras vacío al lado. Ya estaba harto. No quería sino dormir para siempre. Sujeta al pecho con cinta adhesiva tenía una nota de tres palabras: «Adiós, amores míos». Yo me puse a gritar. «¡No, Bruno, no, no, no, no, no, no, no!». Le daba cachetes. Por fin le temblaron los párpados y abrió los ojos. Tenía la mirada ausente, turbia. «¡Despierta, Dumkop! —le grité—. ¡Escúchame bien: tienes que despertar!». Volvían a cerrársele los ojos. Marqué el 911. Llené un bol de agua fría y se lo eché a la cara. Pegué el oído a su corazón.
Un murmullo muy leve y lejano. Llegó la ambulancia. En el hospital le hicieron un lavado de estómago. «¿Por qué ha tomado todas esas píldoras?», le preguntó el médico. Bruno, mareado y exhausto, alzó los ojos fríamente. «¿Por qué cree usted que he tomado todas esas píldoras?», gritó. La sala de reanimación quedó en silencio, todos lo miraban. Bruno gruñó y se volvió de cara a la pared.
Aquella noche lo acosté. «Bruno», dije. «Lo siento —dijo él—. He sido un egoísta». Yo suspiré y di media vuelta para marcharme. «¡Quédate!», me gritó.
No volvimos a hablar de aquello. Como tampoco hablábamos de nuestra niñez, de los sueños compartidos y perdidos, de todo lo sucedido y de lo no sucedido. Un día estábamos callados. De repente, uno de los dos se echó a reír.
Fue contagioso. No había causa para la risa, pero empezamos a reírnos, primero por lo bajo y al poco rato nos retorcíamos y bramábamos, bramábamos de risa mientras las lágrimas nos resbalaban por las mejillas. A mí me brotó una mancha de humedad en la bragueta y eso nos hizo reír aún más; yo daba puñetazos en la mesa, casi no podía respirar y pensé: A lo mejor es así como voy a acabar, con un ataque de risa; no podría ser mejor, riendo y llorando, riendo y cantando, riendo para olvidar que estoy solo, que esto es el final de mi vida, que la muerte está esperándome en la puerta.
Cuando era niño, me gustaba escribir. Eso era lo único que quería hacer en la vida. Inventaba personajes y llenaba libretas con sus historias. Como la de un niño que, al crecer, se volvió tan peludo que la gente quería cazarlo por su piel.
Tuvo que esconderse en los árboles y se enamoró de un pájaro que imaginaba ser un gorila de ciento cincuenta kilos. O la de unas hermanas siamesas, una de las cuales se enamoraba de mí. Las escenas de sexo me parecían de lo más originales. Y sin embargo. Cuando fui un poco mayor, quise ser escritor de verdad. Trataba de escribir sobre cosas de verdad. Quería describir el mundo, porque vivir en un mundo no descrito hace que te sientas muy solo. Antes de cumplir veintiún años había escrito tres libros, quién sabe lo que habrá sido de ellos. El primero era sobre Slonim, el pueblo donde vivía, que unas veces era Polonia y otras veces Rusia. Dibujé un mapa para el frontispicio, con letreros en las casas y las tiendas: aquí estaba el carnicero Kipnis, aquí el sastre Grodzenski, y aquí vivía Fishl Shapiro, que era o un gran tzaddik o un idiota, nadie lo sabía, y aquí la plaza, y el campo en que jugábamos, y aquí el río se ensanchaba y aquí se estrechaba, y aquí empezaba el bosque, y aquí estaba el árbol del que se ahorcó Beyla Asch, y aquí, y aquí. Y sin embargo. Cuando lo di a leer a la única persona de Slonim cuya opinión me importaba, ella sólo se encogió de hombros y dijo que le gustaban más las cosas que me inventaba. Así pues, escribí mi segundo libro, todo inventado. Lo llené de hombres a los que les salían alas, de árboles que tenían las raíces en el cielo, de personas que olvidaban su propio nombre y de personas que no podían olvidar nada; hasta inventé palabras.
Cuando lo terminé, fui a su casa corriendo, entré en tromba por el portal, subí los peldaños de la escalera de tres en tres y lo entregué a la única persona de Slonim cuya opinión me importaba. Me apoyé contra la pared y observé su cara mientras ella leía. Fuera oscureció, y ella siguió leyendo. Pasaron horas. Poco a poco, fui resbalando hasta sentarme en el suelo. Ella leía y leía. Al terminar, me miró. Estuvo un rato sin decir nada. Luego dijo que quizá no debería inventarlo todo, porque así era difícil creer algo.
Otro en mi lugar habría abandonado. Yo volví a empezar. Ahora no escribía ni sobre cosas reales ni sobre cosas imaginarias. Escribía sobre lo único que sabía. El montón de hojas crecía. E incluso después de que la única persona cuya opinión me importaba se fuera en un barco a América, yo seguía llenando páginas con su nombre.
Después de su marcha, las cosas fueron de mal en peor. Ningún judío estaba a salvo. Corrían rumores de hechos incomprensibles, y como no los comprendíamos no podíamos creerlos, hasta que no tuvimos más remedio, y entonces ya era tarde. Yo trabajaba en Minsk, pero perdí el empleo y volví a Slonim. Los alemanes avanzaban hacia el este. Estaban cada día más cerca. La mañana en que empezamos a oír sus tanques, mi madre me dijo que me escondiera en el bosque. Yo quería llevarme a mi hermano pequeño que sólo tenía trece años, pero mi madre dijo que mi hermano iría con ella. ¿Por qué le hice caso? ¿Porque era lo más fácil? Corrí al bosque. Me eché al suelo y me quedé quieto. Ladraban perros, lejos. Pasaron horas. Y entonces sonaron los disparos. Cuántos disparos. No sé por qué nadie gritaba. O quizá yo no oía los gritos. Después, silencio. Tenía el cuerpo entumecido, recuerdo que notaba en la boca sabor a sangre. No sé cuánto tiempo pasó. Días. No volví a casa. Cuando me levanté, había perdido la única parte de mí que siempre había creído que yo podría encontrar palabras para cualquier brizna de vida.
Y sin embargo.
Un par de meses después del infarto y cincuenta y siete años después de haber abandonado, volví a empezar a escribir. Lo hacía sólo para mí, para nadie más, y ahí estaba la diferencia. No importaba si encontraba las palabras, es más, yo sabía que sería imposible encontrar las palabras justas. Y porque aceptaba que lo que una vez creí posible era imposible en realidad, y porque sabía que de aquello nunca enseñaría ni una palabra a nadie, escribí una frase:
«Erase una vez un niño».
Ahí quedó la frase durante días, contemplándome desde la página casi en blanco. A la semana siguiente, añadí otra frase. Pronto había una página entera.
Aquello me agradaba, era como hablar conmigo mismo en voz alta, como hago a veces.
