X: «Tienes que esconderte ahora mismo»

X

«TIENES QUE ESCONDERTE

AHORA MISMO»

Tardé en dormirme y en seguida me asaltó una pesadilla horrible. Primero soñé que la guerra no había terminado y recreé angustiado muchas de las historias del frente que tantas veces había oído contar. Escuchaba tiros y cañonazos que retumbaban en mi almohada y veía a la gente correr enloquecida en busca de refugio. Los soldados bajaban una y otra vez de la sierra llevando muertos y heridos en camillas improvisadas con dos palos y una manta. Entonces se produjo una gran explosión, que convirtió nuestra casa en una nube de polvo, me hizo brincar en la cama. Me agarré con fuerza a los hierros de la cabecera y rompí a llorar. Cuando empecé a recuperar el sentido de la realidad, escuché por fin la voz de mi madre:

—Tranquilo, tranquilo… No es nada. Estabas soñando. No pasa nada. Estoy yo aquí —me decía en tono suave mientras me acariciaba el pelo. En seguida vino también mi padre a la habitación y se sentó a los pies de la cama.

—¿Qué pasa? —preguntó asustado.

—Nada. Ya está bien. Estaba soñando. Alguna pesadilla fruto de esas cosas que Celsa le mete en la cabeza —le explicó mi madre—. Le oí gritar y vine a despertarle. Estaba agitadísimo. Me costó soltarle las manos, las tenía agarrotadas a la cama. Fíjate cómo suda.

Mi madre no paraba de pasarme la mano por la frente. La cabeza me dolía y el cuerpo me cosquilleaba. Mi padre respiró hondo, se estiró los hombros, bostezó y, dejando caer los brazos con desaliento, dijo:

—No me extraña. Si los mayores estamos a punto de tener que ir al psiquiatra, ¿qué no les va a pasar a los niños? Ya te lo he dicho alguna vez: vamos a tener que irnos de aquí.

—Ya pasó todo. Anda, duérmete otra vez y sueña cosas bonitas —me dijo mi madre sin dejar de abrazarme y sin prestar atención a las meditaciones de mi padre—. ¿Te duele algo? ¿No? Estupendo. Pues, hala, a dormir y a no soñar tonterías. Verás como mañana hay mejores noticias.

Pero sus premoniciones sólo se cumplieron en parte. En seguida me quedé dormido de nuevo e inmediatamente recuperé el hilo de la pesadilla que tanto me había estado atormentando. El pueblo había sido tomado por militares malhumorados que amenazaban con fusilar a todos los que veían por la calle. Unos desconocidos habían incendiado la iglesia y sólo don Primo, con la sotana arremangada, había acudido con dos calderos de agua a salvarla de las llamas que ya alcanzaban el campanario. Le veía ir y venir del río refunfuñando, salpicando la calle y lanzando imprecaciones contra todos.

—Aquí lo que faltan son cojones, hablando mal y pronto —le dijo a una aterrorizada viejecita que se arrodilló a rezar frente a la Cruz de los Caídos—. Nadie viene a apagar estas llamas, pero otras más grandes que estas se encargarán de dar buena cuenta de todos. Vergüenza debería darles. ¡Mierda de pueblo!

La plaza y las calles del centro se habían llenado de humo negro. De repente, una nueva visión terrible volvió a hacerme saltar una vez más en la cama presa del terror: «¡Nooooo!», grité. Por un callejón veía acercarse a mi padre cubierto de andrajos, la frente tapada con una venda, la cara tiznada de hollín y un sangrante muñón de brazo colgándole del hombro derecho. Cuando mi madre, que volvió corriendo a despertarme, entró en la habitación, me encontró llorando con desconsuelo. También acudió mi padre y al verle con el pelo revuelto de la cama, reviví la imagen de la pesadilla que acababa de sufrir y grité con toda la fuerza de mis pulmones. Tardaron casi media hora en serenarme. Mientras mi madre me hablaba para distraerme, mi padre me subió de la cocina un vaso de leche caliente que tomé con desgana y, lejos de tranquilizarme, me sentó mal y me produjo náuseas.

