XXI
EL HOMBRE DE LAS CABRAS
El sábado se celebraba la feria de otoño y el día amaneció más despejado que nunca. Los ganaderos, que iban llegando desde temprano con sus reses al mercado, miraban al cielo con desconsuelo. Unas lluvias a tiempo hubiesen animado los precios de vacas, ovejas y caballos, que con la sequía estaban por los suelos. Los propietarios de ganado, que se veían incapaces de alimentarlo, querían vender parte de sus cabañas, pero no encontraban compradores.
Me despertaron muy pronto las voces de los feriantes y los motores de los camiones que aparcaban por los alrededores de nuestra casa. Mi padre madrugó más que de ordinario y salió a hacer algunas cosas. Cuando regresó, pasadas ya las once, después de comparecer en el cuartel, se mostraba bastante locuaz. Nos contó que la feria estaba menos concurrida que otros años, que apenas habían venido tratantes de fuera y que la situación para muchos campesinos empezaba a ser dramática.
—Tradicionalmente aguardan la feria con ilusión, pero este año… En fin, desde la plaza hasta aquí han venido ya tres paisanos a ofrecerme madera. Cuando la gente del campo decide vender los árboles, que son su ahorro más seguro, es que tienen verdadera necesidad. Y lo malo es que tampoco para la madera hay salida. Cada vez llega más madera de fuera, y la de aquí, que no es tan buena, cuesta mucho sacarla de los sitios donde está y a veces no compensa. Cuando les ofrezco lo que les ofrezco, creen que me quiero aprovechar, y no es verdad. Ya me gustaría a mí pagarles más.
Tenía hambre y mi madre le preparó un huevo frito con dos torreznos. Al terminar, me dijo:
—Arréglate, anda, Nacho. Ven conmigo a dar una vuelta por la feria. Te gustará. ¿Quieres venir también tú con nosotros, Elvira? —le preguntó a mi madre—. Así te distraes un poco.
—No. Id vosotros. Yo tengo que hacer. Y, además, me canso mucho. Si acaso por la tarde, cuando se hayan marchado los camiones, damos un paseo —respondió ella.
Traté de resistirme un poco porque la idea de verme entre tanta gente no me atraía. Pero mi padre no me dejó opción.
—Venga. Ponte unos zapatos y vemos lo que hay por ahí. No vas a estar todo el día en casa leyendo. Ya sabes lo que ha dicho el médico.
A pesar de todos los pesares, el pueblo estaba más animado que nunca. Los bares se hallaban repletos de clientes y las calles bullían con un ambiente como hacía tiempo que no se veía. Aunque mi padre no lo apreciaba, a mí me dio la impresión de que habían acudido muchas personas de fuera y, a pesar de que la crisis estaba en el ánimo general, todo el mundo parecía haber echado las preocupaciones a la espalda por unas horas.
Cada cuatro pasos que dábamos, mi padre se encontraba con algún conocido. Efectivamente, varios aprovecharon para decirle que tenían algo de madera para entresacar —castaños, robles, abedules, cerezos y nogales—, y que les gustaría que fuese a verlos y les ofreciese precio. Otros saludaban, a veces alguno preguntaba si yo ya estaba bien, y los más amables me miraban y decían:
—¡Cómo ha crecido el chaval! Ya es un mozo. ¿Estudias bien?
Casi sin darnos cuenta, el día había cambiado repentinamente. Dos grandes nubarrones del sur se interpusieron delante del sol y se detuvieron encima del pueblo. Entretenidos en sus cosas y hartos de albergar esperanzas que luego acababan frustrándose, los agricultores apenas les hacían caso. Sólo algunas conversaciones solían repetirse con los tópicos habituales.
—¿Has visto cómo se ha puesto el cielo?
—¡Ná! Como todos los días. Amaga y no da. Se le ha olvidado llover. Esto no sé cómo va a acabar.