Un día dije a Bruno:
—A ver si adivinas cuántas páginas llevo escritas.
—Ni idea —me contestó.
—Escribe un número y pásamelo —le dije. Él se encogió de hombros y sacó un bolígrafo del bolsillo. Lo pensó un minuto o dos, mirándome sin pestañear—. Un número aproximado —dije. Él se inclinó, escribió un número en su servilleta y le dio la vuelta. Yo escribí en la mía el número real, 301. Hicimos intercambio de servilletas. Levanté la de Bruno. Por razones que no puedo explicarme, Bruno había escrito «200.000». Él miró mi servilleta. Puso mala cara.
A veces, yo pensaba que la última página de mi libro y la última de mi vida habían de ser la misma, que cuando mi libro terminara yo terminaría, que un vendaval barrería mi casa llevándose las páginas y, cuando todas esas hojas blancas salieran aleteando por la ventana, la habitación quedaría en silencio y mi silla estaría vacía.
Cada mañana escribía un poco. Trescientas una ya es algo. De vez en cuando, al terminar, me iba al cine. Para mí ir al cine siempre es un acontecimiento. A veces compro palomitas y —si hay alrededor gente que me mire— hago que se me caigan. Me gusta sentarme delante, llenarme la vista de lo que hay en la pantalla, que nada me distraiga del momento. Y me encantaría que el momento durase siempre. No sabría decir lo feliz que me hace ver lo que pasa allá arriba, ampliado. Diría «más grande que la realidad», pero nunca he entendido la expresión. ¿Qué es más grande que la realidad? Estar sentado en primera fila mirando la cara de una muchacha bonita, de dos pisos de altura, y sentir en las piernas las vibraciones de su voz, es percibir la realidad en toda su extensión. Así pues, me siento en primera fila. Si salgo del cine con tortícolis y con vestigios de una erección es señal de que tenía una buena localidad. Yo no soy un viejo verde. Soy un hombre que quiso ser tan grande como la realidad.
Hay pasajes de mi libro que me sé de memoria, by heart, dicen aquí. De corazón.
No es una expresión que use a la ligera.
Mi corazón es débil y poco fiable. Cuando me muera, será del corazón. Procuro castigarlo lo menos posible. Si presiento que algo ha de afectarlo, lo desvío hacia otro sitio. El vientre, por ejemplo, o los pulmones, que pueden colapsarse un momento, pero siempre vuelven a tomar aliento. Las pequeñas humillaciones cotidianas, por ejemplo, si al pasar por delante de un espejo me veo la cara de improviso, o estando en la parada del autobús unos chavales se acercan por detrás y dicen «¿No hueles a mierda?», suelo encajarlas con el hígado. Otros ataques los dirijo hacia distintos puntos. El páncreas lo reservo para la nostalgia de todo lo perdido. Es verdad que es un órgano muy pequeño para tantas cosas. Pero. Te sorprendería lo mucho que puede aguantar, lo único que siento es un dolor agudo, pero pasa enseguida. A veces imagino mi propia autopsia. Decepción que provoco en mí mismo: riñón derecho. Decepción que provoco en los demás: riñón izquierdo. Fracasos personales: kishkes. No pretendo haber hecho de eso una ciencia. Tan bien estudiado no lo tengo. Tomo las cosas como vienen. Es sólo que he observado cierta pauta. El día en que se atrasan los relojes y oscurece antes de lo que yo esperaba, eso, por razones que no puedo explicarme, lo noto en las muñecas. Y cuando me despierto con los dedos yertos, es casi seguro que estaba soñando con mi niñez. El campo donde solíamos jugar, el campo donde todo se descubría y todo era posible. (Corríamos tanto que nos parecía que íbamos a escupir sangre: para mí, ése es el sonido de la niñez, jadeos y trote de zapatos en la tierra dura). Dedos yertos, así vuelve a mí, al final de mi vida, el sueño de mi niñez. He de ponerlos bajo el chorro del agua caliente, el vapor empaña el espejo, fuera hay revuelo de palomas. Ayer vi a un hombre dar un puntapié a un perro, y lo sentí detrás de los ojos. No sé cómo llamarlo. Es el sitio que está antes de las lágrimas. El dolor del olvido: las vértebras. El dolor del recuerdo: las vértebras. Todas las veces en que, de pronto, me doy cuenta de que mis padres han muerto, porque aun hoy me sorprende estar en este mundo cuando lo que me creó ha dejado de existir: las rodillas, y necesito medio tubo de linimento y muchos sudores sólo para doblarlas. Cada cosa tiene su momento, y cada vez que, al despertar, he caído en el error de creer por un momento que a mi lado dormía alguien: una hemorroide. La soledad: no hay órgano que pueda asimilarla toda.
Cada mañana, un poco más.
«Érase una vez un niño». Vivía en un pueblo que ya no existe, en una casa que ya no existe, al borde de un campo que ya no existe, en el que todo se descubría y todo era posible. Un palo podía ser una espada. Una piedra podía ser un brillante. Un árbol, un castillo.
Érase una vez un niño que vivía en una casa que estaba al borde de un campo y, al otro lado del campo, vivía una niña que ya no existe. Los dos se inventaban mil juegos. Ella era la reina y él era el rey. A ella le brillaba el pelo al sol del otoño, como una corona. Recogían el mundo a pequeños puñados. Cuando el cielo oscurecía, se despedían, y tenían hojas enredadas en el pelo.
Erase una vez un niño que amaba a una niña, y la risa de ella era como una pregunta que él quería pasar la vida contestando. Cuando teman diez años, le pidió que se casara con él. Cuando teman once, le dio el primer beso. Cuando tenían trece, se pelearon y estuvieron tres semanas sin hablarse. Cuando tenían quince, ella le enseñó la cicatriz del pecho izquierdo. Su amor era un secreto que no revelaron a nadie. Él le prometió que no querría a ninguna otra en toda su vida. «¿Y si yo me muero?», preguntó ella. «Ni aun entonces», dijo él. El día en que ella cumplía dieciséis años, él le regaló un diccionario de inglés y juntos aprendían las palabras. «¿Esto qué es?», preguntaba él resiguiéndole el tobillo con el índice, y ella buscaba la palabra. «¿Y esto?», preguntaba él dándole un beso en el codo. «Elbow!». «¿Qué palabra es ésa?», y entonces él lo lamía y ella se reía bajito. «¿Y esto qué es?», preguntaba él rozándole con el dedo la suave piel detrás de la oreja. «No lo sé», respondía ella, apagando la linterna y echándose de espaldas con un suspiro. Cuando tenían diecisiete años hicieron el amor por primera vez sobre un montón de paja, en un granero. Después, cuando ocurrieron cosas que nunca hubieran podido imaginar, ella le escribió en una carta: «¿Cuándo aprenderás que no hay una palabra para cada cosa?».