Cuando ya me vieron más relajado, intentaron que volviera a dormirme, pero a mí me daba mucho miedo recuperar una pesadilla tan horrorosa y en cuanto regresaron a su cuarto hice cuanto estuvo en mi mano para evitar quedarme dormido nuevamente. Escuché en el reloj de pared del salón las campanadas de las horas, las medias y los cuartos de las dos, las tres, las cuatro y las cinco de la madrugada. Ya habían sonado las campanadas de las seis menos cuarto cuando unos golpes en la puerta de la calle me pusieron el corazón en vilo hasta que reconocí la voz familiar del tío Arsenio. Eso me tranquilizó y hasta me produjo una sensación agradable de alegría.

Unos instantes después oí cómo se abría la ventana de la habitación de al lado y la voz sigilosa de mi padre, que le ordenaba aguardar unos minutos en silencio.

—¡Chisss! Ahora bajo. Vete por detrás…

Cuando me acerqué a la ventana, apenas alcancé a verle dar la vuelta con la bicicleta de la mano por el lado estrecho del jardín —en realidad un retranqueo de la casa con el camino que subía a la ermita recubierto por una enredadera— hacia la puerta trasera. Mi padre, mientras tanto, observaba tras el cristal la carretera del otro lado y la margen del río sumida a esas horas en la oscuridad más absoluta. Cuando se convenció de que no había nadie vigilando por los alrededores, bajó sin hacer apenas ruido y poco después les oí hablar entre susurros en el pasillo. Mi tío venía muy contento.

—Lo hemos conseguido —le escuché contar—. Y eso que tuvimos a la pareja pisándonos las ruedas. Pero conseguimos despistarlos. Yo creo que fueron unos mozos del pueblo donde compramos la harina, que nos denunciaron. Además de tener que pagársela a precio de oro, luego quisieron jodernos. Unos hijos de puta. Pero aquí está la mercancía. Dos sacos de medio quintal cada uno. Uno lo amarré bien en el sillín de atrás, bien promediado, y con el otro en la barra, abrazado a él toda la noche como si fuera un niño, desfiladero abajo. Ahora a ver qué tal se le da a Elvira lo de amasar…

—No creo que lo haya hecho nunca —cortó mi padre. Bajó aún más la voz y añadió—: Oye, hay problemas graves. Estábamos muy preocupados. Anoche, mejor dicho, anteanoche ya, dieron un golpe en el puerto, en la casa de ese fantoche que se llama Leandro, que había vendido un ganado y… Bueno, después te lo cuento con detalle. Lo cierto es que vinieron guardias de fuera, tomaron el pueblo como en los peores días de la guerra, y andan buscándote. Creo que sospechan que hacemos de puente con el maquis. No me lo han dicho con tanta claridad, pero deben de pensar que cuando andamos por el monte les pasamos información o les proporcionamos suministros, yo qué sé. Fueron a tu casa varias veces, preguntaron a los vecinos, que a saber lo que les dirían, y lo peor es que cuando vinieron aquí y nos preguntaron dónde estabas, pues no hemos sabido qué responder. Tampoco íbamos a decirles que te dedicabas al estraperlo para que te estuvieran esperando en alguna curva de la carretera con el fusil apuntando. Ya sabes que estos disparan primero y preguntan después.

Mientras escuchaba, imaginaba a Arsenio asintiendo con la cabeza. La alegría del éxito que había conseguido transportando en una frágil bicicleta cien kilos de harina de trigo a lo largo de setenta y tantos kilómetros por carreteras en estado deplorable, saltándose los fielatos y burlando los controles de la Guardia Civil, en seguida debió de esfumarse de su cara. Mi madre bajó a medio vestir, le abrazó, le besó, le cogió de la mano y le dijo:

—¡Ay, Arsenio, tienes que ir a esconderte ahora mismo!