Algunos apuntaban la última esperanza en tono de humor.
—Después de las rogativas, ya verás como llueve.
—Estás bueno. Las rogativas… Bastante caso van a hacerle allá arriba a esas cosas. Tendrán más de que ocuparse.
La proximidad del mercado volvió a erizarme la piel. En cuanto escuché los mugidos de las vacas, los relinchos de los caballos y los balidos de las ovejas, sentí que me estremecía. Aunque en la comarca no había apenas cabras porque los ganaderos estimaban que destrozaban el arbolado, la posibilidad de cruzarme con alguna me llenó de pavor. No quería volver a ver una cabra en mi vida. Mientras mi padre seguía saludando a sus conocidos e intentaba distraerme mostrándome algunas atracciones que se habían instalado en las proximidades del mercado, yo trataba de imaginarme alguna estratagema para regresar a casa. Mi padre, como si intuyera las ideas que estaban pasándome por la cabeza, me echaba la mano por el hombro de vez en cuando.
—¡Vaya mozo que estás hecho! —me dijo una voz conocida al tiempo que me agarraban por un brazo.
Manuel era un hombre fuerte, campechano y tranquilo. Había estado preso después de la guerra y trabajando en la madera con mi padre cuando yo era pequeño, y cada vez que venía por casa jugaba conmigo al caballito. Me subía a horcajadas al cuello, me sujetaba por los pies y corría conmigo de un lado a otro, simulando el galopar de un caballo, cuyos relinchos imitaba, mientras yo reía y reía feliz. Luego se casó con Ernestina, la chica que me había cuidado de bebé, y se habían ido a vivir a una aldea próxima donde ella tenía una tía que estaba sola y les acogió en su casa. Ahora Manuel llevaba en arriendo unas tierras de mi madre cercanas precisamente al lugar donde se me había aparecido el diablo.
—Creo que ha estado mal —le dijo a mi padre mirándome a mí—. ¿Ya se ha puesto bien?
—Sí. Ya se le ha pasado. No fue nada grave. Un susto. La semana que viene empezará a ir de nuevo a la escuela, ¿verdad?
Asentí sin mirarlos. Algunas veces me enojaba que no diesen importancia a lo que me había ocurrido y otras me enervaba que especulasen con ello. El encuentro con Manuel me había hecho recordar el instante en que aquella noche dudé entre seguir adelante, desafiando la presencia del diablo, o lanzarme por el precipicio que me hubiese llevado fatalmente a despeñarme sobre las tierras que él nos tenía arrendadas. Además, los ruidos del ganado al que nos íbamos acercando cada vez retumbaban más en mi cabeza y aceleraban mi ritmo cardíaco. De pronto, Manuel se paró y le espetó a mi padre:
—Oiga, Joaquín, usted tendrá buena relación con la Guardia Civil, ¿verdad?
Mi padre también se detuvo, me echó la mano por el hombro izquierdo y respondió sorprendido:
—¡Yooo! ¡Fatal! ¿Por qué?
—¡Ah! —exclamó Manuel—. Es que me dijeron que iba a menudo a visitarlos al cuartel. La verdad es que me extrañó. Pero me dije, si él puede hacerlo, será mejor que si voy yo, que me ven pinta de haber robado gallinas durante la guerra y son capaces de calentarme sólo por dirigirles la palabra. Ya sabe cómo son.
—Sí, lo sé muy bien, sí. Yo voy por allí todos los días porque no me queda más remedio. Me obligan. Deben de tener miedo de que me vaya con los del maquis o yo qué sé. Ya sabes: para esa gente, si no te ven con camisa azul y confesando y comulgando a diario, ya eres sospechoso de algo. Pero ¿por qué me lo preguntabas? ¿Tienes algún problema?
—Pues sí. Hay un problema que en parte también es suyo. ¿Se acuerda de aquella casucha dónde vivía Celsa, la mujer que trabaja en su casa, allá por encima de las tierras de Elvira?