Erase una vez un muchacho que amaba a una muchacha que tenía un padre que fue lo bastante listo como para gastarse hasta el último zloty en enviar a su hija pequeña a América. Al principio ella no quería ir, pero el chico también sabía ya lo suficiente como para pedirle que se fuera, y le juró por su vida que ganaría dinero y encontraría la manera de seguirla. Así pues, ella se marchó. Él consiguió trabajo en la ciudad vecina, de portero en un hospital. Por las noches escribía el libro. Le envió una carta en la que copió once capítulos en letra muy pequeña. Ni siquiera sabía si ella la recibiría. Ahorraba cuanto podía. Un día lo despidieron. Nadie le dijo por qué. Volvió a casa. En el verano de 1941, los Einsatzgruppen penetraban hacia el este, matando a cientos de miles de judíos. Un día de julio claro y caluroso entraron en Slonim. Casualmente, a aquella hora el chico estaba tumbado en el bosque, pensando en la muchacha. Podría decirse que su amor lo salvó. En los años siguientes, el chico se convirtió en un hombre que se hizo invisible. Así escapó de la muerte.
Érase una vez un hombre que se había hecho invisible y que llegó a América. Había estado escondido tres años y medio, casi siempre en árboles, pero también en grietas, sótanos y agujeros. Y un día aquello acabó. Entraron los tanques rusos. Estuvo seis meses en un campamento de desplazados. Hizo llegar noticias suyas a un primo que vivía en América y era cerrajero. Mentalmente, practicaba una y otra vez las únicas palabras de inglés que sabía. Knee, elbow, ear. Al fin llegaron los papeles. Tomó un tren que lo llevó a un barco y, al cabo de una semana, llegaba al puerto de Nueva York. Era un día frío de noviembre. Apretaba en la mano un papel doblado con la dirección de la muchacha. Pasó la noche en el suelo de la habitación de su primo, sin dormir. El radiador cencerreaba y siseaba, pero él agradecía el calor. Por la mañana, su primo le explicó tres veces cómo ir a Brooklyn en metro. Él compró un ramo de rosas, pero las flores se marchitaron porque, a pesar de que su primo le había explicado tres veces lo que debía hacer, se perdió. Al fin encontró la casa. Hasta el momento en que apoyaba el dedo en el timbre no se le ocurrió pensar que quizá debería haber llamado antes. Ella abrió la puerta. Un pañuelo azul le cubría el pelo. En la casa del vecino se oía la transmisión de un partido de fútbol. Erase una vez una mujer que había sido la muchacha que subió a un barco para ir a América y estuvo vomitando todo el viaje, no porque estuviera mareada sino porque estaba embarazada. Cuando lo supo, escribió al muchacho. Todos los días esperaba carta de él, pero la carta no llegaba. Ella trataba de disimular el embarazo para no perder el empleo en el taller de confección donde trabajaba. Semanas antes de que naciera el niño, alguien le dijo que en Polonia mataban a los judíos. «¿Dónde?», preguntaba ella, pero nadie sabía dónde. Dejó de ir a trabajar. No podía levantarse de la cama. Al cabo de una semana, el hijo del dueño del taller fue a verla. Le llevaba comida y le puso un ramo de flores en un jarrón al lado de la cama. Cuando se enteró de que estaba embarazada, llamó a una comadrona. Nació un niño. Un día la muchacha se incorporó en la cama y vio al hijo del dueño mecer al niño al sol. Al cabo de unos meses, ella accedió a casarse con él. Dos años después, tuvo otro hijo.
El hombre que se había hecho invisible escuchó todas estas cosas, de pie en la sala. Tenía veinticinco años. Había cambiado tanto desde la última vez que había visto a la muchacha que ahora una parte de él quería soltar una risa fría y dura. Ella le dio una pequeña foto del niño, que entonces tenía cinco años. Le temblaba la mano. Le dijo: «Dejaste de escribir. Pensé que habías muerto». Él miró la foto del niño que cuando creciera se parecería a él y, aunque esto él no podía saberlo, iría a la universidad, se enamoraría y desenamoraría y sería un escritor famoso. «¿Cómo se llama?», preguntó. «Le puse Isaac», dijo ella. Se quedaron en silencio largo rato, mientras él miraba la foto. Al fin pudo decir dos palabras: «Ven conmigo». De la calle subían gritos de niños. Ella apretó los párpados. «Ven conmigo», repitió él alargando la mano. A ella le resbalaban lágrimas por las mejillas. Tres veces se lo pidió. Ella negó con la cabeza. «No puedo», dijo. Miraba el suelo. «Por favor», dijo ella. Así pues, él hizo lo más difícil que había hecho en su vida: cogió el sombrero y se fue.
Y si el hombre que una vez fue el chico que prometió no enamorarse de ninguna otra muchacha mientras viviera cumplió su promesa, no fue por terquedad, ni siquiera por lealtad. No pudo evitarlo. Después de haber estado escondido tres años y medio, no parecía inconcebible esconder su amor por un hijo que no sabía que él existía. No, si eso era lo que quería la única mujer a la que él amaría en su vida. Al fin y al cabo, ¿qué puede significar esconder una cosa más, para un hombre que ya ha desaparecido por completo?
La noche antes de ir a posar para la clase de dibujo, me sentía nervioso y alterado. Me desabroché la camisa y me la quité. Luego me solté el cinturón y me quité los pantalones. La camiseta. El calzoncillo. Me puse delante del espejo del recibidor en calcetines. Oía los gritos de los niños del campo de juegos que está al otro lado de la calle. Tenía la cadenita de la lámpara al alcance de la mano, pero no tiré de ella. Me miré a la luz que aún entraba por la ventana. Nunca me he considerado guapo.
Cuando era pequeño, mi madre y mi tía solían decirme que cuando creciera me haría guapo. Yo comprendía que entonces no era nada del otro mundo, pero creía que al fin acabaría por caerme en suerte alguna gracia. No sé qué pensaba: ¿que las orejas, que se erguían en un ángulo muy poco estético, se recogerían, o que se me agrandaría la cabeza, para ponerse a tono? ¿Que el pelo, que era como la estopa, un día se alisaría y reflejaría la luz? ¿Que la cara, pese a lo poco que prometía —párpados abultados, de rana, y labios delgados—, se transformaría en algo menos lamentable? Durante años, lo primero que hacía al levantarme por la mañana era ir al espejo, esperanzado. Incluso cuando ya era muy mayor para hacerme ilusiones, seguía aguardando. Yo crecía pero no mejoraba. Es más, las cosas fueron de mal en peor cuando llegué a la adolescencia y perdí ese encanto que tienen todos los niños. El año de mi bar mitzvah me visitó una plaga de acné que tardó cuatro años en abandonarme.