—Elvira, un momento —la interrumpió mi padre—. No te precipites. Vamos a hablarlo con calma. ¿Por qué no nos sentamos en la cocina, haces un poco de café y vemos la situación con serenidad, eh? Además, tu hermano vendrá con hambre.

—Acaba de quitárseme, no te preocupes. Un poco de café sí que tomo. Nada más. —Hizo una pausa—. Respecto a… Pues no sé, ¿a vosotros qué os parece? —preguntó mi tío.

—No, Elvira, no enciendas la luz. Hablaremos a oscuras. Sólo hay dos alternativas… Te entregas voluntario y, hombre, yo creo… Lo malo es que no puedes probar dónde estabas anteanoche y dónde estuviste ayer todo el día y… por qué no te presentaste antes. —Mi padre infló la cara y resopló largo rato—. No sé. No sé qué pasaría. ¿A ti qué te parece?

—¡Pum, pum! —exclamó mi tío con un tono de humor tétrico que no ocultaba su preocupación.

—¡Por Dios! —exclamó mi madre dejando caer el cacharro que estaba poniendo a hervir

—Tranquila, mujer. La otra posibilidad —prosiguió mi padre—, y es la que nosotros vemos más clara, es esconderte de momento y a ver cómo salimos. No es nada agradable, desde luego. Lo sabes tú tan bien o mejor que yo. En Colazo, por donde la casa de Hortensia, hay varios lugares que ya conocemos y que están bien para ocultarse unos días y salir huyendo si fuese necesario. Quizá sea la mejor solución.

—Lo que decidáis tiene que ser pronto, antes de que amanezca. Aquí es mal sitio para que estés, Arsenio —apremió mi madre oteando el exterior por la ventana.

—No, aquí no puedes quedarte. La pareja merodeó alrededor de la casa varias veces esta noche. Ya los conozco hasta en el pisar. En cualquier momento vienen y registran. Además, que cuando patrullan por la carretera rara vez no se detienen aquí al lado a encender un cigarrillo. Lo hacen para intimidar, claro, para que sepamos que nos vigilan. Quedarte aquí hoy es muy arriesgado.

—Ya —admitió Arsenio moviendo la cabeza—. Esta casa es la boca del lobo. Y de salir, cuanto antes, claro. Esta es la mejor hora. ¿Y decís que han venido guardias de fuera? ¡Joder!

Mi madre terminó de moler el café, lo entremezcló con una cucharada de achicoria y ya se aprestaba a encender la cocina cuando mi padre, que parecía distraído analizando la situación, se sobresaltó de repente y le dijo:

—No enciendas la cocina, Elvira. En una de estas ven humo y vienen a comprobar por qué hemos madrugado tanto. Deja el café para otro momento. Todas las precauciones son pocas. ¿No quieres tomar otra cosa, Arsenio? Tengo por ahí una botella de Tres Cepas a medias. Aquí como casi no bebemos… Una copa te entonará el estómago y te dará fuerzas.

—No, no quiero nada. Antes de salir anoche, esperando a que oscureciese del todo, bebí yo solo casi una botella de vino en aquel pueblucho de mierda donde nos denunciaron y ahora, entre una cosa y otra, me duele un poco la cabeza. ¿Sabe algo Hortensia de todo esto?

—Sí. Hemos procurado movernos poco para no despertar mayores sospechas. Pero ella está de acuerdo y tiene las cosas preparadas. En la casa tampoco puedes quedarte, claro. Sin embargo, por allí hay sitios. Ahora, si lo prefieres, mira, nada más amanezca vamos al cuartel, te presentas y les cuentas alguna historia que se nos ocurra. Nosotros ya hemos dejado caer que tienes una medio novia por ahí fuera. Yo te acompaño. Ahora, si te decides a esconderte, lo mejor es que no esperes. Vete por el camino de antes, allá por donde la cabaña aquella donde vivía Celsa, la que trabaja aquí, ¿te das cuenta por dónde te digo?