—Sí, claro —respondió mi padre—. Creo que está en ruinas. Hace tiempo que no paso por allí.
Inmediatamente me puse en tensión. Sentí que el calor me subía a la cara y la respiración se me entrecortaba en el esfuerzo por no perderme una palabra. El toc toc acelerado del corazón me tenía paralizado.
—Está medio derrumbada, sí. Pero hace unas semanas apareció por ahí un hombre, que al parecer viene de la parte esa de los páramos, con ocho o diez cabras y un carromato, y se ha refugiado allí, entre los cascotes, porque otra cosa no hay. Y lo malo es que las cabras, que como podrá imaginarse están muertas de hambre, arrasan con todo lo que encuentran. No hay cercado que se les resista ni frutal que no despellejen. Buenas son las cabras, ya sabe. En nuestras tierras ya han entrado un par de veces y tendría que ver cómo lo han dejado…
Noté que el pecho se me hinchaba, que la sangre me subía a la cabeza, que el cielo se cernía sobre mi emoción incontenible. Tardé en hacerme cargo plenamente de la realidad que acababa de abrirse ante mí. Escuchaba a mi padre sin oírle. No podría describir lo que estaba pasando por mi mente y cómo el torbellino de ideas que me abrumaba repercutía en los músculos de mi cuerpo.
—Habría que hablar con él —sugirió mi padre—. Las cabras son terribles, sí. En muchos sitios las están prohibiendo porque destrozan el campo. Pero allí, en aquel lugar tan escarpado, ¿cómo puede vivir el hombre?
—Se las apaña. Duerme en el sotechado del corral para protegerse del relente y entre las cabras para no tener frío. Por las noches hace una fogata fuera, al lado de la higuera que hay delante de la casa, ¿no se acuerda?, y así se apaña. Yo ya hablé con él, fui a verle el otro día y se lo dije. Es un tipo extraño, me parece que mutilado. Le dije lo de las cabras y lo de la hoguera, porque una noche con el viento puede incendiar medio monte. Pero da igual. Es un poco hosco el hombre y… no se ve que haya con quién atar cabos. Por eso pensé que si le dijese algo la Guardia Civil…
Contuve la respiración un momento, intenté mentalmente coger carrerilla con las palabras que, ahogadas en la emoción y obstaculizadas por la tartamudez, se me resistían a salir de los labios.
—¿Y co-co-cómo son las ca-cabras? ¿T-tienen cuernos? —conseguí articular.
—¡Cómo no van a tener cuernos! —me respondió mi padre sin prestarme demasiada atención—. Las cabras siempre tienen cuernos. ¿Cuándo has visto cabras sin cuernos?
—Sí tienen cuernos, sí. Y sobre todo tiene un cabrón, con respeto para la palabra, grandísimo y feo como un demonio, con unos cuernos que asustan. No sé para qué lo quiere, porque ese no da leche ni nada, pero no se separan. Va con él a todas partes; le sigue como un perro. Y da miedo verlo, con una chiva colgándole del cuello que casi le arrastra y unos cuernos, ya digo, que impresionan. El otro día, cuando fui a ver al paisano, aquel bicho estaba plantado sobre el camino, con las patas delanteras apoyadas en la higuera, y me miraba con unos ojos que, ¿quiere creer, Joaquín, que no me atrevía a acercarme? Daba miedo verle con aquellos cuernos y aquellos ojos… Tal parecía el diablo.
Me quedé con los ojos en blanco, disfrutando de los brincos de alegría que ahora pegaba mi corazón dentro del pecho, regodeándome en la emoción secreta e inconfesable que me embargaba.
Mi padre y Manuel seguían hablando.
