XX: El aletear del murciélago

XX

EL ALETEAR DEL MURCIÉLAGO

Los días empezaron a volverse eternos. La lluvia seguía haciéndose esperar, pero el frío del invierno llegó prematuramente. Muchas familias sufrían verdadera penuria y el hambre amenazaba a muchos hogares. El campo no producía nada, el ganado estaba arruinado y los hombres no encontraban donde ganar un jornal. Algunos venían a casa a pedirle trabajo a mi padre y le contaban con detalle las dificultades con que estaban subsistiendo.

—Esto va muy mal, Joaquín —escuché cómo le decía un hombre fortachón—. La mitad de los días sólo hacemos una comida en casa y eso a base de patatas con un trozo de tocino, cuando se encuentra. Tener que irse a la cama sin cenar una noche sí y otra también es muy duro. Uno empieza a desesperarse y acaba pagándolo con la mujer o los hijos, que son los que menos culpa tienen.

Con la llegada de una maestra interina para sustituir a doña Esther se habían reanudado las clases, pero don Arturo, el médico, le recomendó a mi madre que no me mandase todavía. Yo seguía hablando con dificultad y el miedo a tartamudear estaba convirtiéndose en una razón más, no la única, desde luego, para mi mutismo sobre la noche del cumpleaños de mi tía Hortensia. Era evidente que me había transformado en un niño triste y taciturno, algo que nunca había sido, y la gente no paraba de especular sobre las razones.

—Poco a poco, Elvira —le decía don Arturo a mi madre—. Ya recuerdas lo que dijo el especialista: tranquilidad, aire puro, que coma, eso sí; procura tentarlo con cosas que le gusten y dentro de unos días, cuando a él le apetezca, que vuelva a la escuela. Ahora sería contraproducente hasta por las preguntas y bromas de los otros niños.

En este punto el médico había acertado. Yo, que antes disfrutaba en la escuela, no deseaba volver. Tampoco quería encontrarme de nuevo con los compañeros, ni siquiera con los amigos íntimos con los que pocos días atrás compartía travesuras y alguna conversación chispeante sobre el color de las prendas íntimas que llevaba alguna niña o los pechos que empezaban a abultarle bajo la blusa. Deseaba estar solo, con mis secretos cada vez más encerrados en mi mente, y con mis reflexiones que siempre pasaban por una realidad tan espantosa como indiscutible: la existencia amenazante del diablo, que iba a perseguirme toda la vida.

Un día llamó a la puerta un fraile joven, con una cruz hecha con dos ramas que le servía de báculo, y una sotana de estameña marrón anudada en la cintura con una cuerda de esparto. Pedía para las misiones y mi padre, que salía en ese momento para su comparecencia diaria en el cuartel, le dio todas las monedas que llevaba en el bolsillo.

—Dios se lo pague —dijo el religioso poniendo cara de gratitud.

Hablaron un momento y le contó que era lego limosnero en un convento muy antiguo de la provincia de Burgos y que ya llevaba recorridos a pie varios centenares de kilómetros por el norte de España. Yo me quedé mirándole a través de los cristales de la ventana con cierta envidia. Entendí en seguida que portara una cruz en vez de una cachava, porque así el diablo no se acercaría ni a tentarlo ni a asustarlo, y me sugestionó la idea de caminar sin rumbo fijo por el mundo adelante, disfrutando de las incertidumbres del desarraigo, de las dificultades de la libertad y, sobre todo, de no ver nunca a personas conocidas. Empezaba a sentir auténtico rechazo hacia la gente y consideré una maravilla poder relacionarse cada día con personas distintas. Luego, la idea de no volver a ver a mis padres y a mis tíos me turbó, y la alejé de la cabeza. Mi madre se había puesto a hacer las camas y la oí llamar a Celsa, que estaba trabajando en el jardín, para que subiera a ayudarla a sacudir los colchones.

—¿Te estás aplicando bien con el catecismo? —me preguntó en voz baja cuando pasó a mi lado.

Apenas la miré y fijé la vista en el suelo en un gesto de indiferencia. Podría haberle contestado que sí, porque algunos avances sí que había hecho, pero opté por quedarme callado. Además de algunas preguntas y respuestas sobre la doctrina, ya me sabía las tres virtudes teologales, las cuatro virtudes cardinales, los cinco sentidos corporales, las tres potencias del alma y los siete dones del Espíritu Santo. Como no podía ponerme a estudiarlo con dedicación, primero porque no conseguía concentrarme, y segundo porque mi madre no me quitaba la vista de encima, lo intentaba furtivamente. Lo que hacía era leer una frase, la retenía de manera visual un instante, guardaba en seguida el librito y me ponía a repetirla para mí una y otra vez hasta que me quedaba grabada en la memoria. Así, repitiendo y repitiendo, me liberaba mejor de todo cuanto me rodeaba y sobre todo de cuanto me angustiaba, en particular los recuerdos.