Pero yo seguía esperando. Cuando se fue el acné, empezó a ensanchárseme la frente, como si el pelo no quisiera tratos con una cara tan poco agraciada. Las orejas, satisfechas del protagonismo que adquirían, parecían ahuecarse a la luz de los focos. Los párpados se entrecerraban —algún músculo debía de ceder, arrastrado por la tracción de las orejas— y las cejas cobraban vida; durante un breve período se mantuvieron al límite de lo que cabía esperar de ellas, pero no tardaron en superar todas las expectativas y aproximarse al patrón neandertal.
Durante años seguí esperando que las cosas se arreglaran, pero al mirarme en el espejo nunca confundí lo que veía con algo distinto de lo que había. A medida que pasaba el tiempo, pensaba cada vez menos en mi aspecto. Hasta que lo olvidé casi por completo. Y sin embargo. Es posible que una pequeña parte de mí siga esperando… incluso ahora hay momentos en los que me miro en el espejo, con mi arrugado pischer en la mano, y creo que mi hermosura aún puede salir a la luz.
La mañana de la clase, 19 de septiembre, me desperté en un estado de gran agitación. Me vestí, desayuné con mi barrita de cereal rico en fibra, fui al lavabo y me quedé esperando con expectación. En media hora, nada, pero mi optimismo no decayó. Al fin, una serie de bolitas. Seguí esperando. Es posible que me muera sentado en la taza, con el pantalón en los tobillos. Al fin y al cabo, paso aquí mucho tiempo, lo cual suscita otra pregunta, a saber: ¿quién será el primero que me vea muerto?
Me lavé con una esponja y me vestí. El día pasaba despacio. Cuando ya no pude esperar más, tomé un autobús para ir al otro extremo de la ciudad.
Llevaba en el bolsillo el anuncio del periódico doblado y lo saqué varias veces para mirar la dirección, a pesar de que la sabía de memoria. Tardé en encontrar el edificio. Al principio pensé que se trataba de un error. Pasé por delante tres veces antes de convencerme de que tenía que ser allí. Era un viejo almacén. La puerta de la calle estaba oxidada. La mantenía abierta una caja de cartón. Por un momento imaginé que me habían atraído a aquel lugar para robarme y matarme. Me vi tendido en el suelo, en un charco de sangre.
Se había nublado y empezaba a llover. Agradecí sentir el viento y las gotas en la cara, pensando que me quedaba poco tiempo de vida. Estaba allí plantado, incapaz de seguir adelante o volver atrás. Al fin oí una risa que venía de dentro.
Vamos, no seas ridículo, pensé. Alargué la mano hacia el picaporte y, en aquel momento, la puerta se abrió bruscamente. Salió una muchacha que llevaba un jersey muy grande. Se subió las mangas. Tenía los brazos delgados y blancos.
—¿Desea algo? —preguntó. El jersey tenía agujeritos. Le llegaba hasta las rodillas y por debajo le asomaba una falda. A pesar del frío iba sin medias.
—Busco una academia de dibujo. Había un anuncio en el periódico, quizá me haya equivocado de dirección. —Rebusqué el anuncio en el bolsillo de la gabardina.
Ella señaló hacia arriba.
—Segundo piso, primera puerta a la derecha. Pero no empiezan hasta dentro de una hora.
Miré a lo alto.
—Temía perderme y he venido pronto —dije. Ella tiritaba. Me quité la gabardina—. Tome, póngase esto. Va a pillar un resfriado. —Ella se encogió de hombros, pero no hizo ademán de cogerla. Yo me quedé con el brazo extendido hasta que vi que era inútil.
No había más que decir. Subí por la escalera. El corazón me palpitaba.
Pensé en volver atrás: pasar junto a la muchacha, bajar por la calle llena de basura, cruzar la ciudad y meterme en mi casa, donde tenía cosas que hacer.
¿No era un imbécil al pensar que no iban a echarme cuando me quitara la camisa y el pantalón y me presentara desnudo delante de ellos? ¿Al pensar que contemplarían mis piernas varicosas, mi knedelach mustio y peludo y entonces se pondrían a dibujar? Y sin embargo. No volví atrás. Me agarré a la barandilla y subí la escalera. Oía repicar la lluvia en la claraboya. Por allí se filtraba una luz sucia. En lo alto de la escalera había un pasillo. En la habitación de la izquierda, un hombre pintaba una tela grande. En la de la derecha no había nadie. Vi un bloque cubierto con un terciopelo negro y un desordenado círculo de sillas y taburetes plegables. Entré, me senté y esperé.
Al cabo de media hora, empezó a entrar gente. Una mujer me preguntó quién era. «He venido por el anuncio —le dije—. Hablé por teléfono con alguien de aquí». Ella pareció comprender y sentí alivio. Me indicó dónde cambiarme, un rincón, detrás de una cortina rudimentaria. Yo me paré allí y ella cerró la cortina a mi alrededor. Oí alejarse sus pasos y seguí sin moverme. Pasó un minuto y me quité los zapatos. Los dejé bien alineados el uno al lado del otro.
Me quité los calcetines y metí uno en cada zapato. Me desabroché la camisa y me la quité; había un colgador, y la colgué. Oí arrastrar de sillas y luego risas.
De repente había perdido las ganas de ser visto. Me hubiera gustado agarrar los zapatos, salir de la habitación, bajar la escalera y alejarme de allí. Y sin embargo. Me bajé la cremallera del pantalón. Entonces se me ocurrió: ¿qué significaba «desnudo» exactamente?
¿Quería decir en realidad sin el calzoncillo?, reflexioné. ¿Y si era con calzoncillo y yo salía con los yasabesqué colgando? Metí la mano en el bolsillo del pantalón en busca del anuncio. «Modelo para desnudo», poma. No seas idiota, me dije. Esta gente no son aficionados. Tenía el calzoncillo por las rodillas cuando se acercaron los pasos de la mujer. «¿Está usted bien ahí dentro?». Alguien abrió una ventana y un coche chapoteó en un charco. «Muy bien, sí. Salgo enseguida». Bajé la mirada al calzoncillo. Una rayita. Mis intestinos. Me abochornan constantemente. Hice una bola con el calzoncillo.
Pensé: Después de todo, quizá haya venido aquí a morir. ¿No era verdad que hasta hoy no había visto este almacén? Quizá éstos fueran lo que la gente llama ángeles. La chica de abajo tenía que serlo, desde luego, cómo no me había dado cuenta, con lo pálida que estaba. Me había quedado quieto. Empezaba a tener frío. Pensé: Conque es así como te llega la muerte. Desnudo, en un almacén abandonado. Mañana Bruno bajaría, llamaría a la puerta y nadie contestaría. Perdona, Bruno, me hubiera gustado decirte adiós. Siento haberte decepcionado con tan pocas páginas. Entonces pensé: Mi libro. ¿Quién lo encontraría? ¿Lo tirarían con el resto de mis cosas? Aunque yo pensaba que lo escribía para mí, la verdad era que quería que lo leyera alguien.