—Quizá sea mejor, sí. Por ahí no va casi nadie. Y si me localizan, diré que estoy viendo algunos eucaliptos que necesitamos comprar.

—Vete con cuidado, no vayan a pegarte un tiro —le recomendó mi madre toda temblorosa al tiempo que le abrazaba.

—No te preocupes. Presiento que a estos cabrones cada vez les queda menos. Teníais que ver cómo está la gente de encabronada por ahí arriba y eso que los castellanos de rojos también tienen poco.

—Pues por aquí… Meapilas de misa diaria. Estos no cambian. De comunión y brazo en alto.

—Hay de todo. Abundan los cabrones, pero también hay gente demócrata que no va a aceptar fácilmente que esta situación se prolongue. España no puede ser una isla fascista en una esquina de una Europa libre. Los otros dos ya cayeron, uno ya conoce el sabor del cianuro y el otro sabe lo que se siente al recorrer a rastras las calles del pueblo. Sólo queda este pájaro de la muerte. Le llegará su hora sin tardar.

Cuando me levanté y bajé a desayunar, vi los sacos de harina que había traído Arsenio con tanto esfuerzo y tanto riesgo tapados con unas mantas en la despensa. Mi madre, pálida y demacrada, arrastraba su delgadez enfermiza con un rictus indisimulable de angustia. Mientras desayunaba, observé por la ventana la silueta ya familiar de dos tricornios sobresaliendo por encima de la tapia que se movían carretera arriba. Ya habían sobrepasado la casa cuando uno de los guardias volvió sobre sus talones y se acercó a la cancela. Llamó a voces:

—¡Señora! ¡Señora! ¿Ya saben algo de su hermano? —preguntó sin aguardar a que mi madre respondiera.

—¡Nada! —gritó mi madre a través de la ventana entreabierta sin dejar de secar los cubiertos del desayuno—. Estará en su casa, o en las cortas de madera o en el aserradero… Puede estar en tantos sitios. ¿Han ido a buscarlo allí?

—¿También por las noches? Hace dos días que no aparece por casa. ¿Le dieron el recado? Tendrá que explicar dónde anduvo desde el viernes.

—No sé. Habrá ido a cortejar. Es joven, ¿no? Tiene una novia por ahí fuera. Yo sobre sus asuntos personales no le pregunto. Si él no me lo cuenta, yo no le pregunto.

—Pues si tiene novia fuera, que no vuelva a verla hasta que pase por el cuartel y nos lo explique. No se puede uno ir de casa así como así. Por lo tanto, ya sabe: le estamos esperando. Y su marido ¿qué hace?

—Trabajando. ¿Qué va a hacer? El no tiene un sueldo del Estado.

—Hoy es domingo. Está prohibido trabajar los domingos y fiestas de guardar o ¿es que no se han enterado? Este es un país católico y hoy es el día del Señor. Para ir a misa y descansar.

—Bueno, hoy no están trabajando. Pero ellos suelen ir a ver lo que hicieron los obreros y a cubicar las cortas. ¿Querían verle? Se lo diré cuando regrese.

No respondieron. Como dos autómatas, dieron media vuelta y echaron a andar carretera adelante. La mañana había amanecido fresca, pero conforme fue avanzando, el calor volvía a arreciar. Mientras hablaban con mi madre salí al porche y me puse a leer un libro de Julio Verne —La vuelta al mundo en ochenta días— que me había regalado tía Hortensia el día de mi cumpleaños. De vez en cuando levantaba la vista de la página y viéndoles con sus tricornios charolados, sus capotes verdes de estameña y sus botas no pude menos de estremecerme ante el temor de que se llevasen detenido a mi padre. A media mañana fui a la plaza y la encontré llena de gente aguardando para asistir a misa.