Como otras muchas tardes, pasó don Primo al lado de casa, cubierto con su bonete y leyendo el breviario, y cuando nos vio por el rabillo del ojo a mi madre y a mí sentados en el porche, se detuvo, se volvió, levantó la vista hacia nosotros y saludó con su frase habitual:

—Santas y buenas…

—Buenas tardes —respondió mi madre con la sequedad con que solía expresarse cuando no estaba con ganas de pegar la hebra.

—¿Ya está mejor? —preguntó el cura, dirigiéndome la mirada.

—Sí. Muchas gracias. Ya está bien. No ha sido nada.

—La vida interior con que Dios nos dota a los seres humanos es la que nos distingue de las bestias, pero a su vez también nos…

Mi madre, que seguía con la mirada fija en la costura y a duras penas ocultaba su mal humor, no le dejó terminar:

—¡Ya! —Y respiró hondo.

—¿Ya sabes lo que quieres ser de mayor, Ignacio? —me preguntó.

Le miré un instante y bajé la vista sin atreverme a responder.

—Contéstale —me ordenó mi madre.

—No —respondí—. Todavía no.

—Pues yo cuando tenía tu edad ya quería ir al seminario. Es cuando se destapan las vocaciones.

—A este no le da por ahí —sentenció mi madre.

El cura no dijo nada. Nos lanzó una mirada que se me antojó amenazadora, bajó la vista al libro que llevaba en la mano y echó a andar de nuevo, ahora a buen paso. Unos minutos después llegó mi tía Hortensia, que venía a verme. Me traía unas rosquillas que había hecho y una pelota de goma que me había comprado. Era una mujer extrovertida y optimista, pero en esta ocasión parecía preocupada. Se sentó con nosotros en el porche, se interesó por mi evolución y al poco rato le dijo a mi madre:

—Tengo así como… No sé, malestar, ¿no tendrás café hecho? Parece que me apetece tomar algo caliente.

—Hecho no. Pero lo hago ahora mismo. Lo que no te garantizo es que sea muy bueno. Malta más bien.

—Da igual. ¿No te importa? Aunque sea achicoria hervida. Lo importante es que esté caliente.

Nada más desaparecer mi madre hacia la cocina, mi tía adoptó un tono sigiloso, me pidió que me acercase a ella y me dijo:

—Deja el libro un rato, anda, que vas a quedarte ciego de tanto leer. Habla un poco conmigo. Oye, ¿ya sabes lo que vas a ser cuando seas mayor?

Salté en la silla. En seguida intuí que detrás de aquella pregunta de apariencia inocua había algo más. No era normal que de repente todo el mundo se lanzase a preguntarme si ya sabía lo que quería ser de mayor. Como venía siendo habitual, no respondí. Apenas moví la cabeza.

—Es que me ha dicho un pajarito que lo sabe todo que quieres ir al seminario, ¿es verdad? A mí puedes decírmelo. Sabes que en mí puedes confiar.

Volví a encogerme de hombros. Nunca me había planteado en serio ir al seminario, pero tampoco lo había descartado, y menos en unas circunstancias como aquellas. Por una parte, me libraba del pueblo y me ayudaría a escapar… pero escapar ¿de qué? Pues de mí mismo, aunque en esos instantes eso no sabía precisarlo. Claro que, por otra, pesaba la influencia familiar, que no iba a aceptarlo de buena gana, y la idea de ser cura y tener que pasarme la vida tratando con beatas y yendo a los cementerios a rezar responsos me horrorizaba.

Después de tomar el café, mi tía me sugirió que fuese a dar una vuelta, cosa bastante sorprendente en ella, que siempre que venía a vernos propendía a tenerme a su lado.

—Juega por ahí un rato o baja a dar un paseo a la plaza. No vas a estar aquí toda la tarde encerrado entre mujeres. Luego van a decir tus amigos que siempre estás pegado a las faldas. Además, si no te importa, ¿me haces un recado?

—Bueno —asentí.

Improvisó un encargo para la tienda de ultramarinos de Pepe, el Mexicano, y me dio un billete mugriento de cinco pesetas para pagar.

—Me compras dos bolas de añil para la ropa y una pastilla de jabón.

Cuando regresé con los encargos, las sorprendí hablando misteriosamente. Mi tía esperó a que regresara mi padre, que volvió a ofrecerse para acompañarla un trecho del camino en su regreso a casa. Los preparativos para la huida de Arsenio a Venezuela, que a mí se me ocultaban en buena parte, estaban en marcha dificultados por el secreto. Luego descubrí que lo haría en un barco que llegaría con madera procedente de Colombia y zarparía de nuevo cargado con minerales hacia la Guaira.