Cerré los ojos e inspiré. ¿Quién lavaría mi cadáver? ¿Quién presidiría el duelo y recitaría el kaddish? Pensé: Las manos de mi madre. Aparté la cortina.
Sentía el corazón en la garganta. Me adelanté. Entornando los ojos a la luz, me paré delante de ellos.
Nunca fui hombre de gran ambición.
Lloraba con facilidad.
No tenía cabeza para las ciencias.
A menudo no encontraba las palabras.
Cuando los otros rezaban yo sólo movía los labios.
—Por favor. —La mujer que me había indicado dónde podía desnudarme me señalaba la caja cubierta de terciopelo—. Póngase ahí de pie.
Crucé la sala. Habría unos doce, sentados en sillas, con blocs de dibujo.
Estaba la chica del jersey grande.
—Quédese como se sienta más cómodo.
No sabía hacia dónde volverme. Estaban en círculo, de modo que, me pusiera como me pusiese, alguien tendría que enfrentarse a mi lado rectal.
Decidí quedarme como estaba. Dejé caer los brazos a los lados y me concentré en un punto del suelo. Ellos levantaron los lápices.
No pasó nada. Pero yo sentía el terciopelo en las plantas de los pies, se me erizaba el vello de los brazos, me pesaban los dedos, tirando de mí hacia el suelo. Me pareció que mi cuerpo se despertaba ante doce pares de ojos. Alcé la cabeza.
—Procure permanecer quieto —dijo la mujer.
Me quedé mirando una grieta del suelo de cemento. Oía el roce de los lápices en el papel. Yo quería sonreír. Mi cuerpo empezaba a rebelarse, ya me temblaban las rodillas y se me fatigaban los músculos de la espalda. Pero. No me importaba. Si era necesario, estaría así todo el día. Pasaron quince minutos, veinte. Entonces la mujer dijo:
—Podríamos descansar un poco y luego empezamos con otra pose.
Sentado. De pie. Me di la vuelta, para que los que no habían visto mi lado rectal lo vieran ahora. Ellos volvían las hojas de los blocs. No sé cuánto duró aquello. Hubo un momento en que creí que me desmayaba. Iba del dolor al entumecimiento y del entumecimiento al dolor. Me lloraban los ojos del esfuerzo.
No sé cómo, me vestí. No encontraba el calzoncillo y estaba muy cansado para buscarlo. Bajaba la escalera sujetándome del pasamanos. La mujer bajó detrás de mí.
—Espere, olvida los quince dólares.
Los tomé y, al ir a meterlos en el bolsillo, noté el bulto del calzoncillo.
—Gracias. —Se lo decía de verdad. Estaba exhausto. Pero contento.
Quiero decir esto en algún sitio: he tratado de perdonar. Y sin embargo. Ha habido épocas de mi vida, años enteros, en que la cólera ha podido conmigo. La fealdad me ha sublevado. Encontraba cierta satisfacción en el resentimiento. Le abría la puerta. Lo cultivaba. Miraba al mundo con malos ojos. Y el mundo me miraba a mí con malos ojos. Nos quedábamos trabados en una mirada de mutua repulsión. Le cerraba a la gente la puerta en las narices. Me pedorreaba donde me apetecía. Acusaba a las cajeras de querer estafarme diez céntimos, mientras los tenía en la mano. Hasta que un día me di cuenta de que iba camino de ser la clase de schmuck que envenena a las palomas. La gente cambiaba de acera para no cruzarse conmigo. Era un cáncer humano. Y, si he de ser sincero, en el fondo no estaba enojado. Ya no. Había dejado el enojo en algún sitio hacía mucho tiempo. Olvidado en un banco del parque. Y sin embargo. Después de tantos años, ya no sabía ser de otra manera. Una mañana, al despertar, me dije:
Aún no es tarde. Los primeros días fueron extraños. Tuve que practicar la sonrisa delante del espejo. Pero la recuperé. Fue como quitarme un peso de encima. Yo me desembaracé de algo y algo se desembarazó de mí. Al cabo de un par de meses encontré a Bruno.
Cuando volví de la clase de dibujo, había una nota de Bruno en la puerta.
Ponía: «¿Dónde te metes?». Estaba muy cansado para subir a explicárselo.
Dentro estaba oscuro y tiré de la cadenita de la lámpara del recibidor. Me vi en el espejo. El pelo que me quedaba se me levantaba en la coronilla como la cresta de una ola. Tenía la cara tan arrugada como algo olvidado bajo la lluvia.
Me dejé caer en la cama con toda la ropa menos el calzoncillo. Era más de medianoche cuando sonó el teléfono. Desperté de un sueño en el que estaba enseñando a mi hermano Josef a orinar en arco. A veces tengo pesadillas. Pero esto no lo era. Estábamos en el bosque y el frío nos mordía el trasero. De la nieve subía vapor. Josef volvió la cara hacia mí, sonriendo. Un niño guapo, rubio y de ojos grises. Grises como el mar en un día nublado, o como el elefante que vi en la plaza del pueblo cuando tenía su edad. Lo vi claramente, bajo un sol polvoriento. Después nadie recordaba haberlo visto y, como era imposible comprender cómo podía haber llegado a Slonim un elefante, nadie me creyó.
Pero yo lo vi.
Lejos sonaba una sirena. Cuando mi hermano abría la boca para decir algo, el sueño se cortó y desperté en la oscuridad de mi cuarto, con la lluvia repicando en el cristal. Seguía sonando el teléfono. Bruno, seguramente. No hubiera hecho caso, de no ser porque temía que llamara a la policía. ¿Por qué no golpea el radiador con el bastón, como hace siempre? Tres golpes quiere decir ¿aún vives?; dos, sí; y uno, no. Lo hacemos sólo de noche, durante el día hay demasiados ruidos y, de todos modos, no es muy seguro porque Bruno suele quedarse dormido con los auriculares del walkman puestos.
Bajé de la cama y, al cruzar la habitación, tropecé con la pata de una mesa.
«¡Diga!», grité, pero el teléfono estaba mudo. Colgué, fui a la cocina y saqué un vaso del armario. El agua gorgoteó en las cañerías y estalló en un borbotón.
Bebí y entonces me acordé de la planta. Hace casi diez años que la tengo.
Apenas vive ya, pero aún no ha muerto. Está más marrón que verde. Tiene partes secas. Pero vive, siempre inclinada hacia la izquierda. Cuando le doy la vuelta para que la parte de cara al sol deje de estarlo, ella, tozuda, sigue inclinándose hacia la izquierda, entregándose a un acto de creatividad en lugar de doblegarse a la necesidad física. Le vacié el vaso en el tiesto. De todos modos, ¿qué significa florecer?
Al cabo de un momento, volvió a sonar el teléfono.