—… para embarcarse, sí. Tiene que cruzar a pie la sierra. Por carretera no puede ir —escuché que le decía mi padre, aunque yo apenas me enteraba—. Sé que es comprometido, pero he pensado si podrías acompañarle tú, que conoces los caminos al otro lado…
Manuel asentía con la cabeza. Me miró y sonrió. Yo deseaba echar a volar, llegar al caserío y ver aquel macho cabrío a la luz del día, cara a cara, oírle balar.
—Vamos hasta el mercado, que cuando lleguemos ya no va a quedar nada para ver —dijo mi padre, empujándome suavemente.
—¿Y vamos a ir a dónde las cabras? —pregunté sin tartamudear y sin poder contener mi curiosidad.
—¿Cabras? No sé si habrá cabras —dijo Manuel—. Ovejas sí, cabras no creo. Por aquí casi nadie tiene cabras ya. Si acaso ese paisano de allá arriba, pero no creo que las venda. ¿De qué iba a vivir? Por lo menos que se sepa. Le proporcionan leche, cabritos para hacer cecina… Vete a saber.
—¿Qué interés te ha entrado a ti con las cabras hoy? —me preguntó mi padre extrañado.
No podía explicarlo. Tenía ganas de saltar, de gritar, de ser feliz. Volvía a sentirme un niño normal. De repente, había recuperado la confianza en mis padres, no me habían estado engañando al negarme la existencia del diablo, y volvía a notar deseos de vivir como los demás niños. ¡Ah! Y Celsa, sí, era una bruja cruel y mentirosa, sí.
Manuel se detuvo bruscamente bajo la lluvia que no cejaba de arreciar. Cogió a mi padre del brazo y se acercó a su oreja:
—Avise a su cuñado que extreme las precauciones. Tendremos que hacerlo todo con mucho cuidado. De madrugada, es la mejor hora. Y bien vestidos, que despierta menos sospechas en los caseríos y majadas. Porque voy a decirle una cosa que me muele en la cabeza y que quede entre nosotros. Para mí que ese paisano de las cabras no es un pobre hombre que malvive, es un infiltrado de la contrapartida. Mejor lugar para vigilar quién va y quién viene monte arriba, monte abajo, no podía haberlo buscado. Además, el día que hablé con él se le escapó un detalle revelador: ha estado en la División Azul.
—¡Joder! —exclamó mi padre.
Fue una mañana memorable para todos. Apenas habíamos caminado cien metros y, casi sin percatarnos, se abrieron las nubes y comenzaron a caer gotas. Primero fueron unas gotas aisladas, luego se fueron espesando y en seguida se convirtieron en chaparrón. La gente miraba al cielo con incredulidad y, después, con satisfacción. Mi padre me echó la mano por el hombro, en un intento simbólico de taparme, miró al cielo que amenazaba con derramarse en forma de catarata, y dirigiéndose a Manuel, que nos acompañaba, comentó:
—¡Ya era hora, cono, ya era hora! Todo llega en la vida. Ya cae el agua. A ver si un día de estos cae también el Régimen, ¿no te parece, Manuel?
Caminábamos en fila india dando pequeños rodeos para protegernos bajo las cornisas. El agua empezaba a inundar la calzada reseca pues las alcantarillas resultaban insuficientes para tragarla. Muchas personas se asomaban a las ventanas para contemplar, entre gestos de euforia, el espectáculo desde hacía tanto tiempo insólito de la lluvia. Cuando entramos en la plaza, las campanas de la Iglesia arrancaron a repicar en una explosión acústica de alegría desbordante. Miré instintivamente al campanario y en seguida distinguí la boina roja de don Primo sobresaliendo entre la bruma del alzacuello de la sotana. El cura, con los brazos en cruz, sostenía un badajo en cada mano y saltaba como una golondrina de un lado a otro batiéndolos rítmicamente con una agilidad y una fuerza inusitadas.
—Lo que nos faltaba —escuché que murmuraba mi padre sin levantar la vista del suelo resbaladizo—: Las rogativas han hecho el milagro…