—Hijo, ¿tú has hablado con alguien de a qué quieres dedicarte cuando crezcas? —me preguntó mi madre cuando nos quedamos solos.

Hice una trompetilla con los labios y me encogí de hombros.

—¿Por qué? —pregunté.

—Bueno, ya oíste al cura. ¡Qué manera de meterse en la vida de los demás! ¡Qué asco de metomentodo! ¿Qué le importa a él lo que vas a estudiar o lo que vas a dejar de hacer?

Durante la cena ninguno de los tres mostrábamos ganas de hablar. Mis padres apenas cruzaron algunas palabras, por cierto bastante enigmáticas, sobre la huida de Arsenio. Yo en seguida anuncié que me iba a la cama. Quería aprovechar para seguir estudiando el catecismo y, como mi habitación estaba justo encima de la cocina, escuchar lo que hablaban. Efectivamente, nada más quedarse solos, mi madre le contó la conversación con don Primo, y luego lo que ya era nuevo para mí: lo que le había contado Hortensia. De camino a nuestra casa, mi tía se había encontrado con el párroco, quien acababa de estar con mi madre y conmigo, y este la había conducido a una conversación que, según relataba mi madre, corrió por estos cauces:

—Tenemos que resolver entre los dos un asunto muy delicado…

—Usted dirá, don Primo —le respondió mi tía.

—Acabo de estar con tu hermana y con tu sobrino. El niño no se atreve a hablar, tu hermana y tu cuñado le tienen atemorizado, porque me consta que él quiere ir al seminario y sus padres no le dejan. Es una vocación pura que no podemos desaprovechar. Dios se ha fijado en él y hay que hacer cuanto esté en nuestras manos para que Su voluntad se cumpla.

—Ay, señor cura, yo no tengo ni idea de eso. A mí el niño nunca me dijo nada y conmigo tiene confianza para hablar —le respondió mí tía—. ¿Cómo se enteró usted?

—De la voluntad de Dios, sus pastores siempre tenemos noticias. ¿No le parece a usted extraña la actitud del niño? ¿Por qué está así? ¿Qué le pasa? Yo sé que hay fuerzas superiores que andan detrás de su actitud taciturna en una postura de rebelión callada contra sus padres. Habla con él, poco a poco, y me cuentas. No permitiré que unos descreídos, como son tu hermana y tu cuñado, frustren una vocación como la de ese niño y hagan imposibles los impulsos de su fe.

—No sé qué decirle, don Primo. Si fuese así, no creo que mi hermana y mi cuñado se pusieran tan cerriles. Pero yo no creo…

—¿Qué le ha ocurrido al niño? ¿Tú lo sabes? ¿Te lo han dicho? Es todo muy raro. Me consta que el niño está estudiando el catecismo a escondidas de sus padres porque ellos ni siquiera las primeras oraciones le han permitido aprender. Menos mal que Celsa le ha enseñado a persignarse y a distinguir entre el pecado y la virtud. ¿Te parece normal que tenga que ser Celsa, una mujer buena y pía pero analfabeta la pobre, quién tenga que estar haciendo una labor de catequesis obligatoria para los padres?

Mi padre escuchó en silencio el relato que le iba reproduciendo mi madre de todo cuanto le había contado su hermana aquella tarde, pero al final estalló en cólera.

—¡Hay que joderse! Pero tú ¿tenías alguna noticia de esto?

—¡Yooo! Es la primera vez que oigo una cosa así. Hoy pasó por aquí el cura y nos dijo lo que ya sabes. Sólo el verlo me pone más enferma de lo que ya estoy.

—¡Cacho cabrón! —exclamó mi padre sin poder contenerse—. Habrá que hablar con el niño. Pero estando como está, a ver cómo te metes ahora en… Eso ha sido la Celsa de los cojones. Debimos echarla hace tiempo. Es un peligro tenerla en casa.

Cuando se calmó un poco, ya con voz más pausada, comentó:

—Ahora hemos de resolver tres cosas: la recuperación del niño, tu curación, que, por cierto, no te pregunté qué tal te has sentido hoy, y lo de Arsenio, porque las cosas están poniéndose muy mal. Una vez resuelto todo esto, inmediatamente preparamos nuestra marcha de aquí. Le he estado dando muchas vueltas. Lo mejor va a ser que nos marchemos a Barranquilla y allí, con un poco de ayuda de los primos para introducirme, podré seguir en el negocio de la madera. Espero que no tengamos problemas para vivir y, en cualquier caso, estaremos más tranquilos. Por lo menos no vamos a tener a un cura fascista tocándonos los huevos, a una docena de guardias civiles jodiéndonos todo el día y a una vieja bruja espiándonos…

—Tú verás —respondió mi madre—. A mí lo de América no me apetece mucho, pero comprendo que lo de aquí se vuelve insoportable. Además, ¿crees que nos darán el pasaporte? Lo dudo.