—Ya vale, ya vale —dije descolgando—. No hace falta despertar a toda la casa. —Al otro lado había silencio—. ¿Bruno?
—¿El señor Leopold Gursky?
Supuse que era alguien que quería venderme algo. Siempre están llamando para venderte cosas. Uno me dijo que si le enviaba un cheque de 99 dólares podría optar a una tarjeta de crédito, y yo le contesté: «Pues claro, y si me paro debajo de una paloma puedo optar a una cagada».
Pero este hombre no quería venderme nada. Se había quedado fuera de su casa con las llaves dentro. Había pedido a información el número de un cerrajero. Le dije que yo estaba retirado. El hombre no respondía. Parecía incapaz de creer que pudiera tener tan mala suerte. Ya había llamado a otros tres números y en ninguno le contestaban.
—Estoy en la calle y llueve a cántaros —dijo.
—¿No tiene algún sitio donde pasar la noche? Por la mañana le será fácil encontrar a un cerrajero. Hay un montón.
—No —dijo—. Está bien, en fin, si es mucha… —empezó, y se interrumpió esperando que yo dijera algo. No dije nada—. Qué se le va a hacer. —Le noté la decepción en la voz—. Perdone la molestia. —No obstante, no colgaba, y yo tampoco. Me remordía la conciencia. ¿Qué falta me hace dormir? Ya habrá tiempo para eso. Mañana. O pasado mañana.
—Está bien, está bien —dije, a pesar de que no quería decirlo. Tendría que desenterrar mis herramientas. Sería como buscar una aguja en un pajar, o un judío en Polonia—. Un momento… a ver si encuentro un bolígrafo.
Me dio una dirección de la parte alta, muy lejos. Hasta después de colgar no recordé que, a aquella hora, podía tener que esperar horas a que pasara un autobús. En el cajón de la cocina tenía la tarjeta del Servicio de Coches Goldstar, y no es que acostumbre usarlo. Pedí un coche y me puse a escarbar en el armario del recibidor en busca de mi caja de herramientas. No la encontré, pero descubrí una caja de gafas viejas. A saber de dónde la sacaría. Seguramente, alguien las vendía en la calle con restos de vajillas y una muñeca sin cabeza. De vez en cuando me pruebo un par. Una vez hice una tortilla llevando unas gafas de lectura de mujer. Me salió una tortilla inmensa que sólo de mirarla daba miedo. Revolví en la caja y saqué unas gafas. Tenían la montura color carne y unos cristales cuadrados, de un dedo de grosor. El suelo se alejó de mis pies y, cuando fui a dar un paso, brincó hacia arriba. Fui tambaleándome hasta el espejo. En un intento de enfoque, acerqué la cara, pero calculé mal y choqué con el espejo. Sonó el timbre. Cuando tienes los pantalones bajados es cuando llega todo el mundo. «Ahora mismo bajo», grité por el intercomunicador. Cuando me quité las gafas, tenía la caja de las herramientas delante de las narices. Pasé la mano por su estropeada tapa. Luego agarré la gabardina del suelo, me alisé el pelo delante del espejo y salí. La nota de Bruno seguía pegada en la puerta. La arrugué y me la metí en el bolsillo.
En la calle había una limusina negra con el motor en marcha, iluminando la lluvia con los faros. No vi nada más, aparte de varios coches aparcados junto al bordillo. Iba a entrar otra vez en el edificio cuando el conductor bajó el cristal y me llamó por mi apellido. Llevaba un turbante lila. Me acerqué a la ventanilla.
—Tiene que haber un error —dije—. Yo he pedido un coche.
—Bueno —dijo él.
—Pero esto es una limusina —señalé.
—Bueno —repitió el hombre, indicándome con un ademán que subiera.
—No puedo pagar extra.
El turbante se movió de arriba abajo y el hombre dijo:
—Suba antes de que se empape.
Subí. Los asientos eran de piel y había botellas de cristal tallado en el minibar. El coche era más grande de lo que yo imaginaba. La tenue música exótica que sonaba delante y el roce acompasado de las escobillas del limpiaparabrisas casi no llegaban hasta mí. El chófer dirigió el morro del coche hacia la calle y avanzamos en la noche. Las luces del tráfico se reflejaban en los charcos. Abrí una de las botellas, pero estaba vacía. Había un tarro de caramelos de menta, y me llené los bolsillos. Al bajar la mirada vi que tenía la bragueta abierta.
Me erguí y me aclaré la garganta.
Damas y caballeros, procuraré ser breve; han sido ustedes muy pacientes.
La verdad es que estoy anonadado, lo digo en serio, no hago más que pellizcarme. Es un honor que no me hubiera atrevido ni a soñar: el premio Goldstar a la Trayectoria de una Vida, esto me abruma… ¿Ha sido realmente una vida? Y sin embargo. Sí. Todo parece sugerirlo. Una vida.
Cruzamos la ciudad. Yo he andado por todos estos barrios, mi oficio me hacía ir de un sitio a otro. Hasta en Brooklyn me conocían. Iba a todas partes.
Abría cerraduras para los hasids y cerraduras para los shvartzers. A veces hasta andaba por gusto, podía pasarme todo un domingo andando. Un día, hace años, me encontré delante del Jardín Botánico y entré a ver los cerezos. Compré unas galletas y estuve mirando los peces de colores que nadaban perezosamente en el estanque. Debajo de un cerezo se retrataba una boda, y las flores blancas que lo cubrían daban la impresión de que había nevado para él solo. Entré en el invernadero de plantas tropicales. Aquello era otro mundo, húmedo y cálido, como si allí dentro hubiera quedado encerrado el aliento de gente que hacía el amor. Con el dedo escribí en el cristal «Leo Gursky».
La limusina paró. Acerqué la cara a la ventanilla.
—¿Dónde es?
El chófer señaló una bonita casa adosada, con escalera exterior y hojas talladas en la piedra.
—Diecisiete dólares —dijo.
Me palpé el bolsillo en busca de la billetera. No. Otro bolsillo. La nota de Bruno, los calzoncillos pero no la billetera. Los dos bolsillos de la gabardina.
No. No. Con las prisas, debí de olvidarla en casa. Entonces recordé la paga de la clase de dibujo. Hurgué debajo de los caramelos, la nota y los calzoncillos, y la encontré.
—Crea que lo siento —dije—. Es muy embarazoso. No llevo encima más que quince. —Reconozco que me dolía desprenderme de los billetes, no por lo que me había costado ganarlos sino por algo más, algo agridulce. Pero al cabo de un momento el turbante se movió de arriba abajo y el dinero fue aceptado.
El hombre estaba en el quicio de la puerta. Desde luego, él no esperaría verme llegar en limusina; ni que fuera el maestro cerrajero de las estrellas de la pantalla. Me sentía violento, quería dar una explicación: «Créame, no es que quiera darme aires». Pero seguía diluviando, y él me necesitaba a mí más que la justificación de mi medio de transporte. El hombre tenía el pelo pegado a la frente. Me dio las gracias tres veces por haber ido.