El empecinamiento del párroco en celebrar los cultos parroquiales con el horario solar y su negativa a que se adelantara el reloj de la torre como había sido dispuesto en el decreto que establecía el cambio horario mantenían confundidas a muchas personas que no tenían reloj. Empezaban a acuñarse términos como «la hora del correo» y «la hora del cura» y, aunque el pueblo no estaba para mucho humor, era uno de los pocos temas de conversación que permitían algún desliz gracioso. En los círculos que se habían formado en espera del último toque de la campana, los comentarios que se escuchaban mezclaban todo lo ocurrido en las últimas horas.

—Habla bajo, que hay ropa tendida… —le decía un hombre alto y gordo a Venancio, el telegrafista, que vociferaba contra el maquis.

—Y a mí qué cojones me importa que los rojos se enteren de lo que pienso. Mejor van a enterarse ellos de lo que vale un peine. Había que haber acabado con ellos antes de dar la guerra por terminada. Que sí, hombre, que sí: el parte final fue muy precipitado. Cualquier día habrá que volver a terminar de hacer la limpia que en el 39 no se llevó a cabo.

El asalto a la casa de Leandro el del puerto seguía dando que hablar. Alguien aseguraba que los atracadores ya estaban identificados y no tardarían en enfrentarse a una Ley de Fugas bien aplicada por la Benemérita. Tres o cuatro labradores, que se distinguían claramente por su piel cetrina, sus boinas y ademanes, hablaban de la sequía que había arruinado sus cosechas y amenazaba la supervivencia del ganado. Todos veían bien la promesa del cura de comenzar las rogativas al día siguiente —«Esas cosas nunca sobran», decía uno—, pero no parecía despertar grandes esperanzas.

—Aquí lo que tiene que hacer el Movimiento es construir un embalse y a correr… Si yo pudiese explicárselo al Caudillo, seguro que se hacía la represa del Pandal. A ese hombre providencial, al que nunca sabremos agradecerle bastante lo que hace, una idea así no se le escapa. Lo que pasa es que los que están por debajo ni se enteran. Viene el gobernador y todo lo que al alcalde se le ocurre que hay que pedirle son tonterías. Así nos va —le comentaba Ricardo, el recaudador de arbitrios, a don Ramón, el maestro.

Un grupo de mujeres recordaba entre aspavientos y exclamaciones el susto que habían pasado la víspera con lo que le había ocurrido durante el rezo del rosario a la hija de Eulogia. La opinión de una señora enlutada que lo atribuía a un ataque de nervios fue rechazada con rabia y desprecio por otra, convencida de que aquello no podía tener causas naturales.

—Para mí, para mí, ¿eh? Para mí, fue el diablo. Había que ver cómo echaba espuma por la boca, había que ver cómo se retorcía, con qué fuerza. Ningún mozo del pueblo es capaz de desplegar tanta fuerza. Y menos mal, menos mal que don Primo hizo lo que hizo, porque si no nos hubiese arrastrado a todas…

—Allí tendrían que haber estado algunos bocazas que yo conozco… —replicó una tercera mirando con desconfianza a un lado y a otro—. Y la culpa es de la madre, por no llevarla siempre con una cruz colgada.

Ya en la puerta del templo, en la cola que siempre se formaba mientras las mujeres se acomodaban las mantillas y desenredaban los rosarios, otras dos beatas ya de edad madura cayeron en la cuenta de que el cadáver de Eusebia aún seguía sin enterrar.

—¡Pobre mujer! —exclamó una, santiguándose.

—Pues allí la tienen. Para mí que a don Primo se le fue el santo al cielo. Enterrar a los muertos es una obra de misericordia.

—Pues hasta mañana nada. Hoy no se pueden celebrar entierros. Es el día del Señor. La liturgia no lo permite.

—No sé. Cuando vayan, a ver quién aguanta el olor.

—¡Ay, sí! La tendrán medio comida los gusanos, a la pobre.

—¡Por Dios!