—Sí. Esa es otra.

Aquella noche soñé algo muy extraño. Habíamos subido a los picos y cuando estábamos en lo alto, echamos a andar por la niebla, que era suave como la espuma del jabón, y tibia como las caricias de mi madre. El cielo en lo alto era azul, limpio y luminoso, y desde allí no se escuchaban los ruidos del pueblo. Me despertó el aletear de un murciélago en la ventana y me quedé insomne para el resto de la noche. Ya cercano el despuntar del alba, me volví a dormir y sólo me desperté cuando oí a mi padre hablar en voz alta en la cocina, casi gritando.

—¡Tiene cojones el asunto!

—¿Qué ha pasado? —preguntó mi madre.

—¿Sabes qué tenían hoy para plantearme estos hijos de puta?

—¿Quiénes?

—Los guardias, ¿quiénes van a ser? —respondió mi padre levantando la voz más cada vez—. El propio sargento, que es un comemierda, cabrón… Después de mirar cómo firmaba la hoja de comparecencia…

—¿Te hacen firmar?

—Todos los días. Así que firmo y me dice: «La hora de comparecer es al mediodía». Y le respondo: «Hombre, tengo que trabajar. Mi trabajo está fuera, lejos de aquí, compréndalo. Si quiere vengo por la tarde». Entonces me suelta: «Bueno, por esta vez, que pase. Pero un día de estos tenemos que hablar de lo de su hijo». Y le pregunto: «¿Qué pasa con mi hijo?». «Tenemos una denuncia contra usted y contra su mujer por coacciones. Al parecer están ustedes frenando su fe religiosa, impidiéndole que cumpla con sus obligaciones cristianas y prohibiéndole expresamente que desarrolle su vocación ingresando en el seminario». «¿Nosotros?», le respondí. «Eso es falso de toda falsedad. En la vida ha manifestado el niño deseos de ir al seminario ni Dios que lo fundó». Pero no escuchó razones. Me ha dicho que hoy no tenía tiempo para tomarme declaración y que fuésemos los dos, tú y yo, el lunes a las once para levantar un atestado. ¿Qué te parece?

—Eso ha sido el cura… —respondió mi madre con voz temblorosa.

—¡Cabrón! Claro que ha sido el cura, ¿quién iba a ser? —exclamó mi padre, que últimamente se había vuelto muy malhablado.

Los dos se quedaron en silencio un buen rato. Mi madre me llamó y, cuando bajé a la cocina, encontré a mi padre encorvado sobre la mesa con la barbilla apoyada en los puños de las dos manos. Apenas me dirigió la palabra. Al terminar de desayunar, me preguntó:

—¿Tú has dicho a alguien que quieres ir al seminario?

Abrí mucho la boca y le respondí sin demasiada firmeza:

—Yo no.

—Pues cuando quieras hacer algo, cuando quieras algo, me lo dices a mí o se lo dices a tu madre, ¿entiendes? A nadie más.

—Por Dios, no le riñas —intervino mi madre.

—No, no le estoy riñendo. Él sabe que no le riño y que yo no soy de esos padres que a la mínima les pegan a los niños. Le estoy diciendo lo que debe hacer. Ahora tienes que reponerte de lo que te ha pasado y después, cuando seas mayor, ahora sólo tienes diez años…

—Nueve —rectifiqué tenuemente y conteniendo a duras penas el llanto.

—Bueno, nueve, sí. Te faltan unos meses para cumplir diez, no me he olvidado del día en que naciste.

En cuanto terminó de hablar y se levantó para marcharse, subí a la habitación de nuevo. Quería estar solo. El corazón me palpitaba con fuerza, la angustia me oprimía el pecho y encogía el estómago, y sentía unas ganas irreprimibles de llorar.

—Y te lo repito —escuché que seguía diciendo mi padre, con una furia para mí desconocida—: No hables con Celsa. Te lo prohíbo. Como vuelva a dirigirte la palabra, se va a enterar.

Nunca supe si escuchó los gritos. La vi desde la ventana. Estaba podando la parra que extendía su ramaje amarillento por el frente oeste de la casa. Me vio detrás del cristal y me sonrió. Apenas la observé un instante, pero sus dientes renegridos, su tez arrugada y sus greñas sucias me produjeron de pronto el mismo escalofrío en los huesos que había sentido cuando vi tan cerca los cuernos retorcidos del diablo.