—No tiene importancia —dije. Y sin embargo. Había estado a punto de no ir.
Era una cerradura complicada. Él estaba de pie a mi lado, sosteniéndome la linterna. La lluvia se me filtraba por la nuca. Me daba cuenta de lo mucho que dependía de que pudiera abrir aquella cerradura. Pasaban los minutos. Probé y fallé. Probé y fallé. Y luego, por fin, empezó a latirme con fuerza el corazón.
Hice girar el picaporte y la puerta se abrió.
Entramos en el recibidor, chorreando. Él se quitó los zapatos y yo hice otro tanto. Volvió a darme las gracias y fue a ponerse ropa seca y a pedirme un coche. Yo dije que no hacía falta, que podía tomar el autobús o parar un taxi, pero él respondió que de ninguna manera y menos con aquella lluvia. Me dejó en la sala. Me acerqué a la puerta del comedor y desde allí distinguí una habitación llena de libros. Nunca había visto tantos libros en un sitio que no fuera una biblioteca pública. Entré.
A mí también me gusta leer. Una vez al mes voy a la biblioteca. Para mí elijo una novela y para Bruno, con sus cataratas, un audiolibro. Al principio, él no estaba muy convencido. «¿Y para qué quiero yo esto?», me dijo mirando el estuche de Ana Karenina como si le hubiera puesto en la mano un enema. Y sin embargo. Un día o dos después, yo estaba haciendo mis cosas cuando en el piso de arriba sonó una voz que gritaba «¡Todas las familias felices se parecen!», y por poco me da un síncope. Desde entonces, Bruno escuchaba al máximo volumen todo lo que yo le llevaba, y me lo devolvía sin comentarios. Una tarde, volví de la biblioteca con el Ulises. A la mañana siguiente, yo estaba en el baño cuando arriba se oyó «¡Buck Mulligan, majestuoso y orondo!». Durante todo un mes, Bruno estuvo escuchando la cinta. Si algo no entendía del todo, pulsaba stop y rebobinaba. «¡Ineluctable modalidad de lo visible: al menos eso!». Pausa, rebobinado. «¡Ineluctable modalidad!». Pausa. «¡Ineluct!». Cuando se acercaba la fecha de la devolución, me pidió que se lo prorrogara. Para entonces yo ya estaba harto de paros y marchas atrás, y me fui al bazar y le compré un Sony Sportsman que ahora lleva todo el día colgado del cinturón. Tengo la impresión de que lo que le gusta es cómo suena el acento irlandés.
Me puse a inspeccionar las estanterías de aquel hombre. Por la fuerza de la costumbre, miré si tenía algo de Isaac, mi hijo. Allí estaba, desde luego. Y no un solo libro, sino cuatro. Pasé el dedo por los lomos. Al llegar a Casas de cristal, me detuve y lo saqué. Un libro muy bonito. Relatos. Los he leído qué sé yo las veces. Mi favorito es el que da título al libro, aunque no es que los demás no me gusten. Pero ése es algo aparte. Es corto, y cada vez que lo leo me hace llorar.
Trata de un ángel que vive en la calle Ludlow. No muy lejos de mi casa, al otro lado de Delancey. Hace tanto tiempo que vive allí que ya no se acuerda de por qué Dios lo envió a la tierra. Todas las noches, el ángel habla a Dios en voz alta y todos los días espera oír una palabra de Él. Para matar el tiempo, pasea por la ciudad. Al principio, todo le causa admiración. Empieza una colección de piedras. Se pone a estudiar matemáticas superiores. Y sin embargo. Cada día que pasa, la belleza del mundo lo deslumbra un poco menos. Por la noche, el ángel permanece despierto escuchando los pasos de la viuda que vive arriba, y todas las mañanas se cruza en la escalera con el anciano señor Grossmark, que se pasa el día subiendo y bajando la escalera fatigosamente, subiendo y bajando, murmurando: «¿Quién está ahí?». El ángel nunca le ha oído decir otra cosa, excepto un día en que, al cruzarse, el hombre se volvió hacia él y le preguntó: «¿Quién soy?», y el ángel, que nunca habla ni le hablan, se quedó tan sorprendido que no dijo nada, ni siquiera: «Tú eres Grossmark el mortal». A medida que va descubriendo la tristeza, el ángel siente que su corazón empieza a rebelarse contra Dios. Por la noche, sale a la calle y si ve a alguien que parece necesitar que lo escuchen, se detiene. Las cosas que oye… es el colmo. No comprende. Cuando el ángel pregunta a Dios por qué lo hizo tan inútil, se le rompe la voz al tratar de contener lágrimas de rabia. Al fin deja de hablar a Dios. Una noche encuentra a un hombre debajo de un puente. Comparten una botella de vodka que el hombre tiene en una bolsa de papel marrón. Y como el ángel está borracho y solo y enfadado con Dios y como, aun sin darse cuenta, se siente identificado con los mortales y tiene el impulso de confiarse a alguien, dice al hombre la verdad: que es un ángel. El hombre no le cree, y el ángel insiste. El hombre le pide que se lo demuestre, y el ángel se levanta la camisa, a pesar del frío, y enseña al hombre el círculo perfecto que tiene en el pecho, que es la marca de los ángeles. Pero eso no dice nada al hombre, que no sabe ni que los ángeles tengan marca, y le dice: «Muéstrame algo que Dios pueda hacer», y el ángel, ingenuo como todos los ángeles, señala al hombre. Y entonces, pensando que miente, el hombre le da un puñetazo en el estómago que lo hace caer de espaldas al oscuro río. Y se ahoga, porque lo que les falta a los ángeles es saber nadar.
Estaba solo en aquella habitación llena de libros, con el libro de mi hijo en las manos. Era medianoche. Más de medianoche. Y pensé: Pobre Bruno. Ya debe de haber llamado al depósito para preguntar si les han llevado a un viejo que tenía en la cartera una tarjeta que decía: «ME LLAMO LEO GURSKY NO TENGO FAMILIA RUEGO LLAMEN AL CEMENTERIO PINELAWN ALLÍ TENGO UNA PARCELA EN LA SECCIÓN JUDÍA GRACIAS POR SU AMABILIDAD».
Volví el libro para mirar la foto de mi hijo. Nos vimos una vez. Por lo menos estuvimos frente a frente. Fue en una lectura que dio en la Asociación Cultural Judía de la calle Noventa y dos. Compré la entrada con cuatro meses de antelación. Muchas veces había imaginado nuestro encuentro. Yo como padre y él como hijo. Y sin embargo. Sabía que no podía ser, no como yo quería. Había aceptado que lo máximo a lo que podía aspirar era a un asiento entre el público. Pero durante la lectura no sé qué me entró, lo cierto es que, después, me encontré haciendo cola, sosteniendo con dedos temblorosos el trozo de papel en que había escrito mi nombre. Él lo miró y lo copió en un libro. Traté de decir algo, pero no me salía la voz. Él sonrió y me dio las gracias. Y sin embargo. No me moví. «¿Desea algo más?», me preguntó. Yo me puse a gesticular. La mujer que estaba detrás de mí me miró con impaciencia, me apartó y se adelantó para saludar al autor. Yo gesticulaba como un idiota. ¿Qué iba a hacer él? Firmó el libro de la mujer. Aquello era violento para todos. Mis manos no paraban de moverse. Los de la cola tenían que sortearme. De vez en cuando, él me miraba con extrañeza. Hubo un momento en que me sonrió como se sonríe a un idiota. Pero mis manos querían decírselo todo. Y se lo decían, hasta que un guardia de seguridad me asió firmemente del codo y me llevó a la puerta.
Era invierno. A la luz de las farolas se veían caer gruesos copos blancos. Me quedé esperando a que saliera mi hijo, pero no salió. Debía de haber una puerta trasera, no sé. Tomé el autobús para ir a casa. Bajé por mi calle nevada. Me volví a mirar mis pisadas, como hago siempre. Al llegar a la puerta busqué mi nombre en los timbres. Y, como sé que a veces veo visiones, después de cenar llamé a información para preguntar si yo estaba en la guía. Aquella noche, antes de acostarme, abrí el libro que había dejado en la mesita de noche. «A Leon Gursky», ponía.
Aún tenía el libro en las manos cuando el hombre al que había abierto la puerta se me acercó por la espalda.
—¿Lo conoce?
Yo solté el libro, que cayó a mis pies con un golpe sordo y quedó con la cara de mi hijo hacia arriba. Yo no sabía lo que hacía. Traté de explicar.
—Soy su padre —dije. O quizá—: Es mi hijo.
Dijera lo que dijese, me hice entender, porque el hombre me miró atónito, luego sorprendido y luego como si no me creyera. Lo cual me pareció normal, porque, al fin y al cabo, ¿qué iba a pensar de un individuo que llega en limusina, abre una cerradura y luego pretende ser el padre de un escritor famoso?
De repente, me sentí cansado, más cansado de lo que había estado en años.
Me agaché, recogí el libro y lo puse en el estante. El hombre me miraba, pero en aquel momento sonó en la calle el claxon del coche, y me alegré, porque me parecía que, para un día, ya me habían mirado lo suficiente.
—Bien —dije yendo hacia la puerta—. Vale más que me vaya.
El hombre sacó la billetera, extrajo un billete de cien dólares y me lo tendió.
—¿Su padre? —preguntó.
Yo me guardé el dinero en el bolsillo y le di un caramelo de menta, gentileza de la casa. Metí los pies en los zapatos empapados.
—En realidad, su padre no —dije. Y sin saber qué más decir, añadí—: Más bien un tío. —Me pareció que esto lo desconcertaba bastante, pero por si acaso dije—: Tampoco exactamente un tío.
Él alzó las cejas. Yo tomé la caja de las herramientas y salí a la lluvia. Él quiso darme las gracias otra vez, pero yo ya bajaba los escalones. Subí al coche.
Él seguía en la puerta, mirándome. Para acabar de convencerlo de que estaba pirado, agité la mano haciendo el saludo de la reina.
Eran las tres cuando llegué a casa. Me metí en la cama. Estaba reventado.
Pero no podía dormir. Echado de espaldas, escuchaba la lluvia y pensaba en mi libro. No le había puesto título, porque ¿qué falta le hace un título a un libro que nadie va a leer?
Me levanté y fui a la cocina. Guardo el manuscrito en una caja dentro del horno. Lo saqué, lo dejé en la mesa y puse un folio en la máquina de escribir.
Estuve mucho rato mirando el papel en blanco. Con dos dedos, tecleé un título:
RIENDO Y LLORANDO
Lo miré durante unos minutos. No estaba bien. Añadí otra palabra:
RIENDO Y LLORANDO Y ESCRIBIENDO
Después otra:
RIENDO Y LLORANDO Y ESCRIBIENDO Y ESPERANDO
Hice una bola con la hoja de papel y la tiré al suelo. Puse agua al fuego.
Había dejado de llover. Una paloma arrullaba en el alféizar. Ahuecó las plumas, se paseó de un lado al otro y levantó el vuelo. Libre como un pájaro, por así decir. Puse otra hoja en la máquina y escribí:
PALABRAS PARA TODAS LAS COSAS
Sin darme tiempo a cambiar de idea, saqué la hoja, la puse encima del montón y tapé la caja. Encontré papel de embalar e hice un paquete. Encima escribí la dirección de mi hijo, que me sé de memoria.
Me quedé esperando que ocurriera algo, pero no ocurrió nada. Ni un vendaval lo barrió todo. Ni tuve un ataque al corazón. Ni un ángel llamó a la puerta.
Eran las cinco de la madrugada. Faltaban horas para que abrieran la oficina de correos. Para matar el tiempo, saqué el proyector de diapositivas de debajo del sofá. Es algo que hago en días especiales, mi cumpleaños, por ejemplo. Lo pongo encima de una caja de zapatos, lo enchufo y pulso el interruptor. Un haz de luz polvorienta ilumina la pared. Guardo la diapositiva en un tarro, en el estante de la cocina. Le soplo el polvo, la inserto y avanzo. La foto se enfoca.
Una casa con la puerta amarilla, al borde de un campo. Al final del otoño. Entre las ramas negras, el cielo está de color naranja y luego se vuelve azul oscuro.
Por la chimenea sale humo de leña y por la ventana casi puedo ver a mi madre, inclinada sobre una mesa. Yo corro hacia la casa. Siento el viento frío en las mejillas. Extiendo la mano. Y, como estoy soñando, por un momento me parece que puedo abrir la puerta y entrar.
Se hacía de día. La casa de mi infancia se borraba ante mis ojos hasta casi desaparecer. Apagué el proyector, me comí una barrita de cereal con fibra y fui al lavabo. Cuando hube hecho todo lo que iba a hacer, me lavé con una esponja y me puse a buscar el traje en el armario. Encontré los chanclos que buscaba desde hacía tiempo y una radio vieja. Al fin, en el suelo, arrugado, el traje, un traje blanco de verano, aceptable si no te fijas en la mancha amarronada del pecho. Me vestí. Escupí en la palma de la mano y me aplasté el pelo.
Completamente vestido, me senté con el paquete marrón en el regazo.
Comprobaba y volvía a comprobar la dirección. A las 8.45 me puse la gabardina y agarré el paquete bajo el brazo. Me miré en el espejo del recibidor por última vez. Luego abrí la puerta y salí a la mañana.